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100 Clásicos de la Literatura

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«Querido Bernard»; y a continuación describía los hechos más destacados de los tres meses de vida en la «Villa San Gervasio». Como, por ejemplo, la comida con que habían invitado al Cónsul británico; la visita realizada a un buque de guerra español; las procesiones religiosas que habían presenciado y las Santas Misas que habían escuchado en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y como les había impresionado la grandeza y majestad de la Santa Misa. No concebía cómo, de pertenecer a una Religión, no abrazaban todos aquélla. Habían hecho algunas excursiones por las cercanías. Valía la pena visitar aquellos lugares solo por la satisfacción de ver florecer los árboles a su antojo en cualquier época del año y contemplar el maravilloso colorido de la tierra y el mar. La tierra en lugar de ser marrón era rojiza, amoratada o verdosa. «No hay color en Inglaterra que pueda comparársele. ¡Créame!». Sentía conmiseración hacia la pobre isla que sufriría aún de un crudo invierno y solo podría lucir algunas violetas cuidadas con apuros maternales en los invernaderos por viejos y coloradotes jardineros envueltos en bufandas y gruesas chaquetillas. Tomaba a broma, con fina ironía, la seriedad de sus compatriotas. Desde aquellos lugares le parecía imposible que pudieran tomarse tan a pecho las «Elecciones Generales». ¿Qué importaba que pudieran salir elegidos Asquith o Chamberlain? Mientras enronquecían gritando, otros que eran valores positivos morían de hambre o se convertían en el hazmerreír de las gentes. «¿Se ha alentado alguna vez a un artista mientras vivió o, sencillamente, habéis adquirido alguna de sus obras? ¿Cuál es la causa de que seáis tan prosaicos y materialistas? Aquí hasta los criados los consideramos como a seres humanos y como a iguales nos hablan y les hablamos. Aquí no hay castas». Al llegar a este punto, pasaron por su imaginación Richard Dalloway y Rachel. Cambió de tema, dedicándose a describir a su sobrina.



»Por uno de esos impulsos de mi carácter, me he hecho cargo de una muchacha —escribió—. A pesar de que nunca congenié con las mujeres, ni frecuenté mucho su trato. Pero comprendo que, en parte, tengo que retractarme de haber obrado así. Si a las muchachas se las educase adecuadamente, no habría tanta diferencia entre hombres y mujeres. Quiero decir que su trato resultaría tan agradable como el de éstos. Pero el problema es éste. ¿Cómo se las educa? Al estilo moderno, lo encuentro verdaderamente abominable. Esta muchacha, con sus 24 años, no se había dado cuenta aún de que los hombres desean a las mujeres, hasta que tuve que explicárselo. ¡No sabía ni cómo nacían los niños! Y en todos los órdenes de la vida posee una ignorancia semejante. Criar así a una persona se me antoja contraproducente… Me he impuesto la tarea de guiarla, y ahora, aunque expuesta a exageraciones, parece más razonable y va enterándose de cosas que no debería ignorar. El punto difícil estriba en que, al abrir los ojos a la realidad, ésta les produce una impresión excesiva. Mi cuñado merecería que se le diera un chasco, aunque por mi parte no será porque redundaría en perjuicio de la muchacha. Ahora deseo solamente hallar la colaboración de un hombre joven, con quien poder hablar formalmente, para que me ayude a hacerle ver la insensatez de muchas de sus absurdas ideas sobre la vida. Por desgracia, hombres así escasean tanto… tanto como las mujeres. Por supuesto que en la colonia inglesa no hay ninguno. Artistas, comerciantes, gente culta… pero estúpidos, convencionales y con ganas de “flirtear”…».



Detuvo la pluma y contempló los juegos de luz y sombra que dibujaba el fuego. Había anochecido y ya no veía lo suficiente para continuar escribiendo. Se acercaba el momento de la cena, indicado por los preparativos que revelaba el sonar de los platos y cubiertos en el comedor. Se oía la voz de mando de la señora Chailey dando órdenes a la criadita española. Sonó el timbre. Helen levantóse y uniéndose a Ridley y Rachel, entraron en el comedor.



Los tres meses de estancia en la isla habían producido pocos cambios en Ridley y Rachel, aunque observando a esta última con detención se notaban en ella una mayor seguridad y aplomo en su forma de conducirse. Estaba mucho más morena, sus ojos tenían mayor brillo y se atrevía a tomar parte en las conversaciones. La convivencia entre todos era perfecta.



Ridley, asomándose a la ventana, contempló la noche, comentando su hermosura.



—Sí —asintió Helen—, y parece que la temporada se inicia —continuó señalando la multitud de luces que brillaban en la lejanía.



Preguntaron en español a María, la sirvienta, si se notaba afluencia de turistas en el hotel. Ésta, muy ufana, contestó que era difícil encontrar víveres, especialmente huevos, y que los tenderos se aprovechaban cuanto podían. La única forma razonable de adquirirlos era recurrir a los ingleses.



—En la bahía hay un buque inglés que llegó esta mañana —observó Rachel—, probablemente llevará correo y podremos mandar nuestras cartas.



Este incidente era siempre motivo para iniciar una pequeña discusión entre el matrimonio Ambrose. Ridley ponía gesto de mártir y suspiraba, mientras Helen le reprochaba su apatía por comunicarse con el mundo civilizado.



—Piensa en el tiempo que hace que no has escrito, Ridley. Mereces unos azotes. Se te piden conferencias, se te ofrecen honores, y tienes una mujer tonta que no solo alaba tus libros, sino hasta tu belleza. Te he comparado con Shelley, si éste hubiese llegado a vivir hasta los 55 años y se hubiese dejado crecer la barba —amonestaba Helen—. Eres el más vanidoso de todos los hombres que conozco —terminó, levantándose de la mesa— y no es poco decir.



Fue en busca de su carta, a la que añadió unos renglones, y dijo que iba a echarla al correo.



—¿Has escrito a tus tías, Rachel? Vaya, menos mal, ya era hora.



Se arreglaron para salir y Ridley se negó a acompañarlas, diciendo entre bromas que suponía a Rachel lo suficientemente tonta como para prestarse a acompañar a su tía, aunque nunca hubiese creído que Helen tuviera tan poco sentido. Todo esto lo decía sin cesar de mirarse al espejo, haciendo muecas y visajes como si se tratara de un general en jefe en lugar de un retraído escritor.



—Soy una tonta —decía Helen, acariciándole la barbilla—, una infeliz.



—Eres un diablillo —repetía él, besándola con ternura.



—Te dejamos con tus vanidades —dijo Helen al salir.



Era una noche de ensueño. En el horizonte se dibujaba todavía una tenue claridad, que permitía distinguir bien el camino.



El buzón quedaba cerca y al salir de depositar la correspondencia, Helen quería regresar.



—No, no —protestó Rachel—, me prometiste que daríamos una vuelta. Recuérdalo —dijo, oprimiendo la mano de su tía.



«Ver la vida». Así habían bautizado los paseos que daban al obscurecer. Aquélla era la hora en que empezaba a rebullir la vida social de los habitantes de Santa Marina. La frescura de la noche, aromatizada por múltiples flores, era muy agradable. Las jovencitas, con magníficas trenzas recogidas en grandes moños adornados con flores rojas, se sentaban en los umbrales de las puertas o asomábanse a los balcones, formando alegres grupos con los muchachos que las rodeaban. A través de las ventanas iluminadas y abiertas se veía a los comerciantes efectuando su arqueo, o a las amas de casa trajinando con sus cacharros, o sus flores. Las calles se llenaban dé gente, especialmente hombres que se sentaban en las terrazas de los cafés a beber vino y comentar los acontecimientos mundiales… Un pobre cojo tañía su guitarra y una gitanilla cantaba la canción en boga.



El paso de las dos inglesas llamaba la atención, pero se las miraba con simpatía, sin que nadie las molestase. Helen iba estudiando tantos tipos pobremente vestidos y, sin embargo, tan satisfechos de la vida.



—Hoy es 15 de marzo, piensa en el espectáculo del Malí esta noche. Quizás haya recepción en la Corte —dijo Helen.



Pensaba en la gran aglomeración de gente que, aguantando el frío y probablemente la lluvia, se estacionaría ante el Palacio Real para contemplar la llegada de los carruajes y carrozas.



Habría allí gentes de todas clases. Los que tuvieran más posibilidades llenarían los edificios altos que dominaban mejor la visión del conjunto. Allí, en Santa Marina, a tanta distancia, todo aquello parecía irreal, como si se tratara de un cuento fantástico. Tuvieron que separarse para pasar por un grupo que se había formado en medio de la calle.



—Creen en Dios —dijo Rachel al reunirse con su tía, refiriéndose a los nativos.



Recordó las cruces que, mostrando al Señor «con sus llagas», se alzaban en los cruces de los caminos y en el Santo Sacrificio de la Misa que se celebraba en la iglesia católica.



—Nunca alcanzaremos a comprenderlo —suspiró.



Empujaron una entreabierta verja de hierro y se ofreció ante su vista una avenida bordeada de árboles. Al final, en un recodo, se veía un edificio grande y cuadrado Era el hotel. Había una larga hilera de grandes ventanas casi al nivel del suelo, estaban sin cortinas y profusamente iluminadas, mostrando en su interior las dependencias del hotel. Se situaron en la sombra para poder observar mejor. Estaban barriendo el comedor y uno de los camareros comía un racimo de uvas con los pies apoyados en una mesita. La otra ventana daba a la cocina, y unos cocineros, de punta en blanco, trajinaban entre enormes marmitas, en tanto los criados comían vorazmente. Algo más lejos, ocultas por unos arbustos, vieron una sala grande, donde señoras y caballeros, hundidos en enormes butacones, hojeaban plácidamente unas revistas después de la cena. Una señora muy delgada tocaba el piano con mucha afectación. Cuando terminó de tocar, el tono de las conversaciones subió de nivel.

 



—Vámonos —dijo Rachel en voz baja—, aquí todos son viejos.



Siguieron hasta otra ventana donde dos jóvenes, en mangas de camisa, jugaban al billar con dos jovencitas.



—No vale, me ha dado un pellizco —dijo una al perder la jugada.



—¡A ver si somos formales!



—¡Ca! ¡Eso nunca! —respondió un joven de rojas facciones que apuntaba las jugadas.



—¡Ten cuidado, Rachel, nos van a ver! —advirtió Helen a su sobrina cogiéndola por un brazo, pues se había colocado en medio de la ventana para ver mejor.



Dieron la vuelta a una de las esquinas del edificio y se situaron ante una ventana que daba a una gran sala llamada El Lounge, aunque no pasaba de ser un vestíbulo. Estaba amueblada con mucho gusto. De las paredes colgaban panoplias y ricas telas bordadas. Había grandes divanes y butacas y varios biombos que hacían más íntimos algunos rincones. Era el lugar más acogedor y, por lo tanto, el más favorecido por la juventud.



El señor Rodríguez, al que conocían por ser el gerente del hotel, estaba situado cerca de la puerta observándolo todo. En los divanes, caballeros medio enterrados en las mullidas tapicerías; en los rincones más íntimos, parejas amarteladas tomando café; en el centro, un grupo jugando a los naipes y una gran profusión de luces. Aquel lugar, antes refectorio frío y destartalado, habíase convertido en cómodo y acogedor. Tenía razón el señor Rodríguez al decir que sin un Lounge confortable, un hotel no podía prosperar. El edificio estaba completamente lleno de turistas. El ambiente era extremadamente cordial, como si fuesen todos antiguos amigos. Fuera del recinto se percibían las voces de los pastores que volvían con sus rebaños. Del grupo que jugaba en el centro del salón se veían claramente sus ademanes, pero no se percibían sus voces. Uno de aquellos jugadores atrajo la atención de Helen.



Era alto y delgado, de aspecto cadavérico, tendría aproximadamente la edad de Helen y jugaba de pareja con una joven de cutis sonrosado. De pronto este hombre habló y sus palabras, por encima del murmullo de las conversaciones, llegaron claramente a oídos de Helen.



—Lo que le falta a usted, señorita Warrington, es coraje y práctica, ambas cosas son inútiles si no van juntas.



—¡Hughling Elliot! ¡Claro! —exclamó Helen ocultándose precipitadamente, pues al oír pronunciar su nombre, éste levantó la cabeza sorprendido.



El juego continuó unos minutos hasta que hizo su entrada en la sala una silla de ruedas conteniendo a una señora gruesa de bastante edad. La silla se detuvo junto al grupo de jugadores.



—¿Cómo va esa suerte, Susan? —preguntó la anciana.



—Toda la suerte está esta noche de nuestra parte —dijo un joven que jugaba de espaldas a la ventana.



Parecía bastante grueso y lucía un espesa cabellera.



—¿Usted cree, señor Hewet? —respondió su compañera, una señora de mediana edad con gafas—. Le aseguro, señora Paley, que no es suerte, sino destreza.



—Si no me acuesto temprano no puedo dormir —dijo la señora Paley, probablemente para justificar que Susan se hubiera levantado dispuesta a empujar la silla de ruedas.



—Ya avisaré a alguien para que ocupe mi lugar —dijo alegremente.



Pero no fue necesario, su marcha dio fin a la partida. Los tres que quedaban se entretuvieron unos momentos en formar un castillo con los naipes, pero como éste se derrumbaba en seguida, se aburrieron pronto y cada cual hizo mutis por un lado.



El señor Hewet volvióse hacia la ventana, y Helen pudo observar que tenía unos ojos grandes, obscurecidos por los lentes. Era rubio y sonrosado y llevaba el rostro completamente rasurado. Era un tipo interesante. Se dirigió directamente a la ventana y preguntó:



—¿Dormido?



Helen y Rachel comprendieron que alguien había estado sentado muy cerca de ellas, tal vez observándolas. De esto tuvieron la certeza al oír una voz que decía:



—Estaba observando a dos mujeres que hay ahí fuera.



Helen y Rachel empezaron a correr hasta que el hotel fue solo una mancha oscura tachonada de lucecitas.





IX





Una hora después, todas las luces de la planta baja del hotel se habían apagado, pero se habían encendido todas las de los pisos superiores. Unas cuarenta personas se disponían a acostarse. El ruido de los jarros de agua al chocar contra el suelo se oía perfectamente de una habitación a otra. Unos sencillos tabiques formaban las habitaciones en el lugar que ocupaban antes las grandes salas del monasterio.



La señora Allan, la que jugaba de pareja con el señor Hewet, colocó su ropa cuidadosamente sobre una silla y se dispuso a leer después de liarse el cabello en una apretada trenza. Estaba escribiendo un tomo de literatura inglesa. En aquel instante disponíase a leer el Preludio, cosa que hacía siempre cuando viajaba. Oyó claramente el ruido producido por las ropas de otra mujer al desnudarse en la habitación contigua. ¿Sería Susan Warrington? No podía concentrar su atención en la lectura, puso una señal entre las hojas, suspiró satisfecha y apagó la luz.



¡Qué distinta la escena que tenía lugar en la habitación contigua! Susan Warrington se cepillaba los cabellos. Aquel momento de peinarse, antes de meterse en la cama era la hora más propicia para las confidencias entre hermanas. Era un rato delicioso. Pero como entonces Susan no tenía con quien comunicar sus pensamientos, se contemplaba el rostro en el espejo. Lo hacía con gran atención, volviendo la cabeza a uno y otro lado y colocándose los grandes mechones de pelo en distintas formas. Se alejaba un poco del espejo y se consideraba seriamente. «No estoy mal», se dijo. «No soy precisamente guapa, pero…». Se enderezó un poco. «Sí, la mayoría opinarán que soy esbelta». Claro que al hablar así pensaba exclusivamente en Arthur Venning. Lo que sentía hacía él era algo raro, una sensación extraña, no es que se considerara enamorada ni que estuviera dispuesta a casarse con él, pero todos los minutos de meditación de que disponía, los invertía en pensar qué opinión tendría de ella y comparando los ratos que habían pasado juntos, con los de otros días. «No me ha dicho que soy guapa, pero tengo la seguridad de que me ha seguido hasta el vestíbulo». Aquella noche la hora de las confidencias fue triste. ¡Cuántas veces se había cepillado el pelo a la carrera y se había acostado sintiéndose incomprendida por todos! Era alta y gruesa, pero tenía un encanto particular no desprovisto de belleza. Era, además, seria y amable. Ya estaba acostada cuando se levantó con presteza y escribió su diario, a pesar de que nunca volvía a releerlo.



«A. M. — Hablé a la señora Elliot sobre los vecinos del campo. ¡Qué pequeño es el mundo! Leí un capítulo de las Aventuras de la señorita Appleby a tía E. — P. M. Jugué al tenis con el señor Perrot y Evelyn. No me gusta el señor P., es inteligente pero tiene un algo extraño. Les gané. Tiempo espléndido, vistas maravillosas. Al principio se encuentra esto un poco pelado, pero la vista se acostumbra pronto. Escribí varias cartas. Tía E. animada, pero algo chinche, se queja de la humedad de las sábanas».



Se arrodilló, rezó sus oraciones y luego quedó dormida profundamente.



En las otras habitaciones se veían cosas muy curiosas. En una solo sobresalía de las sábanas un mechón de pelos. En otra podía verse, a través de la abierta ventana, sobre la cama… algo tan delgado que parecía un cadáver; era el cuerpo de William Pepper. Venían después tres habitaciones ocupadas por portugueses, cuyos profundos ronquidos se oían desde el pasillo. Solo al final del corredor, en la habitación número 39, una línea de luz se filtraba por debajo de la puerta. Era la habitación ocupada por los señores Elliot. En aquel momento Hughling se limpiaba los dientes.



—Qué tarde vienes, Hugh —refunfuñó la esposa desde la cama.



—Podías haberte dormido; estuve con Thornbury —dijo el esposo al terminar su aseo.



—Ya sabes que no puedo dormir hasta que tú vienes.



—Bueno, ya estoy aquí; voy a apagar la luz —dijo Hugh acostándose tranquilamente.



En otra de las habitaciones sonó un timbre estridente y la señora Faley se despertó, llamando a la doncella para que le llevase la caja de galletas.



En una de las habitaciones del piso superior estaba el hombre que había espiado a Helen y Rachel. Estaba leyendo, cómodamente sentado en un sillón La historia de la decadencia y fin del imperio romano de Gibbon, y fumaba plácidamente conforme iba formándose una clara noción de lo leído. Así hubiera seguido largo rato de no penetrar en la habitación, descalzo, el joven propenso a la obesidad.



—¡Oh, Hirst!, se me olvidó decirte…



El lector levantó la mano y el recién llegado calló. Dos minutos después, Hirst dijo cerrando el libro y mirando a su amigo:



—¡Ahora! ¿Qué quieres? ¿Qué era lo que se te olvidó?



—¡Tienes mucha tranquilidad! —contestó Hewet, a quien se le había olvidado lo que quería decir—. Prescindes de los sentimientos ajenos.



Hirst sonrió y su amigo prosiguió:



—Francamente, creí que tu inteligencia era más despejada. ¡Sentimientos! Ponemos el amor en la cúspide y lo demás, de cualquier manera, pero debajo de él.



—Bueno, ¿y para decirme eso saltas de la cama? —dijo con falsa severidad.



—No; salí de la cama para hablar —dijo vagamente Hewet.



—Bueno; mientras hablas, me desnudaré.



Ver a Hirst desnudo infundía compasión; tal era la delgadez de su cuello y la estrechez de sus hombres.



—Las mujeres me interesan —dijo Hewet sentado a los pies de la cama de su amigo.



—Lo creo; son tan estúpidas. ¡Eh!, que te sientas encima de mi pijama.



—Sí, sí que lo son —murmuró Hewet.



—No hay variación de opiniones sobre eso. ¿Estás enamorado de Susan? —preguntó Hirst.



—Pero es gruesa… y yo también…



—Las que espiaban esta noche no eran gruesas —dijo Hirst, que aprovechaba la charla para cortarse las uñas de los pies.



—Descríbemelas —pidió Hewet interesado.



—Ya sabes que me cuesta describir y más a las mujeres; todas me parecen iguales.



—Eso mismo creía yo antes, pero no es así. También tienen personalidad. Parece como si ocuparan círculos distintos. Por ejemplo, en este hotel, un círculo lo ocuparían los señores Elliot, la señorita Allan y los Thornbury; otro, la señorita Warington, el señor Arthur Venning, el señor Perrot y Evelin M.; luego, nosotros…



—¿Tan solitos? —preguntó Hirst con ironía.



—Completamente solos y nuestros esfuerzos para salir del círculo no hacen más que empeorar la situación. Damos vueltas en nuestro círculo como si fuésemos gallinas, y yo, francamente, preferiría ser un pichón. ¡El mundo es una delicia!



Hirst le miró perplejo.



—No acabo de comprenderte, sobre todo tu falta de continuidad en las ideas. Tienes veintisiete años y sigues fluctuando. Las mujeres mayores te siguen atrayendo como si fueras un adolescente. Solo admiro en ti una cualidad: tu enorme capacidad… para no pensar en nada. Y otra cosa que no entiendo. Tú, a la gente y especialmente a las mujeres, les gustas más que yo.



—Sí, a todas; pero no encuentro ninguna que me satisfaga a mi.



—¿.No hay ninguna en tu círculo?



—Ni rastros.



A pesar de conocerse desde hacía tres años, Hirst desconocía por completo la vida amorosa de Hewet. Alardeaba siempre mucho, pero en cuanto estaban solos, dejaba el asunto en puntos suspensivos. El muchacho podía permitirse el lujo de vivir sin trabajar. Después de dos cursos en Cambridge, abandonó la Universidad por incompatibilidad con los directores, y desde entonces se dedicaba a viajar.



—No acabo de comprender tu circulo, Hewet; dar vueltas incesantemente… pero no conduce a ninguna parte. ¿Te seduciría estarte solo en este hotel durante tres semanas?



Hewet meditó un momento:



—Hombre, en un sitio así, nunca se está completamente solo ni tampoco en compañía. Es como si cada uno de nosotros fuese una burbuja, ¿comprendes? Mutuamente no nos vemos, solo percibimos la llama que va con nosotros siempre; es una sensación de nuestra propia existencia y ello nos hace sentir que el mundo es pequeño y la gente insignificante.



—¡Valiente burbuja estás hecho! —dijo Hirst—. Vamos a suponer que mi burbuja sufriese un encontronazo con otra y que las dos estallan.



—Pues entonces…



Y Hewet siguió hablando mucho… pero sin decir gran cosa, como le sucedía siempre que hablaba con Hirst.



—No eres tan tonto como me figuraba, Hewet; no sabes lo que quieres decir, pero, por lo menos, lo intentas. —¿Y eso no te divierte?

 



—Hombre, podría decirte que me gusta estudiar a las personas, ver cosas. Este país es maravillosamente bello. ¿Te fijaste en la cúspide de las montañas al anochecer? Parecen de oro. Habrá que hacer una excursión hasta allí; llevaremos la comida. Tú te estás poniendo demasiado grueso, Hewet.



—Sí, haremos una excursión —dijo Hewet con viveza—. Invitaremos a todos los del hotel, alquilaremos borriquillos. ¡Santo Dios la que se armará! Ya veo a las señoras molidas y encantadas. Convidaremos a todos. Venning, Perrot, la señorita Murgatroyd y hasta al diminuto señor Pepper.



—Pepper no creo que acepte, a Dios gracias. Pero ¿dónde vas a encontrar los borriquillos? —preguntó Hirst.



—No sé, ya veré. Tú irás de escolta de la señorita Warrington; Pepper, en un borriquillo blanco; repartiremos las provisiones o alquilaremos unas mulas. Sí, eso será lo mejor. La señora Paley tendrá que ir en coche. Se necesita mucha organización —añadió Hewet, paseando lentamente por la habitación. Se detuvo a resolver los libros amontonados encima de la mesa—. También llevaremos algunos poetas —añadió—. No, a Gibbon, no. ¿Tienes John Doune o El amor, hoy? Verás; cuando la gente se canse de contemplar el paisaje resultará magnífico que les leamos algo en voz alta.



—La señora Paley no creo que esté muy conforme.



—Sí, ciertamente —dijo Hewet—. No he visto nada tan deplorable como el que las señoras de edad dejen de leer poesía. Y sin embargo, hay versos muy oportunos:



«Hablo como alguien que ha caído en los profundos abismos de la vida; alguien que, al cabo, ha descubierto, la certeza inexcusable de las cosas».



«¿Qué es lo que queda cuando el amor pasó? Huyeron los instantes de la dicha, vino el vacío de unas horas después, y, por último, cae el telón».



Me atrevo a decir que la señora Paley es la única que podrá comprender el sentido de estos versos.



—Se lo podremos preguntar —dijo Hirst—. Pero, por favor, Hewet, debes irte a la cama. Córreme la cortina; nada me desvela tanto como la luz de la luna.



Hewet se retiró, con los poemas de Thomas Hardy bajo el brazo, y, poco después, los dos dormían.



Desde que Hewet apagó la luz de su cuarto hasta que se levantó, con el alba, un muchachito español, de rostro moreno, que fue el primero en dar señales de vida, se deslizaron varias horas de silencio en el hotel. Casi se hubiera podido escuchar la profunda respiración de un centenar de personas y, por muy desvelado o inquieto que se estuviera, hubiese sido imposible no dormir en medio de tanto sueño. A través de las ventanas solo podía verse la profunda oscuridad de la noche. La mitad del planeta se hallaba en sombras, con sus habitantes durmiendo, y solo algunas luces temblorosas en las calles vacías, señalaban los sitios en que se habían edificado las ciudades. Los autobuses rojos y amarillos se entrecruzarían en Picadilly, con gruesas mujeres tambaleándose agarradas a los estribos; pero aquí, en la obscuridad, algún búho se deslizaba de árbol en árbol y cuando la brisa sacudía el ramaje de éstos a la luz de la luna parecían convertirse en grandes antorchas. Hasta que la gente despertara, transcurrirían las horas de libertad para los habitantes de la selva. Leones, tigres y elefantes acuden a los riachuelos a mitigar su sed. El viento, al pasar por montes y valles, es más puro que durante el día y la tierra, a la luz de la luna, es más misteriosa e impresionante. Durante seis horas perdura esta profunda belleza, después el cielo va aclarándose por el este, se levantan las nieblas evaporándose como humo y todo va tomando un tinte sonrosado, los caminos empiezan a perfilarse, se oye el chirrido de los cerrojos y empiezan a abrirse puertas y balcones. Los madrugadores van a sus quehaceres. Luce ya el sol en todo su esplendor cuando se inicia la vida en el hotel de Santa Marina. Poco después un gong estridente convoca a todos los huéspedes en el comedor. Al terminar el desayuno, las señoras se reúnen en grupos con sus labores o periódicos.



—¿Qué va a hacer usted hoy, señorita Warrington? —pregunta la señora Elliot.



La esposa de Hughling Elliot, el Dom de Oxford, era bajita, tenía expresió