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100 Clásicos de la Literatura

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Se habían levantado de la mesa, y Helen se acercó a la señora Dalloway.

—Venga, le enseñaré el camino.

Salieron seguidas de Rachel, que no había abierto los labios durante la comida. Bien es verdad que tampoco nadie le había dirigido la palabra. Sin embargo, había estado atenta a cuanto se hablaba. Su atención estuvo fija en los esposos Dalloway. Clarissa, especialmente, la fascinaba. Iba vestida completamente de blanco, sin más adorno que un refulgente collar. El óvalo perfecto de su rostro aparecía aureolado por la cabellera que empezaba a volverse grisácea. Semejaba por su belleza un cuadro de finales de siglo, una obra maestra de Reynolds o de Romney. Junto a ella los restantes pasajeros, incluso la propia Helen, resultaban groseros y descuidados. Emanaba de Clarissa un encanto especial que lo dominaba todo. El esposo tenía una forma de hablar y un timbre de voz que se imponían. Sus ademanes, gestos y palabras iban completamente al unísono, como una máquina perfecta. Junto a él los demás parecían meros autómatas sin gracia alguna. Un delicioso perfume de violetas emanaba de la señora Dalloway, mezclándose al frufrú de sus sedas y al tintineo de sus pulseras. Mientras la seguía por el pasillo, Rachel se sentía humillada. Ante su vista transcurría vertiginosamente su vida y la de sus amigos. Clarissa había dicho: «Vivimos en un mundo hecho a nuestro gusto y medida», y Rachel pensaba que tenía razón y que tal cosa era completamente absurda.

—Sentémonos aquí —dijo Helen, abriendo la puerta del saloncito.

—¿Toca usted? —preguntó Clarissa, levantando la partitura de Tristán, que estaba en el musiquero.

—No —dijo Helen, apoyando una mano en el hombro de Rachel—. Es mi sobrina quien toca.

—Créame que la envidio —dijo Clarissa, dirigiéndose a Rachel por vez primera—. ¿Recuerda esto? —añadió, tecleando con sus ensortijados dedos unos compases de Tristán—. ¿Ha estado usted en Bayreuth?

—No, no he ido —contestó Rachel.

—Nunca olvidaré la primera vez que oí allí Parsifal. Era un día sofocante de agosto, con el teatro a oscuras y completamente lleno de corpulentos alemanes y alemanas gruesas y sonrosadas, con ajustados trajes de un mal gusto tremendo. La música atacó la obertura, y yo sentí una opresión en la garganta que me hizo estallar en sollozos. Un caballero que había junto a mí me trajo agua. Lo recuerdo perfectamente, porque seguí llorando sobre su hombro. ¡Fue tan majestuoso…! ¿Pero dónde está el piano?

—Está en otra habitación —replicó Rachel.

—Pero no por eso dejaremos de oírla… No puedo imaginar nada semejante a sentarme a la luz de la luna y oír buena música… claro que esto pueden parecer niñerías. ¿No cree usted que la música no es buena para todos? —dijo, dirigiéndose a Helen.

—¿Por qué? ¿Acaso porque requiere un esfuerzo demasiado grande para comprenderla?

—Sí, es demasiado emocional. No debería permitirse a los jóvenes aprender música como una profesión. El que sepa interpretarla, no quiere decir que la aprecie, casi estoy por creer lo contrario. Los que sienten verdaderamente el arte son los que menos lo demuestran. ¿Conoce usted a Henry Philips, el pintor?

—Sí, le conozco —dijo Helen.

—A primera vista podría tomársele por un negociante o industrial, nadie diría que es el mejor pintor de su época. Eso es lo que a mí me gusta.

—Es verdad —dijo Helen—. Cuando se ve a un músico con enormes melenas y chambergo, es casi probable que su música deje mucho que desear.

—Watts y Joachim pueden parecer cualquier cosa menos lo que son: unos grandes músicos.

—Sin embargo, no me negará usted que hubiesen estado mejor con algo de pelo —dijo Helen—. Creo que lo principal es la limpieza. Quiero decir con eso que prefiero menos arte y más ropas con buen corte.

—A la gente bien se la conoce por algo que no se sabe qué es, pero que existe —añadió Clarissa.

—En efecto, mire usted a mi esposo. ¿Se le puede tomar por un caballero? —preguntó Helen.

A Clarissa esta pregunta le pareció de muy mal gusto. Ella, por lo menos, no la hubiera hecho nunca. La mejor respuesta que encontró fue echarse a reír, volviéndose a Rachel.

—Insisto en que mañana toque usted.

Rachel no opuso ninguna objeción. Había algo en Clarissa que la atraía y dominaba. La señora Dalloway disimuló un bostezo, que no pasó de una pequeña dilatación de la nariz.

—Me está entrando bastante sueño, a lo mejor es el aire de mar. Mucho me temo que vaya a abandonarlas.

La voz del señor Pepper, en acalorada discusión, se oyó avanzar por el pasillo. Esto acabó de convencer a Clarissa.

—¡Buenas noches, buenas noches! No se molesten que ya conozco el camino.

Entró en su camarote, que se había convertido, como por arte de magia, en el tocador de una gran señora, repleto de frascos y bandejitas. No había ningún centímetro de su cuerpo que careciese del apropiado instrumento de belleza. El perfume a violetas, que tanto gustó a Rachel, llenaba el ambiente. Clarissa cambió su ropa por un precioso camisón, calzóse unas coquetonas zapatillas y se acomodó en la litera con un bloc y pluma. Su mano, al deslizarse sobre el papel, parecía acariciarlo. Lentamente fue llenando carillas.

«Imagínate, querida mía, que nos hallamos a bordo del buque más especial que puedas imaginarte y no lo es tanto la embarcación como las personas que en ella se encuentran. ¡Con cuántos seres raros se tropieza viajando! Pero he de decirte que resulta muy distraído. El dueño del buque, un tal Vinrace, es un inglés enorme, grandón y agradable, pero hombre de pocas palabras. Cualquiera de los restantes pasajeros hubiera constituido un éxito en un número del “Punch”. Parece como si llevaran ya en el buque años y años, formando un mundo aparte. Se diría al verlos, que no han pisado jamás la tierra firme, ni realizado las cosas que a todos se nos antojan corrientes. Siempre he sostenido que los literatos son gente incomprensible, y no me he equivocado. Y lo peor es que hay a bordo tres personas —dos mujeres y un hombre— que podrían parecer normales si no estuvieran absorbidos por los recuerdos de Oxford, Cambridge y otros lugares por el estilo, lo que los convierte en unos seres ñoños e inaguantables. El hombre resultaría delicioso si se cortase las uñas. La mujer, que tiene un cutis precioso, se viste como un saco de patatas y se peina como una pobre dependienta. Hablan de arte y nos toman por unos bichos estrafalarios por el solo motivo de que nos vestimos para la cena. Yo preferiría morirme de hambre que sentarme a la mesa con el mismo vestido que he llevado toda la tarde. ¿No te sucede a ti lo mismo? Parece increíble como pequeñeces así llegan a dominarnos. Hay una muchacha muy mona, pero muy tímida. Me da pena. Quisiera avivarla antes de que sea demasiado tarde. Tiene los ojos y el pelo muy bonitos, pero presiento que se volverá una excéntrica, como todos los que la rodean. Deberíamos crear una sociedad con la misión, mucho más difícil y sutil que las de los misioneros, dedicada a ensanchar el entendimiento de las jóvenes, Hester. ¡Ah; se me olvidaba! También hay a bordo un desagradable muñeco llamado Pepper. Se asemeja en todo a su nombre. Convivir con él es algo así como sentarse a cenar con un mono mal educado. Es indescriptiblemente insignificante y de un genio muy especial. ¡Pobrecillo! Lo malo es que no puede una peinarlo y ponerle polvos como se haría con un animalito propio. Es una lástima. Como estamos sin periódico, este viaje resultará unas verdaderas vacaciones. Cosa que no fue la estancia en España, ni en Portugal…».

—¡Me has traicionado! —exclamó Richard, llenando con su corpulenta humanidad toda la cabina.

—¿No cumplí con mi deber durante la cena? —preguntó Clarissa.

—¡En buena te has metido con el griego! ¿Sabes quién es ese Ambrose?

—Un don Cambridge, supongo… Vive en Londres y se dedica a editar los clásicos.

—¡Un individuo que edita los clásicos!

—¿Habráse visto nunca gente más rara? La esposa me preguntó si su marido me parecía un caballero…

—No ha sido cosa fácil mantener la conversación durante la cena —dijo Richard—. ¿Por qué será que las mujeres de esta categoría social son mucho más excéntricas que los hombres?

—Evidentemente. No son feas, pero sí raras. Ambos se echaron a reír.

—Veo que tendré mucho que hablar con Vinrace —dijo Richard—. Conoce a Setton y a toda su camarilla… También puede informarme ampliamente sobre los astilleros del Norte.

—Me alegro, los hombres son siempre mucho más positivos que nosotras.

—Por supuesto, con un hombre siempre puede hablarse de algo. Supongo que os habréis pasado el rato conversando de los niños, ¿no?

—¿Tienen hijos? No me lo pareció.

—Dos. Un niño y una niña.

Una ráfaga de angustiosa envidia cruzó por los ojos de la señora Dalloway.

—Nosotros deberíamos tener un hijo, Dick. ¡Con las oportunidades que hay ahora para la gente joven! No creo que hayan sido mejores desde los tiempos de Pitt.

—¡Ser un director de hombres…! —musitó Richard—. Es una buena carrera… —El pecho se le dilataba bajo el chaleco.

—No puedo dejar de pensar en Inglaterra, Dick —dijo Clarissa, meditativa, apoyándose en el pecho de su esposo—. Esta soledad aviva el recuerdo y sobre el mar pienso en lo mucho que significa ser inglés. En nuestra marina, en la gente de India y África, en nuestra marcha ascendente siglo tras siglo, gracias a hombres como tú, Dick. Me siento orgullosa de ser inglesa, no concibo que pudiera ser de otra nacionalidad. ¡Piensa en la llama que ilumina nuestra casa, Dick! Hace un rato me parecía volver a verla.

—Ese recuerdo es la continuidad de nuestra patria —dijo sentenciosamente Richard.

 

Una visión de la historia patria cruzaba por su mente. Los reyes y los ministros se sucedían y por encima de todos, la Ley. Se dejaba llevar por la ruta de la política conservadora, que iba desde Lord Salisbury a Alfred, encerrando entre sus mallas los mejores florones de los cinco continentes.

—Son muchos siglos de trabajo ininterrumpido, pero la labor toca ya a su fin. Solo queda consolidarla.

—Y esta gente no lo ve —dijo Clarissa.

—Ha de haber gentes de todas clases —dijo Richard—. No existiría nunca un gobierno si no hubiera una oposición.

—Dick, vales más que yo —dijo Clarissa.

—Es mi negocio, mi carrera, eso es lo que intenté hacer comprender durante la cena.

—Lo que más me gusta de ti, Dick, es que siempre eres el mismo. En cambio, yo varío según el humor del momento.

—Sea como sea, eres muy bonita —dijo su esposo, mirándola a los ojos.

—¿Te lo parezco a ti? ¡Entonces bésame!

Él la besó apasionadamente, tanto que la carta cayó al suelo. Richard la recogió y la leyó sin pedir permiso.

—¿Dónde tienes la pluma? —solicitó.

Con escritura firme y varonil escribió:

«Ahora habla Richard Dalloway: Clarissa ha omitido contaros que estaba muy guapa durante la cena, tanto que ha hecho una conquista por la cual se ha comprometido a aprender el griego. Solo aprovecho esta ocasión para añadir que disfrutamos en grande por estos lugares tan extraviados y lejanos, solo desearíamos gozar de vuestra presencia, así la gira, además de tan instructiva como promete ser, sería más alegre».

Al final del corredor se oían voces. El tono agrio de Pepper contrastaba con la voz de la señora Ambrose.

—Es un tipo de señora con la que nunca llegaría a simpatizar —decía Helen—. Es muy…

Ni Richard ni Clarissa pudieron enterarse de la opinión de Helen, pues en el preciso momento crujió uno de los papeles que Dick tenía en la mano.

Poco después Clarissa, tendida en su litera, cerró su inseparable volumen de Pascal y musitó, ya en el umbral del reino de los sueños:

—¿Es conveniente para una mujer como yo vivir siempre con un hombre moralmente superior? Estamos siempre pendientes de él. Lo que yo siento por Dick es algo así como lo que mi madre y demás antepasados femeninos debieron sentir por Cristo. Sí, debe ser un sentimiento muy semejante.

El sueño impidió a Clarissa proseguir sus divagaciones. Fue un sueño profundo, reparador, interrumpido solamente por enormes letras griegas que revoloteaban por la habitación. Despertó riéndose de su propio sueño al pensar que las fantásticas letras griegas dormían a pocos metros de ella. En el exterior reinaba la más completa oscuridad, solo una ancha raya de plata sobre el mar dibujaba el beso en las aguas de la luz de la luna. Clarissa tiritó y pensó en su esposo como en un compañero más de viaje.

Aquella noche el sueño se divirtió saltando de una litera a otra, para llevar a sus ocupantes recuerdos de los restantes pasajeros reunidos por el azar en medio del océano para una convivencia de varias semanas.

IV

La primera en levantarse al día siguiente fue Clarissa. Salió a cubierta a respirar el aire puro de la mañana en calma. Recorrió el buque y por último sufrió un encontronazo con el mayordomo señor Grice. Clarissa se disculpó y le pidió que le sirviera de cicerone. Empezó por preguntarle qué utilidad tenían los instrumentos de a bordo. Cuando Grice se lo hubo explicado, exclamó, entusiasmada:

—¡La carrera de marino es, sin duda alguna, la más bonita!

—¿Está usted segura, señora? —preguntó Grice con extraña entonación—. Permítame una pregunta: ¿Qué conocen la inmensa mayoría de los ingleses de las cosas del mar? Creen conocerlas… ¡pero cuán poco saben!

Era tal la amargura de sus palabras, que Clarissa adivinó lo que se avecinaba. Fueron al camarote del mayordomo, y la señora Dalloway tomó asiento contemplando al extraño sujeto. Su rostro era anguloso como el de una gaviota y el blanco y holgado traje aumentaba la semejanza. Se apoyó en una mesa adornada con cantos de reluciente cobre… y Clarissa escuchó la relación de un fanático:

—¿Ha comparado usted nunca la extensión de las tierras con la de los mares? ¡Qué distinta! ¡Cuán pequeña y menguada la tierra!, y por contraste, ¡qué hermoso e inmenso el mar! Si una extraña epidemia acabase con todos los animales terrestres, el mar se bastaría para alimentar a la humanidad.

Grice recordó la gran miseria de las ciudades, las enormes colas de gentes esperando un cazo de mala sopa.

—Entonces pienso en el alimento sano y abundante que hay bajo nuestros pies. No soy protestante, ni católico, pero quisiera que todas las religiones prescribieran un ayuno perpetuo.

Conforme hablaba, miraba el tablero de la mesa y no cesaba de cambiar de lugar los objetos que sobre ella había. La mayoría tarros de cristal con los tesoros que el Océano había ido entregándole. Pálidos pececillos en aguas verdosas, trozos de materia gelatinosa con hebras flotantes, peces con lucecillas, como luciérnagas marinas.

—Han nadado entre los huesos —suspiró Clarissa.

—¿Piensa usted en Shakespeare? —dijo el mayordomo—, fue un poeta genial.

A Clarissa le agradó aquel criterio.

—¿Cuál es su obra favorita? A ver si coincidimos.

—¡Enrique V! —dijo Grice con énfasis.

—¡Eureka! La que a mí me entusiasma —exclamó Clarissa.

Grice encontraba los versos del Hamlet demasiado pasionales y el drama en sí excesivamente intenso. Enrique V, por el contrario, era la personificación de un caballero inglés. Sus lecturas favoritas eran Huxley, Herbert Spencer y Henry George, mientras que a Emerson y a Thomas Hardy los leía por puro pasatiempo. Se hallaba enfrascado en explicarle a la señora Dalloway cuál era su opinión sobre el momento literario inglés, cuando sonó el gong llamando para el desayuno con tanta fuerza, que Clarissa saltó de su asiento y salió apresuradamente en dirección al comedor, no sin haber asegurado antes al mayordomo que volvería para visitar su herbario acuático.

Los pasajeros que la noche anterior se le antojaron tan extraños ocupaban ya sus lugares para el desayuno, algunos todavía bajo la influencia del sueño. Éste era el motivo de que permanecieran silenciosos. La entrada de Clarissa pareció una ráfaga de aire puro que los animase a todos.

—He tenido una de las conversaciones más interesantes de mi vida —dijo, tomando asiento junto a Willoughby, al que dirigió la siguiente pregunta—: ¿sabe que entre sus hombres hay uno que es filósofo y poeta?

—Mi opinión ha sido siempre que el señor Grice es un tipo muy interesante… aunque Rachel opine que es un latoso —aseguró Willoughby.

—Y no me negarás que a veces lo es, papá —contestó Rachel.

—Francamente, aún no he tropezado con nadie que me pareciese un latoso —confesó llanamente Clarissa.

—Pues yo los encuentro a montones —dijo Helen.

Su belleza, radiante a primera hora de la mañana, disimuló el mal efecto que pudieran causar sus palabras.

—De lo peor que puede calificarse a una persona creo que es, precisamente, de pesado —dijo Clarissa—. ¡Cuánto mejor sería ser tomado por asesino que por estúpido! —añadió con su tono habitual al decir algo que consideraba profundo—. Puede darse el caso de que un asesino resulte agradable. Lo mismo sucede con los perros: algunos son terriblemente estúpidos, ¡pobrecillos!

Richard estaba sentado junto a Rachel. Ésta admiraba su apariencia gentil, su traje bien confeccionado, la inmaculada pechera y los puños albeando con gemelos de un gusto exquisito. Las uñas pulidas y cuidadas y un anillo con un rubí en el índice de su mano izquierda.

—Nosotros tuvimos un perro que lo era —exclamó, dirigiéndose a Rachel en tono superficial—. Era un Syke terrier peludo y alargado, parecía una oruga, y al propio tiempo teníamos un Schipperke negro muy inquieto. No se puede usted imaginar el contraste que ofrecían. El Skye, lento y mal intencionado, con ojos tristes e interrogantes, tenía todo el aspecto de un sesentón aburrido en un club. El Schipperke, por el contrario, era una verdadera ardilla. Yo prefería al Skye, su aire melancólico me atraía.

La descripción no parecía interesar a nadie.

—¿Pero cómo terminó la historia? —Atrevióse a preguntar Rachel, al ver que Richard se interrumpía.

—¡Oh! Fue una historia muy triste —dijo Richard en tono grave, mientras mondaba una manzana—. Mi esposa iba en coche y él la seguía por la carretera… hasta que fue a meterse debajo de las ruedas de un ciclista torpe.

—¿Lo mató? —preguntó Rachel, interesada.

Clarissa terció desde el extremo opuesto de la mesa:

—Por favor, no hablen de eso, solo el recordarlo me entristece.

Y en efecto, tenía los ojos humedecidos.

—Es el inconveniente de tener favoritos —dijo Richard, consolador—. La primera víctima fue una ratita de indias… La aplasté al sentarme sobre ella. Fue muy lamentable. Luego tuvimos canarios —continuó—, un par de ring-doves, un pájaro carpintero y un ruiseñor…

—¿Vivían ustedes en el campo? —interrumpió Rachel.

—Sí, vivíamos en el campo durante seis meses al año, con cuatro hermanas mías y un hermano. No hay nada comparable a pertenecer a una familia numerosa. Encuentro sobre todo que tener hermanas es delicioso.

—Dice eso porque era el niño mimado de la familia —intervino Clarissa.

—No, eso no, te concedo solamente que era el apreciado, pero no mimado —protestó el señor Dalloway.

Rachel tenía muchos deseos de hacer preguntas, pero no sabía cómo empezar. Hubiera querido decir: «¡Cuéntemelo todo!». Era como si levantaran ante ella el borde de una cortina y entreviera tesoros sin cuento. Le parecía imposible que un caballero como Richard Dalloway hablase con ella. Tenía hermanos, animalitos y había vivido mucho en el campo. Al hacer girar la cucharita en la taza del té, le parecía ver en las burbujas que se formaban como una unión de sus inteligencias. La conversación proseguía sin que Rachel se percatase de ello. La sacó de su abstracción la pregunta que hizo Richard en tono humorístico:

—Estoy seguro de que la señorita Vinrace siente ciertas inclinaciones hacia el catolicismo. ¿No es así?

Fue tan súbita e inesperada la pregunta, que Rachel soltó un respingo sin saber qué contestar, lo que a su tía le produjo un acceso de risa incontenible.

Había terminado el desayuno, y Clarissa intervino, levantándose:

—La religión es algo así como… el tener afición coleccionista. Unos sienten pasión por una cosa y otros por otra —dijo a Helen mientras subían las escaleras—. ¿Para qué discutir sobre ello? ¿Cuál es su mayor afición?

—Mis hijos —respondió Helen con convicción.

—Tiene que ser muy triste dejarlos, ¿verdad? —suspiró Clarissa.

—Sí, parece como si un velo cayera entre nosotros. —Sus ojos resplandecieron bellos y su voz era más cordial.

Rachel detestaba a las satisfechas señoras que se paseaban ausentes de todo. Se sentía muy alejada de ellas, de su mundo y se agitaba la angustiosa crudeza de su orfandad materna. Se oyó un portazo y Rachel se recluyó en su santuario buscando febrilmente en un musiquero. Bach, Beethoven, Mozart… páginas amarillentas plagadas de dificultades de interpretación. Se enfrascó en la ejecución de una Fuga de Bach. Su rostro ausente carecía de expresión, su espíritu era absorbido por la melodía que interpretaba. Una magia invisible parecía unir las notas formando una visión inconcreta. En su abstracción no oyó que llamaban a la puerta. Esta se abrió impulsivamente y Clarissa apareció en el umbral, a su espalda se veía la cubierta batida por el sol y un trozo de azul purísimo de mar. La visión que habían formado las notas, cayó en pedazos.

—No se interrumpa, por favor —suplicó Clarissa—. Adoro a Bach. La oí tocar y no pude contenerme.

Rachel, sonrojada, se retorcía nerviosamente las manos.

—Es… es muy… difícil —tartamudeó levantándose con torpeza.

—¡Pero si toca usted admirablemente… debía haberme quedado fuera!

—No, eso no, de ningún modo —protestó Rachel. Quitó de una butaca las Cartas de Cowper y Cumbres borrascosas, invitando a Clarissa a sentarse.

—¡Qué habitación más bonita! —dijo ésta, paseando la mirada a su alrededor—. ¡Ah! Cartas de Cowper… no las he leído. ¿Qué tal son?

—Un poco sosas —dijo Rachel.

—Por lo menos estarán bien escritas, ¿no?

 

—Para quien le guste ese estilo sí, no lo niego. Yo lo encuentro demasiado artificioso… poco espontáneo.

—Cumbres borrascosas —leyó Clarissa—. ¡Ah! Esto ya es otra cosa, yo no podría vivir sin las Bronté. Aunque siempre suprimiría a éstas antes que a Jane Austen.

Todo aquello era dicho superficialmente, pero reflejaba un innegable deseo de agradar y simpatizar.

—¿Jane Austen? —dijo sencillamente Rachel—. No me gusta.

—¿Cómo? ¿Pero es posible? Me resisto a creerlo. ¿Qué es lo que no le gusta de ella?

—Es que… es… tan… ¿Cómo lo diría? Tan personal… —tartamudeó Rachel.

—Sí, ya comprendo lo que quiere decir. Sobre ese punto yo no estoy tampoco muy conforme. A su edad solo me gustaba Shelley —suspiró Clarissa—. ¡Cuántas veces he llorado leyéndolo en el jardín…

La sombra en nuestra vida de nuevo se ha hecho envidia, calumnia, odio y sufrimiento, ¿recuerda?: Imperan en el mundo más que otro sentimiento.

¿Recuerdos? En la marcha el contagio está al acecho.

—¡Qué divino!… Pero también ¡cuánta tontería! Vale más pensar que lo interesante es vivir, no morir. Yo respeto al pobre oficinista que pasa el día sumando largas columnas de guarismos y regresa después a su casita de Brixton, donde le esperan el perrito que mima y una mujercita sosa y aburrida que cada año le abandona durante quince días para pasarlos en Margate o cualquier lugar semejante… Conozco mucha gente así, y créame, me parecen mucho más humanos y dignos de alabanza que los poetas que todo el mundo adula solo porque son genios y mueren jóvenes. ¡Por supuesto que no espero que comparta mis puntos de vista! —Y continuó acariciando los hombros de Rachel—. Verá cómo cuando tenga mi edad descubre que la vida encierra muchas bellezas. Las jóvenes tienen una idea muy equivocada. No la conozco a fondo, pero aseguraría que tiene una propensión a considerarlo todo inferior. Soy muy curiosa y me gusta mucho hacer preguntas, si molesto con ellas me lo dice sencillamente.

—También a mí me gusta mucho preguntar —dijo Rachel, con tal acento de seriedad, que Clarissa tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la risa.

—¿Quieres que paseemos un poco? —preguntó tuteándola—. ¡Es tan delicioso el aire! Clarissa hizo un par de profundas aspiraciones al tiempo que salían sobre cubierta.

—¿Verdad que es delicioso vivir? —preguntó atrayendo hacia sí el brazo de Rachel—. ¡Mira, mira qué hermosura!

Las playas portuguesas empezaban a desvanecerse en la lejanía, pero se distinguían todavía pequeños pueblecitos diseminados a lo largo de la costa, entre montes que parecían protegerlos. Parecía una escenografía de teatro para chiquillos.

Clarissa estuvo un rato contemplando aquel fondo.

—Parece mentira —dijo impulsivamente—, ayer a estas horas no nos conocíamos. Yo estaba haciendo mi equipaje en el cuarto diminuto de un hotel. Cada una de nosotras ignoraba que pudiera existir la otra.

—¿Tiene usted hijos?

Clarissa denegó suavemente con la cabeza, preguntando a su vez:

—¿Dónde vives?

—Con mis tías en Richmond. A ellas les encanta el campo, la soledad.

—Y a ti no, ¿verdad? Lo comprendo —rio Clarissa.

—Me gusta pasearme por el campo sola… pero no con perros.

—Y algunas personas son como perros, ¿no es así? —dijo Clarissa como si adivinase algún secreto.

—Sí, pero no todas. No, todas no —se franqueó Rachel.

—No puedo imaginarte paseando sola —siguió Clarissa—. Pensando en tu mundo… en el mundo que gozarás algún día…

—¿Quiere usted decir que disfrutaré paseando con un hombre? —preguntó Rachel con sus grandes e interrogadores ojos fijos en Clarissa.

—No, yo no pensaba en un hombre concretamente… pero tú sí.

—No —denegó Rachel—. Nunca me casaré.

—Yo no lo diría con tanta seguridad —contestó Clarissa.

Su mirada indicaba que la muchacha, además de encontrarla atractiva e interesante, la divertía enormemente.

—¿Por qué se casan las personas? —inquirió Rachel.

—Eso es lo que tú vas a averiguar —rio Clarissa.

Rachel siguió su mirada y vio que se posaba en la robusta silueta del señor Dalloway, que en aquel preciso momento encendía una cerilla en la suela de su zapato, mientras Willoughby se explayaba en explicaciones que parecían interesar mucho a ambos.

—No hay nada como eso —suspiró Clarissa volviéndose hacia Rachel—. ¡Cuéntame algo del matrimonio Ambrose! Si no son demasiadas preguntas.

El relato de Rachel era bastante convencional. No tenía más base que la que el señor Ambrose era su tío. Clarissa la observaba atentamente.

—¿Te pareces a tu madre? —preguntó.

—No, Ella era distinta —dijo Rachel.

Sintió un imperativo de contarle a la señora Dalloway aquellas cosas que nunca había dicho a nadie… las cosas que hasta aquel preciso momento no había comprendido.

—Me encuentro sola, muy sola —empezó—. Quisiera… —Pero sus deseos eran hasta tal punto confusos que ella misma no podía especificarlos y calló mientras sus labios temblaban ligeramente.

La señora Dalloway comprendía perfectamente lo que Rachel no alcanzaba a expresar y la atrajo hacia sí, rodeándole la cintura con el brazo.

—A tu edad me sucedía lo mismo. Nadie sabía entenderme… hasta que encontré a Richard. Él me dio cuanto deseaba. Es un hombre, pero sus sentimientos son tan delicados como los de una mujer —sus ojos estaban fijos en su esposo, que apoyado en la baranda seguía hablando—. No creas que digo esto porque soy su esposa, al contrario, veo sus defectos con más claridad que los de otros. El mayor mérito, el más apreciable de la persona con quien convivimos, es que sepa mantenerse en el pedestal en que le coloca nuestro amor. A veces pienso, ¿qué has hecho tú, qué méritos tienes para ser tan feliz? —Y al decir esto una lágrima resbalaba serena por su rostro. Se la secó y exclamó oprimiendo la mano de Rachel—: ¡Qué buena es la vida! ¡Qué bella!

El aire en calma, el sol besando las suaves olas y la mano de Clarissa sobre su brazo, producían en Rachel la sensación de que, efectivamente, la vida era hermosa y hasta demasiado buena para que aquella impresión fuera reflejo de la realidad.

En aquel momento se acercó Helen, que al ver a Rachel del brazo de una desconocida y con el rostro excitado, sintió una extraña irritación. Inmediatamente se unió a ellas Richard, que había disfrutado lo suyo en la conversación sostenida con Willoughby. Su humor era francamente bueno.

—Observen ustedes mi jipi —dijo tocándose el ala de su sombrero—. ¿Se da usted cuenta, señorita Vinrace, de cuánto influye en que haga buen tiempo? Estaba decidido a que fuese éste un día caluroso, y por eso me lo puse. Nadie podrá convencerme de que no me asiste la razón. Voy a sentarme y les aconsejo que me imiten.

Tres butacas de mimbre dispuestas en hilera les convidaban a hacerlo. Richard reclinóse satisfecho hacia atrás y contempló el mar.

—Es de un azul precioso —dijo—; pero hay demasiada agua, resulta monótono. La variedad es algo esencial en todos los órdenes de la vida. Si hay cuestas y montañas… falta un río. Si hay un río… su cauce debe deslizarse entre los montes…

Clarissa reapareció con unas mantas y algunos libros.

—¡Hombre, una manta! —dijo Richard gozoso—. Gracias, querida.

—¿Quieres hablar o te leo algo?

—Persuasión —leyó Richard en el lomo de uno de los volúmenes.

—Es para la señorita Vinrace —aclaró Clarissa—. No puede con nuestra querida Jane.

—Eso es que no la ha leído, no me cabe duda —aseguró Richard—. Es indiscutiblemente nuestra mejor escritora… por eso no escribe como un hombre, que es lo que acostumbran a hacer las demás. Exponga usted su tesis, señorita Vinrace —dijo juntando los dedos de ambas manos por sus yemas—. Estoy dispuesto a ser convertido.

Su espera fue vana. Rachel intentó inútilmente dominar su turbación y vengar aquel pequeño ultraje a sus aficiones literarias.

—No haga usted caso, porque acabaría teniendo razón él como siempre. Es un granuja. Traje Persuasión —prosiguió— porque me pareció menos rudo que los otros. Y además, Dick, no está bien que intentes defender tanto a Jane… al fin y al cabo siempre que me oyes leerla te duermes beatíficamente.