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100 Clásicos de la Literatura

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Viejos e inválidos eran sacados de sus casas para que pudieran gozar de tan espléndidos días y ellos, en su agradecimiento, auguraban paz y bienestar para todo el mundo. Las conversaciones entre enamorados tenían muy poca variación, aunque ellos creyesen lo contrario. Unos ponían la pureza del cielo como símbolo de sus vidas. Para otros, el mismo cielo era el emblema que campearía sobre sus existencias.

Pocas eran las personas, en tierra, que se acordaban de los que viajaban por los mares. Cuando el mar no tenía la absoluta calma de aquellos días, cuando se enfurecía y el viento sacudía las puertas y ventanas de los dormitorios, las parejas se decían antes de besarse: «¡Cuánto celebro no ser marino!» o bien: «Vida mía, qué felicidad que no seas farero». Los buques, al desaparecer en la línea del horizonte, parecían disolverse sobre el mar, como la nieve en el agua. El criterio de las personas mayores sobre el mar, no varía gran cosa del que sustentan los pequeños, que con sus bañadores de vivos colores y los cubos y palas relucientes, juegan con las olas en todas las playas de Inglaterra. Lo que a ellos les llamaba la atención eran las velas blancas y las nubes de humo que se elevaban en espirales hasta confundirse con las nubes. Si les hubieran dicho que se trataba de grandes flores blancas o de adornos de vapor, igualmente lo hubieran aceptado. Pero también las personas, desde el mar, se formaban una idea singular de Inglaterra. Se les antojaba pequeña, muy pequeña, como si paulatinamente fuera encogiéndose y aprisionando a sus habitantes.

A unos les parecía verlos rebullir como atareadas hormigas, apelotonándose unas sobre otras y derramándose al mar por sus bordas en un vano intento de alcanzar el barco que se alejaba. A otros les parecía oír un clamor que se elevaba inmenso y ensordecedor de millones de gargantas, hasta enmudecer al perderse de vista el barco tras el horizonte. Pero esa extraña impresión de que la tierra se encogía, no se limitaba a la isla, parecía como si el fenómeno afectara a todas las tierras del planeta, y llegaba a dudarse que el buque volviera a encontrar jamás un puerto en su camino.

Al propio tiempo, una nueva y vasta dignidad parecía invadir todos los ámbitos. El buque era el único habitante de un nuevo universo, y en su incesante caminar iba descorriendo velos que volvían a cerrarse a su espalda. Estaba más solitario que la caravana que cruza el interminable y calcinado desierto. Su marcha era más misteriosa, adelantándose y manteniéndose por sus propios recursos. El mar podía jugar con él a su antojo proporcionándole un goce repentino e inmenso, o sumiéndole en una muerte oscura e ignorada. La embarcación se entregaba al mar como una novia se da a su esposo, como una virgen desconocida de los hombres que confía en que el vigor y la fuerza de su dueño, se cambien en un arrullo amoroso.

La temperatura era una verdadera bendición. Los días se sucedían en calma, suaves, con el cielo y el mar como brillantes turquesas. Esta visión magnífica consolaba algo a Helen. Hizo que le subieran a cubierta su bastidor, junto al que colocó un volumen de filosofía encuadernado en negro tafilete. Escogiendo cuidadosamente las hebras, de un montón de madejas que tenía sobre la falda, matizaba y bordaba en pardo y granate un tronco de árbol, y en distintas gamas de amarillo, el curso de un río. El diseño representaba una tumultuosa corriente a su paso por la selva tropical, con frutos de variadas especies y una legión de nativos desnudos que disparaban sus flechas. Entre punto y punto leía una frase sobre la realidad de la Materia, la Naturaleza o el Bien. A su alrededor los marinos, con sus jerseys azules, baldeaban la cubierta o descansaban acodados en las barandillas.

No lejos de ella el señor Pepper cortaba raíces con su navaja. Los restantes pasajeros se hallaban diseminados por la cubierta. Ridley, con sus volúmenes de griego, estaba bien en cualquier lugar. Willoughby se encerraba con sus documentos. Y aprovechaba los viajes para tramitar los asuntos de sus muchos negocios. ¿Y Rachel? Entre frase y frase de la más profunda filosofía, Helen se repetía la misma pregunta: «¿Dónde se mete Rachel?». Y se prometió averiguarlo.

Desde la primera noche habían cruzado solo escasas palabras, aunque siempre muy amables, pero sin que entre ambas mediara la menor confidencia. La muchacha se portaba bien con su padre. «Quizá mejor de lo que debiera», decíase Helen, y parecía dispuesta a dejar a su tía completamente tranquila, tanto como ésta deseaba que la dejasen.

En aquel momento Rachel se encontraba en su habitación sin hacer absolutamente nada. Cuando había mucho pasaje, aquel lugar lo cedía a las señoras que se mareaban. Contenía, además del piano, una gran cantidad de libros. Rachel se consideraba la dueña de aquel recinto donde pasaba largas horas tocando. Otras veces leía en inglés o en alemán, según su estado de espíritu, y otras, como en aquel momento, no hacía absolutamente nada. La educación que recibiera, unida a su natural indolencia, la hacía encontrar goce en aquel vacío moral y material en que a veces se sumía. Había sido educada como la mayoría de las muchachas ricas de su generación. Amables doctores y tímidos y cultos profesores, le habían enseñado los fundamentos de las Ciencias, pero sin forzarla a adentrarse en ellas, ni hacerla trabajar de firme. Esto hubiera parecido un ultraje. Una o dos horas de clase, que transcurrían siempre agradablemente con las restantes condiscípulas, o contemplando la animada calle desde las ventanas.

Ningún tema fundamental le era conocido a fondo. Su inteligencia no estaba mucho más desarrollada que la de cualquier habitante de los tiempos de la Reina Isabel. Creía todo cuanto se le decía e inventaba razones para apoyar sus afirmaciones.

De la concepción del Universo, de la Historia del Mundo, de cómo o por qué funcionaban los trenes, en qué se invertía el dinero, qué leyes gobernaban a su país, cuáles eran los deseos y ambiciones de la Humanidad, eran cosas sobre las que sus profesores no le habían dado ni la más pequeña indicación.

Esta forma de enseñanza tenía, sin embargo, una gran ventaja. No enseñaba nada, pero tampoco ponía obstáculos a la inteligencia del alumno, si es que éste verdaderamente la poseía. A Rachel le permitieron desarrollar toda su afición por la música. Llegó a convertirse en una virtuosa de la materia. Todas sus energías las enderezó única y exclusivamente hacia este arte. Su enseñanza había sido casi exclusivamente autodidáctica. Sabía a los veinte años más música que la mayoría en toda una vida de práctica activa, y como ejecutante era un verdadero prodigio. Esta afición la había sumido en un mundo de sueños románticos y fantásticos que la mantenía aislada de cuanto giraba a su alrededor. Era hija única y desconocía las burlas y picardías propias de la convivencia entre hermanos. Muerta su madre cuando solo contaba ella once años, su vida se desarrolló junto a dos hermanas de su padre en el ambiente saludable de una casa de Richmond. Durante la niñez y la adolescencia, creció entre mimos y preocupaciones por su salud. Después, ya mujer, estos mimos se dirigieron por otros derroteros de índole moral. Hasta hacía poco había ignorado la mayoría de las cosas referentes a la vida íntima. Estos conocimientos los adquirió en viejos libros y folletos repulsivos. Como nunca fue muy aficionada a los libros, no la preocupó mucho la censura ejercida sobre sus lecturas, primero por sus tías y ahora por su propio padre. Amigas, por las que hubiese podido enterarse de muchas cosas, tenía pocas y menos aún de su edad.

Richmond estaba algo apartado y la única amiga que frecuentaba la casa era muy piadosa y en sus charlas íntimas intentó comunicarle sus fervores, hablándole de Dios, su gran amor, y de que todos debían llevar su cruz con resignación. Pero como su inteligencia no estaba educada en los principios de la religión, los fervores de su gran amiga le resultaban incomprensibles.

Recostada en una butaca, con un brazo doblado tras la cabeza y el otro indolentemente caído sobre la falda, estaba ensimismada en sus pensamientos. Su falta de conocimiento le dejaba tiempo para pensar con tranquilidad y sin obstáculos. Tenía la vista fija en una bola de madera de la baranda y si alguien se hubiera interpuesto en su visión se hubiera impacientado.

La traducción de un verso del Tristán le hizo estallar en una sonora carcajada:

Con temerosa precipitación,

Su vergüenza procura esconder,

Y ante el rey presenta con respeto

A su cadavérica mujer.

—¿Pero qué sentido tiene esto? —se dijo, arrojando el libro a un rincón. Cogió después las Cartas de Cowper, libro clásico que su padre le había aconsejado y que ella encontraba pesadísimo. Uno de los párrafos del libro se refería a un jardín, y esto le trajo a la memoria, cosa que ya había sucedido en otras ocasiones, el pequeño vestíbulo de Richmond, repleto de flores el día de los funerales de su madre. Bastaba la visión y hasta el solo nombre de las flores, para que volviera a sentir aquella penosa sensación. Un recuerdo traía otro. Veía a su tía Suey arreglando las flores de la sala y recordaba haberle dicho: «No me gusta el olor de ciertas flores; me recuerda los entierros». A lo que su tía contestó: «Eso son tonterías que no debes decir, Rachel, las flores tienen un aroma muy agradable».

Su imprecisa imaginación se detuvo en sus tías, en su carácter y forma de vivir. Este mismo pensamiento le había distraído ya cientos de veces durante sus paseos por el parque de Richmond. Le parecía oír a tía Suey dirigiéndose a tía Leonor y hablando sobre una nueva criada: «Lo más natural es que la casa esté ya barrida y fregada a las diez y media de la mañana. Francamente, no comprendo a esta muchacha». No recordaba la contestación de tía Leonor porque repentinamente aquello le pareció absurdo en lugar de familiar. Sus tías se le antojaron seres inanimados e impersonales, sin ninguna razón de ser ni existir.

 

En cierta ocasión preguntó a tía Leonor con su habitual tartamudeo:

—Tía Leonor, ¿quieres mucho a tía Suey?

A lo que su tía contestó, esforzándose por contener una risa nerviosa:

—¿Pero qué preguntas haces, hija mía?

—Quiero saber si la quieres mucho —insistió ella.

—No se me ha ocurrido nunca averiguar la cantidad exacta de cariño. Se quiere o no se quiere, pero nada más, Rachel.

Esta respuesta era, además, un reproche hacia la muchacha que nunca se había franqueado a sus tías con la cordialidad e intimidad que ellas deseaban.

—Tú ya sabes —continuó tía Leonor— como te quiero. Por ti, por ser hija de mi hermano y por otras muchas razones.

Al hablar así se había inclinado sobre ella, besándola emocionada. Pero a Rachel este argumento no la satisfizo, lo encontró inconsistente.

Entre tales incomprensiones, Rachel había alcanzado la plenitud de su razón, si es que puede llamarse así al mundo irreal y fantástico en que vivía. Sus esfuerzos para compenetrarse con sus tías, solo habían logrado herir los sentimientos de éstas. Su última conclusión fue que era mejor abandonar las pruebas y refugiarse en su propio mundo. Así fue creando un abismo, cada vez más ancho y hondo, entre ella y los que la rodeaban. Se entregaba con pasión a su afición musical, olvidándose casi por completo de todo y de todos. Sus tías, su padre, los Hunts, Ridley, Helen, Pepper y todos los que se movían a su alrededor, pasaron a convertirse para ella en símbolos sin personalidad reconocida. Según los recuerdos que le traían a la imaginación, representaban el símbolo de la edad, de la juventud, de la enfermedad, del saber o la belleza. Los observaba como si ninguno se expresase de acuerdo con la realidad de sus pensamientos. Lo único real que para ella existía era la música. Lo único verdadero, lo que uno vivía, veía y sentía en su vida interna, pero sin exteriorizarlo. Absorbida por la música, su vida transcurría tranquilamente, salvo algunos raros intentos de librarse de «su mundo» que pronto se esfumaban. Entonces se hallaba en uno de tales momentos.

Interiormente Rachel era deliciosamente expansiva, y se compenetraba con todo y con todos. Con el espíritu del buque, con el alma del mar, con el Opus 112 de Beethoven y hasta con el desgraciado William Cowper. Su fantasía parecía hecha de una materia esponjosa que se inclinase a besar el mar, se elevase, volviese a besarlo… Este subir y bajar continuado era debido a que Rachel había acabado por dormirse y su cabecita se inclinaba hacia atrás todo cuanto le permitía el respaldo del sillón.

Pocos momentos después, la señora Ambrose abría la puerta de la salita. No le sorprendió en absoluto el modo como Rachel pasaba las mañanas. Paseó su mirada por la habitación, el piano, los libros, el desorden general… Volvió a fijarla en Rachel, recostada en el sillón, sin protección, y se le antojó una víctima momentáneamente abandonada por sus guardianes. La contempló durante un par de minutos, y luego, lentamente y sonriendo, dio media vuelta y se alejó. Si la muchacha se despertaba podía resultarle violento ver que la contemplaban mientras dormía.

III

El siguiente amanecer se vio amenizado por los ruidos propios de las operaciones de atraque. El monótono trepidar del corazón del Euphrosyne cesó súbitamente en el preciso momento que Helen pisaba la cubierta. Lo primero que divisó fue un majestuoso y altivo castillo enclavado en la cumbre de un monte.

Habían anclado en la desembocadura del Tajo, cuya corriente besaba amorosa los lados del buque. En cuanto terminó el desayuno, Willoughby descendió a tierra con una cartera de piel bajo el brazo, avisándoles que no volvería hasta media tarde, pues tenía algunos asuntos que resolver en Lisboa.

Hacia las cinco reapareció malhumorado y con aspecto de cansancio. Tenía hambre y sed y pidió inmediatamente té. Frotándose las manos fue refiriéndoles sus trabajos. Había encontrado al viejo Jackson peinándose el bigotillo en el espejo que tenía en su oficina. Sin esperarlo, el pobre viejo se encontró con una mañana de trabajo abrumador. Habían almorzado juntos mariscos y champaña. Visitó a la señora Jackson, que estaba más gruesa que nunca y había preguntado por Rachel, enviándole muchos saludos, Jackson había hecho una de las suyas. Tenía aviso de Willoughby de que para aquel viaje no aceptara pasajeros, pero se le había presentado un tal Richard Dalloway y su esposa. Este señor había sido elegido una vez miembro del Parlamento, y en cuanto a su esposa, era hija de un Par y portales motivos creían tener derecho exclusivo a cuanto pedían o solicitaban. Entre ambos cogieron al pobre Jackson, pasaron por alto todas sus objeciones, no le hicieron el menor caso, y le mostraron una carta de Lord Glenaway en la que le rogaba, como un favor personal, que los admitiera a bordo.

—Total —terminó Willoughby—, que mucho me temo que vamos a llevar la compañía de esa pareja.

Saltaba a la vista que todo aquello no le contrariaba en absoluto, aunque él intentara demostrar todo lo contrario.

La verdad era que los esposos Dalloway estaban estancados en Lisboa, donde habían llegado después de varias semanas de viaje por Europa. Los azares de la política imposibilitaban al señor Dalloway sentarse en el Parlamento durante una larga temporada. Pero no por estar fuera de su patria había dejado de servirla. Los países latinos del Oeste del Continente le habían servido para ello a maravilla, si bien él opinaba que el Este hubiera sido más propicio.

—Recibiréis espléndidas noticias mías desde Petersburgo o Teherán —había dicho a sus amigos al subir al buque… Pero en Rusia había cólera, en Oriente una epidemia… y sus pasos habían tenido que encaminarse hacia Lisboa, desde donde sus noticias habían sido mucho menos románticas y espléndidas de lo que él esperaba. Atravesaron Francia, deteniéndose él en centros fabriles, para los que poseía cartas de recomendación, y en los que le fueron mostrados minuciosamente los trabajos, acerca de los cuales tomó numerosos apuntes en su libro de notas. En España habían vivido en el campo y viajado sobre mulas «para formarse —según decían— una exacta idea de la vida de los campesinos». Al propio tiempo no habían desaprovechado la ocasión de estudiar el grado de madurez en que se hallaba el ambiente con vistas a alguna revolución. Luego pasaron unos días en Madrid, por indicación de la señora Dalloway, visitando los museos y acudiendo a los espectáculos. Después encaminaron sus pasos a Lisboa, pasando allí seis días, durante los cuales el señor Dalloway visitó grandes industrias, tomando nota detallada de cuanto le decían o veía, y visitando ministros y personas de la alta política, a los que se suponía sucesores del Gobierno, amenazado de crisis inminente. Entre tanto, Clarissa, su esposa, visitaba los lugares regios y los de deportación, tomando fotos de las caballerizas reales y de los expatriados. Entre las fotografías había una de la tumba de Fielding. Junto a ésta vio debatirse en un cepo a un infeliz pajarillo, e inmediatamente le dio suelta. «No pude sufrir la vista del pobre pajarillo cautivo en un lugar donde reposan restos ingleses. ¡Resultaba odioso!», escribió la señora Clarissa Dalloway en su diario.

El viaje se efectuaba completamente al azar, sin ningún plan previo. Un artículo del corresponsal extranjero del Times o cualquier incidente imprevisto, decidían su ruta. El señor Dalloway opinaba que la Costa Africana era mucho más insegura de lo que la gente creía. Ésta era la razón que les hacía desear un buque de andar lento, que parase un día o dos en cada puerto de mediana importancia y en el que hubiese mucho movimiento de carga y descarga. Claro que les interesaba que hubiese a bordo la mayor comodidad posible, pues ambos eran malos marineros y deseaban también que hubiese poco pasaje. Si llegaban a conseguir tal buque, podrían fisgonear tranquilamente en cada puerto todo lo que les llamase la atención. La espera de una embarcación que reuniera todas estas ventajas era lo que les tenía estancados en Lisboa.

Habían oído hablar del Euphrosyne, pero sabían también que difícilmente y solo en circunstancias extraordinarias admitía pasaje. Su servicio era de carga general en su viaje a los puertos del Amazonas y caucho al retorno. Precisamente lo que ellos necesitaban. El señor Dalloway se limitó a escribirle a Lord Glenaway… lo demás vino por sus propios pasos y el señor Jackson no representó un obstáculo digno de tenerse en cuenta.

Una semana después un bote cruzaba las aguas del Tajo, acercándose al Euphrosyne y llevando a bordo a los esposos Dalloway. Su llegada causó algo de revuelo, y varios pares de ojos pudieron comprobar que la señora Dalloway era alta, esbelta e iba elegantemente vestida, y su esposo de estatura corriente, pero de buena complexión y con indumentaria deportiva. Él llevaba una cartera de papeles de negocios y ella un magnífico maletín neceser, pero estaban completamente rodeados de maletas, baúles y maletines, todos ellos de excelente calidad.

—¡Cómo se parece esto a Whistler! —dijo la señora Dalloway, señalando hacia la playa. Dirigió una sonrisa a Rachel y se volvió hacia Willoughby, que en aquel momento presentaba a la señora Chailey, para que les indicase su camarote.

Aquella interrupción en la vida de a bordo resultó desconcertante y molesta para todos, desde Grice, el mayordomo, al indiferente Ridley.

Minutos después pasó Rachel por el fumador, encontrando a Helen ocupada en corregir la posición de los sillones. Al ver a su sobrina, dijo confidencialmente:

—Los hombres, cuanto más a gusto se encuentran, menos molestan, y para esto los butacones son instrumentos esenciales. ¿Qué te parece? A mí sigue recordándome una cantina de estación.

Quitó un tapetillo de encima de la mesita, corrigió de nuevo la posición de las butacas, arregló los almohadones y se detuvo a contemplar el resultado. El aspecto general del saloncito había mejorado notablemente.

El gong anunciando la hora de la cena sorprendió a Rachel sentada al borde de su litera, mirándose en el espejito colgado del tabique sobre el lavabo. El espejo le mostraba una expresión de profunda melancolía. Pensaba que su cara no tenía facciones bonitas, cosa que ya nunca podría conseguir y esto la apenaba profundamente. Era amante de la puntualidad y se dijo que no tenía más remedio que acudir al comedor con su cara, por mucho que le desagradase.

Entretanto Willoughby iba reseñando a los Dalloway las personas que viajaban en el buque.

—Están mi hermano Ambrose, el literato, quizás hayan oído hablar de él; su esposa; el señor Pepper, un antiguo amigo mío y hombre que sabe de todo, y mi hija Rachel. Como pueden ver, un pequeño grupo. Les enseñaré a ustedes toda la costa, es muy interesante.

El señor Dalloway hizo un gesto de aparente indiferencia, mientras su esposa intentaba recordar el apellido Ambrose. No acababa de convencerle la compañía, tenía la convicción de que los literatos se casan con cualquier moza de granja que conocen en un atardecer campestre o con cualquier insignificante muchachita de los suburbios que les da tema para alguna de sus creaciones y que os dirán inoportunamente: «Claro, ya sé que es mi marido el que le interesa, no yo».

En aquel preciso momento entró Helen, y la señora Dalloway vióse precisada a corregir su opinión. Aunque a primera vista era algo excéntrica, Helen demostraba con su voz y su porte que era una señora.

El señor Pepper no se había tomado la molestia de cambiarse de traje, pero a pesar de ello no desentonaba, pues vestía siempre de negro.

Al seguir a Willoughby al comedor, Clarissa iba pensando: «He de reconocer que la compañía no promete ser desagradable». Esta opinión sufrió un rudo golpe al presentarse Ridley en el comedor. Llegó tarde, desarreglado y con un gesto de malhumor. Cambió una fugaz y cariñosa mirada con su esposa, y sin más preámbulos, atacó la sopa.

La señora Dalloway rompió el silencio.

—Lo que más encuentro a faltar en un viaje por mar son las flores —dijo, dirigiéndose a Willoughby—. Imagínese campos enteros de madreselvas y violetas en pleno Océano… ¡Sería maravilloso!

—Y también muy peligroso para navegar. ¿Verdad, señor Vinrace? —añadió su esposo, cuya voz de bajo resonaba agradablemente junto a la de contralto de Clarissa—. Recuerdo que a bordo del Mauritania le pregunté al capitán: «¿Cuál es el peligro que más teme usted navegando?». Yo esperaba que me dijese: Icebergs… nieblas… pero, no señor, jamás olvidaré su respuesta. Me miró muy serio y contestó: «Sedgius aquatici, un alga de la que puede decirse con razón que es una mala hierba».

 

El señor Pepper levantó la cabeza vivamente, dispuesto a decir algo, pero ya Willoughby se le había adelantado.

—Me estremezco cuando pienso en esos pobres capitanes con tres mil almas a bordo. Dicen que el trabajo agota y desgasta, pero yo creo que es la responsabilidad.

—Quizá por eso pagamos mayor sueldo a la cocinera que al resto de la servidumbre —dijo Helen—, aunque entonces las niñeras deberían cobrar el doble y no es así.

—No, pero tienen una compensación, la de gozar de la compañía de las criaturas en lugar de trajinar con salchichas y sartenes —añadió Clarissa, mirando a Helen con interés, como si adivinara en ella una futura madre.

—Yo preferiría ser cocinera a niñera —replicó Helen—, nada ni nadie me induciría a cuidar hijos ajenos.

—¡Oh, las madres! —terció Ridley—. Siempre exageran, un niño bien educado no causa responsabilidad. Yo he viajado por toda Europa con el mío, todo se reduce a abrigarlo bien y colocarlo cómodamente en la rejilla. Helen rio la ocurrencia de su esposo. Clarissa miró a Ridley, sorprendida.

—Por lo visto, esa forma de pensar es privilegio de los padres, habla usted exactamente igual que mi esposo. Sin duda hubiera obrado igual que él en el Parlamento. Mejor dicho, en los escalones del Parlamento.

—¿A qué se refiere? —Se creyó obligado a preguntar Ridley.

—Se trataba de una mujer muy irritada que me esperaba a la puerta del Parlamento después de cada sesión, impidiéndome el paso con no sé qué reclamaciones —explicó el señor Dalloway—. Un día no pude contenerme y le dije: «Señora, con su proceder no hace usted más que molestar y entorpecer el paso y no creo que así consiga nada». Por lo visto, ella opinó igual, pues me cogió del abrigo y quieras que no hube de escucharla.

—Se salió con la suya; pero, pobre mujer, esperar sentada en los escalones del Parlamento debe ser muy incómodo —se compadeció Helen.

—Le estuvo bien empleado —intervino Willoughby—. Hay métodos legales para pedir las cosas. Obrando de otro modo, solo se causa perturbaciones. ¡Preferiría verme enterrado antes de que una mujer tuviese derecho a votar en Inglaterra!

—Es inconcebible —apoyó Clarissa—. No será usted sufragista, ¿verdad? —preguntó a Ridley.

—El sufragio me tiene sin cuidado —dijo éste—. Si hay alguien que pueda creer que votando a éste o a aquél las cosas van a mejorar, allá él.

—Se ve que no es usted amante de la política.

—¡En absoluto, señora! —contestó Ridley en tono convencido.

—Temo que su esposo me desapruebe —dijo el señor Dalloway a Helen en voz baja.

Ésta recordó que Richard había pertenecido al Parlamento, y preguntó, intentando disipar la coladura de su esposo:

—¿Y no se aburren ustedes a veces?

Richard extendió la mano ante él como si prestase juramento.

—Francamente, he de confesar que sí, pero a pesar de ello, si cien veces hubiera de elegir carrera, cien veces escogería sin titubear la de la política.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Willoughby—. El bufete o la Política.

—Quizá pise un terreno peligroso —prosiguió Richard—, pero lo que yo pienso de las ocupaciones artísticas, es que no redundan en un provecho material de la sociedad, la prueba es que hasta que los artistas acaban por amanerarse y hacer concesiones, no pueden imponer sus puntos de vista a la sociedad.

—En eso no estoy de acuerdo —interrumpió la señora Dalloway—, acuérdate de Shelley. Creo que en su Adonais se encuentra casi todo lo que puede desearse.

—Lee Adonais cuanto quieras —concedió Richard—, pero siempre que oigo hablar de Shelley, me acuerdo de las palabras de Matthew Arnold: «Qué camarilla».

—¿Matthew Arnold? —saltó Ridley—. ¡Bah! Un detestable engreído.

—Le concedo que sea un engreído —dijo Richard—, pero no me negará que es un hombre de mundo. A ustedes, los artistas, los políticos, les parecemos gente burda, grosera, que solo ve el lado material de las cosas, y, sin embargo, ustedes, cuando se enfrentan con la realidad y la encuentran completamente enmarañada y fuera de sus cauces, en lugar de intentar arreglarla, que es lo que nosotros procuramos hacer, se encogen de hombros y vuelven a aislarse en sus ensueños, que no negaré que sean muy bonitos, pero que no pasan de ser eso: Sueños. Esto es evadir las responsabilidades que todos tenemos para con nuestros semejantes, además que no todos nacemos con facultades artísticas.

—Cuando me encuentro entre artistas —dijo Clarissa— siento intensamente los goces que reporta el crearse un mundo propio y vivir encastillado en él… pero en cuanto salgo a la calle y tropiezo con una criatura con cara de hambre y miseria, reacciono y comprendo que no es humano vivir ausente de la realidad. En tales momentos quisiera detener la marcha de todas las manifestaciones artísticas, por lo menos hasta que las condiciones de la existencia variasen. ¿No cree usted que la vida es un continuo conflicto que necesita del esfuerzo de todos? —preguntó a Helen.

—No —dijo ésta, después de una corta duda—. No lo creo así.

La señora Dalloway sintió un escalofrío y pidió su abrigo. Después cambió de tema.

—En cuanto a mí —dijo— nunca olvidaré Antígona. La vi representar en Cambridge hace unos años, y constantemente acude a mi imaginación desde entonces. ¿No le parece a usted lo más moderno que haya visto nunca? —preguntó, dirigiéndose a Ridley—. Creo que he conocido lo menos a veinte Clitemnestras. Una de ellas, por ejemplo, la vieja lady Ditchling. No conozco una sola palabra de griego, pero me pasaría todo el tiempo escuchando esta obra.

Aquí el señor Pepper creyó indicado colocar una larga estrofa en griego, que Clarissa escuchó atentamente. Cuando Pepper terminó, ella dijo:

—Daría diez años de mi vida por saber el griego.

—Yo puedo enseñarle el abecedario en menos de media hora —dijo Ridley—, y en menos de un mes puede leer a Homero. Para mí sería un honor.

Helen comentaba con el señor Dalloway la moda de citar autores griegos en el Parlamento, y a pesar de su conversación con él, no dejó de observar que los hombres, incluso su esposo, preferían las mujeres modernas. Al oír a Clarissa aceptar con entusiasmo la proposición de Ridley, Helen se indignó. Recordó su casa de Howne Street, se vio a sí misma en la salita con un libro de Platón en el regazo y comprendió que una alumna con verdadera afición podía aprender el griego aun en el corto espacio de tiempo que había señalado su esposo. La primera clase quedó concertada para el día siguiente.

—Lo único que necesitamos es que su barco nos trate bien —exclamó Clarissa dirigiéndose a Willoughby y haciendo que éste tomara parte en la conversación.

Willoughby estaba dispuesto, por el bienestar de sus invitados, no solo a responder de la estancia de los pasajeros a bordo de su buque, sino incluso de las olas que lo rodeaban.

—Yo me pongo malísima… y a mi esposo no le va mucho mejor —suspiró Clarissa—. Y paso muy malos ratos porque no puedo devolver.

—Yo no me he mareado nunca… bueno, exceptuando en una ocasión. Fue cruzando el Canal de la Mancha. Lo que me pone francamente malo es el mar de fondo… ¡y lo que siento perderme una comida a bordo! El buen tiempo me despierta el apetito de un modo atroz. Pero eso de ver la comida, tomar un bocadito, que se traga uno como Dios le da a entender, mientras el sentido común nos dice «No comas… no comas…». De todos modos, soy de los que creen que el mareo no pasa de ser una sugestión que puede vencerse con un esfuerzo de voluntad. Mi esposa es cobarde hasta la exageración.