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100 Clásicos de la Literatura

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En segundo lugar, puede que me reprochéis el haber insistido demasiado sobre la importancia de lo material. Aun concediendo al simbolismo un amplio margen y suponiendo que quinientas libras signifiquen el poder de contemplar y un pestillo en la puerta el poder de pensar por sí mismo, quizá me digáis que la mente debería elevarse por encima de estas cosas; y que los grandes poetas a menudo han sido pobres. Dejadme entonces citaros las palabras de vuestro propio profesor de Literatura, que sabe mejor que yo qué entra en la fabricación de un poeta. Sir Arthur Quiller-Couch escribe.

¿Cuáles son los grandes nombres de la poesía de estos últimos cien años aproximadamente? Coleridge, Wordsworth, Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti, Swinburne. Parémonos aquí. De éstos, todos menos Keats, Browning y Rossetti tenían una formación universitaria; y de estos tres, Keats, que murió joven, segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición bastante acomodada. Quizá parezca brutal decir esto, y desde luego es triste tener que decirlo, pero lo rigurosamente cierto es que la teoría de que el genio poético sopla donde le place y tanto entre los pobres como entre los ricos, contiene poca verdad. Lo rigurosamente cierto es que nueve de estos doce poetas tenían una formación universitaria: lo que significa que, de algún modo, consiguieron los medios para obtener la mejor educación que Inglaterra puede dar. Lo rigurosamente cierto es que de los tres restantes, Browning, como sabéis, era rico, y me apuesto cualquier cosa a que, si no lo hubiera sido, no hubiera logrado escribir Saúl o El anillo y el libro, de igual modo que Ruskin no hubiera logrado escribir Pintores modernos si su padre no hubiera sido un próspero hombre de negocios. Rossetti tenía una pequeña renta personal; además pintaba. Sólo queda Keats, al que Atropos mató joven, como mató a John Clare en un manicomio y a James Thomson por medio del láudano que tomaba para drogar su decepción. Es una terrible verdad, pero debemos enfrentarnos con ella. Lo cierto —por poco que nos honre como nación— es que, debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor oportunidad. Creedme —y he pasado gran parte de diez años estudiando unas trescientas veinte escuelas elementales—, hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.

Nadie podría exponer el asunto más claramente. «El poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los últimos doscientos años, la menor oportunidad… En Inglaterra un niño pobre no tiene más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias». Exactamente. La libertad intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de estas mujeres desconocidas del pasado, de estas mujeres de las que desearía que supiéramos más cosas, gracias, por una curiosa ironía, a dos guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence Nightingale de su salón, y la Primera Guerra Mundial, que le abrió las puertas a la mujer corriente unos sesenta años más tarde, estos males están en vías de ser enmendados. Si no, no estaríais aquí esta noche y vuestras posibilidades de ganar quinientas libras al año, aunque desgraciadamente, siento decirlo, siguen siendo precarias, serían ínfimas.

De todos modos, quizá me digáis: ¿por qué le parece a usted tan importante que las mujeres escriban libros, si, según dice, requiere tanto esfuerzo, puede llevarla a una a asesinar a su tía, muy probablemente la hará llegar tarde a almorzar y quizá la empuje a discusiones muy graves con muy buenas personas? Mis motivos, debo admitirlo, son en parte egoístas. Como a la mayoría de las inglesas poco instruidas, me gusta leer, me gusta leer cantidades de libros. Últimamente mi régimen se ha vuelto un tanto monótono; en los libros de Historia hay demasiadas guerras; en las biografías, demasiados grandes hombres; la poesía ha demostrado, creo, cierta tendencia a la esterilidad, y la novela… Pero mi incapacidad como crítico de novela moderna ha quedado bastante patente y no diré nada más sobre este tema. Por tanto, os pediré que escribáis toda clase de libros, que no titubeéis ante ningún tema, por trivial o vasto que parezca. Espero que encontréis, a tuertas o a derechas, bastante dinero para viajar y holgar, para contemplar el futuro o el pasado del mundo, soñar leyendo libros y rezagaros en las esquinas, y hundir hondo la caña del pensamiento en la corriente. Porque de ninguna manera os quiero limitar a la novela. Me complaceríais mucho —y hay miles como yo— si escribierais libros de viajes y aventuras, de investigación y alta erudición, libros históricos y biografías, libros de crítica, filosofía y ciencias. Con ello sin duda beneficiaríais el arte de la novela. Porque en cierto modo los libros se influencian los unos a los otros. La novela no puede sino mejorar al contacto de la poesía y la filosofía. Además, si estudiáis alguna de las grandes figuras del pasado, como Safo, Murasaki, Emily Brontë, veréis que es una heredera a la vez que una iniciadora y ha cobrado vida porque las mujeres se han acostumbrado a escribir como cosa natural; de modo que sería muy valioso que desarrollaseis esta actividad, aunque fuera como preludio a la poesía.

Pero al repasar estas notas y criticar la sucesión de mis pensamientos cuando las escribí, me doy cuenta de que mis motivos no eran del todo egoístas. En todos estos comentarios y razonamientos late la convicción —¿o es el instinto?— de que los buenos libros son deseables y de que los buenos escritores, aunque se pueda encontrar en ellos todas las variedades de la depravación humana, no dejan de ser personas buenas. Cuando os pido que escribáis más libros, os insto, pues, a que hagáis algo para vuestro bien y para el bien del mundo en general. Cómo justificar este instinto o creencia, no lo sé, porque, si uno no se ha educado en una universidad, los términos filosóficos fácilmente pueden inducirle en error. ¿Qué se entiende por «realidad»? La realidad parece ser algo muy caprichoso, muy indigno de confianza: ora se la encuentra en una carretera polvorienta, ora en la calle en un trozo de periódico, ora en un narciso abierto al sol. Ilumina a un grupo en una habitación y señala a unas palabras casuales. Le sobrecoge a uno cuando vuelve andando a casa bajo las estrellas y hace que el mundo silencioso parezca más real que el de la palabra. Y ahí está de nuevo en un ómnibus en medio del tumulto de Piccadilly. A veces, también, parece habitar formas demasiado distantes de nosotros para que podamos discernir su naturaleza. Pero da a cuanto toca fijeza y permanencia. Esto es lo que queda cuando se ha echado en el seto la piel del día; es lo que queda del pasado y de nuestros amores y odios. Ahora bien, el escritor, creo yo, tiene más oportunidad que la demás gente de vivir en presencia de esta realidad. A él le corresponde encontrarla, recogerla y comunicárnosla al resto de la Humanidad. Esto es, en todo caso, lo que infiero al leer El Rey Lear, Emma o En busca del tiempo perdido. Porque la lectura de estos libros parece, curiosamente, operar nuestros sentidos de cataratas; después de leerlos vemos con más intensidad; el mundo parece haberse despojado del velo que lo cubría y haber cobrado una vida más intensa. Éstas son las personas envidiables que viven enemistadas con la irrealidad; y éstas son las personas dignas de compasión, que son golpeadas en la cabeza por lo que es hecho con ignorancia o despreocupación. De modo que cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante, os sea o no os sea posible comunicarla.

Yo terminaría aquí, pero la presión de la convención decreta que todo discurso debe terminar con una peroración. Y una peroración dirigida a mujeres debería contener, estaréis de acuerdo conmigo, algo particularmente exaltante y ennoblecedor. Debería imploraros que recordéis vuestras responsabilidades, la responsabilidad de ser más elevadas, más espirituales; debería recordaros que muchas cosas dependen de vosotras y la influencia que podéis ejercer sobre el porvenir. Pero estas exhortaciones se las podemos encargar sin riesgo, creo, al otro sexo, que las presentará, que ya las ha presentado, con mucha más elocuencia de la que yo podría alcanzar. Aunque rebusque en mi mente, no encuentro ningún sentimiento noble acerca de ser compañeros e iguales e influenciar al mundo conduciéndole hacia fines más elevados. Sólo se me ocurre decir, breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa. No soñéis con influenciar a otra gente, os diría si supiera hacerlo vibrar con exaltación. Pensad en las cosas en sí.

Y también me acuerdo, cuando hojeo los periódicos, las novelas, las biografías, de que una mujer que habla a otras mujeres debe reservarse algo desagradable que decirles. Las mujeres son duras para con las mujeres. A las mujeres no les gustan las mujeres. Las mujeres… Pero ¿no estáis hasta la coronilla de esta palabra? Yo sí, os lo aseguro. Aceptemos, pues, que una conferencia pronunciada por una mujer ante mujeres debe terminar con algo particularmente desagradable.

 

Pero ¿cómo se hace? ¿Qué se me ocurre? A decir verdad, a menudo me gustan las mujeres. Me gusta su anticonvencionalismo. Me gusta su entereza. Me gusta su anonimidad. Me gusta… Pero no debo seguir así. Aquel armario de allí sólo contiene servilletas limpias, decís; pero ¿qué pasaría si Sir Archibald Bodkin estuviera escondido entre ellas? Dejadme, pues, adoptar un tono más severo. ¿Os he comunicado con bastante claridad, en las palabras que han precedido, las advertencias y la reprobación del sector masculino de la Humanidad? Os he dicho en qué concepto tan bajo os tenía Mr. Oscar Browning. Os he indicado qué pensó un día de vosotras Napoleón y qué piensa hoy Mussolini. Luego, por si acaso alguna de vosotras aspira a escribir novelas, he copiado para vuestro beneficio el consejo que os da el crítico de que reconozcáis valientemente las limitaciones de vuestro sexo. He hablado del profesor X y subrayado su afirmación de que las mujeres son intelectual, moral y físicamente inferiores a los hombres. Os he entregado cuanto ha venido a mis manos sin ir yo en busca de ello, y aquí tenéis una advertencia final, procedente de Mr. John Langdon Davies.

Mr. John Langdon Davies advierte a las mujeres que «cuando los niños dejen por completo de ser deseables, las mujeres dejarán del todo de ser necesarias». Espero que toméis buena nota.

¿Qué más os puedo decir que os incite a entregaros a la labor de vivir? Muchachas, podría deciros, y os ruego prestéis atención porque empieza la peroración, sois, en mi opinión, vergonzosamente ignorantes. Nunca habéis hecho ningún descubrimiento de importancia. Nunca habéis sacudido un imperio ni conducido un ejército a la batalla. Las obras de Shakespeare no las habéis escrito vosotras ni nunca habéis iniciado una raza de salvajes a las bendiciones de la civilización. ¿Qué excusa tenéis? Lo arregláis todo señalando las calles, las plazas y los bosques del globo donde pululan habitantes negros, blancos y color café, todos muy ocupados en traficar, negociar y amar, y diciendo que habéis tenido otro trabajo que hacer. Sin vosotras, decís, nadie hubiera navegado por estos mares y estas tierras fértiles serían un desierto. «Hemos traído al mundo, criado, lavado e instruido, quizás hasta los seis o siete años, a los mil seiscientos veintitrés millones de humanos que, según las estadísticas, existen actualmente y esto, aunque algunas de nosotras hayan contado con ayuda, toma tiempo». Hay algo de verdad en lo que decís, no lo negaré. Pero permitidme al mismo tiempo recordaros que desde el año 1866 han funcionado en Inglaterra como mínimo dos colegios universitarios de mujeres; que a partir del año 1880 la ley ha autorizado a las mujeres casadas a ser dueñas de sus propios bienes y que en el año 1919 —es decir, hace ya nueve largos años— se le concedió el voto a la mujer. Os recordaré también que pronto hará diez años que la mayoría de las profesiones os están permitidas. Si reflexionáis sobre estos inmensos privilegios y el tiempo que hace que venís disfrutando de ellos, y sobre el hecho de que deben de haber actualmente unas dos mil mujeres capaces de ganar quinientas libras al año, admitiréis que la excusa de que os han faltado las oportunidades, la preparación, el estímulo, el tiempo y el dinero necesarios no os sirve. Además, los economistas nos dicen que Mrs. Seton ha tenido demasiados niños. Debéis, naturalmente, seguir teniendo niños, pero dos o tres cada una, dicen, no diez o doce.

Así, pues, con un poco de tiempo en vuestras manos y unos cuantos conocimientos librescos en vuestros cerebros —de los otros ya tenéis bastantes y en parte os envían a la universidad, sospecho, para que no os eduquéis— sin duda entraréis en otra etapa de vuestra larga, laboriosa y oscurísima carrera. Mil plumas están preparadas para deciros lo que debéis hacer y qué efecto tendréis. Mi propia sugerencia es un tanto fantástica, lo admito; prefiero, pues, presentarla en forma de fantasía.

Os he dicho durante el transcurso de esta conferencia que Shakespeare tenía una hermana; pero no busquéis su nombre en la vida del poeta escrita por Sir Sydney Lee. Murió joven… y, ay, jamás escribió una palabra. Se halla enterrada en un lugar donde ahora paran los autobuses, frente al «Elephant and Castle». Ahora bien, yo creo que esta poetisa que jamás escribió una palabra y se halla enterrada en esta encrucijada vive todavía. Vive en vosotras y en mí, y en muchas otras mujeres que no están aquí esta noche porque están lavando los platos y poniendo a los niños en la cama. Pero vive; porque los grandes poetas no mueren; son presencias continuas; sólo necesitan la oportunidad de andar entre nosotros hechos carne. Esta oportunidad, creo yo, pronto tendréis el poder de ofrecérsela a esta poetisa. Porque yo creo que si vivimos aproximadamente otro siglo —me refiero a la vida común, que es la vida verdadera, no a las pequeñas vidas separadas que vivimos como individuos— y si cada una de nosotras tiene quinientas libras al año y una habitación propia; si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común y vemos a los seres humanos no siempre desde el punto de vista de su relación entre ellos, sino de su relación con la realidad; si además vemos el cielo, y los árboles, o lo que sea, en sí mismos; si tratamos de ver más allá del coco de Milton, porque ningún humano debería limitar su visión; si nos enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas, y de que estamos relacionadas con el mundo de la realidad y no sólo con el mundo de los hombres y las mujeres, entonces, llegará la oportunidad y la poetisa muerta que fue la hermana de Shakespeare recobrará el cuerpo del que tan a menudo se ha despojado. Extrayendo su vida de las vidas de las desconocidas que fueron sus antepasadas, como su hermano hizo antes que ella, nacerá. En cuanto a que venga si nosotras no nos preparamos, no nos esforzamos, si no estamos decididas a que, cuando haya vuelto a nacer, pueda vivir y escribir su poesía, esto no lo podemos esperar, porque es imposible. Pero yo sostengo que vendrá si trabajamos por ella, y que hacer este trabajo, aun en la pobreza y la oscuridad, merece la pena.

Fin de Viaje

Por

Virginia Woolf

I

Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino.

En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto.

Una tarde otoñal, a la hora en que el tráfico empezaba a intensificarse, un hombre, que llamaba la atención por su elevada estatura, paseaba con una mujer prendida a su brazo. A su alrededor, y asaltándoles con airadas miradas, rebullían, como hormigas en su marcha incesante, una multitud de seres que parecían diminutos en comparación con la esbelta pareja.

Esos seres insignificantes, cargados con papeles, carpetas de documentos y preocupaciones, correteaban pendientes de la obsesión de que su salario semanal dependía única y exclusivamente de su eficacia. Eso explica que miraran con poca benevolencia la excepcional estatura del señor Ambrose y la capa de su esposa, que se interponían en su febril actividad.

La pareja, en su abstracción, no reparaba en la poca simpatía que despertaba a su paso.

Un movimiento casi imperceptible en los labios de él, dejaba entender profundos y abstraídos pensamientos. La mujer, con la vista fija inconscientemente ante sí, parecía contemplar solamente su honda pena. Solo un gran esfuerzo de voluntad conseguía mantener en él la impasibilidad y evitar en ella el llanto. Hasta el roce de la gente les resultaba doloroso.

Cruzaron la calle sorteando el peligroso tráfico de la calzada. Al llegar a la otra acera, la mujer abandonó suavemente el brazo en que se apoyaba y acercándose a la baranda del puente ocultó con sus manos a toda mirada indiscreta el rostro, por el que empezaban a correr las lágrimas. El señor Ambrose intentó consolarla con afectuosas palmaditas en la espalda, de las que ella pareció no apercibirse. Ante un dolor mayor que el suyo, el hombre cruzó los brazos a la espalda y dio varios paseos a lo largo del puente.

El Embankment tiene varias prominencias semejantes a otros tantos púlpitos. Pero en lugar de predicadores, estos salientes están a todas horas llenos de chiquillos ocupados en tirar piedras al río, o hacer navegar sus barquillos de papel. Siempre alerta por lo que pudiera ser motivo de distracción, la chiquillería vio en el hombre un ser terrible, y el más atrevido gritó: «¡Barba Azul!». Temiendo que la burla se extendiese a su mujer, el señor Ambrose les amenazó con su bastón, lo que dio como resultado inmediato que varios rapaces unieran sus fuerzas vocales para repetir a coro el grito de «Barba Azul».

La inmovilidad de la mujer no llamó la atención de los muchachos. Son muchas las personas que pasan largos ratos apoyadas en el puente de Waterloo contemplando el río. A veces parejas de enamorados, a quienes el paso de la corriente sugiere mil símiles de amor, que a ellos se les antojan nuevos y son eternos. Otras veces, son solitarios paseantes que durante unos momentos recuerdan instantes de su vida que pasaron como el agua indiferente transita bajo el puente. Algunos atardeceres la niebla difumina las siluetas de los edificios de Westminster y les da una extraña semejanza a una Constantinopla entrevista en sueños. Siempre es curioso mirar el río. Unas veces es de un color morado plomizo, otras de barro ceniciento y algunas, pocas, de un color azul intenso que recuerda un mar meridional.

Pero la señora Ambrose no veía nada de aquello, el río se había alejado de su vista hasta convertirse en un punto circular, iridiscente, del que no podía apartar la mirada. Su llanto manaba copioso uniéndose a la corriente.

Una voz misteriosa pareció murmurar a sus oídos: «Loor, Forsena de Closium; juro por los nueve dioses que la gran casa de Targuin no sufrirá más daño…». Estas palabras pasaron por sus oídos deslizándose como un susurro. Sentía que debía, que tenía que volver a todo aquello, pero por el momento necesitaba llorar y se sabía incapaz de ejecutar ninguna otra cosa. Escondió su rostro aún más y dio amplio curso a su pena. Así la vio su compañero al llegar junto a la pulimentada Esfinge y volverse después de comprar algo a un vendedor de postales. Retornó sobre sus pasos y apoyó suavemente una mano sobre su hombro diciendo: «¡Querida!». Su voz era suplicante, pero ella le rehuyó como significándole que poco podía entender de una pena cual la suya. Como él no cejara, hubo de secarse los ojos y levantarlos hasta el nivel de las chimeneas que se alzaban sobre la otra orilla. Miró los arcos del puente de Waterloo y el incesante paso de vehículos, semejante a una hilera de animales en una galería de descarga. Pero no veía nada. Solo llamaron su atención los gestos que su esposo hacía a un coche de alquiler que no iba ocupado. No, prefería andar, el ejercicio parecía borrar algo la fijeza de sus ideas. El ruido de los enormes camiones, semejantes a monstruos fantasmales, los coches de alquiler, los carros y la gente, la volvieron lentamente a la realidad. Pero con esta vuelta al mundo en que vivía, comprendió también claramente cuán tierno era el afecto que sentía por Londres. Su pensamiento voló lejos, hacia una columna de humo que se elevaba entre los montes. Allí estarían llamándola sus hijos, consolados por gentes extrañas. Un laberinto de plazas, calles y edificios los separaba. Pensó que de los cuarenta años de su vida, treinta los había pasado en Londres. ¡Y qué poco afecto había sabido despertar en ella la ciudad!

Era extremadamente observadora y gustaba de penetrar, con una sola mirada, en el interior de las personas que cruzaban junto a ella. Había gente rica que se dirigía a reunirse con sus amistades, empleados que calculaban mentalmente el tiempo que faltaba para librarse del odiado y necesario trabajo cotidiano, pobres a quienes el descontento que producía la riqueza ajena hacía más desgraciados. Algunos viejos y mujeres se disponían a ocupar los bancos en los que pasarían la noche. El esqueleto de la sociedad se mostraba, impúdicamente, envuelto en una lluvia menuda, incesante y deprimente. Los vehículos, con su marcha rápida y aparentemente inútil, no le interesaban; las parejas de enamorados que buscaban las sombras, la asqueaban; las vendedoras de flores y baratijas, gente alegre que tantas otras veces la divirtieron, se le antojaban ahora seres degradados y degradantes, hasta las flores con sus vivos colores le parecían falsas e insípidas. El paso firme y gallardo de su esposo, su gesto al saludar a un conocido, le parecían cosas irreales.

 

Detuvo un coche de alquiler y tuvo que alzar la voz para advertir a su esposo que se alejaba distraído. El trote cansino y regular les alejó pronto de West-End en dirección a los muelles. Parecían dirigirse al corazón de la gran fábrica. Los brillantes focos, los luminosos escaparates, las lujosas casas, los pequeños seres vivientes que se trasladaban hacinados en insuficientes autobuses o individualmente en enormes automóviles, eran la mercancía manufacturada.

En el estado de ánimo de la señora Ambrose, la mercancía parecía mezquina comparada con la inmensidad de la fábrica. Viendo los hacinamientos de los vehículos públicos, la gran cantidad de seres que iban a pie y los infinitos camiones y carros que rodeaban, seguían y precedían a su vehículo, sentía la sensación de que Londres albergaba solamente miles, millones de seres pobres y desgraciados.

Abrumada por aquellas observaciones, recordaba por contraste su vida en los alrededores de Picadilly Circus. Fue un sedante que la pobreza de las casas que se alineaban en forma interminable, se viera rota por un edificio que el municipio destinaba a Escuela de clases nocturnas.

—¡Qué sobrio y triste es! —exclamó su marido—. ¡Pobres criaturas!

Aquel cuadro de miseria y la lluvia tenaz y monótona le trajeron a la memoria a sus hijos. Sintió la sensación de que una herida había expuesto su cerebro al contacto del aire frío.

El amplio espacio del Embankment se había ido achicando hasta convertirse en una calleja estrecha y mal empedrada, oliendo a carburantes requemados, embotellada y atascada de camiones y carros. El coche se detuvo.

El señor Ambrose leía en unos enormes cartelones los detalles de la salida de buques rumbo a Escocia. Ella intentó también informarse. Pero los trabajadores ocupados en sus tareas, sumergidos en una neblina fina y gris, no constituían una fuente de información muy digna de tenerse en cuenta. La presencia de un anciano que adivinó sus deseos y se ofreció a llevarles en su barquilla, resultó providencial.

Tras una ligera indecisión, se acomodaron en los asientos del bote, no tardando en ser mecidos por la corriente. Londres se adivinaba tras la línea de edificios de la ribera, que con la distancia adquirían proporciones de casas de muñecas. Los faroles se reflejaban en la móvil superficie del río, produciendo en su corriente la apariencia de una marcha superior a la real. Voluminosas barcazas descendían o remontaban la corriente escoltadas por largas cuerdas de embarcaciones menores. Las lanchas de la policía pasaban con marcha endiablada y su estela imprimía un movimiento de vaivén a la barquilla.

El viejo, sintiéndose comunicativo, recordó sus años mozos, cuando en su bote transportaba delicadas jóvenes bajo los arbustos de la verde orilla de Kotherhithe. Entonces el trabajo era incesante, pero ahora…

Su mirada, preñada de tristezas, recorrió el río; cuna y bienestar de sus mayores, recuerdos de su existencia y amenaza de miseria para sus hijos. Los ojos se posaron en el perfil, monstruoso en la semioscuridad, del puente de la Torre de Londres. La mole de un buque, anclado en el centro de la corriente, parecía acercarse a ellos. Confusamente se leía un nombre sobre el casco: Euphrosyne. Los mástiles, las chimeneas y la bandera desplegada al viento, más que verse se adivinaban.

Al sacar los remos del agua, el barquero explicó que todos los buques del mundo izaban la bandera el día de su partida. A los señores Ambrose un extraño presentimiento les hizo ver en aquello un signo de mal agüero, pero sobreponiéndose subieron a bordo.

En el salón del buque, propiedad de su padre, la señorita Rachel Vinrace, de veinticuatro años de edad, esperaba nerviosamente la llegada de sus tíos. Les recordaba vagamente, pero estaba dispuesta a hacerles la estancia lo más grata posible. Sentía un cierto malestar indefinible, deseaba que hubiera transcurrido el momento de darles la bienvenida y se entretenía corrigiendo la posición de los cubiertos sobre la mesa. Una voz de hombre se oyó sobre la cubierta:

—¡Con esta oscuridad se puede uno caer fácilmente de cabeza…

—¡Y matarse! —concluyó una voz de mujer.

Una figura femenina se recortó en el marco de la puerta. Era alta y se cubría la cabeza con un chal morado. La señora Ambrose era bella y distinguida. Lo único que impedía una franca y espontánea simpatía hacia ella eran sus ojos, que se posaban penetrantes y soberbios en cuanto había a su alrededor. Su rostro reflejaba más vida que las bellezas clásicas, pero su expresión era más dura que la de la mayoría de las mujeres inglesas bonitas.

—¡Oh, Rachel!, ¿cómo estás? —dijo, tendiéndole la mano.

—¡Hola, querida! —dijo el señor Ambrose, acercándose a besar a su sobrina.

Ésta se sintió atraída por el porte elegante, las facciones pronunciadas y los ojos expresivos de su tío.

—Avisa al señor Pepper —ordenó Rachel a uno de los marineros.

El matrimonio se sentó a la mesa frente a su sobrina.

—Mi padre me indicó que no le esperásemos. Tiene mucho trabajo. ¿Conocen al señor Pepper?

Un señor pequeñito, doblado, que recordaba los árboles curvados por el viento, acababa de entrar silenciosamente. Saludó al señor Ambrose y a su esposa.

—¡Hay corriente de aire! —dijo, levantándose el cuello del abrigo.

—¿Se resiente todavía del reuma? —preguntó Helen Ambrose con voz suave y armoniosa, a pesar de que su pensamiento estaba bien distante de cuanto la rodeaba.

—¡Es cosa del clima! —Se acongojó el señor Pepper.

—Pero de eso no muere nadie —contestó Helen.

—Por regla general, no —contestó el señor Pepper.

—¿Sopa, tío Ridley? —preguntó Rachel.

—Gracias, querida —dijo él, entregándole el plato, luego suspiró suavemente—. No te pareces a tu madre.

Helen hizo ruido con sus cubiertos, procurando evitar que se oyese el comentario. Al comprender la inutilidad de su esfuerzo, se sonrojó.

—¡Hay que ver lo mal que colocan las sirvientas las flores! —dijo Helen apresuradamente, colocando con más gracia un puñado de pequeños crisantemos enterrados en un búcaro.

Hubo un largo silencio.

—¿Conocías a Jenkinson de Peterhouse, Ambrose? —preguntó el señor Pepper desde el otro lado de la mesa.

—Sí, hace muchos años.

—Pues murió. ¿Recuerdas que fue el héroe de un suceso muy extraño…, de un accidente de pesca? Se casó con una joven propietaria de un estanco, marchándose a vivir a Feus; no volví a verle… Creo que bebía y acabó aficionándose a las drogas. Un caso perdido —acabó Pepper como conciso epitafio.

—Era un individuo muy hábil —dijo Ambrose, sacudiendo la cabeza.

—Sí, sustentaba muchas teorías extrañas.