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100 Clásicos de la Literatura

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«El Tribunal del Señorío y los Métodos de Cultivo en Campo Abierto… Los Cistercienses y la Cría de Corderos… Las Cruzadas… La Universidad… La Cámara de los Comunes… La Guerra de los Cien Años… Las Guerras de las Rosas… Los Humanistas del Renacimiento… La Disolución de los Monasterios… La Lucha Agraria y Religiosa… El Origen del Poder Marítimo de Inglaterra… La Armada…», etcétera. De vez en cuando se menciona a alguna mujer determinada, alguna Elizabeth o alguna Mary; una reina o una gran dama. Pero de ningún modo hubieran podido las mujeres de la clase media, sin más en su haber que inteligencia y carácter, tomar parte en los grandes movimientos que constituyen, reunidos, la visión que tiene el historiador del pasado. Tampoco la encontraremos en ninguna colección de anécdotas. Aubrey apenas la menciona. Ella apenas habla de su propia vida y raramente escribe un Diario; no existen más que un puñado de sus cartas. No dejó obras de teatro ni poemas que nos permitan juzgarla. Lo que se necesita —¿y por qué no la reúne alguna estudiante de Newham o Girton?— es una masa de información: a qué edad se casaba la mujer; cuántos hijos solía tener; cómo era su casa; si tenía o no una habitación para sí sola; si cocinaba ella misma; si era probable que tuviera una sirvienta. Todos estos hechos deben de encontrarse en alguna parte, me imagino, en los registros de las parroquias y los libros de cuentas; la vida de la mujer corriente de la época de Isabel I se encontraría dispersa en algún sitio, si alguien se quisiera molestar en reunir los datos y escribir un libro sobre este tema. Sería ambicioso a más no poder, pensé buscando en los estantes libros que no estaban allí, sugerir a las estudiantes de aquellos colegios famosos que reescribieran la Historia, aunque confieso que, tal como está escrita, a menudo me parece un poco rara, irreal, desequilibrada; pero ¿por qué no podrían añadir un suplemento a la Historia, dándole, por ejemplo, un nombre muy discreto para que las mujeres pudieran figurar en él sin impropiedad? Se las entrevé un instante en las vidas de los grandes hombres, desapareciendo en seguida en la distancia, escondiendo a veces, creo, un guiño, una risa, quizás una lágrima. Y, después de todo, contamos con bastantes biografías de Jane Austen; parece apenas necesario volver a estudiar la influencia de las tragedias de Joanna Baillie sobre la poesía de Edgar Allan Poe; y, en lo que a mí respecta, no me importaría que cerraran al público durante un siglo al menos las casas que habitó y visitó Mary Russel Mitford. Pero lo que encuentro deplorable, proseguí pasando de nuevo revista por los estantes, es que no se sepa nada de la mujer antes del siglo dieciocho. No dispongo en mi mente de ningún modelo al que pueda considerar bajo todos sus aspectos. Pregunto por qué las mujeres no escribían poesía en la época de Isabel I y no estoy segura de cómo las educaban; de si les enseñaban a escribir; de si tenían salitas para su uso particular; no sé cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años ni, resumiendo, lo que hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. No tenían dinero, de esto no cabe duda; según el profesor Trevelyan, las casaban, les gustara o no, antes de que dejaran sus niñeras, a los quince o dieciséis años a lo más tardar. Hubiera sido sumamente raro que una mujer hubiese escrito de pronto, pese a esta situación, las obras de Shakespeare, concluí. Y pensé en aquel anciano caballero, que ahora está muerto, pero que era un obispo, creo, y que declaró que era imposible que ninguna mujer del pasado, del presente o del porvenir tuviera el genio de Shakespeare. Escribió a los periódicos acerca de ello. También le dijo a una señora, que le pidió información, que los gatos, en realidad, no van al paraíso, aunque tienen, añadió, almas de cierta clase. ¡Cuántas cavilaciones le ahorraban a uno estos ancianos caballeros! ¡Cómo retrocedían, al acercarse ellos, las fronteras de la ignorancia! Los gatos no van al cielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare.



A pesar de todo no pude dejar de pensar, mirando las obras de Shakespeare en el estante, que el obispo tenía razón cuando menos en esto: le hubiera sido imposible, del todo imposible, a una mujer escribir las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare. Dejadme imaginar, puesto que los datos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos. Shakespeare, él, fue sin duda —su madre era una heredera— a la escuela secundaria, donde quizás aprendió el latín —Ovidio, Virgilio y Horacio— y los elementos de la gramática y la lógica. Era, es sabido, un chico indómito que cazaba conejos en vedado, quizá mató algún ciervo y tuvo que casarse, quizás algo más pronto de lo que hubiera decidido, con una mujer del vecindario que le dio un hijo un poco antes de lo debido. A raíz de esta aventura, marchó a Londres a buscar fortuna. Sentía, según parece, inclinación hacia el teatro; empezó cuidando caballos en la entrada de los artistas. Encontró muy pronto trabajo en el teatro, tuvo éxito como actor, y vivió en el centro del universo, haciendo amistad con todo el mundo, practicando su arte en las tablas, ejercitando su ingenio en las calles y hallando incluso acceso al palacio de la reina. Entretanto, su dotadísima hermana, supongamos, se quedó en casa. Tenía el mismo espíritu de aventura, la misma imaginación, la misma ansia de ver el mundo que él. Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender la gramática ni la lógica, ya no digamos de leer a Horacio ni a Virgilio. De vez en cuando cogía un libro, uno de su hermano quizás, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces entraban sus padres y le decían que se zurciera las medias o vigilara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. Sin duda hablaban con firmeza, pero también con bondad, pues eran gente acomodada que conocía las condiciones de vida de las mujeres y querían a su hija; seguro que Judith era en realidad la niña de los ojos de su padre. Quizá garabateaba unas cuantas páginas a escondidas en un altillo lleno de manzanas, pero tenía buen cuidado de esconderlas o quemarlas. Pronto, sin embargo, antes de que cumpliera veinte años, planeaban casarla con el hijo de un comerciante en lanas del vecindario. Gritó que esta boda le era odiosa y por este motivo su padre le pegó con severidad. Luego paró de reñirla. Le rogó en cambio que no le hiriera, que no le avergonzara con el motivo de esta boda. Le daría un collar o unas bonitas enaguas, dijo; y había lágrimas en sus ojos. ¿Cómo podía Judith desobedecerle? ¿Cómo podía romperle el corazón? Sólo la fuerza de su talento la empujó a ello. Hizo un paquetito con sus cosas, una noche de verano se descolgó con una cuerda por la ventana de su habitación y tomó el camino de Londres. Aún no había cumplido los diecisiete años. Los pájaros que cantaban en los setos no sentían la música más que ella. Tenía una gran facilidad, el mismo talento que su hermano, para captar la musicalidad de las palabras. Igual que él, sentía inclinación al teatro. Se colocó junto a la entrada de los artistas; quería actuar, dijo. Los hombres le rieron a la cara. El director —un hombre gordo con labios colgantes— soltó una risotada. Bramó algo sobre perritos que bailaban y mujeres que actuaban. Ninguna mujer, dijo, podía en modo alguno ser actriz. Insinuó… ya suponéis qué. Judith no pudo aprender el oficio de su elección. ¿Podía siquiera ir a cenar a una taberna o pasear por las calles a la medianoche? Sin embargo, ardía en ella el genio del arte, un genio ávido de alimentarse con abundancia del espectáculo de la vida de los hombres y las mujeres y del estudio de su modo de ser. Finalmente —pues era joven y se parecía curiosamente al poeta, con los mismos ojos grises y las mismas cejas arqueadas—, finalmente Nick Greene, el actor-director, se apiadó de ella; se encontró encinta por obra de este caballero y —¿quién puede medir el calor y la violencia de un corazón de poeta apresado y embrollado en un cuerpo de mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en una encrucijada donde ahora paran los autobuses, junto a la taberna del «Elephant and Castle».



Ésta vendría a ser, creo, la historia de una mujer que en la época de Shakespeare hubiera tenido el genio de Shakespeare. Pero por mi parte estoy de acuerdo con el difunto obispo, si es que era tal cosa: es impensable que una mujer hubiera podido tener el genio de Shakespeare en la época de Shakespeare. Porque genios como el de Shakespeare no florecen entre los trabajadores, los incultos, los sirvientes. No florecieron en Inglaterra entre los sajones ni entre los britanos. No florecen hoy en las clases obreras. ¿Cómo, pues, hubieran podido florecer entre las mujeres, que empezaban a trabajar, según el profesor Trevelyan, apenas fuera del cuidado de sus niñeras, que se veían forzadas a ello por sus padres y el poder de la ley y las costumbres? Sin embargo, debe de haber existido un genio de alguna clase entre las mujeres, del mismo modo que debe de haber existido en las clases obreras. De vez en cuando resplandece una Emily Brontë o un Robert Burns y revela su existencia. Pero nunca dejó su huella en el papel. Sin embargo, cuando leemos algo sobre una bruja zambullida en agua, una mujer poseída de los demonios, una sabia mujer que vendía hierbas o incluso un hombre muy notable que tenía una madre, nos hallamos, creo, sobre la pista de una novelista malograda, una poetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas por las carreteras, enloquecida por la tortura en que su don la hacía vivir. Me aventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. Según sugiere, creo, Edward Fitzgerald, fue una mujer quien compuso las baladas y las canciones folklóricas, canturreándolas a sus niños, entreteniéndose mientras hilaba o durante las largas noches de invierno.

 



Quizás esto sea cierto, quizá sea falso —¿quién lo sabe?—, pero lo que sí me pareció a mí, repasando la historia de la hermana de Shakespeare tal como me la había imaginado, definitivamente cierto, es que cualquier mujer nacida en el siglo dieciséis con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas. Porque no se necesita ser un gran psicólogo para estar seguro de que una muchacha muy dotada que hubiera tratado de usar su talento para la poesía hubiera tropezado con tanta frustración, de que la demás gente le hubiera creado tantas dificultades y la hubieran torturado y desgarrado de tal modo sus propios instintos contrarios que hubiera perdido la salud y la razón. Ninguna muchacha hubiera podido marchar a pie a Londres, colocarse junto a la entrada de los artistas y obtener a toda costa que la recibiera el actor-director sin que ello le representara una gran violencia y sin sufrir una angustia quizás irracional —pues es posible que la castidad sea un fetiche inventado por ciertas sociedades por algún motivo desconocido—, pero aun así inevitable. La castidad tenía entonces, sigue teniendo hoy día, una importancia religiosa en la vida de una mujer y se ha envuelto de tal modo de nervios e instintos que para liberarla y sacarla a la luz se requiere un coraje muy poco corriente. Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que posiblemente la hubiesen matado. De haber sobrevivido, cuanto hubiese escrito hubiese sido retorcido y deformado, al proceder de una imaginación tensa y mórbida. Y, sin duda alguna, pensé mirando los estantes en que no había ninguna obra de teatro escrita por una mujer, no hubiera firmado sus obras. Este refugio lo hubiera indudablemente buscado. Un residuo del sentido de castidad es lo que dictó la anonimidad a las mujeres hasta fecha muy tardía del siglo diecinueve. Currer Bell, George Eliot, George Sand, víctimas todas ellas de una lucha interior como revelan sus escritos, trataron sin éxito de velar su identidad tras un nombre masculino. Así honraron la convención, que el otro sexo no había implantado, pero sí liberalmente animado (la mayor gloria de una mujer es que no hablen de ella, dijo Pericles, un hombre, él, del que se habló mucho) de que la publicidad en las mujeres es detestable. La anonimidad corre por sus venas. El deseo de ir veladas todavía las posee. Ni siquiera ahora las preocupa tanto como a los hombres la salud de su fama y, hablando en general, pueden pasar cerca de una lápida funeraria o una señal de carretera sin sentir el deseo irresistible de grabar en ellos su nombre como Alf, Bert o Chas se ven forzados a hacer en obediencia a su instinto, que les murmura cuando ve pasar a una bella mujer o a un simple perro: Ce chien est à moi. Y, naturalmente, puede no ser un perro, pensé acordándome de Parliament Square, la Sieges Allee y otras avenidas; puede ser un trozo de tierra o un hombre con pelo negro y rizado. Una de las grandes ventajas del ser mujer es el poder cruzarse en la calle hasta con una hermosa negra sin desear hacer de ella una inglesa.



Esta mujer, pues, nacida en el siglo dieciséis con talento para la poesía era una mujer desgraciada, una mujer en lucha contra sí misma. Todas las circunstancias de su vida, todos sus propios instintos eran contrarios al estado mental que se necesita para liberar lo que se tiene en el cerebro. Pero ¿cuál es el estado mental más propicio al acto de creación?, me pregunté. ¿Puede uno formarse una idea del estado mental que favorece y hace posible esta extraña actividad? Aquí abrí el volumen que contenía las tragedias de Shakespeare. ¿Cuál era el estado mental de Shakespeare cuando escribió, por ejemplo, El Rey Lear o Antonio y Cleopatra? Sin duda era el estado mental más favorable a la poesía en que jamás nadie se ha hallado. Pero el propio Shakespeare nunca dijo nada de su estado mental. Sólo sabemos por una feliz casualidad que «jamás tachaba un verso». De hecho, el artista nunca dijo nada de su propio estado mental hasta el siglo dieciocho. Rousseau quizá fue el primero. En todo caso, allá por el siglo diecinueve la costumbre del autoanálisis se había generalizado de tal modo que los hombres de letras solían describir sus estados mentales en confesiones y autobiografías. También se escribían sus vidas y después de su muerte se publicaban sus cartas. Por tanto, aunque no sepamos por qué experiencias pasó Shakespeare al escribir El Rey Lear, sí sabemos por cuáles pasó Carlyle al escribir La revolución francesa y Flaubert al escribir Madame Bovary, y qué tormentos sufrió Keats tratando de escribir poesía pese a la cercanía de la muerte y la indiferencia del mundo.



Y así se da uno cuenta, gracias a esta abundantísima literatura moderna de confesión y autoanálisis, que escribir una obra genial es casi una proeza de una prodigiosa dificultad. Todo está en contra de la probabilidad de que salga entera e intacta de la mente del escritor. Las circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que ganar dinero; la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas dificultades y las hace más pesadas aún de soportar. El mundo no le pide a la gente que escriba poemas, novelas, ni libros de Historia; no los necesita. No le importa nada que Flaubert encuentre o no la palabra exacta ni que Carlyle verifique escrupulosamente tal o cual hecho. Naturalmente, no pagará por lo que no quiere. Y así el escritor —Keats, Flaubert, Carlyle— sufre, sobre todo durante los años creadores de la juventud, toda clase de perturbaciones y desalientos. Una maldición, un grito de agonía sube de estos libros de análisis y confesión. «Grandes poetas muertos en su tormento»: ésta es la carga que lleva su canción. Si algo sale a la luz a pesar de todo, es un milagro y es probable que ni un solo libro nazca entero y sin deformidades, tal como fue concebido.



Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada». El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?». En este asunto las estudiantes de psicología de Newham y Girton podrían sernos de alguna ayuda, pensé mirando de nuevo los estantes vacíos. Porque sin duda va siendo hora de que alguien mida el efecto del desaliento sobre la mente del artista, del mismo modo que he visto una compañía de productos lácteos medir el efecto de la leche corriente y de la leche de grado A sobre el cuerpo de la rata. Pusieron dos ratas juntas en una jaula y de las dos, una era furtiva, tímida y pequeña y la otra lustrosa, resuelta y grande. Ahora bien, ¿qué les damos de comer a las mujeres artistas?, pregunté, acordándome, me imagino, de aquella cena a base de ciruelas pasas y flan. Para contestar esta pregunta me bastó abrir el periódico de la noche y leer que Lord Birkenhead opina que… Pero, bien mirado, no me voy a molestar en copiar lo que opina Lord Birkenhead de lo que escriben las mujeres. Lo que dice el Deán Inge lo voy a dejar de lado. El especialista de Harley Street puede despertar si quiere los ecos de Harley Street con sus vociferaciones, no levantará un solo pelo de mi cabeza. Citaré, sin embargo, a Mr. Oscar Browning, porque Mr. Oscar Browning fue en un tiempo una gran autoridad en Cambridge y solía examinar a las estudiantes de Girton y Newham. Mr. Oscar Browning dijo, según parece, que «la impresión que le quedaba en la mente tras corregir cualquier clase de exámenes era que, dejando de lado las notas que pudiera poner, la mujer más dotada era intelectualmente inferior al hombre menos dotado». Tras decir esto, Mr. Browning volvió a sus habitaciones y —lo que sigue es lo que hace tomarle cariño y le convierte en una personalidad humana de cierta categoría y majestad— volvió, digo, a sus habitaciones y encontró a un mozo de establo acostado en su sofá: «un puro esqueleto; sus mejillas eran cavernosas y de color enfermizo, sus dientes negros y no parecía poder valerse de sus miembros… “Es Arturo —dijo Mr. Browning—, un chico realmente encantador y muy inteligente”». Siempre me parece que estos dos cuadros se completan. Y, por suerte, en esta época de biografías, los dos cuadros a menudo se completan, efectivamente, y podemos interpretar las opiniones de los grandes hombres basándonos no sólo en lo que dicen, sino también en lo que hacen.



Pero si bien esto es posible ahora, semejantes opiniones salidas de los labios de gente importante cincuenta años atrás debieron de sonar terribles. Supongamos que un padre, por los mejores motivos, no deseara que su hija se marchara de casa para ser escritora, pintora o dedicarse al estudio. «Ve lo que dice Mr. Oscar Browning», hubiera dicho; y Mr. Oscar Browning no era el único; había la Saturday Review; había Mr. Greg: «la esencia de la mujer —dice Mr. Greg con énfasis— es que el hombre la mantiene y ella le sirve». Eran legión los hombres que opinaban que, intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres. Y aunque su padre no le leyera en voz alta estas opiniones, cualquier chica podía leerlas por su propia cuenta; y esta lectura, aun en el siglo diecinueve, debió de mermar su vitalidad y tener un profundo efecto sobre su trabajo. Siempre estaría oyendo esta afirmación: «No puedes hacer esto, eres incapaz de lo otro», contra la que tenía que protestar, que debía refutar. Probablemente este germen no tiene ya mucho efecto en una novelista, porque ha habido mujeres novelistas de mérito. Pero para las pintoras sin duda sigue teniendo cierta virulencia; y para las compositoras, me imagino, todavía hoy día debe de ser activo y venenoso en extremo. La compositora se halla en la situación de la actriz en la época de Shakespeare. Nick Greene, pensé recordando la historia que había inventado sobre la hermana de Shakespeare, dijo que una mujer que actuaba le hacía pensar en un perro que bailaba. Johnson repitió esta frase doscientos años más tarde refiriéndose a las mujeres que predicaban. Y aquí tenemos, dije, abriendo un libro sobre música, las mismísimas palabras usadas de nuevo en este año de gracia de 1928, aplicadas a las mujeres que tratan de escribir música. «Acerca de Mlle. Germaine Tailleferre, sólo se puede repetir la frase del Dr. Johnson acerca de las predicadoras, trasladándola a términos musicales. Señor, una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.»



Con tal exactitud se repite la historia.



Así, pues, concluí cerrando la biografía de Mr. Oscar Browning y empujando a un lado los demás libros, está bien claro que ni en el siglo diecinueve se alentaba a las mujeres a ser artistas. Al contrario, se las desairaba, insultaba, sermoneaba y exhortaba. La necesidad de hacer frente a esto, de probar la falsedad de lo otro, debe de haber puesto su mente en tensión y mermado su vitalidad. Porque aquí nos acercamos de nuevo a este interesante y oscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimiento feminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de ser él superior, este complejo que no sólo le coloca, mire uno por donde mire, a la cabeza de las artes, sino que le hace interceptar también el camino de la política, incluso cuando el riesgo que corre es infinitesimal y la peticionaria humilde y fiel. Hasta Lady Bessborough, recordé, pese a toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente y escribir a Lady Granville Leveson-Gower: «… pese a toda mi violencia en asuntos políticos y a lo mucho que charlo sobre este tema, estoy perfectamente de acuerdo con usted en que no corresponde a una mujer meterse en esto o en cualquier otro asunto serio, salvo para dar su opinión (si se la piden)». Y pasa a dar rienda suelta a su entusiasmo en un terreno donde no tropieza con ningún obstáculo, el tema importantísimo del primer discurso de Lord Granville en la Cámara de los Comunes. Es un espectáculo realmente raro, pensé. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la emancipación misma. Podría escribirse sobre ello un libro divertido si alguna estudiante de Girton o Newham reuniera ejemplos y dedujera una teoría; pero necesitaría gruesos guantes para cubrir sus manos y barras de oro solido para protegerse.

 



Pero lo que hoy nos divierte, pensé cerrando el libro de Lady Bessborough, en un tiempo tuvo que tomarse desesperadamente en serio. Opiniones que ahora uno pega en un cuaderno titulado «kikirikú» y guarda para leerlas a selectos auditorios una noche de verano, un día arrancaron lágrimas, os lo aseguro. Muchas de vuestras abuelas, de vuestras bisabuelas, lloraron hasta saciarse. Florence Nightingale gritó de angustia.



Además, os cuesta poco a vosotras, que habéis logrado ir a la Universidad y contáis con salitas particulares —¿o son sólo salitas-dormitorio?—, decir que el genio no debe tener en cuenta esta clase de opiniones; que el genio debe estar por encima de lo que dicen de él. Por desgracia, es precisamente a los hombres y mujeres geniales a quienes más pesa lo que dicen de ellos. Pensad en Keats. Pensad en las palabras que hizo grabar en su tumba. Pensad en Tennyson. Pensad… Pero no necesito multiplicar los ejemplos del hecho innegable, por desafortunado que sea, de que por naturaleza al artista le importa excesivamente lo que dicen de él. Siembran la literatura los naufragios de hombres a quienes importaron más de lo razonable las opiniones ajenas.



Y esta susceptibilidad del artista es doblemente desafortunada, pensé, volviendo a mi encuesta original sobre el estado mental más propicio al trabajo creador, porque la mente del artista, para lograr realizar el esfuerzo prodigioso de liberar entera e intacta la obra que se halla en ella, debe ser incandescente, como la mente de Shakespeare, pensé, mirando el libro que estaba abierto en Antonio y Cleopatra. No debe haber obstáculos en ella, ningún cuerpo extraño inconsumido.



Porque aunque digamos que no sabemos nada del estado mental de Shakespeare, al decir esto ya decimos algo del estado mental de Shakespeare. Si sabemos tan poco de Shakespeare —comparado con Donne, Ben Jonson o Milton— es porque nos esconde sus rencores, sus hostilidades, sus antipatías. No nos detiene ninguna «revelación» que nos recuerde al escritor. Todo deseo de protestar, predicar, pregonar un insulto, sentar una cuenta, hacer al mundo testigo de una dificultad o una queja, todo esto ha ardido en su mente y se ha consumido. Su poesía mana, pues, de él libremente, sin obstáculos. Si algún ser humano ha logrado dar expresión completa a su obra, ha sido Shakespeare. Si ha habido jamás alguna mente incandescente, que no conociera los obstáculos, pensé, mirando de nuevo los estantes, ha sido la mente de Shakespeare.





CAPÍTULO 4





Encontrar en el siglo dieciséis a una mujer en este estado mental era evidentemente imposible. Basta pensar en las tumbas isabelinas, con todos aquellos niños arrodillados con las manos juntas, y en sus muertes prematuras, y ver sus casas con aquellas habitaciones oscuras y estrechas para comprender que ninguna mujer hubiera podido escribir poesía en aquellos tiempos. Pero sí cabía esperar que algo más tarde, alguna gran dama aprovechara su relativa libertad y confort para publicar alguna cosa en su nombre, arriesgándose a que la tomaran por un monstruo. Los hombres, naturalmente, no son esnobs, continué, evitando con cuidado el «feminismo acabado» de Miss Rebecca West, pero por lo general acogen con simpatía los intentos poéticos de una condesa. Ya se supone que una dama con título se vería más alentada de lo que se hubiera visto en aquella época una Miss Austen o una Miss Brontë, desconocidas de todos. Pero también cabe suponer que debieron de perturbar su mente emociones impropias como el temor o el odio y que huellas de estas perturbaciones deben de advertirse en sus poemas. Aquí tenemos a Lady Winchilsea, por ejemplo, pensé, tomando el libro de sus poemas. Nació en el año 1661; era noble tanto de cuna como por su matrim