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100 Clásicos de la Literatura

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There has fallen a splendid tear

From the passion-flower at the gate.

She is coming, my dove, my dear;

She is coming, my life, my fate;

The red rose cries, «She is near, she is near»;

And the white rose weeps, «She is late»;

The larkspur listens, «I hear, I hear»;

And the lily whispers, «I wait».

¿Era esto lo que los hombres canturreaban en los almuerzos antes de la guerra? ¿Y las mujeres?

My heart is like a singing bird

Whose nest is in a water’d shoot;

My heart is like an apple tree

Whose boughs are bent with thick-set fruit;

My heart is like a rainbow shell

That paddles in a halcyon sea;

My heart is gladder than all these

Because my love is come to me.

¿Era esto lo que las mujeres canturreaban en los almuerzos antes de la guerra? Resultaba tan absurdo imaginar a alguien canturreando estas cosas, aun por lo bajo, en los almuerzos de antes de la guerra que me eché a reír y tuve que explicar mi risa señalando el gato, que efectivamente tenía un aire un poco absurdo, pobre bicho, sin cola, en medio del césped. ¿Había nacido así o habría perdido su cola en un accidente? El gato sin cola, aunque dicen que hay algunos en la isla de Man, es un animal más raro de lo que suele creerse. Es un animal extraño, más pintoresco que hermoso. Es curioso lo que lo cambia a uno una cola. Ya sabéis la clase de cosas que se dicen hacia el final de un almuerzo, cuando la gente anda en busca de sus abrigos y sombreros.

Éste, gracias a la hospitalidad del anfitrión, había durado hasta avanzada la tarde. El hermoso día de octubre se iba desvaneciendo y las hojas caían de los árboles cubriendo la avenida por la que yo andaba. Una tras otra, las verjas parecían cerrarse detrás de mí con suave finalidad. Innumerables bedeles iban introduciendo innumerables llaves en cerraduras bien engrasadas; se estaba resguardando la casa del tesoro para una noche más. Al final de la avenida se llega a una calle —no recuerdo su nombre— que conduce, si se tuerce donde se debe, hasta Fernham. Pero me sobraba tiempo. La cena no era hasta las siete y media. Uno casi hubiera podido pasarse de cenar después de aquel almuerzo. Es curioso cómo una pizca de poesía obra en la mente y hace mover las piernas a su ritmo por la calle. Estas palabras

There has fallen a splendid tear

From the passion-tree at the gate.

She is coming, my dove, my dear

cantaban en mi sangre mientras andaba a paso rápido hacia Headingley. Y luego, cambiando de compás, canté, en ese lugar donde las aguas espumean al pie de la presa:

My heart is like a singing bird

Whose nest is in a water’d shoot;

My heart is like an apple tree…

¡Qué poetas!, grité en voz alta, como suele hacerse en el atardecer. ¡Qué poetas eran!

Con una especie de celos por nuestros tiempos, supongo, por tontas y absurdas que sean estas comparaciones, me puse a pensar si, honradamente, se podía nombrar a dos poetas vivientes tan grandes como Tennyson y Christina Rossetti lo habían sido en su tiempo. Evidentemente, era imposible compararles, pensé mirando aquellas aguas espumosas. Si esta poesía incita a tal abandono, provoca en uno tal transporte, es sólo porque celebra un sentimiento que uno solía experimentar (en los almuerzos de antes de la guerra quizá), de modo que se reacciona fácilmente, familiarmente, sin molestarse en analizar el sentimiento o compararlo con alguno de los actuales. Pero los poetas vivientes expresan un sentimiento en formación, que está siendo arrancado de nosotros en este momento. Primero uno no lo reconoce; a menudo, por algún motivo, lo teme; lo observa con atención y lo compara celosamente, con desconfianza, con el viejo sentimiento que le era familiar. De ahí la dificultad de la poesía moderna; y es esta dificultad lo que le impide a uno recordar más de dos versos seguidos de ningún buen poeta moderno. Por este motivo —que me falló la memoria— la argumentación quedó colgando por falta de material. Pero ¿por qué hemos dejado de canturrear por lo bajo en los almuerzos?, proseguí, caminando hacia Headingley. ¿Por qué ha cesado Alfred de cantar

She is coming, my dove, my dear?

¿Por qué ha cesado Christina de contestar

My heart is gladder than all these

Because my love is come to me?

¿Echaremos las culpas a la guerra? Cuando se dispararon las armas en agosto de 1914, ¿se encontraron los hombres y las mujeres tan feos los unos a los otros que murió la fantasía? Sin duda fue un duro golpe (sobre todo para las mujeres, con sus ilusiones sobre la educación y demás) ver las caras de nuestros gobernantes al resplandor de los bombardeos. Parecían tan feas —alemanas, inglesas, francesas—, tan estúpidas… Pero, sea de quien fuere la culpa, échese a quien se quiera, la ilusión que inspiró a Tennyson y Christina Rossetti y les hizo cantar tan apasionadamente la venida de sus amores es ahora menos frecuente que entonces. Basta leer, mirar, escuchar, recordar. Pero ¿por qué decir «culpa»? Si era una ilusión, ¿por qué no celebrar la catástrofe, fuese cual fuese, que destruyó la ilusión y puso la verdad en su lugar? Porque, la verdad… Estos puntos suspensivos marcan el momento en que, en busca de la verdad, olvidé torcer hacia Fernham. Sí, éste era el problema: ¿qué era la verdad y qué era la ilusión?, me pregunté. ¿Cuál era la verdad sobre aquellas casas, por ejemplo, oscuras y festivas con sus ventanas rojas al atardecer, pero crudas, y rojas, y escuálidas, con sus dulces y sus cordones de bota, a las nueve de la mañana? Y los sauces, y el río, y los jardines que bajaban en pendiente hasta el río, vagos ahora, con la neblina que se deslizaba por encima de ellos, pero dorados y rojos a la luz del sol, ¿cuál era la verdad sobre ellos?, ¿cuál era la ilusión? Os ahorraré las vueltas y revueltas de mis razonamientos, pues no llegué a ninguna conclusión yendo hacia Headingley, y os pido que supongáis que pronto advertí mi error de dirección y volví atrás para corregirlo.

Puesto que he dicho ya que era un día de octubre, no me atrevo a arriesgar vuestro respeto y poner en peligro la límpida fama de la novela cambiando de estación y describiendo lilas colgando por encima de las paredes de los jardines, azafranes, tulipanes y otras flores de primavera. La obra de imaginación debe atenerse a los hechos y cuanto más ciertos los hechos, mejor la obra de imaginación. Eso dicen, por lo menos. Seguía, pues, siendo otoño y las hojas seguían siendo amarillas y cayendo, si acaso un poco más aprisa que antes, porque atardecía (eran las siete y veintitrés, para ser exactos) y se había levantado una brisa (del Sudoeste, para ser exactos). A pesar de todo, algo extraño ocurría.

My heart is like a singing bird

Whose nest is in a water’d shoot;

My heart is like an apple tree

Whose boughs are bent with thick-set fruit.

Quizá las palabras de Christina Rossetti eran en parte responsables de aquella loca ilusión —no era, claro está, más que una ilusión— de que las lilas sacudían sus flores por encima de las paredes de los jardines, y las mariposas de azufre se deslizaban de aquí para allá, y había polvo de polen en el aire. Soplaba un viento, de qué dirección no lo sé, pero levantaba las hojas medio crecidas y había en el aire un centelleo gris plata. Era la hora entre dos luces en que los colores se intensifican y los púrpuras y los dorados arden en los cristales de las ventanas como el latido de un corazón excitable; en que, por algún motivo, la belleza del mundo, revelada y, sin embargo, a punto de perecer (en este momento me metí en el jardín, pues una mano imprudente había dejado la puerta abierta y no andaba ningún bedel por allí), la belleza del mundo que tan pronto perecerá tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, partiendo el corazón en dos. Los jardines de Fernham se extendían ante mí en el crepúsculo primaveral, silvestres y abiertos, y los narcisos y las campanillas salpicaban la alta hierba, cuidadosamente desparramados, no muy ordenados quizás en sus días mejores, agitados ahora por el viento, tirando de sus raíces. Las ventanas del edificio se encorvaban como las de un barco entre generosas olas de ladrillo rojo, mudando del limón al plateado al paso de las rápidas nubes de primavera. Había alguien en una hamaca, alguien, pero en aquella luz todo eran fantasmas, medio adivinados, medio visibles, que huían por la hierba —¿no iba alguien a detenerla?— y luego apareció en la terraza, quizá para respirar el aire, para echar una mirada al jardín, una silueta encorvada, impresionante y, sin embargo, humilde, con una ancha frente y un vestido raído. ¿Sería quizá la famosa erudita J… H… en persona? Todo era sombrío y, sin embargo, intenso, como si el pañuelo que el atardecer había echado sobre el jardín lo hubiera rasgado en dos una estrella o una espada —el relámpago de una realidad terrible que estalla, como ocurre siempre, en el corazón de la primavera. Porque la juventud…

Aquí estaba mi sopa. Estaban sirviendo la cena en el gran comedor. Lejos de ser primavera, era en realidad una noche de octubre. Todo el mundo estaba reunido en el gran comedor. La cena estaba lista. Aquí estaba mi sopa. Era un simple caldo de carne. Nada en ella que inspirara la fantasía. A través del líquido transparente hubiera podido verse cualquier dibujo que hubiera tenido la vajilla. Pero la vajilla no tenía dibujo. El plato era liso. Luego trajeron carne de vaca con su acompañamiento de verdura y patatas, trinidad casera que evocaba ancas de ganado en un mercado fangoso y pequeñas coles rizadas con bordes amarillentos, y regateos y rebajas, y mujeres con redes de comprar un lunes por la mañana. No había motivo para quejarse de la comida cotidiana del género humano, puesto que la cantidad era suficiente y sin duda alguna los mineros tenían que contentarse con menos. Siguieron ciruelas en almíbar con flan. Y si alguien objeta que las ciruelas, aun mitigadas por el flan, son una legumbre ingrata (fruta no lo son), llenas de hilos como el corazón de un avaro, y que rezuman un líquido como el que sin duda corre por las venas de los avaros que durante ochenta años se han privado de vino y calor y, sin embargo, no han dado nada a los pobres, debe pensar que hay gente cuya caridad alcanza hasta la ciruela. Sirvieron luego galletas y queso y circuló con liberalidad el jarro del agua, pues las galletas son secas por naturaleza y éstas eran galletas hasta lo más hondo de su ser. Eso fue todo. La cena había terminado. Todo el mundo se levantó arrastrando su silla; la puerta de golpe osciló violentamente hacia adelante y hacia atrás; pronto se hizo desaparecer del comedor todo rastro de comida y, sin duda, se lo dispuso para el desayuno de la mañana siguiente. Por los corredores y las escaleras se fue la juventud inglesa, dando portazos y cantando. ¿Correspondía a un huésped, a una extraña (pues no tenía más derecho de estar allí en Fernham que en Trinity, Somerville, Girton, Newham o Christchurch) decir: «La cena no era buena» o decir (nos hallábamos ahora, Mary Seton y yo, en su salita)?: «¿No hubiéramos podido cenar aquí a solas?». Decir algo así hubiera sido fisgonear y tratar de enterarse de las economías secretas de aquella casa, que ante un extraño presenta una cara tan agradable de buen humor y coraje. No, no se podía decir nada por el estilo. Y la conversación, por un momento, languideció. La constitución humana siendo lo que es, corazón, cuerpo y cerebro mezclados, y no contenidos en compartimentos separados como sin duda será el caso dentro de otro millón de años, una buena cena es muy importante para una buena charla. No se puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no se ha cenado bien. La lámpara de la espina dorsal no se enciende con carne de vaca y ciruelas pasas. Todos iremos probablemente al Cielo y Van Dyck se halla, confiamos, entre nosotros, esperándonos a la vuelta de la esquina. Éste es el estado de ánimo dudoso y crítico que la carne de vaca y las ciruelas pasas, tras un día de trabajo, engendran juntas. Felizmente, mi amiga, que era profesora de ciencias, guardaba en un armario una botella rechoncha y unos vasitos —(pero hubiéramos tenido que empezar con lenguado y perdices)— de modo que pudimos acercarnos al fuego y reparar algunos de los daños del día. Al cabo de un minuto más o menos, nos deslizábamos fácilmente por entre todos estos objetos de curiosidad e interés que se forman en la mente durante la ausencia de una persona determinada y que se discuten naturalmente al volverla a ver: que si fulano se ha casado, zutano no; fulano piensa esto, mengano lo otro; el uno ha mejorado increíblemente, el otro, por extraordinario que parezca, se ha echado a perder. Y pasamos luego a estas especulaciones sobre la naturaleza humana y el carácter del mundo sorprendente en que vivimos que son la consecuencia natural de estos comienzos. Mientras decíamos estas cosas, sin embargo, fui dándome cuenta tímidamente de que una corriente surgida por su propia voluntad iba arrastrando la conversación hacia un fin determinado. Por más que habláramos de España o Portugal, de un libro o una carrera de caballos, el interés real de la conversación no era ninguna de estas cosas, sino una escena de albañiles que transcurría en un tejado alto unos cinco siglos atrás. Reyes y nobles traían tesoros en enormes sacos y los vaciaban en la tierra. Una y otra vez esta escena cobraba vida en mi mente y se colocaba junto a otra en que figuraban unas vacas delgadas y un mercado fangoso, y verduras pasadas, y corazones fibrosos de ancianos. Estas dos imágenes, aunque descoyuntadas, sin conexión y absurdas, no cesaban de encontrarse y de combatirse y me tenían por completo a su merced. Lo mejor, para que no se deformara toda la conversación, era exponer al aire lo que tenía en la mente y con un poco de suerte se marchitaría y se convertiría en polvo como la cabeza del difunto rey cuando habían abierto su ataúd en Windsor. Brevemente, pues, le hablé a Miss Seton de los albañiles que habían estado trabajando todos aquellos años en el tejado de la capilla y de los reyes, reinas y nobles cargados de oro y plata que echaban a paladas en la tierra; y le conté que más tarde habían venido los grandes magnates de nuestro tiempo y habían enterrado cheques y obligaciones donde los otros habían enterrado lingotes y toscos pedazos de oro. Todo esto se halla enterrado debajo de los colegios de la otra parte de la ciudad, dije, pero debajo del colegio en que nos encontramos ahora, ¿qué hay debajo de sus valientes ladrillos rojos y de la hierba sin cuidar de sus jardines? ¿Qué fuerza se esconde tras la vajilla sencilla en que hemos cenado y (esto se me escapó antes de que pudiera impedirlo) tras la carne de vaca, el flan y las ciruelas pasas?

 

Hacia el año 1860, dijo Mary Seton… Oh, pero ya conoces la historia, dijo, aburrida, supongo, del recital. Y me contó que habían alquilado habitaciones. Habían reunido comités. Habían escrito sobres. Habían redactado circulares. Habían celebrado reuniones; habían leído cartas; fulano prometía tanto; en cambio el señor Tal no quería dar ni un penique. La Saturday Review había sido muy descortés. ¿Cómo recaudar fondos para unas oficinas? ¿Organizaríamos una tómbola? ¿No podríamos encontrar a una chica bonita que se sentara en la primera fila? Miremos qué dice John Stuart Mill de la cuestión. ¿Podría alguien persuadir al director de… de que publique una carta? ¿Quizá Lady… accedería a firmarla? Lady… está fuera de la ciudad. Así es como se hacían las cosas hace sesenta años; era un esfuerzo prodigioso que costaba horas y horas. Y fue sólo tras una larga lucha y las peores dificultades que lograron reunir treinta mil libras.

Salta pues a la vista, dijo Mary, que no tenemos para vino ni perdices, ni criados que nos lleven las bandejas encima de la cabeza. No podemos tener sofás ni habitaciones individuales. «Las amenidades, dijo citando un pasaje de algún libro, tendrán que esperar».

Pensando en todas estas mujeres que habían trabajado año tras año y encontrado difícil reunir dos mil libras y no habían logrado recaudar, como gran máximo, más que treinta mil, prorrumpimos en ironías sobre la pobreza reprensible de nuestro sexo. ¿Qué habían estado haciendo nuestras madres para no tener bienes que dejarnos? ¿Empolvarse la nariz? ¿Mirar los escaparates? ¿Lucirse al sol en Montecarlo? Había unas fotografías en la repisa de la chimenea. La madre de Mary —si es que la fotografía era de ella— quizás había sido una juerguista en sus horas libres (su marido, un ministro de la Iglesia, le había dado trece hijos), pero en tal caso su vida alegre y disipada había dejado muy pocas huellas de placer en su cara. Era una persona corriente: una vieja señora con un chal de cuadros abrochado con un gran camafeo; estaba sentada en una silla de paja e invitaba a un sabueso a mirar hacia la máquina, con la mirada divertida y, sin embargo, cansada de alguien que sabe por seguro que el perro se moverá en cuanto se haya disparado la bombilla. Ahora bien, si hubiera montado un negocio, si se hubiera convertido en fabricante de seda o magnate de la Bolsa, si hubiera dejado dos o trescientas mil libras a Fernham, aquella noche hubiéramos podido estar sentadas confortablemente y el tema de nuestra charla quizás hubiera sido arqueología, botánica, antropología, física, la naturaleza del átomo, matemáticas, astronomía, relatividad o geografía. Si por fortuna Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero y hubieran dejado su dinero, como sus padres y sus abuelos antes que éstos, para fundar cátedras y auxiliarías, y premios, y becas apropiadas para el uso de su propio sexo, quizás hubiéramos cenado muy aceptablemente allí arriba un ave y una botellita de vino; quizás hubiéramos esperado, sin una confianza exagerada, disfrutar una vida agradable y honorable transcurrida al amparo de una de las profesiones generosamente financiadas. Quizás en aquel momento hubiéramos estado explorando o escribiendo, vagando por los lugares venerables de la tierra, sentadas en contemplación en los peldaños del Partenón o yendo a una oficina a las diez y volviendo cómodamente a las cuatro y media para escribir un poco de poesía. Ahora bien, si Mrs. Seton y las mujeres como ella se hubieran metido en negocios a la edad de quince años, Mary —éste era el punto flaco del argumento— no hubiera existido. ¿Qué pensaba Mary de esto?, pregunté. Allí entre las cortinas estaba la noche de octubre, con una estrella o dos enganchada en los árboles amarillentos. ¿Estaba Mary dispuesta a renunciar a la parte que de aquella noche le correspondía y al recuerdo (porque habían sido una familia feliz, aunque numerosa) de los juegos y las peleas allá en Escocia, lugar que nunca cesaba de alabar por lo agradable de su aire y la calidad de sus pasteles, para que de un plumazo le hubieran llovido a Fernham cincuenta mil libras? Porque financiar un colegio requeriría la supresión total de las familias. Hacer una fortuna y tener trece hijos, ningún ser humano hubiera podido aguantarlo. Considérense los hechos, dijimos. Primero hay nueve meses antes del nacimiento del niño. Luego nace el niño. Luego se pasan tres o cuatro meses amamantando al niño. Una vez amamantado el niño, se pasan unos cinco años cuando menos jugando con él. No se puede, según parece, dejar corretear a los niños por las calles. Gente que les ha visto vagar en Rusia como pequeños salvajes dice que es un espectáculo poco grato. La gente también dice que la naturaleza humana cobra su forma entre el año y los cinco años. Si Mrs. Seton hubiera estado ocupada haciendo dinero, dije, ¿dónde estaría tu recuerdo de los juegos y las peleas? ¿Qué sabrías de Escocia, y de su aire agradable, y de sus pasteles, y de todo el resto? Pero es inútil hacerte estas preguntas, porque nunca habrías existido. Y también es inútil preguntar qué hubiera ocurrido si Mrs. Seton y su madre y la madre de ésta hubieran amasado grandes riquezas y las hubieran enterrado debajo de los cimientos del colegio y de su biblioteca, porque, en primer lugar, no podían ganar dinero y, en segundo, de haber podido, la ley les denegaba el derecho de poseer el dinero que hubieran ganado. Hace sólo cuarenta y ocho años que Mrs. Seton posee un solo penique propio. Porque en todos los siglos anteriores su dinero hubiera sido propiedad de su marido, consideración que quizás había contribuido a mantener a Mrs. Seton y a sus madres alejadas de la Bolsa. Cada penique que gane, dijéronse, me será quitado y utilizado según las sabias decisiones de mi marido, quizá para fundar una beca o financiar una auxiliaría en Balliol o Kings, de modo que no me interesa demasiado ganar dinero. Mejor que mi marido se encargue de ello.

De todos modos, fuera o no la culpa de la vieja señora del sabueso, no cabía duda de que, por algún motivo, nuestras madres habían administrado sumamente mal sus asuntos. Ni un penique para dedicar a «amenidades»: a perdices y vino, bedeles y céspedes, libros y cigarros puros, bibliotecas y pasatiempos. Levantar paredes desnudas de la desnuda tierra es cuanto habían sabido hacer.

Así hablábamos, de pie junto a la ventana, mirando, como tantos millares miran cada noche, los domos y las torres de la famosa ciudad extendida a nuestros pies. Yacía muy hermosa, muy misteriosa bajo el claro de luna otoñal. Las viejas piedras parecían muy blancas y venerables. Uno pensaba en todos los libros juntados allá abajo, en los cuadros de viejos prelados y hombres famosos que colgaban en las habitaciones artesonadas, en las ventanas pintadas que sin duda proyectaban extraños globos y medias lunas en las aceras; en las fuentes y la hierba; y en las habitaciones tranquilas que daban a los patios tranquilos. Y (perdóneseme el pensamiento) pensé también en el admirable fumar y la bebida, y los hondos sillones, y las alfombras agradables; en la urbanidad, la genialidad, la dignidad, que son hijas del lujo, del recogimiento y del espacio. Desde luego nuestras madres no nos habían proporcionado nada por el estilo, nuestras madres que se habían visto negras para reunir treinta mil libras, nuestras madres que habían dado trece hijos a ministros de la Iglesia de St. Andrews.

Así es que volví a mi fonda y, andando por las calles oscuras, medité sobre esto y aquello como suele hacerse tras un día de trabajo. Medité sobre por qué motivo Mrs. Seton no había tenido dinero para dejarnos; y sobre el efecto de la pobreza en la mente; y pensé en los extraños ancianos que había visto por la mañana con trocitos de pieles sobre los hombros; y me acordé de que si se silbaba uno de ellos echaba a correr; y pensé en el órgano que bramaba en la capilla y en las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé en lo desagradable que era que le dejaran a uno fuera; y pensé que quizás era peor que le encerraran a uno dentro; y tras pensar en la seguridad y la prosperidad de que disfrutaba un sexo y la pobreza y la inseguridad que achacaban al otro y en el efecto en la mente del escritor de la tradición y la falta de tradición, pensé finalmente que iba siendo hora de arrollar la piel arrugada del día, con sus razonamientos y sus impresiones, su cólera y su risa, y de echarla en el seto. Un millar de estrellas relampagueaban por los desiertos azules del cielo. Se sentía uno solo en medio de una sociedad inescrutable. Todos los humanos yacían dormidos: echados, horizontales, mudos. En las calles de Oxbridge nadie parecía moverse. Hasta la puerta del hotel se abrió por obra de una mano invisible; ni un mozo sentado allí esperando para encenderme las luces. Tan tarde era.

 

CAPÍTULO 2

EL escenario, si tenéis la amabilidad de seguirme, ahora había cambiado. Las hojas seguían cayendo, pero ahora en Londres, no en Oxbridge; y os pido que imaginéis una habitación como millares de otras, con una ventana que daba, por encima de los sombreros de la gente, los camiones y los coches, a otras ventanas, y encima de la mesa de la habitación una hoja de papel en blanco, que llevaba el encabezamiento LAS MUJERES Y LA NOVELA escrito en grandes letras, pero nada más. La continuación inevitable de aquel almuerzo y aquella cena en Oxbridge parecía ser, desafortunadamente, una visita al British Museum. Debía colar cuanto había de personal y accidental en todas aquellas impresiones y llegar al fluido puro, al óleo esencial de la verdad. Porque aquella visita a Oxbridge, y el almuerzo, y la cena habían levantado un torbellino de preguntas. ¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua? ¿Por qué era un sexo tan próspero y el otro tan pobre? ¿Qué efecto tiene la pobreza sobre la novela? ¿Qué condiciones son necesarias a la creación de obras de arte? Un millar de preguntas se insinuaban a la vez. Pero necesitaba respuestas, no preguntas; y las respuestas sólo podían encontrarse consultando a los que saben y no tienen prejuicios, a los que se han elevado por encima de las peleas verbales y la confusión del cuerpo y han publicado el resultado de sus razonamientos e investigaciones en libros que ahora se encuentran en el British Museum. Si no se puede encontrar la verdad en los estantes del British Museum, ¿dónde, me pregunté tomando un cuaderno de apuntes y un lápiz, está la verdad?

Así provista, con esta confianza y esta ansia de saber, me fui en busca de la verdad. El día, aunque no llovía exactamente, era lóbrego y en las calles de las cercanías del British Museum las bocas de las carboneras estaban abiertas y por ellas iba cayendo una lluvia de sacos; coches de cuatro ruedas se arrimaban a la acera y depositaban unas cajas atadas con cordeles que contenían, supongo, toda la ropa de alguna familia suiza o italiana que buscaba fortuna o refugio, o algún otro provecho interesante que puede encontrarse en invierno en las casas de huéspedes de Bloomsbury. Como de costumbre, hombres con voz ronca recorrían las calles empujando carretones de plantas. Algunos gritaban, otros cantaban. Londres era como un taller. Londres era como una máquina. A todos nos empujaban hacia adelante y hacia atrás sobre esta base lisa para formar un dibujo. El British Museum era un departamento más de la fábrica. Las puertas de golpe se abrían y cerraban y allí se quedaba uno en pie bajo el vasto domo, como si hubiera sido un pensamiento en aquella enorme frente calva que tan magníficamente ciñe una guirnalda de nombres famosos. Se dirigía uno al mostrador, tomaba una hoja de papel, abría un volumen del catálogo y…, Los cinco puntos suspensivos indican cinco minutos separados de estupefacción, sorpresa y asombro. ¿Tenéis alguna noción de cuántos libros se escriben al año sobre las mujeres? ¿Tenéis alguna noción de cuántos están escritos por hombres? ¿Os dais cuenta de que sois quizás el animal más discutido del universo? Yo había venido equipada con cuaderno y lápiz para pasarme la mañana leyendo, pensando que al final de la mañana habría transferido la verdad a mi cuaderno. Pero tendría yo que ser un rebaño de elefantes y una selva llena de arañas, pensé recurriendo desesperadamente a los animales que tienen fama de vivir más años y tener más ojos, para llegar a leer todo esto. Necesitaría garras de acero y pico de bronce para penetrar esta cáscara. ¿Cómo voy a llegar nunca hasta los granos de verdad enterrados en esta masa de papel?, me pregunté, y me puse a recorrer con desesperación la larga lista de títulos. Hasta los títulos de los libros me hacían reflexionar. Era lógico que la sexualidad y su naturaleza atrajera a médicos y biólogos; pero lo sorprendente y difícil de explicar es que la sexualidad —es decir, las mujeres— también atrae a agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera, muchachos que han hecho una licencia, hombres que no han hecho ninguna licencia, hombres sin más calificación aparente que la de no ser mujeres. Algunos de estos libros eran, superficialmente, frívolos y chistosos; pero, muchos, en cambio, eran serios y proféticos, morales y exhortadores. Bastaba leer los títulos para imaginar a innumerables maestros de escuela, innumerables clérigos subidos a sus tarimas y púlpitos y hablando con una locuacidad que excedía de mucho la hora usualmente otorgada a discursos sobre este tema. Era un fenómeno extrañísimo y en apariencia —llegada a este punto consulté la letra H— limitado al sexo masculino. Las mujeres no escriben libros sobre los hombres, hecho que no pude evitar acoger con alivio, porque si hubiera tenido que leer primero todo lo que los hombres han escrito sobre las mujeres, luego todo lo que las mujeres hubieran escrito sobre los hombres, el áleo que florece una vez cada cien años hubiera florecido dos veces antes de que yo pudiera empezar a escribir. Así es que, haciendo una selección perfectamente arbitraria de una docena de libros, envié mis hojitas de papel a la cesta de alambre y aguardé en mi asiento, entre los demás buscadores del óleo esencial de la verdad. ¿Cuál podía ser pues el motivo de tan curiosa disparidad?, me pregunté, dibujando ruedas de carro en las hojitas de papel provistas por el pagador de impuestos inglés para otros fines. ¿Por qué atraen las mujeres mucho más el interés de los hombres que los hombres el de las mujeres? Parecía un hecho muy curioso y mi mente se entretuvo tratando de imaginar la vida de los hombres que se pasaban el tiempo escribiendo libros sobre las mujeres; ¿eran viejos o jóvenes?, ¿casados o solteros?, ¿tenían la nariz roja o una joroba en la espalda? De todos modos, halagaba, vagamente, saberse el objeto de semejante atención, mientras no estuviera enteramente dispensada por cojos e inválidos. Así fui reflexionando hasta que todos estos frívolos pensamientos se vieron interrumpidos por una avalancha de libros que cayó encima del mostrador enfrente de mí. Ahí empezaron mis dificultades. El estudiante que ha aprendido en Oxbridge a investigar sabe, no cabe duda, cómo conducir como buen pastor su pregunta, haciéndole evitar todas las distracciones, hasta que se mete en su respuesta como un cordero en su redil. El estudiante que tenía al lado, por ejemplo, que copiaba asiduamente fragmentos de un manual científico, extraía, estaba segura, pepitas de mineral puro cada diez minutos más o menos. Así lo indicaban sus pequeños gruñidos de satisfacción. Pero si, por desgracia, no se tiene una formación universitaria, la pregunta, lejos de ser conducida a su redil, brinca de un lado a otro, desordenadamente, como un rebaño asustado perseguido por toda una jauría. Catedráticos, maestros de escuela, sociólogos, sacerdotes, novelistas, ensayistas, periodistas, hombres sin más calificación que la de no ser mujeres persiguieron mi simple y única pregunta —¿por qué son pobres las mujeres?— hasta que se hubo convertido en cincuenta preguntas; hasta que las cincuenta preguntas se precipitaron alocadamente en la corriente y ésta se las llevó. Había garabateado notas en cada hoja de mi cuaderno. Para mostrar mi estado mental, voy a leeros unas cuantas; encabezaba cada página el sencillo título LAS MUJERES Y LA POBREZA escrito en mayúsculas, pero lo que seguía venía a ser algo así: