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100 Clásicos de la Literatura

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Pero se me puede preguntar qué tienen que hacer las mujeres en la sociedad, si no es vagar con gracia natural; sin duda no las condenaríais a todas a amamantar necios y contar cosas sin importancia. No. Las mujeres podrían estudiar el arte de curar y ser médicas y enfermeras. También parece asignarles la decencia la obstetricia, aunque me temo que esta palabra pronto cederá su puesto en nuestros diccionarios a accoucheur, con lo que se borrará del lenguaje una prueba de la antigua delicadeza del sexo.

También podrían estudiar política y fundamentar su benevolencia en una base más amplia, porque la lectura de la historia difícilmente será de mayor utilidad que la de aventuras románticas, cuando se trata como una mera biografía, si no se observan las características de las épocas, las mejoras políticas, las artes, etc. En resumen, si no se considera como la historia del hombre y no de uno en particular, que ocupó un nicho en el templo de la fama y cayó en la negra y ondulante corriente del tiempo que, en silencio, arrastra todo ante ella hasta el vacío sin forma llamado eternidad. Porque si puede hablarse de forma, ¿cuál tiene la nada?

De este modo, podrían dedicarse a tareas muy diferentes si se las educara de manera más ordenada, lo que salvaría a muchas de la prostitución común y de la legal. Entonces las mujeres no se casarían para conseguir apoyo, del mismo modo que los hombres aceptan puestos del gobierno y luego descuidan los deberes que conllevan, ni se hundirían, en un intento de ganarse un sustento más laudable, casi al nivel de esas pobres criaturas abandonadas que viven de la prostitución. Porque ¿no se considera a las sombrereras y a las manteras la clase siguiente? Los pocos empleos abiertos a las mujeres, lejos de ser liberales, son serviles, y cuando una formación superior las posibilita para ocuparse de la educación de los niños como institutrices, no se las trata como a los tutores de los hijos, aunque tampoco siempre se trata a los tutores eclesiásticos de un modo deliberado que los haga respetables a los ojos de sus pupilos, por no decir nada de la comodidad privada que se otorga al individuo. Pero, como a la mujer se la educa como si fuera noble, nunca se halla preparada para las situaciones humillantes en donde a veces se encuentra, forzada por la necesidad; estas situaciones se consideran una degradación y poco conocen del corazón humano aquellos que necesitan que se les diga que nada agudiza más dolorosamente la sensibilidad que una caída como esa en la vida.

Algunas de estas mujeres podrían dejar de casarse si las contuviera un correcto sentido de la delicadeza y otras puede que no haya estado en su mano escaparse de la servidumbre de esta vía lastimosa; entonces, ¿no es este gobierno muy imperfecto y negligente con la felicidad de la mitad de sus miembros al no ocuparse de las mujeres honestas e independientes y animarlas a que asuman posiciones respetables? Pero, para que su virtud privada se convierta en un beneficio público, deben tener una existencia civil en el estado, sean casadas o solteras; también veremos continuamente a algunas mujeres valiosas, cuya sensibilidad se ha agudizado dolorosamente por un desprecio inmerecido, dejar caer cosas como «el lirio es quebrado por la reja del arado».

Esto es una triste verdad y tal es el efecto bendito de la civilización. Las mujeres más respetables son las más oprimidas y, a menos que cuenten con entendimientos muy superiores a los habituales en ambos sexos, al ser tratadas como seres despreciables, acaban volviéndose de esa condición. Cuántas mujeres malgastan de este modo sus vidas, presas del descontento, cuando podían haber trabajado como médicas, haber regido una granja o dirigido una tienda, y mantenerse erguidas, sostenidas por su propia industria, en lugar de bajar las cabezas sobrecargadas con el rocío de la sensibilidad, que consume la belleza a la que al principio da lustre; más aún, dudo que la piedad y el amor sean tan semejantes como los poetas imaginan, porque rara vez he visto que la indefensión de las mujeres excitara mucha compasión, a no ser que estas fueran hermosas; entonces, quizá, la piedad era la sirvienta del amor o el heraldo de la lujuria.

¡Cuánto más respetable es la mujer que se gana su pan cumpliendo un deber que la belleza más lograda! ¡He dicho belleza!: soy tan sensible a la hermosura moral o al armonioso decoro que afinan las pasiones de una mente bien regulada, que me sonrojo al establecer la comparación; no obstante, suspiro al pensar qué pocas mujeres aspiran a obtener esta respetabilidad apartándose del vertiginoso ajetreo del placer o de la calma indolente que entontece a las buenas personas a las que succiona.

Orgullosas de su debilidad, sin embargo, debe protegérselas siempre, guardarlas de los cuidados y de todas las tareas áridas que dignifican la mente. Si este es el mandato del destino, si deben hacerse insignificantes y despreciables para malgastar dulcemente sus vidas, que no esperen ser valoradas cuando se esfume su belleza, porque el destino de las flores más bellas es ser admiradas y despedazadas por la mano descuidada que las arrancó. De cuántos modos deseo, desde la más pura benevolencia, imprimir esto en mi sexo, pero me temo que no escucharán una verdad que una experiencia pagada cara ha demostrado de modo concluyente a muchos pechos agitados, ni renunciarán de buena gana a los privilegios de rango y sexo por los de la humanidad, a los cuales no tienen derecho quienes no cumplen con sus obligaciones.

En mi opinión, son particularmente útiles los escritores que hacen que el hombre se compadezca del hombre, sin tener en cuenta la posición que ocupa o los ropajes de los sentimientos artificiosos. Por ello, me alegraría convencer a los hombres juiciosos de la importancia de algunos de mis comentarios y persuadirlos para que sopesen sin pasión todo el tenor de mis observaciones. Apelo a sus entendimientos y, como una criatura semejante, reclamo, en nombre de mi sexo, cierto interés en sus corazones. Les suplico que ayuden a emancipar a sus parejas, para que se conviertan en sus compañeras.

Si los hombres rompieran con generosidad nuestras cadenas y se contentaran con la camaradería racional en lugar de la obediencia servil, hallarían en nosotras hijas más obsequiosas, hermanas más afectuosas, esposas más fieles y madres más juiciosas; en una palabra, mejores ciudadanas. Entonces los amaríamos con afecto verdadero, porque aprenderíamos a respetarnos a nosotras mismas, y la paz mental de un hombre valioso no sería perturbada por la necia vanidad de su esposa, ni los niños se irían a cobijar a un pecho extraño, al no haber encontrado nunca un hogar en el de su madre.

CAPÍTULO X

El afecto paternal

El afecto paternal es, quizá, la modificación más ciega del egoísmo perverso, ya que no contamos con dos términos, como los franceses, para distinguir la búsqueda de un deseo natural y razonable de los cálculos ignorantes de la debilidad. Los padres quieren a sus hijos con frecuencia del modo más brutal y sacrifican el resto de sus deberes para promover su ascenso en el mundo. Para promover, tal es la perversidad de los prejuicios sin principios, el bienestar de los mismos seres cuya existencia presente amargan con la extensión más despótica de su poder. El poder, de hecho, siempre es fiel a su principio vital, porque reinaría en cualquier forma sin control o averiguación. Su trono se levanta sobre un abismo oscuro que ningún ojo osa explorar por miedo a que su estructura sin fundamento se tambalee bajo la investigación. La obediencia, la ciega obediencia, es la divisa de los tiranos de todo tipo, y para hacer la «seguridad doblemente segura», una especie de despotismo apoya al otro. Los tiranos tendrían motivo para temblar si la razón se convirtiera en la regla del deber en alguna de las relaciones de la vida, porque la luz se extendería hasta que surgiera un día perfecto. Y cuando esto pasara, cómo sonreirían los hombres a la vista del espantajo ante el que se asustaron durante la noche de la ignorancia o el crepúsculo de la tímida indagación.

El afecto paternal, de hecho, solo es en muchas mentes un pretexto para tiranizar donde puede hacerse con impunidad, porque únicamente los hombres buenos y sabios se contentan con el respeto que soporta la discusión. Convencidos de que tienen derecho a aquello en lo que insisten, no temen a la razón o a examinar los temas que se repiten en la justicia humana, porque creen firmemente que cuanto más lúcida sea la mente, más profundas raíces echarán los principios justos y simples. No se basan en recursos o conceden que lo que es cierto según la metafísica pueda ser en la práctica falso, sino que, desdeñando los cambios del momento, esperan con calma hasta que el tiempo, al sancionar la innovación, silencie los silbidos del egoísmo o la envidia.

Si el poder de reflexionar sobre el pasado y de hacer volar la mirada penetrante para contemplar el futuro es el gran privilegio del hombre, debe admitirse que algunos disfrutan de esta prerrogativa en un grado muy limitado. Todo lo nuevo les parece erróneo y no son capaces de distinguir lo posible de lo monstruoso; tienen miedo donde no debería haber lugar para este sentimiento, alejándose de la luz de la razón como si fuera un tizón, aunque nunca se han definido los límites de lo posible para parar la mano tenaz del innovador.

No obstante, la mujer, esclava del prejuicio en toda situación, rara vez ejercita su afecto maternal con lucidez, ya que o descuida a sus hijos o los mima con caprichos inapropiados. El cariño que sienten algunas mujeres por sus hijos es, como ya lo he señalado, muy tosco, porque erradica todo destello de humanidad. Justicia, verdad, todo lo sacrifican por estas Rebecas y, con el pretexto de sus hijos, violan los deberes más sagrados, olvidando la relación común que une a toda la familia en la tierra. Además, la razón parece señalar que aquellos que consienten que un deber o afecto acabe con los demás no tienen mente o corazón suficientes para cumplir con ese de modo consciente. Entonces pierde su aspecto venerable y toma la forma fantástica de un capricho.

 

Como el cuidado de los hijos en su infancia es uno de los grandes deberes unidos al carácter femenino por la naturaleza, aportaría argumentos muy poderosos para fortalecer el entendimiento femenino si se considerara de modo apropiado.

La formación de la mente debe comenzarse muy pronto y el carácter, en particular, requiere la atención más juiciosa, atención que no puede prestar una mujer que solo quiere a sus hijos porque son los suyos y que no busca el fundamento de su obligación más allá de los sentimientos del momento. Esta carencia de razón en sus afectos es lo que hace que la mujer caiga tan a menudo en los extremos y sea tanto la más cariñosa de las madres como la más descuidada y desnaturalizada.

Para ser una buena madre, la mujer ha de tener juicio y esa independencia mental que pocas de las que han sido educadas para depender por completo de sus maridos poseen. En general, las esposas sumisas son madres necias; deseosas de que sus hijos las quieran a ellas más, se ponen en secreto contra el padre, al que se muestra como un espantapájaros. Cuando es necesario un castigo, aunque hayan ofendido a la madre, el padre debe ejecutarlo; ha de ser el juez de todas las disputas. Pero discutiré este tema más de lleno cuando trate de la educación privada. Ahora solo quiero insistir en que si no se amplía el entendimiento de la mujer y se vuelve más firme su carácter, nunca tendrá el suficiente juicio o el suficiente dominio de sí misma para dirigir a sus hijos con propiedad. Su afecto maternal, de hecho, rara vez merece ese nombre, cuando no la lleva a amamantarlos, porque el cumplimiento de este deber está calculado por igual para inspirar afecto maternal y filial. La obligación indispensable de hombres y mujeres es cumplir con las que originan afectos, los medios más seguros para evitar el vicio. Creo que el afecto natural, tal como se le denomina, es un lazo muy tenue; los afectos deben surgir del ejercicio habitual de una mutua afinidad, ¿y qué afinidad fomenta una madre que manda a su hijo con la niñera o solo lo recupera para enviarlo a la escuela?

En el ejercicio de sus sentimientos maternales, la Providencia ha proporcionado a la mujer un sustituto para el amor, cuando el amante se vuelve solo un amigo y la confianza mutua toma el puesto de la admiración excesiva; entonces el hijo tensa poco a poco la cuerda relajada y la mutua preocupación produce de nuevo una afinidad mutua. Pero un hijo, aunque sea una prenda para el cariño, nunca lo avivará si tanto el padre como la madre están contentos con transferir su carga a los criados, porque quienes delegan sus obligaciones no deben murmurar si pierden la recompensa: el afecto paternal produce el deber filial.

CAPÍTULO XI

El deber hacia los padres

Parece haber una propensión indolente en el hombre para hacer que los preceptos ocupen siempre el lugar de la razón y para sustentar todo deber en una base arbitraria. Los derechos de los reyes se deducen en línea directa de los del Rey de Reyes y el de los padres de nuestro primer padre.

¿Por qué volvemos atrás en busca de principios que se apoyen siempre en la misma base y tengan el mismo peso hoy y ni un ápice más que el que tuvieron hace cien años? Si los padres cumplen con su deber, tienen una fuerte autoridad y un derecho sagrado sobre la gratitud de sus hijos, pero pocos están dispuestos a recibir su afecto respetuoso en tales términos. Demandan obediencia ciega porque no se merecen una asistencia razonable, y para hacer más obligatorias sus reclamaciones de debilidad e ignorancia, se esparce alrededor del más arbitrario de los principios una santidad misteriosa, pues ¿qué otro nombre puede darse a la obligación ciega de obedecer a seres viciosos o débiles solo porque siguieron un poderoso instinto?

La definición simple del deber recíproco que existe de modo natural entre un padre y su hijo puede expresarse en pocas palabras. El padre que presta atención a la infancia desvalida tiene el derecho de reclamar la misma atención cuando le llega la debilidad de la edad. Pero sojuzgar a un ser racional a la simple voluntad de otro, cuando ya está en edad de responder ante la sociedad por su propia conducta, es una exageración de poder muy cruel e indebida, y quizá tan perniciosa para la moral como esos sistemas religiosos que no aceptan que exista lo correcto y lo erróneo sino en la voluntad divina.

Nunca he visto que fuera desatendido un padre que hubiera prestado una atención mayor de la común a sus hijos. Por el contrario, el hábito inicial de confiar casi tácitamente en la opinión de un padre respetado no es fácil de sacudir, incluso cuando la razón madura convence al hijo de que su padre no es el hombre más sabio del mundo. Contra esta debilidad —porque es una debilidad, aunque se le pueda aplicar un epíteto amable— debe hacerse insensible el hombre juicioso, ya que el deber absurdo, inculcado con demasiada frecuencia, de obedecer a un padre solo en virtud de que lo es obstruye la mente y la prepara para el sometimiento servil a cualquier poder que no sea la razón.

Distingo entre la obligación natural y la obligación accidental que se debe a los padres.

Los padres diligentes que se esfuerzan para formar el corazón y ensanchar el entendimiento de su hijo han otorgado una dignidad al cumplimiento de una obligación, común a todo el reino animal, que solo la razón puede dar. Es el afecto paternal teñido de humanidad, que deja muy atrás el afecto natural propio del instinto. Unos padres semejantes adquieren todos los derechos de la amistad más sagrada y su consejo, incluso cuando su hijo está entrado en años, requiere una consideración seria.

Respecto al matrimonio, aunque después de los veintiún años parece que un padre no tiene derecho a rehusar su consentimiento en ningún supuesto, veinte años de solicitud demandan una compensación, y el hijo debe, al menos, prometer no casarse durante dos o tres años, si la persona de su elección no recibe por completo la aprobación de su primer amigo.

Pero el respeto hacia los padres es, en general, un principio mucho más degradante: es solo un respeto egoísta a la propiedad. El padre, al que se obedece ciegamente, lo es desde la absoluta debilidad o por motivos que degradan el carácter humano.

Una gran proporción de la miseria que vaga en formas horribles por todo el mundo surge de la negligencia de los padres, y aún así, estos son los más tenaces sobre lo que llaman un derecho natural, aunque sea contrario al derecho de nacimiento del hombre, el de actuar de acuerdo con los dictados de su propia razón.

Ya he tenido muchas veces ocasión de observar que la gente viciosa o indolente siempre está dispuesta a sacar provecho haciendo cumplir privilegios arbitrarios, generalmente en la misma proporción en que descuidan el cumplimiento de deberes que son los únicos que los hacen razonables. Esto es en el fondo un dictado del sentido común, o el instinto de defensa propia, característico de la debilidad ignorante, semejante al instinto que hace que un pez enturbie el agua en la que nada para eludir a su enemigo, en lugar de enfrentarse a él con valentía en la corriente clara.

De hecho, los que apoyan todo tipo de preceptos huyen de la corriente clara de la argumentación y, refugiándose en la oscuridad que, en el lenguaje de la poesía sublime, se supone que rodea el trono del Omnipotente, se atreven a demandar ese respeto implícito que solo se debe a sus caminos insondables. Pero no se me piense presuntuosa; la oscuridad que oculta a nuestro Dios de nosotros solo concierne a las verdades especulativas. Nunca oscurece las morales, que brillan con claridad, porque Dios es la luz y nunca, por la constitución de nuestra naturaleza, requiere el cumplimiento de un deber cuya racionalidad no brille sobre nosotros cuando abrimos los ojos.

Es cierto que el padre indolente de la alta sociedad puede arrancar de su hijo una apariencia de respeto, y las mujeres de la Europa continental se hallan de modo particular sujetas a las perspectivas de sus familias, que nunca piensan en consultar sus inclinaciones o proporcionar bienestar a las pobres víctimas de su orgullo. La consecuencia es tristemente conocida: estas hijas obedientes acaban como adúlteras y descuidan la educación de sus hijos, de quienes, a su vez, reclaman la misma clase de obediencia.

Resulta evidente que en todos los países las mujeres se encuentran mucho más sometidas por sus padres, y pocos de ellos piensan en dirigirse a sus hijos de la siguiente manera, aunque parece que es el modo racional impuesto por el Cielo para toda la raza humana: Es de tu interés obedecerme hasta que puedas juzgar por ti mismo, y el Padre Omnipotente de todas las cosas ha implantado en mí un afecto para que te sirva de guarda mientras se desarrolle tu razón. Pero cuando tu mente llegue a la madurez, solo debes obedecerme, o mejor respetar mis opiniones, si coinciden con la luz que se abre paso en tu propia mente.

La vinculación servil a los padres entorpece toda facultad mental, y Locke observa con mucho juicio que «si se controla o humilla demasiado la mente de los niños; si se quiebra o se rebaja mucho su espíritu al poner una mano demasiado estricta sobre ellos, pierden todo su vigor y su industria». Esta mano estricta puede explicar en cierto grado la debilidad de la mujer, ya que, por varias causas, los padres sujetan más a las niñas, en todo el sentido de la palabra, que a los niños. La obligación que se espera de ellas, como todas las impuestas arbitrariamente a las mujeres, se basa más en un sentido de lo apropiado, en el respeto al decoro, que en la razón. Y de este modo, enseñadas a someterse servilmente a sus padres, están preparadas para la esclavitud del matrimonio. Quizá se me diga que algunas mujeres no son esclavas en el estado matrimonial. Cierto, pero entonces se vuelven tiranas, porque no se trata de una libertad racional, sino de una especie de poder ilegal, semejante a la autoridad ejercida por los favoritos de los monarcas absolutos, que obtienen por medios degradantes. Tampoco intento insinuar que los niños o las niñas sean siempre esclavos. Solo insisto en que cuando se los obliga a someterse a la autoridad ciegamente, se debilitan sus facultades y sus caracteres se vuelven altaneros o abyectos. También lamento que los padres indolentes, valiéndose de un supuesto privilegio, ahoguen el primer destello tenue de la razón y conviertan a la vez la obligación que con tanto empeño reclaman en un nombre vacío, porque no la respaldarán con la única base segura, pues si no la fundamenta la razón, no puede alcanzar la fortaleza suficiente para resistir los embates de la pasión o los golpes callados de la egolatría. Pero no son los padres que han dado la prueba más segura de su afecto hacia sus hijos o, para hablar con mayor propiedad, que, al cumplir con su deber, han permitido que eche raíces en sus corazones un afecto paternal natural, fruto del ejercicio de la afinidad y la razón y no del orgullo egoísta, quienes insisten con mayor vehemencia en someter a sus hijos a su voluntad, simplemente porque es su voluntad. Por el contrario, los padres que dan buen ejemplo dejan con paciencia que este surta efectos y es raro que no produzca su resultado natural: el respeto filial.

No se puede enseñar a los niños demasiado pronto a someterse a la razón —la verdadera definición de esa necesidad en la que Rousseau insistía sin definirla—, porque es someterse a la naturaleza de las cosas y a ese Dios que las formó así para promover nuestro interés real.

¿Por qué deben descarriarse las mentes de los niños justo cuando empiezan a expandirse, solo para favorecer la indolencia de los padres que insisten en un privilegio sin estar dispuestos a pagar el precio fijado por la Naturaleza? Anteriormente he tenido ocasión de observar que un derecho siempre implica un deber, y asimismo creo que puede inferirse con justeza que quien no cumple con el deber pierde el derecho.

Concedo que es más fácil mandar que razonar, pero no se sigue de aquí que los niños no puedan comprender la razón por la que se les manda hacer ciertas cosas habitualmente; porque, de la adhesión firme a unos pocos principios simples de conducta, brota ese poder saludable que un padre juicioso gana poco a poco sobre la mente de su hijo. Y este poder se hace fuerte si, al estar moderado por una demostración constante de afecto, convence al corazón del hijo. Porque creo que debe concederse como una regla general que el afecto que inspiramos siempre se asemeja al que cultivamos, de tal modo que los afectos naturales, que se han supuesto casi distintos de la razón, puede que se encuentren conectados más de cerca con el juicio de lo que comúnmente se sostiene. Más aún, como otra prueba de la necesidad de cultivar el entendimiento femenino, no deja de ser justo observar que los afectos parecen tener un carácter caprichoso cuando residen solamente en el corazón.

 

Lo que primero daña la mente es el ejercicio irregular de la autoridad paternal, y a estas irregularidades se hallan más sujetas las niñas que los niños. La voluntad de aquellos que nunca dejan que se les ponga en cuestión, a menos que se encuentren por casualidad de buen humor y se relajen un poco, es casi siempre poco razonable. Para eludir esta autoridad arbitraria, las niñas aprenden muy pronto la lección que después practican con sus maridos; porque con frecuencia he visto a una pequeña señorita de rostro anguloso gobernar a toda la familia, excepto de vez en cuando, porque el enfado de mamá estalla debido a algún disgusto accidental: la han peinado mal, la noche anterior perdió más dinero a las cartas del que estaba dispuesta a confesar a su marido, o alguna otra causa moral semejante de disgusto.

La observación de salidas de esta especie me ha conducido a un conjunto de reflexiones melancólicas sobre la mujer y he llegado a la conclusión de que puede esperarse poco de ellas según avanza su vida, cuando su primer afecto tiene que descarriarlas o hacer que sus deberes entren en conflicto hasta que se apoyen solo en caprichos y costumbres. Realmente, ¿cómo puede un instructor remediar este mal?, porque enseñarles virtud basada en sólidos principios es enseñarles a despreciar a sus padres. No se puede, no se debe enseñar a los niños a tener en consideración las faltas de sus padres, porque cada una de ellas debilita la fuerza de la razón en sus mentes y los hacen aún más indulgentes con las propias. Una de las virtudes más sublimes de la madurez es la que nos lleva a ser severos con nosotros mismos y tolerar a los demás; pero a los niños solo debe enseñárseles las virtudes sencillas, ya que si empiezan demasiado pronto a tomar en consideración las pasiones y los modales humanos, gastan el delicado borde del criterio por el que deben regular los propios y se vuelven injustos en la misma proporción en que se hacen indulgentes.

Los afectos de los niños y de la gente débil son siempre egoístas; quieren a sus parientes porque se sienten queridos y no por sus virtudes. Además, hasta que la estima y el amor no se mezclen juntos en el primer afecto y la razón establezca la base de la primera obligación, la moralidad vacilará en los umbrales. Pero, hasta que la sociedad no esté constituida de modo muy diferente, me temo que los padres seguirán insistiendo en ser obedecidos porque deben serlo y se esforzarán constantemente en fundamentar ese poder en un derecho divino que no soportará la investigación de la razón.

CAPÍTULO XII

Sobre la educación nacional

Los buenos efectos que resultan de atender a la educación privada siempre serán muy limitados y los padres que realmente se ponen a la labor se sentirán defraudados en cierto grado, hasta que la educación no se convierta en una gran preocupación nacional. Un hombre no puede retirarse al desierto con su hijo y, en caso de que lo haga, no podría volver a la infancia para ser el amigo y compañero de juegos apropiado para un niño o un joven. Y cuando se confina a los niños a la compañía de hombres y mujeres, pronto adquieren esa especie de hombría prematura que detiene el crecimiento de todo poder mental o corporal vigoroso. Para abrir sus facultades, se los debe estimular a pensar por sí mismos, y esto solo puede realizarse mezclando a varios niños juntos y haciendo que todos persigan los mismos objetivos.

Cuando un niño solo pregunta en lugar de buscar la información, contrae pronto una indolencia mental entumecedora que rara vez puede sacudirse después porque no tiene el vigor necesario, y entonces se fía tácitamente de las respuestas que recibe. Nunca podría ser este el caso con los de su misma edad, y los temas que se indaguen, aunque puedan influir en ellos, no estarían dirigidos por los hombres, que a menudo disminuyen las facultades, cuando no las ahogan, al ponerlas de manifiesto demasiado apresuradamente; y demasiado apresuradamente se pondrán de manifiesto sin duda, si el niño se halla limitado a la compañía de un hombre, por muy sagaz que este pueda ser.

Además, en la juventud deben mostrarse las semillas de todos los afectos, y la respetuosa consideración que se siente por un padre es muy diferente de los afectos sociales que tienen que constituir la felicidad de la vida según vaya avanzando. La base está en esta igualdad y en el intercambio de sentimientos sin trabas, mediante esa seriedad atenta que evita las disputas pero que no obliga a la sumisión. Si un niño siente un afecto tal por su padre, no le gustará jugar o charlar con otros niños, y el mismo respeto que siente, como la estima filial siempre lleva mezclada una pizca de miedo, si no le enseña a ser artero, al menos no le permitirá que vierta los pequeños secretos que son los primeros en abrir el corazón a la amistad y la confianza, y que llevan poco a poco a una benevolencia más expansiva. Añadido a esto, nunca adquirirá esa conducta franca e ingenua de los jóvenes que se reúnen con frecuencia y se atreven a hablar de lo que piensan, sin tener miedo de ser reprobados por su atrevimiento o que se rían de su necedad.

Muy impresionada por las reflexiones que la vista de las escuelas, tal como se dirigen en la actualidad, sugieren de modo natural, ya había dado mi opinión con anterioridad, muy favorable a la educación privada. Sin embargo, una experiencia mayor me ha llevado a considerar el tema a una luz diferente. Sigo pensando que las escuelas, tal como están reguladas, son los semilleros del vicio y la necedad, y el conocimiento de la naturaleza humana que supuestamente se obtiene en ellas es solo egoísmo artero.

En la escuela, los niños se vuelven glotones y desaliñados, y en lugar de cultivar los afectos domésticos, se apresuran a caer en el libertinaje que destruye la constitución antes de que esté formada, endureciendo el corazón mientras debilita el entendimiento.

De hecho, debo ser adversa a los internados, aunque solo sea por el estado mental inestable que produce la esperanza de las vacaciones. En ellas se centran los pensamientos de los niños con avidez anticipadora durante al menos, para ser moderada, la mitad del tiempo y, cuando llegan, se consumen en una disipación total y una indulgencia abominable.

Por el contrario, cuando se los educa en casa, aunque pueden dedicarse a un plan de estudio más ordenado que el que se adopta cuando casi una cuarta parte del año la consume la holgazanería y mucha más el pesar y la expectación, adquieren una opinión demasiado elevada de su propia importancia por su nacimiento, al permitírseles tiranizar a los sirvientes, y por la ansiedad expresada por la mayoría de las madres en cuanto a los modales, quienes, ávidas de enseñarles las dotes de un caballero, sofocan al nacer las virtudes de un hombre. Así, al ponerlos en compañía cuando debían dedicarse a empresas más serias y al tratarlos como hombres cuando todavía son niños, se vuelven vanos y afeminados.