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100 Clásicos de la Literatura

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Es cierto que los hombres se hallan más bajo la influencia de sus apetitos que las mujeres, y que estos están más depravados por el goce desenfrenado y los artificios exigentes de la saciedad. La lujuria ha introducido un refinamiento en el comer que destruye la constitución, y un grado de glotonería tan animal que debe perderse la percepción de una conducta decorosa antes de que un ser pueda comer sin moderación en presencia de otro y después quejarse de la opresión que su intemperancia produce de forma natural. Algunas mujeres, en particular las francesas, también han perdido el sentido de la decencia a este respecto, ya que hablan con mucha calma de una indigestión. Sería de desear que no se permitiera a esa indolencia generar, sobre el suelo fértil de la opulencia, esos enjambres de insectos estivales que se alimentan de la putrefacción, y entonces no nos disgustaríamos con la visión de esos excesos brutales.

Creo que existe una regla relativa a la conducta que debe regir todas las demás; consiste simplemente en abrigar un respeto tal por la humanidad, que haga que evitemos contrariar a un semejante en aras de un capricho momentáneo. La vergonzosa indolencia de muchas mujeres casadas y otras un poco entradas en años las lleva con frecuencia a pecar contra la delicadeza. Porque, aunque la persona sea el vínculo de unión entre los sexos, ¿no se desagrada muy a menudo por la total indolencia o por disfrutar de algún capricho trivial?

La depravación del apetito que une a los sexos ha tenido un efecto aún más fatal. La Naturaleza siempre debe ser el patrón del gusto, la norma del apetito, pero los voluptuosos la insultan groseramente. Dejando los refinamientos del amor fuera de cuestión, la Naturaleza, a este respecto, al hacer de la satisfacción de un apetito, lo mismo que de cualquier otro, una ley natural e imperiosa para preservar la especie, lo exalta y mezcla un poco de mente y afecto con la apetencia sensual. Los sentimientos de un padre, al mezclarse con un instinto puramente animal, le dan dignidad; y al unirse el hombre y la mujer con frecuencia por el hijo, se excita un interés y afecto mutuo mediante el ejercicio de su afinidad. Entonces, las mujeres, al tener que cumplir cierto deber necesario, más noble que adornar sus personas, no serían las esclavas satisfechas de la lujuria ocasional, que es ahora la situación de un número muy considerable de quienes, hablando en sentido estricto, sostienen platos a los que todo glotón puede tener acceso.

Puede decirse que a pesar de lo grande que es esta atrocidad, solo influye en una parte del sexo, dedicada a salvar al resto. Pero, como puede probarse fácilmente, es falsa la afirmación que recomienda la autorización de un mal menor para ocasionar un bien mayor; el mal no para aquí, ya que el carácter moral y la paz mental de la parte del sexo más casta están socavados por la conducta de toda mujer a quien no permiten refugio para su culpa, a quien inexorablemente entregan al ejercicio de artes para seducir a sus maridos y pervertir a sus hijos, y al no permitir aflorar a las mujeres modestas, se las fuerza a asumir en cierto grado el mismo carácter. Porque me atreveré a afirmar que todas las causas de la debilidad femenina en las que me he extendido, así como de la depravación, se derivan de una principal: la falta de castidad en los hombres.

Esta intemperancia tan generalizada envilece el apetito hasta tal grado, que es necesario un estímulo lascivo para despertarlo; pero se olvida el propósito de paternidad de la Naturaleza y la misma persona y, por un momento, solo eso acapara los pensamientos. De hecho, con frecuencia se vuelve tan voluptuoso el merodeador lascivo, que refina la suavidad femenina. Entonces se busca algo más suave que las mujeres, hasta el punto de que en Italia y Portugal los hombres asisten a las recepciones de seres equívocos para suspirar por algo más que la languidez femenina.

Para satisfacer a este género de hombres, a las mujeres se las vuelve voluptuosas de forma sistemática, y aunque no todas lleven su libertinaje a la misma altura, el intercambio sexual sin corazón que se permiten deprava a ambos sexos, porque el gusto de los hombres está viciado; y las mujeres de todas las clases adecúan de modo natural su conducta para satisfacer el gusto mediante el que obtienen poder y placer. En consecuencia, al volverse las mujeres más débiles de cuerpo y mente que lo que debían ser si se tuviera en cuenta uno de los grandes fines de su existencia, tener hijos y criarlos, no poseen fuerza suficiente para cumplir el primer deber de una madre; y al sacrificar a la lascivia el afecto maternal que ennoblece al instinto, destruyen el embrión en el útero o lo abandonan cuando ha nacido. La naturaleza demanda respeto para todas las cosas y aquellos que violan sus leyes rara vez lo hacen con impunidad. Las mujeres débiles y lánguidas que de forma particular atraen la atención de los libertinos no son adecuadas para ser madres, aunque puedan concebir; de este modo, cuando los sensualistas ricos que han disipado el tiempo entre mujeres, esparciendo depravación y miseria, desean perpetuar su nombre, reciben de su esposa solo un ser a medio formar, que hereda la debilidad de su padre y de su madre.

Al contrastar la humanidad de la época presente con la barbarie de la antigüedad, se ha hecho gran hincapié en la costumbre salvaje de abandonar a los niños a quienes sus padres no podían mantener; mientras, el hombre de sensibilidad que quizá se queja de esto ocasiona con sus amores promiscuos una esterilidad más destructiva y una perversidad de hábitos contagiosa. Sin duda, la Naturaleza nunca se propuso que las mujeres, al satisfacer un apetito, frustraran el propósito mismo por el que se estableció.

Ya he observado antes que los hombres deben mantener a las mujeres que hayan seducido; este sería uno de los medios de reformar los hábitos femeninos y de detener un abuso que tiene un efecto igualmente fatal sobre la población y la moral. Otro, no menos obvio, sería volver la atención de la mujer hacia la virtud de la castidad real, porque tiene poco derecho al respeto por su modestia, aunque su reputación sea blanca como la nieve, la mujer que sonríe al libertino mientras menosprecia a las víctimas de sus apetitos ilícitos y sus propias locuras.

Además, está teñida de la misma locura, aunque se estime pura, cuando adorna con cuidado su persona solo para que la vean los hombres, para excitar suspiros respetuosos y todo el necio homenaje de lo que se denomina galantería inocente. Si las mujeres respetaran realmente la virtud por sí misma, no buscarían una compensación en la vanidad por el renunciamiento que se ven obligadas a practicar para guardar su reputación, ni se tratarían con hombres que la desafían.

Los dos sexos se corrompen o se perfeccionan mutuamente. Creo que esto es una verdad indiscutible, que se extiende a toda virtud. La castidad, la modestia, el espíritu cívico y todo su acompañamiento noble sobre los que se fundamentan las virtudes sociales y la felicidad deben entenderse y cultivarse por toda la humanidad o su efecto será pequeño. Y, en lugar de proporcionar al vicioso o al indolente un pretexto para violar alguna obligación sagrada al denominarla sexual, sería más sabio mostrar que la Naturaleza no ha hecho ninguna diferencia, y por ello el hombre que no es casto frustra doblemente el propósito de la naturaleza, al hacer infecunda a la mujer y al destruir su propia constitución, aunque evite la vergüenza que sigue al delito en el otro sexo. Estas son las consecuencias físicas; las morales son todavía más alarmantes, porque la virtud solo es una distinción nominal cuando los deberes de los ciudadanos, los maridos, las esposas, los padres, las madres y los cabezas de familia se convierten simplemente en los lazos egoístas de la conveniencia.

Entonces, ¿por qué los filósofos no buscan espíritu cívico? Este debe ser nutrido por la virtud individual o se parecerá al sentimiento artificioso que hace que las mujeres se cuiden de guardar su reputación y los hombres su honor. Un sentimiento que se da a menudo sin que lo apoye la virtud, sin que lo apoye esa moralidad sublime que hace de la infracción habitual de un deber una infracción de toda la ley moral.

CAPÍTULO IX

De los efectos perniciosos que surgen de las distinciones innaturales establecidas en la sociedad

Del respeto que se presta a la propiedad brota, como de una fuente envenenada, la mayoría de los males y los vicios que hacen de este mundo una escena tan triste para la mente contemplativa. Porque en la sociedad más educada es donde acechan los reptiles dañinos y las serpientes venenosas bajo la vegetación exuberante, y el aire tranquilo y bochornoso fomenta la voluptuosidad, que relaja toda buena disposición antes de que madure en virtud.

Una clase oprime a otra, porque todos pretenden conseguir respeto a cuenta de la propiedad, y una vez ganada esta, procurará el que solo se debe a los talentos y a las virtudes. Los hombres descuidan los deberes que como tales los obligan y aún así se los trata como semidioses. También se separa la religión de la moralidad mediante un velo ceremonial y los hombres se admiran de que el mundo sea, literalmente, una guarida de tahúres y opresores.

Un proverbio casero expresa una astuta verdad, y es que dondequiera que el demonio encuentre a un ocioso, lo empleará. ¿Y qué otra cosa pueden producir la riqueza y los títulos hereditarios sino hábitos indolentes? Porque la constitución del hombre es tal, que solo puede conseguir un uso apropiado de sus facultades mediante su ejercitación, cosa que no hará si una necesidad de cualquier tipo no pone primero las ruedas en movimiento. Del mismo modo, solo puede adquirirse virtud mediante el cumplimiento de las obligaciones pertinentes, pero el ser que ha perdido su humanidad, engatusado por los halagos de los aduladores, probablemente no percibirá la importancia de estas sagradas obligaciones. Debe establecerse una mayor igualdad en la sociedad o la moralidad nunca ganará terreno, y si la mitad de la humanidad está encadenada al fondo por el destino, esta igualdad virtuosa nunca se asentará con firmeza, aunque se cimiente en la roca, porque se la irá socavando continuamente mediante la ignorancia y el orgullo.

 

Es vano esperar virtud de las mujeres hasta que no sean independientes de los hombres en cierto grado; más aún, es vano esperar esa fortaleza del afecto natural que las haría buenas esposas y madres. Mientras dependan absolutamente de sus maridos, serán arteras, ruines y egoístas; y los hombres a quienes les puede satisfacer un afecto servil semejante al del perro de aguas no tienen mucha delicadeza, porque el amor no ha de comprarse; en todos los sentidos de las palabras, sus alas sedosas se consumen al instante cuando se busca por encima de todo una recompensa en especie. Sin embargo, mientras que la riqueza debilite a los hombres y las mujeres vivan, por decirlo así, a costa de sus encantos personales, ¿cómo podemos esperar que cumplan esos deberes ennoblecedores que requieren por igual esfuerzo y renuncia? La propiedad hereditaria adultera la mente y sus víctimas infortunadas —si se me permite expresarme así—, fajadas desde su nacimiento, rara vez ejercitan la facultad locomotora del cuerpo y la mente, y de este modo, al contemplar todo a través de un intermediario, que es falso, no son capaces de discernir en qué consiste el mérito y la felicidad verdaderos. Realmente, debe ser falsa la luz cuando el cortinaje de la situación oculta al hombre y le hace caminar majestuosamente en un baile de máscaras, arrastrando de una escena de disipación a otra sus miembros débiles, que cuelgan con apatía estúpida, y girando alrededor los ojos inexpresivos, que nos dicen llanamente que no hay una inteligencia dentro.

Por consiguiente, quiero inferir que no está propiamente organizada una sociedad que no obliga a hombres y mujeres a cumplir con sus deberes respectivos, haciendo que sean el único medio de adquirir esa aprobación de sus semejantes que todo ser humano desea en cierto modo alcanzar. En consecuencia, el respeto que se presta a la riqueza y a los simples encantos personales es sin duda una ráfaga del noreste que malogra los tiernos brotes de afecto y virtud. La Naturaleza ha unido sabiamente los afectos a las obligaciones para suavizar el trabajo y para otorgar ese vigor al ejercicio de la razón que solo el corazón puede proporcionar. Pero los afectos que simplemente se simulan porque son el emblema asignado a cierto carácter, cuando no se satisfacen sus obligaciones, son uno de los cumplidos vacíos que el vicio y la necedad están obligados a hacer a la virtud y a la naturaleza real de las cosas.

Para ilustrar mi opinión, solo necesito observar que cuando una mujer es admirada por su belleza y se embriaga hasta tal punto por ello que descuida cumplir con el deber indispensable de una madre, peca contra sí misma al desatender el cultivo de un afecto que tendería por igual a hacerla útil y feliz. La verdadera felicidad —quiero decir todo el contento y la satisfacción virtuosa que puede arrebatarse en este estado imperfecto— debe surgir de los afectos bien regulados, y cada uno de ellos incluye un deber. Los hombres no se dan cuenta del desconsuelo que causan y de la debilidad viciosa que estimulan con solo incitar a las mujeres para que se vuelvan placenteras; no consideran que de este modo hacen chocar los deberes naturales con los artificiales, al sacrificar el bienestar y la respetabilidad de la vida de una mujer a las nociones voluptuosas de belleza, cuando en la naturaleza todos ellos están en armonía.

Si un libertinaje precoz no lo ha desnaturalizado, sería frío el corazón de un marido que no sintiera más placer al ver a su hijo amamantado por su madre que el que el ardid más artero y depravado pudiera proporcionar. No obstante, la riqueza lleva a las mujeres a rechazar este modo natural de consolidar el vínculo matrimonial y de entrelazar la estima con recuerdos más afectuosos. Para conservar su belleza y lucir la corona de flores de un día, que les concede una especie de derecho a reinar por un corto tiempo sobre el sexo, descuidan grabar en los corazones de sus maridos impresiones que se recordarían con más ternura que los mismos encantos virginales, cuando la nieve de la cabeza comience a enfriar el pecho. La solicitud maternal de una mujer racional y afectuosa resulta muy interesante, y la dignidad disciplinada con la que una madre devuelve las caricias que reciben ella y su hijo de un padre que ha estado cumpliendo con las obligaciones de su posición no solo es una visión respetable, sino también bella. Realmente, mis sentimientos son tan singulares —y me he esforzado para no reproducir los artificiales— que, después de haberme cansado de ver la grandeza insípida y las ceremonias serviles que con pompa embarazosa ocupan el lugar de los afectos domésticos, me he vuelto a algún otro escenario para dar alivio a mis ojos, descansando en el refrescante verdor esparcido por doquier por la Naturaleza. Entonces he contemplado con placer a una mujer alimentando a sus hijos y cumpliendo con las obligaciones de su condición, quizá solo con una criada para quitarse de las manos la parte servil de las tareas domésticas. La he visto preparar a sus hijos y a sí misma, solo con el lujo de la limpieza, para recibir a su marido que, al volver fatigado a casa por la tarde, encuentra niños sonrientes y un hogar limpio. Mi corazón ha vagado por el grupo y hasta ha palpitado con emoción afín cuando el sonido de las pisadas bien conocidas ha levantado un agradable alboroto.

Mientras mi buena voluntad se satisfacía mediante la contemplación de este cuadro inocente, he pensado que una pareja de este tipo, independientes y necesarios por igual el uno para otro, porque cada uno cumple los deberes respectivos de su condición, poseían todo lo que la vida podía dar. Elevada lo suficiente de la pobreza abyecta para no verme obligada a sopesar las consecuencias de cada penique que gaste y con lo suficiente para evitar atenerme a un frígido sistema de economía que estrecha el corazón y la mente, declaro —tan vulgares son mis concepciones— que no sé qué se necesita para hacer de esta la situación más feliz, así como la más respetable del mundo, si no es el gusto por la literatura, para aportar una pequeña variedad e interés a la conversación social, y cierto dinero superfluo para dar a los necesitados y para comprar libros. Porque no resulta agradable, cuando el corazón está dispuesto a la compasión y la cabeza está activa preparando planes de utilidad, tener a un golfillo redicho tirando del codo para evitar que la mano saque un bolso casi vacío y susurrando a la vez alguna máxima prudencial sobre la prioridad de la justicia.

A pesar de lo destructivos que resultan las riquezas y los honores heredados para el carácter humano, si es posible, a las mujeres las degradan y entorpecen más que a los hombres, porque estos aún pueden desarrollar sus facultades en cierto grado al convertirse en soldados y hombres de estado.

Como soldados, concedo que solo pueden reunir en su mayoría laureles vanos y gloriosos, mientras ajustan con precisión el equilibrio europeo y tienen especial cuidado en que ningún rincón o estrecho septentrional y desierto inclinen el fiel de la balanza. Pero han pasado los días de heroísmo verdadero, cuando un ciudadano combatía por su país como un Fabricio o un Washington, y luego volvía a su granja para dejar que su fervor virtuoso fluyera por una corriente más plácida, pero no menos saludable. No, a nuestros héroes británicos los envían más a menudo las mesas de juego que los arados, y más bien ha sido el tonto suspense derivado de las vueltas de un dado lo que ha inflamado sus pasiones, en lugar de haberlas sublimado al palpitar tras la marcha audaz de la virtud en el curso de la historia.

Es cierto que el hombre de estado puede abandonar con más decoro el banco del faraón o la mesa de las cartas para guiar el timón, porque solo tiene que seguir barajando y haciendo trampas, al consistir todo el sistema de la política británica —si se puede llamar sistema por cortesía— en multiplicar los subordinados e inventar impuestos que muelen a los pobres para saciar a los ricos. Así, una guerra, o una caza de ocas silvestres, es, según el uso vulgar de la expresión, una afortunada disputa de influencias políticas para el ministro, cuyo mérito principal es el arte de mantenerse en su lugar. No es necesario, entonces, que tenga entrañas para los pobres y así puede conseguir para su familia la baza sobrante. O si resulta conveniente cierta muestra de respeto hacia lo que se ha denominado con alarde ignorante derechos de nacimiento del inglés, para hacer bullir a los rudos mastines que tiene que llevar de las narices, puede lograrlo sin riesgo entregando solo su voz y soportando que su escuadrón ligero desfile hacia el otro lado. Y cuando se agita una cuestión de humanidad, puede mojar una sopa en la leche de la bondad humana para silenciar a Cerbero, y hablar del interés que se toma su corazón en un intento por hacer que la tierra no siga gritando venganza mientras absorbe la sangre de sus hijos, aunque su mano fría pueda en ese mismo instante afianzar sus cadenas al sancionar el tráfico abominable. Un ministro no lo es más que cuando puede lograr que prevalezca el punto de vista que ha decidido sostener. Además, no es necesario que un ministro sienta como un hombre, cuando un empujón vigoroso sacuda su asiento.

Pero, para terminar con estas observaciones episódicas, retornemos a la esclavitud más especiosa que encadena el alma misma de la mujer y la mantiene por siempre bajo la servidumbre de la ignorancia.

Las absurdas distinciones de rango, que hacen de la civilización una maldición al dividir el mundo entre tiranos voluptuosos y subordinados envidiosos y arteros, corrompen casi por igual a las gentes de todas las clases, porque no se liga la respetabilidad al cumplimiento de las obligaciones pertinentes de la vida, sino a la posición, y cuando estas no son satisfechas, los afectos no pueden alcanzar un vigor suficiente para fortalecer la virtud de la que son la recompensa natural. No obstante, hay algunas troneras por las que un hombre se puede escurrir y atreverse a pensar y actuar por sí mismo. Pero para una mujer resulta una tarea hercúlea, porque tiene que vencer dificultades propias de su sexo, que requieren casi poderes sobrehumanos.

Un legislador de verdadera buena voluntad siempre se esfuerza por hacer que ser virtuoso resulte del interés de todo individuo, y al convertirse de este modo la virtud privada en el vínculo de la felicidad pública, se consolida un conjunto ordenado por la tendencia de todas las partes hacia un centro común. Pero, para Rousseau, la virtud de la mujer, sea pública o privada, es muy problemática, y una abundante lista de escritores masculinos insisten en que debe sujetarse toda su vida a una severa restricción: la que impone el decoro. ¿Por qué someterla al decoro —al decoro ciego— si es capaz de actuar por un principio más noble, si es heredera de la inmortalidad? ¿Siempre se ha de producir el azúcar mediante sangre vital? ¿Ha de someterse la mitad de la especie humana, como los pobres esclavos africanos, a los prejuicios que la brutalizan, cuando los principios serían una defensa más segura, solo para endulzar la copa del hombre? ¿No es esto negar a la mujer de modo indirecto la razón? Porque un don es una burla si no sirve para usarse.

A las mujeres, al igual que a los hombres, las vuelven débiles y lujuriosas los placeres sedantes que procura la riqueza; pero, añadido a esto, se las hace esclavas de sus personas, a las que deben volver atractivas para que el hombre les preste su razón para guiar rectamente sus pasos tambaleantes. O si son ambiciosas, han de gobernar a sus tiranos mediante ardides siniestros, ya que sin derechos no puede haber obligaciones forzosas. Las leyes concernientes a la mujer, que pienso discutir en otra parte futura, hacen del hombre y su esposa una unidad absurda y, luego, mediante el paso sencillo de considerarlo solo a él como responsable, se la reduce a ella a un mero cero a la izquierda.

El ser que cumple con los deberes de su posición es independiente; y, hablando de las mujeres en general, su primer deber es hacia sí mismas como criaturas racionales, y a continuación en cuanto a importancia, como ciudadanas, está el de madres, que incluye muchos otros. Su posición en la vida, que las dispensa de cumplir con su deber, las degrada por necesidad, al convertirlas en simples muñecas. O si quieren dedicarse a algo más importante que colocar ropa en un montón ordenado, ocupan sus mentes solo con algún afecto platónico, a no ser que una intriga real mantenga sus pensamientos en movimiento. Porque cuando descuidan los deberes domésticos, no tienen poder para empezar una campaña y marchar y contramarchar como soldados o discutir en el senado para evitar que se oxiden sus facultades.

 

Sé que, como prueba de la inferioridad del sexo, Rousseau ha exclamado regocijado que ¡cómo pueden las mujeres dejar el cuarto de los niños por el campamento!, y que algunos moralistas han probado que este es la escuela de la mayoría de las virtudes heroicas; no obstante, creo que un agudo casuista se sentiría perplejo si tuviera que probar la racionalidad de la mayor parte de las guerras que han proporcionado héroes. No quiero considerar esta cuestión de forma crítica, ya que, al contemplar con frecuencia estos caprichos de la ambición como el primer modo natural de civilización, no me gusta denominarlas pestes, cuando hay que librar al suelo de raíces y limpiar los bosques mediante el fuego y la espada. Pero no cabe duda de que el sistema actual de guerra tiene poca conexión con cualquier tipo de virtud y es más bien la escuela de la finesse y el afeminamiento que la de la fortaleza.

No obstante, si la guerra defensiva, la única justificable en el estado avanzado de la sociedad actual, en la que la virtud puede mostrar su rostro y madurar entre los rigores que purifican el aire en la cumbre de la montaña, solo se aceptara cuando es justa y gloriosa, el verdadero heroísmo de la antigüedad volvería a animar los pechos femeninos. Pero no te alarmes, lector cortés y sentimental, seas hombre o mujer, porque aunque he comparado el carácter de un soldado moderno con el de la mujer civilizada, no voy a aconsejarle cambiar la rueca por un mosquete, si bien deseo sinceramente ver la bayoneta convertida en una podadera. Solo he recreado una imaginación fatigada de contemplar todos los vicios y locuras que origina una corriente fétida de riqueza que enloda los arroyuelos puros de los afectos naturales, suponiendo que, en algún tiempo, la sociedad estará constituida de modo tal que un hombre deba necesariamente cumplir las obligaciones de un ciudadano, si no quiere que se le desprecie, y que mientras se emplee en cualquiera de los apartados de la vida civil, su mujer, una ciudadana también activa, se dedique a gobernar a su familia, a educar a sus hijos y a ayudar a sus vecinos.

Pero para hacer a la mujer realmente virtuosa y útil, si cumple con sus deberes civiles, no debe carecer como individuo de la protección de las leyes civiles; no debe depender para su subsistencia de la liberalidad del marido mientras este viva, o de su apoyo una vez muerto, porque ¿cómo puede ser generoso un ser que no tiene nada propio, o ser virtuoso quien no es libre? En el estado presente de las cosas, la esposa que es fiel a su marido y no amamanta ni educa a sus hijos difícilmente se merece ese nombre y no tiene ningún derecho al de ciudadana. Pero quitemos los derechos naturales y los deberes se vuelven nulos.

Luego solo deben considerarse las mujeres el solaz licencioso de los hombres, cuando se vuelvan tan débiles de mente y cuerpo que no puedan ejercitarlos a no ser para conseguir algún placer vano o para inventar alguna moda frívola. ¡Qué visión puede ser más melancólica para una mente pensante que contemplar los numerosos carruajes que pasean sin orden ni concierto por esta metrópoli en una mañana, llenos de criaturas de semblante pálido que huyen de sí mismas! A menudo he deseado, con el doctor Johnson, colocar a algunas de ellas en una tiendecita con una docena de niños que busquen protección en su lánguida expresión. Estaría muy equivocada si cierto vigor latente no diera pronto salud y brío a sus ojos, y algunas líneas dibujadas por el ejercicio de la razón sobre sus limpias mejillas, antes solo onduladas por hoyuelos, no restauraran la dignidad perdida al carácter o, mejor, le permitieran alcanzar la verdadera dignidad de su naturaleza. La virtud no tiene que adquirirse mediante la especulación y mucho menos mediante el letargo que la riqueza genera de forma natural.

Además, cuando la pobreza resulta aún más deshonrosa que el vicio, ¿no se hiere en lo vivo a la moralidad? No obstante, para evitar una mala interpretación, aunque considero que las mujeres, en las sendas comunes de la vida, están llamadas por la religión y la razón a cumplir los deberes de madres y esposas, no puedo evitar lamentarme de que las de tipo superior no tengan un camino abierto por el que perseguir planes más extensos de utilidad e independencia. Puede que provoque risa al lanzar una insinuación que quiero desarrollar en un futuro, porque pienso sin lugar a dudas que las mujeres deben contar con representantes, en vez de ser gobernadas arbitrariamente al no habérseles concedido ninguna participación directa en las deliberaciones del gobierno.

Pero, tal y como es el conjunto del sistema de representación en este país ahora, solo un asidero conveniente para el despotismo, no deben quejarse, porque están tan bien representadas como numerosas clases de trabajadores mecánicos, que pagan para obtener el apoyo de la realeza cuando a duras penas pueden tapar la boca de sus hijos con pan. ¿Cómo están representados aquellos que con su sudor sostienen la yeguada de un heredero forzoso o barnizan la carroza de alguna favorita que los mira con desprecio? Los impuestos sobre los artículos necesarios de la vida hacen posible a una tribu sin cuento de indolentes príncipes y princesas pasar con pompa estúpida ante una muchedumbre boquiabierta, que llega casi a adorar el desfile que le cuesta tan caro. Esto es mera grandeza gótica, algo semejante a la ostentación bárbara e inútil de mantener centinelas a caballo en Whitehall, lo que nunca pude contemplar sin una mezcla de desprecio e indignación.

¡De qué modo tan extravagante debe estar adulterada la mente cuando le impresiona esta clase de majestad! Pero hasta que estos monumentos de locura no sean nivelados por la virtud, locuras similares impregnarán al conjunto de las masas. Porque el mismo carácter prevalecerá, en cierto grado, en el conjunto de la sociedad, y los refinamientos del lujo o el vicioso descontento de la pobreza envidiosa expulsarán por igual a la virtud de la sociedad, o solo permitirán que se muestre como una de las rayas de la chaqueta de arlequín que usan los hombres civilizados.

En los rangos superiores de la vida, todos los deberes se realizan mediante delegados, como si se pudiera renunciar a ellos, y los vanos placeres que persiguen los ricos forzados por su indolencia parecen tan atractivos para los rangos inferiores, que los numerosos arribistas que luchan por llegar a la riqueza sacrifican todo para pisarles los talones. Las responsabilidades más sagradas, entonces, se consideran sinecuras porque se procuraron mediante interés y solo se buscaron para que permitieran a un hombre mantener una buena compañía. Todas las mujeres, en particular, quieren ser señoras, lo que significa simplemente no tener nada que hacer, más que ir con indiferencia a donde poco les importa, porque no pueden decir nada.