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100 Clásicos de la Literatura

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Probablemente, los hombres seguirán insistiendo en que la mujer debe tener más modestia que ellos, pero no son los que enjuician sin pasión los que se opondrán a mi opinión con mayor ardor. No, son los hombres de imaginación, los favoritos del sexo, que respetan en apariencia y en su interior desprecian a las débiles criaturas con quienes retozan. No pueden conformarse con renunciar a la mayor satisfacción sensual, ni con saborear la gastronomía de la virtud: el renunciamiento.

Para contemplar el tema desde otra perspectiva, limitaré mis comentarios a las mujeres.

Las falsedades ridículas que se cuentan a las niñas debido a las nociones equivocadas de modestia tienden desde muy temprano a inflamar su imaginación y poner a trabajar sus pequeñas mentes sobre temas en los que la naturaleza nunca pretendió que pensaran hasta que el cuerpo llegara a cierto grado de madurez; entonces las pasiones comienzan de modo natural a ocupar el lugar de los sentidos, como instrumentos para desarrollar el entendimiento y formar el carácter moral.

Me temo que donde primero se malogra a las niñas es en manos de las niñeras y en los internados, de forma particular en los últimos. Varias niñas duermen en la misma habitación y se lavan juntas. Y aunque me apenaría contaminar la mente de una criatura inocente inculcándole falsa delicadeza o esas nociones indecentes y mojigatas que engendran de modo natural las precauciones prematuras hacia el otro sexo, me siento inclinada a evitar que adquieran hábitos desagradables o inmodestos; y como muchas de ellas han aprendido muchas travesuras desagradables de los sirvientes ignorantes, mezclarlas juntas sin discriminación es poco apropiado.

A decir verdad, las mujeres, en general, se tratan con demasiada familiaridad unas a otras, lo que lleva a ese grado de confianza grosero que con tanta frecuencia hace desgraciado el estado de matrimonio. ¿Por qué, en nombre de la decencia, han de ser las hermanas, las amigas íntimas o las señoras y sus damas de compañía tan groseramente familiares como para olvidar el respeto que una criatura humana debe a otra? Resulta desdeñable esa delicadeza remilgada que rehúye las atenciones más desagradables cuando el afecto o la humanidad nos llevan a velar una cama enferma. Pero, por qué las mujeres sanas deben tratarse con mayor familiaridad unas a otras que los hombres entre sí, cuando se jactan de su delicadeza superior, es un despropósito de modales que nunca podría resolver.

Para preservar salud y belleza, debo recomendar con ardor las abluciones frecuentes, por dignificar mi consejo y que no ofenda al oído melindroso; y, por ejemplo, debe enseñarse a las niñas a lavarse y vestirse solas, sin ninguna distinción de rango; y si la costumbre les hace requerir alguna pequeña ayuda, no debe otorgarse hasta que ha terminado la parte que nunca debe efectuarse ante un semejante, porque es un insulto a la majestad de la criatura humana. No en razón de la modestia, sino de la decencia, porque el cuidado que se toman algunas mujeres modestas de no permitir que se les vean las piernas, haciendo al mismo tiempo evidente esa precaución, resulta tan infantil como inmodesto.

Podría proseguir todavía más y censurar algunas costumbres aún más detestables, en las que nunca caen los hombres. Se cuentan secretos donde debía reinar el silencio, y se viola de modo abominable ese respeto a la pureza que algunas sectas religiosas quizás han llevado demasiado lejos, especialmente los esenios entre los judíos, al considerar como un insulto a Dios lo que es solo un insulto a la humanidad. ¿Cómo pueden las mujeres delicadas empeñarse en no advertir esa parte de la economía animal que es tan desagradable? ¿Y no resulta muy racional concluir que las mujeres a las que no se ha enseñado a respetar la naturaleza humana de su propio sexo en esos particulares no respetarán por mucho tiempo la simple diferencia de sexos en los de sus maridos? De hecho, he observado en general que una vez que pierden la timidez de su doncellez, las mujeres caen en los viejos hábitos y tratan a sus maridos como lo hicieron con sus hermanas o allegadas.

Además, las mujeres han recurrido muy a menudo por necesidad, porque sus mentes no están cultivadas, a lo que denomino coloquialmente ingenio corporal y sus intimidades son de la misma especie. En resumen, son demasiado íntimas respecto a la mente y al cuerpo. Entre una mujer y otra debe mantenerse esa decente reserva personal que es el fundamento de un carácter digno, o sus mentes nunca conseguirán fortaleza o modestia.

Por lo mismo, discrepo de que se encierren muchas mujeres juntas en manos de las niñeras, en las escuelas o en los conventos. No puedo recordar sin indignación las bromas y las toscas travesuras que se permitían en ellas los grupos de jóvenes, cuando en mi juventud la casualidad me puso a mí en su camino, una rústica desmañada. Al menos estaban a la par en cuanto a los dobles sentidos que estremecen la mesa festiva cuando el vaso ha circulado libremente. Pero resulta vano intentar mantener el corazón puro si no se suministran ideas a la cabeza y se la hace trabajar para compararlas con el fin de adquirir juicio, al extraer generalizaciones de las más simples, y modestia, al hacer que el entendimiento modere la sensibilidad.

Se podría pensar que hago demasiado hincapié en la reserva personal, pero esta es siempre la ayuda de cámara de la modestia; de modo que si tuviera que nombrar las gracias que deben adornar a la belleza, exclamaría al instante: pureza, limpieza y reserva personal. Supongo que es obvio que la reserva de la que hablo no tiene nada de sexual y que la considero necesaria por igual para ambos sexos. Realmente, es tan necesaria esa reserva y pureza que las mujeres indolentes descuidan a menudo, que me atrevería a afirmar que, cuando dos o tres mujeres viven en la misma casa, la que preste esta especie de respeto habitual a su persona será la más respetada por la parte masculina de la familia que reside con ellas, si dejamos el amor fuera por completo de la cuestión.

Cuando se encuentran por la mañana unas amigas de casa, prevalecerá de modo natural una seriedad afectuosa, en especial si cada una de ellas espera con interés cumplir con sus obligaciones diarias; y puede que resulte extravagante, pero este sentimiento ha surgido con frecuencia de modo espontáneo en mi mente y me he sentido complacida, tras respirar el aire suave y refrescante de la mañana, al ver el mismo tipo de frescura en los semblantes que amaba de modo particular; me encantaba verlos vigorizados, por decirlo así, por el día y dispuestos a seguir su curso con el sol. Por la mañana, los saludos del afecto son, por estos medios, más respetuosos que la ternura familiar que prolonga con frecuencia las charlas vespertinas. Más aún, a menudo me he sentido herida, por no decir disgustada, cuando ha hecho su aparición una amiga a la que dejé completamente vestida la tarde anterior, con todas sus ropas revueltas, porque quiso permitirse el placer de quedarse en la cama hasta el último momento.

El afecto doméstico solo puede mantenerse vivo mediante estas atenciones que se descuidan; no obstante, si los hombres y las mujeres se tomaran para vestir con un aseo habitual cuando menos la mitad de los trabajos que se toman para adornar, o más bien desfigurar, sus personas, se habría hecho mucho en aras de conseguir una mente pura. Pero las mujeres solo se visten para complacer a los hombres galantes, porque al amante siempre se le complace más con un vestido que se ajuste a la figura. En los adornos hay un descaro que desaira el afecto porque el amor siempre persiste alrededor de la idea del hogar.

Como sexo, las mujeres son habitualmente indolentes y todo tiende a que lo sean. No olvido los brotes de actividad que produce la sensibilidad, pero como esos revoloteos de sentimientos solo aumentan el mal, no deben confundirse con el paso lento y ordenado de la razón. En realidad es tan grande su indolencia física y mental, que hasta que sus cuerpos no se fortalezcan y sus entendimientos se amplíen mediante una ejercitación activa, no hay mucha razón para esperar que la modestia ocupe el lugar de la timidez. Puede que les parezca prudente asumir su aspecto, pero solo se usará el bello velo en los días de gala.

Quizá no haya una virtud que se mezcle con tanta soltura con las demás como la modestia. Es la pálida luz de luna que hace más interesante toda virtud que suaviza, al dar una apacible grandiosidad al horizonte reducido. Nada puede ser más hermoso que la ficción poética que hace a Diana, con su luna creciente de plata, la diosa de la castidad. A veces he pensado que, al vagar con paso sosegado en cierto retiro solitario, una dama modesta de la antigüedad debe haber sentido el resplandor de la dignidad consciente cuando, tras contemplar el paisaje suavemente umbrío, ha invitado con plácido fervor al apacible reflejo de los rayos de su hermana a dirigirse hacia su casto pecho.

Una cristiana tiene motivos aún más nobles que la incitan a preservar su castidad y a adquirir modestia, porque se ha llamado a su cuerpo el templo del Dios vivo; de ese Dios que requiere más que aires de modestia. Su mirada escudriña la tierra y le hace recordar que si espera encontrar favor por la pureza, su castidad debe fundarse en la modestia y no en la prudencia mundana; o en verdad su única recompensa será una buena reputación, porque esa terrible relación, esa sagrada comunicación que establece la virtud entre el hombre y su Hacedor, debe originar el deseo de ser puros como Él es puro.

Después de estos comentarios, resulta casi superfluo añadir que considero inmodestos todos esos aires femeninos de madurez que reemplazan a la timidez y a los que se sacrifica la verdad para conseguir el corazón de un marido o más bien para forzarle a continuar siendo un amante cuando la Naturaleza, si no se hubieran interrumpido sus operaciones, habría hecho que el amor diera paso a la amistad. La ternura que un hombre sentirá por la madre de sus hijos es un sustituto excelente para el ardor de la pasión insatisfecha; pero para prolongar ese ardor es indelicado, por no decir inmodesto, que las mujeres simulen una constitución fría e innatural. Estas, al igual que los hombres, deben tener los apetitos y pasiones comunes de su naturaleza, que solo son animales cuando no están limitados por la razón. Pero la obligación de limitarlos no es un deber del sexo, sino del género humano. A estos efectos, se puede dejar a la Naturaleza a su libre albedrío sin peligro: solo con que las mujeres adquieran conocimiento y humanidad, el amor les enseñará modestia. No hay necesidad de falsedades, tan desagradables como inútiles, ya que las reglas de conducta estudiadas solo engañan a los observadores superficiales; un hombre de juicio pronto se da cuenta y desprecia la afectación.

 

La conducta de unos jóvenes con otros, como hombres y mujeres, es lo último que debe enseñarse en la educación. De hecho, ahora se enseña tanto cómo comportarse en la mayoría de las circunstancias, que es difícil ver un carácter sencillo. No obstante, si los hombres solo estuvieran ansiosos por cultivar toda virtud y que echaran raíces firmes en la mente, la gracia resultante, que es su signo exterior, rápidamente despojaría a la afectación de su ostentoso plumaje, porque tan falaz como inestable es la conducta que no se fundamenta en la verdad.

¡Hermanas mías, si realmente sois modestas, debéis recordar que la posesión de cualquier virtud es incompatible con la ignorancia y la vanidad! ¡Tenéis que adquirir esa sobriedad mental que solo inspira la ejecución de las obligaciones y la búsqueda de conocimiento, o permaneceréis en una situación dependiente de duda y solo se os amará mientras seáis hermosas! Los ojos bajos, el rubor y la gracia de la timidez resultan apropiados en su edad oportuna; pero la modestia, al ser hija de la razón, no puede cohabitar mucho tiempo con una sensibilidad no atemperada por la reflexión. Además, cuando el amor, aun el más inocente, es toda la actividad de vuestras vidas, vuestros corazones son demasiado blandos para proporcionar a la modestia ese tranquilo refugio donde le gusta morar, en estrecha unión con la humanidad.

CAPÍTULO VIII

Socavamiento de la moral mediante nociones sexuales sobre la importancia de una buena reputación

Se me ocurrió hace mucho tiempo que los consejos inculcados con tanta tenacidad en el mundo femenino respecto a la conducta y los muchos modos de conservar una buena reputación eran venenos especiosos que, al incrustarse en la moralidad, se comían a sus anchas la sustancia. Y que esta medición de sombras producía unos cálculos falsos, porque su extensión dependía demasiado de la altura del sol y otras circunstancias adventicias.

¿De dónde surge la conducta liviana y engañosa de un cortesano? Sin duda, de su situación, porque, al necesitar subordinados, se ve obligado a aprender el arte de negar sin ofender y de alimentar evasivo la esperanza con el sustento del camaleón; así, la educación juega con la verdad y, al engullir la sinceridad y la humanidad propias del hombre, da como resultado al caballero refinado.

Asimismo, las mujeres adquieren, por una supuesta necesidad, un modo de conducta también artificial. Sin embargo, no se puede jugar con la verdad impunemente, porque el diestro hipócrita acaba convirtiéndose en la víctima de sus propias artes y pierde la sagacidad que se ha denominado con justeza sentido común, es decir, la rápida percepción de las verdades comunes que continuamente reciben como tales las mentes llanas, aunque no hayan tenido la suficiente energía para descubrirlas por sí mismas cuando se encuentran oscurecidas por los prejuicios locales. La mayor parte de la gente toma sus opiniones como verdades para evitarse el enojo de ejercitar sus propias mentes, y esos seres indolentes se adhieren con naturalidad a la letra más que al espíritu de una ley, sea divina o humana. Cierto autor, no puedo recordar quién, dice: «Las mujeres no se preocupan por lo que solo ve el Cielo». ¿Y por qué deberían hacerlo? Es el ojo del hombre lo que se les ha enseñado a temer y si pueden arrullar a sus Argos para que se duerman, rara vez piensan en el Cielo o en sí mismas, ya que su reputación está a salvo; y es esta, y no la castidad, con toda su bella comitiva, lo que emplean para mantenerse libres de mancha, no como una virtud, sino para conservar su posición en el mundo.

Para probar la verdad de este comentario, no necesito aludir a las intrigas de las mujeres casadas, en particular de los altos estratos sociales y de los países donde los padres las casan con provecho, de acuerdo con sus rangos respectivos. Si una joven cae presa del amor, se degrada para siempre, aunque su mente no esté contaminada por las artes que practica una mujer casada, bajo el cómodo manto del matrimonio, ni haya violado ningún deber más que el de respetarse a sí misma. La mujer casada, por el contrario, rompe un compromiso más sagrado y se convierte en una madre cruel cuando es una esposa falsa e infiel. Si su marido todavía le profesa afecto, las artes que debe practicar para engañarlo la convertirán en el más desdeñable de los seres humanos; y, en todo caso, las maquinaciones necesarias para guardar las apariencias mantendrán su mente en esa conmoción pueril o viciosa que destruye toda su energía. Además, con el tiempo, como aquellos que toman cordiales habitualmente para elevar sus espíritus, querrá una intriga para dar vida a sus pensamientos, al haber perdido todo gusto por los placeres que no estén muy sazonados por la esperanza o el miedo.

A veces, las mujeres casadas actúan aún con más audacia. Mencionaré un ejemplo.

Una mujer de categoría, famosa por sus devaneos, aunque, como todavía vivía con su esposo, nadie se decidía a colocarla en la clase que se merecía, trató con un desprecio medido e insultante a una pobre y tímida criatura, apocada por el sentimiento de su anterior debilidad, que había sido desposada por un caballero de la vecindad después de haberla seducido. En realidad, la mujer había confundido virtud con reputación y, yo creo, se había valorado por la propiedad de su conducta antes de casarse, aunque, una vez establecida a satisfacción de su familia, su marido y ella habían sido igualmente infieles, de modo que el heredero medio vivo de una inmensa fortuna llegó de donde solo el Cielo sabe.

Contemplemos el tema desde otra perspectiva.

He conocido numerosas mujeres que, si no amaban a sus maridos, no amaban a nadie más y se entregaban por entero a la vanidad y a la disipación, descuidando toda obligación doméstica, más aún, derrochando todo el dinero que debía haberse ahorrado para sus hijos más jóvenes e indefensos. Sin embargo, se pavoneaban de su reputación inmaculada, como si todo el alcance de su obligación como esposas y madres hubiera sido solo conservarla. Mientras, otras mujeres indolentes, descuidando toda obligación personal, pensaban que se merecían el afecto de sus maridos porque, ciertamente, actuaban a este respecto con propiedad.

Las mentes débiles siempre se sienten inclinadas a quedarse en los rituales del deber, pero la moralidad ofrece motivos mucho más sencillos y sería de desear que los moralistas superficiales hubieran hablado menos de la conducta y su observancia externa, porque si una virtud cualquiera no se basa en el conocimiento, solo dará como resultado una especie de decencia insípida. Sin embargo, el respeto por la opinión del mundo se ha precisado como la principal obligación de la mujer con las palabras más explícitas, ya que Rousseau declara: «esa reputación no es menos indispensable que la caridad». Y añade:

Un hombre seguro de su buena conducta solo depende de sí mismo y puede desafiar a la opinión pública, pero una mujer solo cumple con la mitad de su deber al comportarse bien, porque lo que se piensa de ella es tan importante como lo que es en realidad. De aquí se sigue que el sistema de educación femenino, a este respecto, debería ser directamente contrario al nuestro. Entre los hombres, la opinión es la tumba de la virtud, pero entre las mujeres es el trono.

Resulta de estricta lógica inferir que la virtud que se apoya en la opinión es simplemente mundana y que es la de un ser al que se ha denegado la razón. Pero incluso respecto a la opinión del mundo, estoy convencida de que esta clase de pensadores están equivocados.

No obstante, este cuidado por la reputación, con independencia de que sea una de las recompensas naturales de la virtud, surge de una causa que ya he deplorado como la principal fuente de la depravación femenina: la imposibilidad de recobrar respetabilidad a cambio de virtud, aunque los hombres conservan la suya mientras se complacen en el vicio. Era natural para la mujer, entonces, esforzarse por conservar lo que, una vez perdido, se perdía para siempre, hasta que al engullir a cualquier otra esta preocupación, la reputación de casto se convirtió en lo único necesario para el sexo. Pero es vano el escrúpulo de la ignorancia, porque ni la religión ni la virtud, cuando residen en el corazón, requieren esa atención pueril a las meras ceremonias, ya que la conducta, en su conjunto, será la apropiada cuando el motivo sea puro.

Para apoyar mi opinión, puedo aducir una autoridad muy respetable, la de un pensador indiferente, que debe tener peso para obligar a la consideración, aunque no lo tenga para establecer un sentimiento. Al hablar de las leyes generales de la moralidad, el doctor Smith observa:

Que por ciertas circunstancias muy extraordinarias y desafortunadas, se puede llegar a sospechar de un hombre bueno un crimen del que sea absolutamente incapaz y a cuenta de ello exponerlo injustamente el resto de su vida al horror y la aversión de la humanidad. Por un accidente de este tipo se puede decir que ha perdido todo, a pesar de su integridad y su justeza, de la misma manera que un hombre cauto, a pesar de su circunspección, puede arruinarse por un terremoto o una inundación. Quizá los accidentes del primer tipo son más raros y más contrarios al curso común de las cosas que los del segundo. Pero sigue siendo cierto que la práctica de la verdad, la justicia y la humanidad es un método cierto y casi infalible de adquirir lo que las virtudes pretenden principalmente: la confianza y el amor de aquellos con quienes se vive. Es fácil que una acción particular represente mal a una persona, pero es poco probable que esto suceda con el tenor general de su conducta. Puede creerse que un hombre inocente ha hecho algo erróneo, pero rara vez ocurrirá. Por el contrario, la opinión establecida sobre la inocencia de sus hábitos nos llevará a menudo a absolverlo cuando realmente haya cometido una falta, a pesar de contar con sospechas de mucho peso.

Coincido plenamente con la opinión de este escritor, porque creo que ciertamente se han despreciado por vicios a muy pocas personas de ambos sexos que no lo merecieran. No hablo de la calumnia momentánea, que se arroja sobre un carácter como una densa niebla matinal de noviembre sobre esta metrópoli, hasta que de modo gradual se deshace ante la luz del día; solo sostengo que la conducta diaria de la mayoría es la que hace que su carácter se estampe con la impresión de la verdad. Con calma, la luz clara, al brillar día tras día, refuta las suposiciones ignorantes o las habladurías maliciosas que han arrojado suciedad sobre un carácter puro. Por un corto tiempo, una luz falsa distorsionó su sombra, su reputación, pero rara vez deja de aparecer la justa cuando se disipa la nube que produce el error de visión.

Sin duda, mucha gente obtiene en varios aspectos una reputación mejor que la que se merece en sentido estricto, ya que la industria perseverante alcanzará la mayor parte de las veces su meta en todas las competiciones. Los que solo se esfuerzan por este premio mezquino, como los fariseos que rezaban en las esquinas de las calles para que los hombres los vieran, obtienen ciertamente la recompensa que buscan, ya que un hombre no puede leer en el corazón de otro. No obstante, la fama justa que se refleja de modo natural en las buenas acciones cuando un hombre se emplea solo en dirigir sus pasos rectamente, sin tener en cuenta a quienes lo observan, en general no solo es más verdadera, sino más segura.

Es cierto que hay juicios en los que el hombre bueno debe apelar a Dios por la injusticia del hombre y, en medio de los lamentos del candor y los silbidos de la envidia, erigir un pabellón en su mente donde retirarse hasta que acabe el rumor; más aún, los dardos de una censura inmerecida pueden atravesar un pecho tierno e inocente con muchos sufrimientos, pero todo esto son excepciones a las reglas generales. La conducta humana debe regularse de acuerdo con las leyes comunes. La órbita excéntrica del cometa nunca influye en los cálculos astronómicos respecto al orden invariable establecido en el movimiento de los cuerpos principales del sistema solar.

 

Me aventuraré a afirmar, entonces, que una vez que un hombre ha llegado a la madurez, los rasgos generales de su carácter mundano son justos, si concedemos las excepciones a la regla mencionadas anteriormente. No digo que un hombre prudente y sabio para las cosas del mundo, que solo posea virtudes y cualidades negativas, no obtenga a veces una reputación más lisonjera que un hombre más sabio o mejor. Lejos de ello, puedo concluir por experiencia que si la virtud de dos personas es casi igual, el mundo en general preferirá el carácter más negativo, mientras que el otro puede que tenga más amigos en la vida privada. Pero las colinas y los valles, las nubes y la luz del sol, sobresalientes en las virtudes de los grandes hombres, se provocan mutuamente, y a pesar de que proporcionen a la debilidad envidiosa una meta más justa a la que apuntar, el carácter real acabará saliendo a la luz, aunque sea salpicado por un cariño débil o una malicia ingeniosa.

Respecto a esa ansiedad por conservar una reputación ganada con esfuerzo, que lleva a la gente perspicaz a analizarla, no haré el comentario obvio. Pero me temo que la moralidad se halla socavada con mucha insidia en el mundo femenino por haber vuelto la atención hacia la apariencia en lugar de dirigirse a la sustancia. De este modo, se hace extrañamente complicado algo simple; más aún, a veces se pone en desacuerdo a la virtud y a su sombra. Si Lucrecia hubiera muerto para preservar su castidad en lugar de su reputación, quizá nunca hubiéramos oído hablar de ella. Si realmente nos merecemos nuestra buena opinión, por lo común seremos respetados en el mundo, pero si anhelamos un mayor perfeccionamiento y logros más elevados, no es suficiente considerarnos como suponemos que los demás lo hacen, aunque se ha sostenido con mucho ingenio que esto era el fundamento de nuestros sentimientos morales. Porque cada espectador puede que tenga sus propios prejuicios, además de los de su época o país. Debemos intentar más bien contemplarnos como suponemos que lo hace el Ser que ve cada pensamiento perfeccionado en acción y cuyo juicio nunca se desvía de la regla eterna de lo justo. ¡Todos sus juicios son rectos y misericordiosos!

La mente humilde que busca hallar favor en su mirada y examina con calma su conducta cuando solo se siente su presencia, rara vez se formará una opinión errónea de sus propias virtudes. Durante la hora serena de autorreflexión, se lamentará con temor al ceño fruncido de la justicia ofendida o se reconocerá el vínculo que ata al hombre a la Divinidad en el sentimiento puro de adoración reverente que inflama el corazón sin producir emociones tumultuosas. En esos momentos solemnes, el hombre descubre el germen de esos vicios que, como el árbol de Java, esparcen alrededor un vapor pestilente —¡la muerte está en la sombra! — y los percibe sin aborrecimiento, porque se siente unido por cierto lazo de amor a todas sus criaturas semejantes, para cuyas locuras está ansioso de encontrar una atenuante en su naturaleza, en sí mismo. Así, quizá argumente: si yo, que ejercito mi propia mente y me he purificado mediante la tribulación, encuentro el huevo de la serpiente en algún pliegue de mi corazón y lo aplasto con dificultad, ¿no me apiadaré de aquellos que lo han pisado con menos vigor o que han nutrido descuidadamente al reptil insidioso, hasta que ha envenenado la corriente vital que chupaba? ¿Puedo, consciente de mis pecados secretos, desechar a mis semejantes y verlos con calma arrojarse al abismo de la perdición que se abre para recibirlos? ¡No, no! El corazón agonizante gritará con impaciencia sofocada: ¡Yo también soy un hombre y tengo vicios, quizá escondidos a los ojos humanos, que me postran en el polvo ante Dios y me dicen en voz alta, cuando todo está en silencio, que todos estamos formados con la misma tierra y respiramos el mismo elemento! De este modo, la humanidad surge con naturalidad de la humildad y trenza los lazos de amor que rodean al corazón con varias vueltas.

Esta compasión se extiende aún más, hasta que, complacido, observa fuerza en argumentos que no le parecen convincentes a su propio pecho y sitúa a una luz más justa, para sí mismo, las apariencias de razón que han descarriado a otros, regocijado de hallar vestigios de esta en todos los errores humanos, aunque está convencido de que Aquel que rige el día hace que el sol ilumine todas las cosas. Así, al estrechar la mano a la corrupción, por decirlo así, tiene un pie en la tierra y el otro sube al cielo con paso valiente, proclamando su parentesco con las naturalezas superiores. Las virtudes inadvertidas por el hombre exhalan su fragancia balsámica en esta hora serena y la tierra sedienta, refrescada por las corrientes puras de bienestar que saborea, se llena de verdor sonriente; ¡este es el verde vivo que la mirada demasiado pura para contemplar la iniquidad puede ver con complacencia!

Pero mi espíritu flaquea y debo consentir callada el ensueño al que conducen estas reflexiones, porque soy incapaz de describir los sentimientos que han calmado mi alma cuando, al observar la salida del sol, una suave llovizna mojó las hojas de los árboles cercanos y pareció caer sobre mi espíritu lánguido aunque tranquilo, para enfriar el corazón caldeado por las pasiones que la razón luchaba por dominar.

Los principios rectores que discurren por todas mis disquisiciones harían innecesario alargarme sobre este tema, si no se inculcara con frecuencia, como la suma total del deber femenino, el mantenimiento de una atención constante sobre el barniz exterior del carácter para conservarlo en buenas condiciones; si las reglas para regir la conducta o guardar la reputación no reemplazaran demasiado a menudo las obligaciones morales. Pero, respecto a la reputación, la atención se limita a una sola virtud: la castidad. Si el honor de una mujer, como se denomina absurdamente, está a salvo, puede descuidar cualquier otra obligación moral; más aún, puede arruinar a su familia con el juego y despilfarros y seguir presentando la frente sin vergüenza, porque, ciertamente, ¡es una mujer honorable!

La señora Macaulay ha observado con justeza que «solo hay una falta que una mujer de honor no puede cometer con impunidad». Después añade justa y humanamente:

Esto ha hecho surgir la observación gastada y necia de que la primera falta contra la castidad en una mujer tiene un poder radical para depravar su carácter. Pero de las manos de la Naturaleza no salen seres tan frágiles. La mente humana está formada por materiales más nobles que no se corrompen con tanta facilidad; y con todas sus desventajas de situación y educación, las mujeres rara vez se abandonan por completo hasta que se hallan arrojadas a un estado de desesperación por el rencor venenoso de su propio sexo.

Pero en la misma proporción que las mujeres aprecian cuidar su reputación de castas, los hombres lo desprecian, y ambos extremos son destructivos por igual para la moral.