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100 Clásicos de la Literatura

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CAPÍTULO VI



Efecto que produce sobre el carácter una asociación de ideas prematura





Educadas según el estilo debilitante recomendado por los escritores a los que he censurado y sin posibilidad de recobrar el terreno perdido por su posición subordinada dentro de la sociedad, ¿es sorprendente que las mujeres parezcan en todas partes un defecto de la naturaleza? ¿Es sorprendente, cuando consideramos qué efecto definitivo tiene sobre el carácter una asociación de ideas prematura, que desprecien sus entendimientos y vuelquen toda su atención hacia sus personas?



Las grandes ventajas que se consiguen al dotar a la mente de conocimiento resultan evidentes de las consideraciones siguientes. La asociación de ideas es tan habitual como instantánea; y lo último parece depender más bien de la temperatura original de la mente que de la voluntad. Una vez que se obtienen ideas y hechos, se guardan para usarlos, hasta que alguna circunstancia fortuita hace que la información recibida en periodos muy diferentes de nuestra vida vuele rápidamente a la mente con fuerza ilustrativa. Muchos recuerdos son como relámpagos; una idea se asimila y amplía otra con rapidez asombrosa. No me refiero a esa pronta percepción de la verdad que es tan intuitiva que confunde la investigación y nos hace que no sepamos determinar si es reminiscencia o raciocinio, al perderla de vista por la rapidez con que rompe la oscuridad. Tenemos escaso poder sobre esas asociaciones instantáneas, porque una vez que se amplía la mente mediante vuelos digresivos o reflexión profunda, los materiales sin elaborar, en algún grado, se ordenan ellos mismos. Es cierto que el entendimiento puede evitar que nos salgamos del trazado cuando agrupamos nuestros pensamientos o transcribimos desde la imaginación los cálidos bosquejos de la fantasía; pero los espíritus animales, el carácter individual, aporta el colorido. Qué pequeño poder tenemos sobre este sutil fluido eléctrico y qué poca fuerza sobre él puede obtener la razón. Estos espíritus bellos e intratables parecen ser la esencia del genio y al resplandecer en sus ojos de águila, producen en el grado más elevado la feliz energía de asociar sentimientos que sorprenden, deleitan e instruyen. Estas son las mentes brillantes que concentran los paisajes para sus semejantes, obligándolos a contemplar con interés los objetos reflejados por su imaginación apasionada que pasaron por alto en la naturaleza.



Debe permitírseme que me explique. La mayoría de la gente no puede ver o sentir de modo poético pues carece de fantasía y por ello vuela en soledad en busca de objetos sensibles; pero cuando un autor le presta sus ojos, puede ver lo mismo que él y disfruta con imágenes que no podría seleccionar, aunque las tuviera delante.



Así, la educación solo proporciona al hombre de genio el conocimiento para dar variedad y contraste a sus asociaciones; pero hay una asociación de ideas habitual que crece «a la vez que nosotros», que tiene un gran efecto sobre el carácter moral de la humanidad y mediante la cual se da un giro a la mente que comúnmente perdura durante toda la vida. El entendimiento es tan dúctil y a la vez tan obstinado, que las asociaciones que dependen de circunstancias adventicias, durante el periodo que tarda el cuerpo en llegar a la madurez, rara vez pueden ser desentrañadas por la razón. Una idea lleva a otra, su antigua asociada, y la memoria, fiel a las primeras impresiones, en particular cuando no se emplean las facultades intelectuales para enfriar nuestras sensaciones, las traza de nuevo con exactitud mecánica.



Esta esclavitud habitual a las primeras impresiones tiene un efecto más pernicioso sobre el carácter femenino que sobre el masculino, porque los negocios y otras tareas áridas para el entendimiento tienden a amortiguar los sentimientos y a romper las asociaciones que violentan la razón. Pero las mujeres, a las que se convierte en tales cuando aún no han crecido y a quienes se les vuelve a llevar a la infancia cuando debían dejar el cochecito de niños para siempre, no tienen la fuerza mental suficiente para superar lo que el arte añade al suavizar a la naturaleza.



Todo lo que ven u oyen sirve para fijar impresiones, provocar emociones y asociar ideas que dan un carácter sexual a la mente. Las falsas nociones de belleza y delicadeza detienen el crecimiento de sus miembros y producen un estado de dolor enfermizo en lugar de unos órganos delicados; y debilitadas de este modo al ocuparse en desarrollar las primeras asociaciones en vez de examinarlas, obligadas por todo objeto circundante, ¿cómo pueden obtener el vigor necesario que les permita deshacerse de su carácter ficticio?, ¿dónde encuentran la fuerza para recurrir a la razón y levantarse por encima de un sistema de opresión que marchita las bellas promesas de primavera? Esta cruel asociación de ideas, a la que todo conspira para que se entreteja en todos sus hábitos de pensamiento o, para hablar con más precisión, de sentimiento, recibe nueva fuerza cuando comienzan a actuar un poco por sí mismas; porque entonces perciben que solo van a obtener placer y poder a través de su habilidad para excitar emociones en los hombres. Además, todos los libros escritos ex profeso para su instrucción, que le causaron las primeras impresiones en su mente, inculcan las mismas opiniones. Educadas, entonces, peor que en el cautiverio egipcio, es poco razonable, además de cruel, reconvenirlas por faltas que difícilmente pueden evitarse, a no ser que se suponga cierto grado de vigor de nacimiento que le toca en suerte a muy pocos humanos.



Por ejemplo, se han generalizado los sarcasmos más severos contra el sexo y se ha ridiculizado a las mujeres por repetir «una serie de frases aprendidas de memoria», cuando nada podía ser más natural si se considera la educación que reciben y que su «mayor orgullo es obedecer sin replicar» la voluntad del hombre. ¡Si no se les concede tener razón suficiente para gobernar su propia conducta porque todo lo que aprenden es de memoria! Y cuando se emplea todo su ingenio para componer su indumentaria, es tan natural «la pasión por una casaca escarlata», que nunca me sorprendió; y si concedemos que el resumen que hace Pope de su carácter es justo, «que toda mujer es en su corazón una libertina», ¿por qué se las debe censurar con acritud por buscar una mente semejante y preferir a un calavera que a un hombre de juicio?



Los calaveras saben cómo manejar su sensibilidad, mientras que los méritos modestos de los hombres juiciosos tienen, por supuesto, menos efecto en sus sentimientos y no pueden alcanzar el corazón por la vía del entendimiento, ya que tienen pocos sentimientos en común.



Parece un poco absurdo esperar que las mujeres sean más juiciosas que los hombres en sus preferencias y aun así negarles el uso libre de la razón. ¿Cuándo se enamoran los hombres de la inteligencia? ¿Cuándo, con sus fuerzas y ventajas superiores, se vuelven de la persona a la mente? Y, entonces, ¿cómo pueden esperar que las mujeres, a las que solo se enseña a observar una conducta y adquirir modales en vez de moralidad, desprecien lo que han estado toda su vida esforzándose por obtener? ¿Dónde van a encontrar de pronto juicio suficiente para sopesar pacientemente el de un hombre torpe y virtuoso, cuando sus modales, de los que se les ha hecho jueces críticas, son desairados y su conversación fría y aburrida, porque no consiste en lindas agudezas o cumplidos bien formados? Para admirar o estimar que algo continúe, debemos, al menos, contar con una curiosidad excitada al conocer, en cierto grado, lo que admiramos; porque somos incapaces de estimar el valor de cualidades y virtudes que sobrepasen nuestra comprensión. Cuando se siente un respeto tal, puede ser muy sublime, y la conciencia confusa de su humildad puede hacer a la criatura dependiente un objeto interesante desde algunos puntos de vista; pero el amor humano debe contar con ingredientes más notorios, de los que vendrá a participar de forma muy natural la persona, en una proporción muy amplia.



En grado muy elevado, el amor es una pasión arbitraria que reinará, al igual que otros males que acechan, por su propia autoridad, sin dignarse a razonar; y también puede distinguirse fácilmente de la estima, el fundamento de la amistad, porque a menudo se excita por beldades y gracias evanescentes, aunque, para dar energía al sentimiento, debe profundizar su impresión algo más serio y poner a trabajar la imaginación para convertirlo en el bien más bello y el primero.



Las pasiones comunes se excitan por cualidades comunes. Los hombres buscan belleza y la sonrisa tonta de la docilidad propia de un buen carácter; a las mujeres las cautivan los modales naturales: es difícil que no les guste un caballero y sus oídos sedientos beben con avidez las naderías insinuantes de la cortesía, mientras se apartan de los sonidos ininteligibles del seductor —de la razón más seductora que nunca atrae con tanta sabiduría. Con respecto a los cumplidos superficiales, los calaveras tienen ventaja, y las mujeres pueden formarse una opinión sobre ellos porque se mueven en su propio terreno. Alegres y casquivanas por el tenor de sus vidas, el mismo aspecto de la sabiduría o las gracias severas de la virtud deben parecerles lúgubres y producen una especie de restricciones desde las que, como niñas juguetonas, se rebelan y aman de modo natural. Sin gusto, a excepción del más superficial, ya que este es fruto del juicio, ¿cómo pueden descubrir que la belleza y la gracia verdaderas deben surgir del juego de la mente?, ¿y cómo puede esperarse que gocen de un amante si se poseen a sí mismas de modo muy imperfecto cuando mucho? La simpatía que une los corazones e invita a la confianza es tan tenue en ellas que no puede prenderse y así aumentar a pasión. No, repito, ¡el amor que aprecian tales mentes debe contar con un combustible más denso!

 



La inferencia es obvia: hasta que no se permita a las mujeres ejercitar su entendimiento, no se las debe satirizar por su apego a los calaveras, o por ser libertinas de corazón, cuando parece ser una consecuencia inevitable de su educación. ¡Quienes viven para complacer deben hallar su deleite, su felicidad, en el placer! Resulta un comentario trillado aunque cierto que nunca hacemos algo bien si no nos gusta por sí mismo.



Sin embargo, supongamos que, en alguna futura revolución del tiempo, las mujeres se convirtieran en lo que sinceramente deseo que sean: hasta el amor adquiriría una dignidad más seria y se purificaría en su propio fuego, y la virtud, al proporcionar verdadera delicadeza a sus afectos, las apartaría disgustadas de los calaveras. Al razonar, entonces, además de sentir, la única competencia actual de las mujeres, podrían guardarse con facilidad de las gracias exteriores y aprender con prontitud a despreciar la sensibilidad que se les excitaba y se ponía en su camino, cuyo comercio era el vicio, y sus atractivos, los ademanes lascivos. Recordarían que la llama —deben usarse expresiones apropiadas— que desean encender se ha extinguido a causa de la lujuria y que el apetito saciado, al perder el gusto por los placeres puros y simples, solo podría animarse mediante la variedad o artes licenciosas. ¿Qué satisfacción podría prometerse una mujer delicada en una unión con un hombre de ese tipo, cuando la misma sencillez de su afecto le parecería insípida? Así describe Dryden la situación:



Donde el amor es deber, del lado femenino, del suyo, mera satisfacción sensual, buscada con torpe orgullo.



Pero es una gran verdad que aún han de aprender las mujeres, aunque les resulta muy importante para actuar en consecuencia. En la elección de un marido no deben despistarse por las cualidades de un amante, porque este, aun suponiendo que sea sabio y virtuoso, no puede perdurar por mucho tiempo en aquel.



Si se educara a las mujeres de modo más racional y pudieran adquirir una visión más amplia de las cosas, se contentarían con amar solo una vez en sus vidas y tras el matrimonio dejarían con calma que la pasión se convirtiera en amistad, en esa tierna intimidad que es el mejor refugio de las preocupaciones y además se fundamenta sobre afectos tan puros y apacibles, que no permiten a los celos vanos perturbar el cumplimiento de las serias obligaciones de la vida o acaparar pensamientos que debieran emplearse de otro modo. Este es un estado en el que viven muchos hombres, pero pocas, muy pocas mujeres. Y se puede explicar la diferencia con mucha facilidad, sin tener que recurrir a un carácter sexual. Los hombres, de quienes se nos dice que se hizo a las mujeres, tienen demasiado ocupados los pensamientos de ellas, y esta asociación ha mezclado el amor en todos sus motivos de actuación. Así, por porfiar en un viejo tema, al haberse ocupado solamente en prepararse para excitar amor o al poner en práctica sus lecciones, no pueden vivir sin él. Pero cuando el sentimiento del deber o el miedo a la vergüenza las obliga a limitar la extensión de este deseo sobrealimentado de complacer —es cierto que estos límites son demasiado amplios según la delicadeza, aunque se hallan lejos de lo delictivo—, se determinan con obstinación a amar —y hablo de pasión— a sus maridos hasta el fin y al hacer el papel que neciamente exigían de sus amantes, se convierten en abyectas pretendientes y esclavas afectuosas.



Con frecuencia, los hombres de ingenio e imaginación son unos calaveras, y la imaginación es el alimento del amor. Esos hombres inspirarán pasión. La mitad de nuestro sexo, en su estado actual de infantilismo, suspiraría por un Lovelace, un hombre tan ingenioso, tan agraciado y tan valiente; ¿y se merece que se le acuse por actuar según los principios que se le inculcan constantemente? Necesitan un amante y un protector, y lo contemplan de rodillas ante ellas, ¡la valentía postrada ante la belleza! De este modo, el amor hace pasar a segundo plano las virtudes de un marido y las esperanzas joviales o las emociones vivas descartan la reflexión hasta que llega el día de las cuentas; y llegará, sin duda, para convertir al amante alegre en un tirano hosco y receloso que insulta con desdén la misma debilidad que fomentaba. O, en el caso de un calavera reformado, no puede deshacerse rápidamente de sus viejos hábitos. Cuando un hombre de talento es arrastrado al principio por sus pasiones, es necesario que el sentimiento y el gusto disimulen las atrocidades del vicio y den sabor a las complacencias brutales; pero cuando acaba el brillo de la novedad y el placer empalaga los sentidos, la lascivia se torna descarada y el goce queda reducido al esfuerzo desesperado de la flaqueza, que huye de la reflexión como de una legión de demonios. ¡Oh, virtud, no eres un nombre vacío; proporcionas todo lo que la vida puede dar!



Si no se puede esperar mucho consuelo de la amistad de un calavera reformado poseedor de talentos superiores, ¿cuál es la consecuencia cuando carece de sentido y de principios? Calamidad en su más espantosa forma. Cuando el tiempo consolida los hábitos de los débiles, es casi imposible la corrección y hace realmente miserables a los seres que no tienen suficiente mente para divertirse con placeres inocentes. Como al comerciante que se retira de las prisas de los negocios, la Naturaleza les presenta solo un vacío universal y pensamientos desasosegados oprimen a los desanimados espíritus. La reformación, así como su retiro, los hace realmente desdichados porque los priva de toda ocupación al mitigar todas las esperanzas y temores que ponen en movimiento sus mentes indolentes.



Si tal es la fuerza del hábito, si tal es la esclavitud de la locura, con qué cuidado debe guardarse la mente de almacenar asociaciones viciosas; y con el mismo cuidado debe cultivarse el entendimiento para salvar a la pobre criatura del estado frágil y dependiente que se sigue de la ignorancia inofensiva. Porque el uso adecuado de la razón es lo único que nos hace independientes de todo, excepto de la misma razón despejada, «a cuyo servicio está la libertad perfecta».





CAPÍTULO VII



La modestia considerada en toda su amplitud y no como una virtud de carácter sexual





¡Modestia, sagrado fruto de la sensibilidad y la razón, verdadera delicadeza mental! Me propongo investigar tu naturaleza y rastrear hasta su morada el suave encanto que, al endulzar cada rasgo severo de un carácter, hace amable lo que de otro modo solo inspiraría admiración fría. ¡Tú que suavizas las arrugas de la sabiduría y ablandas el tono de las virtudes más sublimes hasta que se transforman en humanidad; tú que esparces la nube etérea que, al rodear al amor, realza toda belleza que se encuentra medio en sombras, avivando las dulzuras esquivas que cautivan el corazón y deleitan los sentidos, modula mi lengua para que sea capaz de persuadir con la razón, hasta que levante a mi sexo del lecho de rosas en el que indolente y dormido deja pasar la vida!



Al hablar de la asociación de nuestras ideas, me he percatado de dos modos distintos, y al definir la modestia, me parece igualmente adecuado distinguir esa pureza de mente, que es efecto de la castidad, de la sencillez de carácter que nos lleva a formarnos una opinión justa de nosotros mismos, que dista por igual de la vanidad o la presunción, aunque no resulta de ningún modo incompatible con una conciencia elevada de nuestra propia dignidad. La modestia, en su último significado, es esa sobriedad mental que enseña al hombre a no pensar de sí mismo mejor de lo que debería y ha de distinguirse de la humildad porque esta es una especie de humillación de uno mismo.



Es frecuente que un hombre modesto conciba un gran plan y se adhiera a él con tenacidad, consciente de su propia fuerza, hasta que el éxito le otorga la ratificación que determina su carácter. Milton no fue orgulloso cuando se le sugirió que evitara probar una profecía, ni lo fue el general Washington cuando aceptó el mando de las fuerzas americanas. Al último siempre se le ha caracterizado como un hombre modesto, pero si solo hubiera sido eso, probablemente se habría retraído indeciso, temeroso de confiar a sí mismo la dirección de una empresa que ponía mucho en juego.



Un hombre modesto es firme, un hombre humilde es tímido y un hombre vano es presuntuoso. Este es el juicio que me ha llevado a formar la observación de muchos caracteres. Jesucristo fue modesto; Moisés, humilde, y Pedro, vano.



Así, al separar la modestia de la humildad, en un caso, no pretendo confundirla con la timidez, en el otro. De hecho, la timidez es tan distinta de la modestia, que la muchacha más tímida o el patán más rústico se convierten con frecuencia en los más impúdicos, porque al ser su timidez solo causada por la ignorancia, la costumbre la cambia pronto por aplomo.



La conducta desvergonzada de las prostitutas, que infestan las calles de esta metrópoli, levantando sentimientos alternos de piedad y disgusto, puede servir para ilustrar este comentario. Pisotean la timidez virginal con una especie de jactancia y, gloriándose en su vergüenza, se vuelven más lascivas y audaces que, aunque depravados, parecen ser aquellos hombres a quienes no se ha otorgado esta cualidad sexual de modo gratuito. Pero estas pobres desgraciadas nunca tuvieron una modestia que perder, cuando se entregaron a la infamia, porque la modestia es una virtud y no una cualidad. No, simplemente eran tímidas, inocentes pudorosas que, al perder su inocencia, se quedaron bruscamente sin su pudor. Una virtud, si se hubiera sacrificado a la pasión, habría dejado algunos vestigios en la mente que nos harían respetar las magnas ruinas.



La pureza de mente, o esa delicadeza genuina que es el único soporte virtuoso de la castidad, es muy semejante a ese refinamiento de la humanidad que solo reside en las mentes cultivadas. Es algo más noble que la inocencia; es la delicadeza de la reflexión y no la timidez de la ignorancia. La cautela de la razón, que, al igual que la pulcritud de hábitos, rara vez se ve en alto grado si el alma no está activa, puede distinguirse con facilidad del recato rústico o de la vivacidad indisciplinada; y lejos de ser incompatible con el conocimiento, es su fruto más precioso. ¡Qué idea tan vulgar de la modestia tenía el escritor del siguiente comentario!:



Se acusó de ridícula mojigatería a la señora que preguntó si las mujeres podían ser instruidas en el moderno sistema de la botánica de modo consecuente con la delicadeza femenina. Si me hubiera propuesto la cuestión a mí, le habría contestado con certeza que no.



¡Así ha de cerrarse el bello libro del conocimiento con un sello perpetuo! Cuando leo pasajes similares, levanto reverentemente mis ojos y mi corazón hacia el que vive por siempre y jamás, y digo: «Oh, Padre mío, ¿has prohibido a tu hija, por la misma constitución de su naturaleza, buscarte en las formas bellas de la verdad? ¿Y puede mancillar su alma el conocimiento que la llama desesperadamente a ti?».



Luego he proseguido con estas reflexiones, hasta que he llegado a la conclusión de que las mujeres que más han perfeccionado su razón tenían que poseer la mayor modestia, si bien una conducta mesurada y seria ha ocupado el lugar de la timidez festiva y encantadora de la juventud.



Y así lo he sostenido. Para hacer de la castidad la virtud de la que emane naturalmente la modestia sencilla, debe desviarse la atención de tareas que solo ejerciten la sensibilidad y hacer que el corazón marque el compás hacia la humanidad, en lugar de palpitar con el amor. La mujer que ha dedicado una parte considerable de su tiempo a empresas puramente intelectuales y que ha utilizado sus afectos mediante planes humanos de utilidad, tiene que poseer una mente más pura como consecuencia natural que aquellos seres ignorantes que han ocupado su tiempo y sus pensamientos con placeres galantes o estrategias para conquistar corazones. Una conducta ordenada no es modestia, aunque a aquellas que aprenden las reglas del decoro se las llama generalmente mujeres modestas. Purifica tu corazón; déjale dilatarse y condolerse por todo lo que es humano, en lugar de comprimirlo con pasiones egoístas; deja que la mente contemple con frecuencia temas que ejerciten el entendimiento sin calentar la imaginación, y la sencilla modestia dará los toques finales al cuadro.



La mujer que puede discernir el alba de la inmortalidad en la línea que se cuela a través de la noche nebulosa de la ignorancia, prometiendo un día más claro, respetará, como un templo sagrado, el cuerpo que abriga esa alma tan perfeccionable. Asimismo, el amor verdadero derrama esa especie de santidad misteriosa alrededor del objeto querido y hace al amante más modesto cuando se halla en su presencia. El afecto es tan recatado que, al recibir o retornar caricias personales, desea no solo evitar la mirada humana, como una especie de profanación, sino difundir una oscuridad circundante y nebulosa que deje fuera hasta los rayos de sol, chispeantes e insolentes. No obstante, este cariño no merece el epíteto de casto si no contiene una tristeza sublime de tierna melancolía, que permite a la mente permanecer serena por un momento y disfrutar la satisfacción presente, cuando se tiene conciencia de la presencia divina, ya que esta debe ser siempre el sustento de la dicha.

 



Como siempre me ha gustado seguir las huellas de toda costumbre prevaleciente hasta su origen en la naturaleza, he pensado con frecuencia que lo que hizo nacer ese respeto a las reliquias, del que abusan tanto los clérigos egoístas, fue ese sentimiento de afecto hacia cualquier cosa que hubiera tocado la persona de un amigo ausente o perdido. Se debe conceder que la devoción o el amor santifican las prendas así como a las personas, ya que el amante que no siente una especie de respeto sagrado por el guante o el escarpín de su dueña carece de imaginación. No podría confundirlos con otras cosas vulgares del mismo tipo. Quizá este bonito sentimiento no resistiría ser analizado por el filósofo experimental, pero el arrobamiento humano se compone de tal materia. Un fantasma intangible se desliza ante nosotros y oscurece los demás objetos; sin embargo, cuando se atrapa la nube etérea, la forma se deshace en aire común y deja un vacío solitario o un perfume dulce, robado a la violeta, que la memoria guarda como algo amado durante mucho tiempo. Pero he ido a caer inadvertidamente en el terreno de las hadas, sintiendo que la refrescante brisa primaveral me cautivaba, aunque noviembre fruncía su entrecejo.



Como sexo, las mujeres son más castas que los hombres, y como la modestia es el efecto de la castidad, merecerían que se les adjudicara esta virtud en un sentido bastante apropiado. Con todo, se me debe permitir añadir un reparo vacilante, porque dudo que la castidad produzca modestia, aunque preste decoro a la conducta, cuando es simplemente un respeto hacia la opinión del mundo y cuando ocupan los pensamientos la coquetería y las historias de amor de los novelistas. Más aún, mi experiencia y mi razón me deben llevar a esperar encontrarme con más modestia entre los hombres que entre las mujeres, simplemente porque ellos ejercitan su entendimiento más que nosotras.



Pero respecto a la conducta decorosa, las mujeres están en ventaja, si exceptuamos a una clase. ¿Qué puede ser más desagradable que esa impúdica escoria galante, aunque tan varonil, que hace que los hombres miren fija e insolentemente a toda mujer que se encuentren? ¿Puede denominarse respeto por el sexo? No, esa conducta desenfadada muestra tal depravación de hábitos, tal debilidad mental, que resulta vano esperar mucha virtud pública o privada hasta que hombres y mujeres se vuelvan más modestos, hasta que los hombres, poniendo freno a su inclinación sensual hacia el sexo o a la afectación para afirmar su virilidad —impudicia, si hablamos con más propiedad—, traten a la mujer con respeto, a menos que el apetito o la pasión den el tono peculiar a sus conductas. Me refiero a todo respeto personal —el respeto modesto a la humanidad y los semejantes—, no al remedo libidinoso de la galantería, ni a la condescendencia insolente del proteccionismo.



Para llevar aún más lejos la observación, la modestia debe repudiar de corazón y negarse a soportar esa corrupción mental que lleva a un hombre a poner de manifiesto fríamente, sin sonrojarse, alusiones indecentes u ocurrencias obscenas en presencia de un semejante; ahora la mujer está fuera de la cuestión, porque entonces se trataría de una brutalidad. El respeto al hombre como tal es el fundamento de todo sentimiento noble. ¡Cuánto más modesto es el libertino que obedece la llamada del apetito o la imaginación que el bromista lascivo que da pábulo a la risa estruendosa!



Este es uno de los muchos ejemplos en los que la distinción sexual en cuanto a la modestia ha resultado fatal para la virtud y la felicidad. Sin embargo, se va aún más lejos y se requiere de la mujer —de la débil mujer—, a la /que se ha vuelto por su educación esclava de la debilidad, que la resista en las ocasiones más difíciles. Knox dice: «¿Puede algo ser más absurdo que mantener a la mujer en un estado de ignorancia e insistir con vehemencia para que resista la tentación?». De este modo, cuando la virtud o el honor hacen adecuado refrenar una pasión, la carga se arroja sobre los hombros más débiles, en contra de la razón y