Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Una vez que las mujeres se hallen lo suficientemente instruidas como para descubrir sus intereses reales a gran escala, estoy convencida de que se encontrarán dispuestas a renunciar a todas las prerrogativas del amor que no son mutuas y hablarán de las duraderas para el disfrute sereno de la amistad y la tierna confianza en la estima producida por la costumbre. Antes del matrimonio no asumirán aires insolentes o después una sumisión abyecta, sino que se esforzarán por actuar como criaturas racionales en ambas situaciones y no se las derribará de un trono a un escabel.



La señora Genlis ha escrito varios libros de entretenimiento para niños, y sus Letters on Education proporcionan muchas sugestiones útiles de las que se beneficiarán los padres sensatos; pero sus perspectivas son reducidas y sus prejuicios tan poco razonables como poderosos.



Pasaré por alto su vehemente argumento en favor del futuro castigo eterno, ya que me sonrojo de pensar que un ser humano deba argüir con vehemencia en un tema tal, y solo haré algunos comentarios sobre su absurda manera de hacer que la autoridad paterna suplante a la razón. Porque en toda ocasión no solo inculca sumisión ciega a los padres, sino a la opinión del mundo.



Cuenta la historia de un joven, comprometido por expreso deseo de su padre a una joven de muy buena posición. Antes de que pueda efectuarse el matrimonio, esta pierde su fortuna y es arrojada al mundo sin amigos. El padre practica las artes más infames para separarla de su hijo, y cuando este se da cuenta de su villanía y, siguiendo los dictados del honor, desposa a la joven, no se sigue otra cosa que calamidades, porque ¡se había casado sin el consentimiento paterno! ¿En qué bases puede descansar la religión o la moralidad, cuando se desafía la justicia de este modo? Con el mismo propósito, vuelve a presentar a una joven perfecta, dispuesta a desposarse solo con la persona que su mamá quisiera recomendarle, y se casa realmente con un joven de su elección, sin sentir ninguna emoción o pasiones, porque esa joven tan bien educada no tuvo tiempo para enamorarse. ¿Es posible guardar respeto a un sistema de educación que insulta así a la razón y a la naturaleza?



En sus escritos aparecen muchas opiniones similares, mezcladas con sentimientos que hacen honor a su cabeza y su corazón. Además, hay tanta superstición mezclada con su religión y tanta sabiduría mundana con su moralidad, que no dejaría a una persona joven leer sus obras, a menos que pudiera conversar después sobre los temas y señalar las contradicciones.



Las cartas de la señora Chapone están escritas con tan buen juicio y tan llana humildad, y contienen tantas observaciones útiles, que solo las menciono para rendir a la valiosa escritora este tributo de respeto. Es cierto que no siempre puedo coincidir con su opinión, pero la respeto.



Esta palabra me trae el recuerdo de la señora Macaulay, sin duda la mujer de mayor talento que ha existido en este país y, sin embargo, ha muerto sin que se prestara el respeto suficiente a su memoria.



La posteridad será más justa y recordará que Catharine Macaulay fue un ejemplo de cualidades intelectuales que se suponían incompatibles con la debilidad de su sexo. Realmente, en su forma de escribir no aparece el sexo, porque es como el sentido que comunica, fuerte y claro.



No denominaré al suyo entendimiento masculino, porque no admito una asunción de razón tan arrogante, pero sostengo que era firme, y que su juicio, fruto maduro de un pensamiento profundo, fue una prueba de que una mujer puede adquirirlo en la plena extensión de la palabra. Poseía más penetración que sagacidad, más entendimiento que imaginación, y escribió con sobria energía y exactitud de argumentos; no obstante, la afinidad y la benevolencia proporcionan interés a sus sentimientos y ese calor vital a sus argumentos que fuerzan al lector a tenerlos en cuenta.



Cuando pensé en escribir estas críticas, conté por anticipado con la aprobación de la señora Macaulay, con un poco de ese ardor optimista que ha sido la tarea de mi vida reprimir, pero pronto me enteré, con la calma enfermiza de la esperanza frustrada y la inmóvil seriedad del pesar, de que ya no estaba entre nosotros.



SECCIÓN V



Al pasar revista a las distintas obras que se han escrito sobre la educación, no se pueden eludir las Cartas de lord Chesterfield. No quiero analizar su sistema afeminado e inmoral o entresacar algunos de los comentarios útiles y perspicaces que aparecen en sus epístolas. No, solo quiero hacer unas cuantas reflexiones sobre su tendencia manifiesta, el arte de adquirir un pronto conocimiento del mundo, arte que me atreveré a afirmar que hace presa, como el gusano en el brote, en la expansión de las facultades y vuelve veneno los jugos generosos que deben subir con vigor por la estructura joven, inspirando afectos cálidos y grandes propósitos.



El sabio dice que cada cosa tiene su tiempo, ¿y quién buscaría los frutos del otoño durante los meses templados de la primavera? Pero esto es mera recitación y quiero razonar con esos instructores duchos en los asuntos mundanos que, en lugar de cultivar el juicio, inculcan prejuicios y endurecen el corazón que la experiencia gradual solo habría entibiado. Un conocimiento temprano de las flaquezas humanas, o lo que se denomina conocimiento del mundo, es la vía más segura, en mi opinión, para contraer el corazón y sofocar el ardor natural de la juventud, que no solo procura grandes talentos, sino grandes virtudes. Porque el intento vano de producir el fruto de la experiencia antes de que la rama haya echado las hojas solo agota su fuerza e impide que adopte una forma natural, del mismo modo que la forma y la fuerza de los metales sedimentados se daña cuando se perturba la atracción de cohesión.



Decidme, vosotros que habéis estudiado la mente humana, si no es un extraño modo de fijar principios mostrar a los jóvenes que rara vez son estables. ¿Y cómo pueden fortalecerse con hábitos cuando los ejemplos prueban que son falaces? ¿Por qué debe sofocarse de ese modo el ardor de la juventud y herir en lo vivo a la imaginación exuberante?



Es cierto que esta árida precaución puede guardar al carácter de los infortunios del mundo, pero impedirá sin falta la excelencia, tanto en virtud como en conocimiento. El obstáculo que la sospecha arroja en cualquier senda impedirá todo ejercicio vigoroso de genio o benevolencia y se despojará a la vida de su encanto más seductor mucho antes de su atardecer calmado, cuando el hombre debe retirarse a la contemplación para buscar bienestar y apoyo.



Un joven que se ha criado con amigos de casa y al que se ha encaminado a almacenar en su mente todo el conocimiento especulativo que puede adquirirse mediante la lectura y las reflexiones naturales que inspira la ebullición de la juventud en los espíritus animales y los sentimientos instintivos entrará en el mundo con expectaciones cordiales y erróneas. Pero este parece ser el curso de la Naturaleza, y en la moral, así como en las obras de gusto, debemos observar sus indicaciones sagradas y no suponer que vamos en cabeza, cuando debemos ir detrás servilmente.



En el mundo son pocos los que actúan según los principios; las fuentes principales son los sentimientos presentes y los hábitos tempranos, ¡pero cómo se amortiguarían los primeros y se volverían los últimos grilletes de hierro corroído, si se mostrara a los jóvenes el mundo tal como es, cuando no cuentan para soportarlo con un conocimiento de la humanidad o de sus propios corazones obtenido por la experiencia! No verían entonces a sus semejantes como seres frágiles iguales a sí mismos, condenados a luchar contra las debilidades humanas, que muestran unas veces el lado brillante de su carácter y otras el lado oscuro, y exigen sentimientos alternativos de amor y disgusto, sino que tomarían precauciones en contra como fieras de presa, hasta que se erradicara todo sentimiento social amplio —en una palabra, la humanidad.



Por el contrario, mientras descubrimos de forma gradual las imperfecciones de nuestra naturaleza en la vida, descubrimos las virtudes y varias circunstancias nos unen a nuestros semejantes cuando nos mezclamos con ellos y contemplamos los mismos objetivos, en los que nunca se piensa al adquirir un conocimiento apresurado e innatural del mundo. Vemos una locura cobrar fuerza como vicio en grados casi imperceptibles y nos apiadamos mientras lo censuramos; pero si el repugnante monstruo irrumpe de repente ante nuestra vista, el miedo y el disgusto, haciéndonos más severos de lo que debe ser el hombre, nos conducirían a usurpar con celo ciego el carácter de la omnipotencia y a denunciar la condenación de nuestros semejantes mortales, olvidando que no podemos leer el corazón y que tenemos semillas de los mismos vicios al acecho en los corazones propios.



Ya he señalado que esperamos más de la instrucción de lo que esta puede proporcionar, porque en lugar de preparar a los jóvenes para afrontar los males de la vida con dignidad y para adquirir sabiduría y virtud mediante el ejercicio de sus propias facultades, se amontonan los preceptos sobre preceptos y se requiere obediencia ciega cuando la convicción debiera demostrarse con la razón.



Supongamos, por ejemplo, que una persona joven, en el primer ardor de la amistad, deifica al objeto amado, ¿qué daño puede surgir de este apego equivocado y entusiástico? Quizá sea necesario que la virtud aparezca primero en una forma humana para causar sensación en los corazones jóvenes; su mirada eludiría el modelo ideal, que busca una mente madura y exaltada y al que da forma por sí misma. «El que no ama a sus hermanos que ve, ¿cómo puede amar a Dios?», preguntó el más sabio de los hombres.



Es natural que la juventud adorne al primer objeto de su afecto con todas las mejores cualidades y la emulación que produce la ignorancia o, para hablar con más propiedad, la inexperiencia hace que la mente sea capaz de formar tal sentimiento; cuando, pasado el tiempo, se llega a la conclusión de que la perfección no se puede alcanzar entre los mortales, se piensa en abstracto que la virtud es bella, y la sabiduría, sublime. Entonces la admiración da lugar a la amistad propiamente dicha, ya que se basa en la estima; y el ser camina solo y su anhelo de emular la perfección que siempre resplandece en una mente noble depende nada más del Cielo. Pero el hombre debe conseguir este conocimiento mediante el ejercicio de sus propias facultades. Se trata sin duda del fruto bendito de la esperanza desengañada, ya que Aquel que disfruta difundiendo la felicidad y mostrando misericordia a las débiles criaturas que están aprendiendo a conocerlo nunca inculcó una inclinación para que fuera un fuego fatuo atormentador.

 



No permitimos a nuestros árboles que se extiendan con exuberancia salvaje, ni esperamos combinar por la fuerza las huellas majestuosas del tiempo con las gracias de la juventud, sino que aguardamos pacientemente hasta que hayan echado profundas raíces y hayan desafiado muchas tormentas. ¿Debe, entonces, tratarse a la mente, que en proporción a su dignidad camina más despacio hacia la perfección, con menor respeto? Para argumentar por analogía, todo lo que nos rodea se halla en un estado progresivo, y cuando un conocimiento indeseado de la vida produce casi saciedad de esta y descubrimos por el curso natural de las cosas que todo lo que se hace bajo el sol es vanidad, nos estamos acercando a la atroz conclusión del drama. Han pasado los días de actividad y esperanza, y pronto deben recapitularse las oportunidades proporcionadas por el primer estadio de la existencia para avanzar en la escala de la inteligencia. En este periodo, o antes, el conocimiento de la futilidad de la vida, si se obtiene mediante la experiencia, resulta muy útil porque es natural; pero cuando se muestran a un ser frágil las locuras y los vicios del hombre, al que quizá se enseñó con prudencia a guardarse de las contingencias comunes de la vida sacrificando el corazón, sin duda no es hablar con aspereza llamarlo la sabiduría del mundo, en contraste con el fruto más noble de la piedad y la experiencia.



Aventuraré una paradoja y daré mi opinión sin reservas. Si el hombre hubiera nacido solo para completar el círculo de la vida y la muerte, sería sabio dar todos los pasos que la previsión pudiera sugerir para hacer feliz la vida. Entonces la suprema sabiduría consistiría en moderarse en toda empresa, y el voluptuoso prudente disfrutaría de cierto grado de satisfacción, aunque no cultivara su entendimiento ni conservara puro su corazón. Suponiendo que fuéramos mortales, la prudencia sería la verdadera sabiduría o, para ser más explícita, nos proporcionaría el mayor grado de felicidad, considerada la vida en su conjunto, pero el conocimiento más allá de las conveniencias de la vida sería una maldición.



¿Por qué debemos perjudicar nuestra salud con el estudio riguroso? El placer exaltado que los intelectuales tratan de obtener apenas equivaldría a las horas de desfallecimiento que siguen, especialmente si se tuvieran en cuenta las dudas y decepciones que nublan nuestras investigaciones. Toda búsqueda está cerrada por la vanidad y la vejación, ya que la causa que deseamos descubrir en particular desaparece como el horizonte ante nosotros según avanzamos. Los ignorantes, por el contrario, se parecen a los niños, y si pudieran caminar en línea recta, finalmente llegarían al lugar donde se unen la tierra y las nubes. No obstante, aunque estemos decepcionados por nuestras investigaciones, la mente se fortalece mediante su ejercitación, quizás lo suficiente para comprender las respuestas que, en otro paso de la existencia, reciba a sus ansiosas preguntas, cuando el entendimiento revoloteaba con alas débiles alrededor de los efectos visibles para sumergirse en la causa oculta.



Tampoco las pasiones, los vientos de la vida, serían de utilidad, cuando no perjudiciales, si la sustancia que compone nuestro ser pensante, tras haber pensado en vano, se convierte en el soporte de la vida vegetal y da vigor a una calabaza o carmín a una rosa. Los apetitos responderían a toda propuesta terrenal y producirían una felicidad más moderada y permanente. Pero los poderes del alma que aquí son de poca utilidad y probablemente perturban nuestros disfrutes animales, incluso cuando la dignidad consciente nos hace vanagloriarnos de poseerlos, prueban que la vida es meramente una educación, un estado de infancia al que no deben sacrificarse las únicas esperanzas que merece la pena estimar. Así pues, lo que intento inferir es que debemos poseer una idea precisa de lo que deseamos obtener mediante la educación, porque la inmortalidad del alma se contradice por las acciones de mucha gente que profesa firmemente su creencia.



Si vuestra primera consideración es conseguir tranquilidad y prosperidad en la tierra y dejar que el futuro se provea por sí mismo, actuáis con prudencia al proporcionar a vuestro hijo una temprana penetración en la debilidad de su naturaleza. Es cierto que quizá no hagáis de él un Inkle, pero no penséis que aquel a quien se le ha inculcado desde muy pronto una opinión pobre de la naturaleza humana se adhiera a algo más que la letra de la ley, ni que considere necesario sobresalir de la medida común. Quizá evite los vicios mayores, porque la honestidad es la mejor política, pero nunca intentará conseguir grandes virtudes. El ejemplo de escritores y artistas ilustrará este comentario.



Así pues, debo aventurarme a dudar si lo que se ha pensado que era un axioma de la moral no ha sido una afirmación dogmática hecha por los hombres que han contemplado fríamente a la humanidad a través de los libros y dicen, en contradicción directa con ellos, que la regulación de las pasiones no es siempre sabiduría. Por el contrario, debe considerarse que una razón por la que los hombres tienen un juicio superior y mayor fortaleza que las mujeres es sin duda esta, que dan una esfera de acción más libre a las grandes pasiones y, al errar el camino con mayor frecuencia, ensanchan sus mentes. Si luego, mediante el ejercicio de su propia razón, fijan algunos principios estables, probablemente han de agradecérselo a la fuerza de sus pasiones, nutridas por las falsas perspectivas de la vida, que han permitido saltar por encima de las fronteras que procuran la satisfacción. Pero si, en el amanecer de la vida, podemos investigar serenamente las escenas que tenemos en perspectiva y ver todo con sus colores verdaderos, ¿cómo podrían las pasiones cobrar la fuerza suficiente para desarrollar las facultades?



Permítaseme ahora, desde la altura, examinar al mundo despojado de todos sus encantos falsos y engañosos. La clara atmósfera me permite ver cada objeto desde el punto de vista acertado, mientras mi corazón está tranquilo. Una mañana me encuentro en calma como el paisaje, cuando la niebla, esparciéndose lentamente, cubre en silencio las bellezas de la naturaleza, refrescadas por el descanso.



¿A qué luz aparecerá ahora el mundo? Froto mis ojos y pienso que quizá me estoy despertando de un sueño que parece cierto.



Veo a los hijos y las hijas de los hombres persiguiendo sombras y desperdiciando con ansiedad sus fuerzas en alimentar pasiones que no tienen un objeto adecuado, si el mero exceso de estos ciegos impulsos, mimado por esa guía moribunda, pero en la que se confía constantemente, que es la imaginación, no volviera a los mortales cortos de vista más sabios sin su concurrencia, al prepararlos para otro estado o, lo que viene a ser lo mismo, cuando persiguen algún bien presente e imaginario.



Después de contemplar los objetos a esta luz, no resultaría muy extravagante imaginar que este mundo es un escenario sobre el que se representa a diario una pantomima para divertir a los seres superiores. ¡Cómo les divertiría ver al hombre ambicioso consumirse al correr tras un fantasma y «perseguir la burbuja de la fama en la boca de un cañón» que va a volarlo, porque cuando se pierde la conciencia, no importa si se la ha llevado un torbellino o ha caído en forma de lluvia! Y si compasivos fortalecen su percepción y le muestran la senda espinosa que conduce a la perfección, que, como arenas movedizas, se hunde mientras asciende, al defraudar sus esperanzas cuando estaban al alcance de la mano, ¿no dejaría a los otros el honor de entretenerlos y se esforzaría por conseguir el momento presente, aunque, debido a la constitución de su naturaleza, no le fuera muy fácil atrapar la corriente huidiza? ¡Nosotros somos tales esclavos, con esperanzas y temores!



Pero por vanas que sean las empresas del hombre ambicioso, con frecuencia se esfuerza por algo más sustancial que la fama. Esta sería realmente el mayor meteoro, el fuego más salvaje que podría inducir a la ruina a un hombre. ¡Renunciar a la satisfacción más insignificante de ser elogiado cuando ya no exista! ¿Por qué esta lucha, sea el hombre mortal o inmortal, si esa noble pasión no elevara realmente al ser sobre sus semejantes?



Y el amor, ¡qué escenas tan divertidas puede producir! Los trucos de un bufón deben rendirse ante la locura más egregia. ¡Que ridículo ver a un mortal adornar a un objeto con encantos imaginarios y luego postrarse y adorar al ídolo que él mismo ha levantado! Pero qué consecuencias tan serias se siguen de robar al hombre esta porción de felicidad que la Deidad, al darle existencia, le ha prometido sin duda (¿o en qué pueden descansar sus atributos?). ¿No se habrían cumplido mucho mejor todos los propósitos de la vida si solo hubiera sentido lo que se ha denominado amor físico? ¿Y la vista del objeto sin el intermedio de la imaginación no reduciría pronto la pasión a un apetito, si la reflexión, la noble distinción del hombre, no le diera fuerza y le hiciera un instrumento para elevarse sobre esta escoria terrenal, al enseñarle a amar al centro de todas las perfecciones, cuya sabiduría aparece cada vez más clara en las obras de la naturaleza a medida que se ilumina y se exalta la razón mediante la contemplación y al alcanzar ese amor al orden que las luchas de las pasiones producen?



El hábito de reflexión y el conocimiento que se obtiene al alentar cualquier pasión podrían mostrarse útiles por igual, aunque se demostrara que el objeto fuera engañoso también por igual, ya que aparecerían a la misma luz si no las magnificara la pasión gobernante implantada en nosotros por el Autor de todo el bien para inspirar y fortalecer las facultades de cada individuo y posibilitarle obtener toda la experiencia que un niño al hacer ciertas cosas, aunque no sepa por qué, puede alcanzar.



Desciendo de mi altura y, al mezclarme con mis semejantes, me siento arrastrada por la corriente común. La ambición, el amor, la esperanza y el miedo ejercen su acostumbrado poder, aunque la razón nos haya convencido de que sus promesas presentes más atractivas solo son sueños moribundos; pero si la mano fría de la circunspección sofoca cada sentimiento generoso antes de que haya dejado cierto carácter permanente o haya fijado cierto hábito, ¿qué puede esperarse que se eleve sobre el instinto si no es la prudencia y la razón egoístas? ¿Quién que haya leído con mirada filosófica la desagradable descripción de los yahoos o la insípida de los houynhnm de Dean Swift puede evitar considerar lo fútil que resulta degradar las pasiones o hacer al hombre descansar en la satisfacción?



Los jóvenes deben actuar, porque si tuvieran la experiencia de una cabeza gris, serían más apropiados para la muerte que para la vida, aunque sus virtudes, al residir más en su cabeza que en su corazón, no puedan producir nada grande, y su entendimiento, preparado para este mundo, no pruebe, por su propio vuelo, que tiene derecho a uno mejor.



Además, no es posible proporcionar a una persona joven una visión justa de la vida; debe haber luchado con sus propias pasiones antes de poder estimar la fuerza de la tentación que arrastra al vicio a su hermano. Los que están adentrándose en la vida y los que están saliendo de ella ven el mundo desde puntos de vista tan diferentes que rara vez piensan lo mismo, a no ser que la razón desprovista de plumaje de los primeros nunca intente un vuelo en solitario.



Cuando escuchamos algún crimen intrépido, se desarrolla en nosotros con la sombra de la infamia más profunda y provoca indignación; pero los ojos que vieron cómo de forma gradual se espesaba la oscuridad deben observarlo con tolerancia más compasiva. El mundo no puede ser visto por un espectador impasible; debemos mezclarnos con la muchedumbre y sentir como los hombres antes de que podamos juzgar sus sentimientos. En resumen, si queremos vivir en el mundo, aumentar nuestra sabiduría y hacernos mejores, y no simplemente disfrutar de las cosas buenas de la vida, debemos alcanzar un conocimiento de los otros, al mismo tiempo que nos conocemos a nosotros mismos. El que se adquiere por cualquier otra vía solo endurece el corazón y confunde el entendimiento.

 



Se me podría decir que a veces el conocimiento así adquirido se compra a un precio demasiado caro. Solo puedo responder que dudo mucho de que se pueda obtener algún tipo de conocimiento sin trabajo y sufrimiento; y quienes deseen ahorrárselos a sus hijos, no deben quejarse si no son ni sabios ni virtuosos. Solo pretendieron hacerlos prudentes y una prudencia temprana en la vida no es más que la cauta habilidad del egoísmo ignorante.



He observado que los jóvenes a cuya educación se ha prestado una atención particular, en general, han sido muy superficiales y vanidosos y no han resultado agradables en ningún concepto, porque no tenían la calidez ingenua de la juventud ni la profundidad fría de la edad. No puedo evitar imputar esta apariencia innatural de modo principal a esa instrucción prematura y apresurada que los lleva a repetir con presunción todas las nociones toscas que la confianza les ha hecho asumir, de modo que la cuidadosa educación que han recibido los hace toda su vida esclavos de los prejuicios.



El ejercicio mental y físico al principio resulta molesto; tanto es así, que la mayoría dejaría que los otros trabajaran y pensaran por ellos. Una observación que he hecho con frecuencia ilustrará lo que quiero decir. Cuando en un círculo de personas conocidas o desconocidas alguien de facultades moderadas sostiene una opinión con ardor, me aventuraría a afirmar —porque lo he estudiado— que con frecuencia se trata de un prejuicio. Estos ecos tienen en gran respeto el entendimiento de cierto pariente o amigo y, sin comprender por completo las opiniones que prodigan con tanta avidez, las mantienen con una obstinación que sorprendería incluso a la persona que las fraguó.



Sé que actualmente predomina una especie de moda de respetar los prejuicios, y cuando alguien se atreve a enfrentarse a ellos, aunque actúe por humanidad y armado de razón, se le pregunta con altanería si sus antepasados estaban locos. No, debo responder. Probablemente al principio se consideraron las opiniones de todo tipo y de este modo se fundamentaron en cierta razón; con todo, no es infrecuente, por supuesto, que sea más bien un recurso local antes que un principio fundamental el que resulte razonable en todo tiempo. Pero las opiniones cubiertas de moho adoptan la forma desproporcionada de los prejuicios cuando se aceptan indolentemente solo porque la edad les ha dado un aspecto venerable, aunque la razón sobre la que se cimentaron deje de serlo o no se descubra. ¿Por qué han de gustarnos los prejuicios simplemente por serlo? Un prejuicio es una convicción indulgente y obstinada para la que no podemos dar razón; porque en el momento que puede darse una razón para una opinión, deja de ser un prejuicio, aunque sea un error de juicio; ¿y, entonces, hemos de aconsejar que se estimen las opiniones solo para desafiar a la razón? Esta forma de argumentar, si puede llamarse así, me recuerda lo que vulgarmente se denomina la razón femenina; porque las mujeres a veces declaran que les gustan tales cosas o creen en ellas porque les gusta hacerlo.



Es imposible conversar para algún fin con la gente que solo utiliza afirmaciones y negaciones. Antes de que puedas llevarla a un punto desde donde comenzar de modo imparcial, tienes que volver a los principios básicos que fueron los antecedentes de los prejuicios introducidos a la fuerza; y diez a uno si no se te detiene con la afirmación filosófica de que algunos principios son tan falsos en la práctica como ciertos en abstracto. Más aún, se puede inferir que la razón ha susurrado algunas dudas, porque suele ocurrir que la gente sostenga su opinión con mayor ardor cuando comienza a vacilar; al intentar deshacerse de sus propias dudas convenciendo a su oponente, crece su enfado cuando esas dudas que le corroen se le arrojan de vuelta para hacerle su víctima.



El hecho es que los hombres esperan de la educación lo que esta no puede proporcionar. Un padre o tutor sagaz puede fortalecer el cuerpo y agudizar los instrumentos por medio de los cuales el niño va a recolectar el conocimiento, pero las mieles deben ser la recompensa a la industria propia del individuo. Es casi tan absurdo intentar hacer sabio a un joven mediante la experiencia de otro como esperar que el cuerpo crezca en fortaleza solo mediante los ejercicios que se ven o de los que se habla. Muchos de los ni