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100 Clásicos de la Literatura

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Si se nos hubiera creado para latir durante el tiempo que nos correspondiera y luego morir, ¿por qué no dejarnos llevar por la sensibilidad y reírnos de la severidad de la razón? Pero, ¡ay!, incluso entonces necesitaríamos fortaleza de cuerpo y mente y la vida se perdería en placeres febriles o en tediosa languidez.

Pero el sistema de educación que honestamente deseo ver estallar parece presuponer lo que nunca debe darse por sentado: que la virtud nos escuda de las desgracias de la vida; y que la fortuna, deslizando su venda, sonreirá a la mujer bien educada y pondrá en sus manos a un Emilio o un Telémaco. Mientras, por el contrario, la recompensa que la virtud promete a sus seguidores se limita, parece claro, a sus propios pechos; y con frecuencia deben vérselas con los cuidados más vejatorios del mundo y soportar los vicios y humores de relaciones por las que nunca pueden sentir amistad.

Ha habido muchas mujeres en el mundo que, en lugar de ser sostenidas por la razón y virtud de sus padres y hermanos, han fortalecido sus mentes luchando contra sus propios vicios e insensateces y nunca se han encontrado con un hombre en figura de marido que, pagando la deuda de la humanidad, probara a devolver su razón a su estado dependiente natural y a restituir al hombre la prerrogativa usurpada de levantarse frente a la opinión.

SECCIÓN II

Los sermones del doctor Fordyce han formado parte durante mucho tiempo de las bibliotecas femeninas; más aún, se permite que los lean las niñas en las escuelas. Pero, si bien ha de concederse que contienen muchas observaciones sensatas, debo desecharlos de la de mi pupila si quiero fortalecer su entendimiento, dirigiéndola para que se forme sólidos principios sobre bases amplias, o aunque solo deseara cultivar su gusto.

Puede que el doctor Fordyce haya tenido en perspectiva un fin muy laudable, pero estos discursos están escritos con un estilo tan afectado que, aunque solo fuera por eso y no tuviera nada que objetar contra sus conceptos melifluos, no debo permitir a las niñas que los lean, a menos que intente echar fuera de su constitución cualquier destello natural, disolviendo toda cualidad humana en mansedumbre femenina y gracia artificial. Digo artificial porque la verdadera surge de cierta independencia mental.

Los niños, que no se cuidan de agradar y solo desean divertirse, a menudo son muy graciosos; y la nobleza que ha vivido la mayor parte del tiempo con inferiores y siempre ha dispuesto de dinero adquiere una naturalidad de porte que más bien debe denominarse gracia corporal, en lugar de esa gracia superior que es la verdadera expresión de la mente. Esta gracia mental, que pasa desapercibida ante los ojos vulgares, con frecuencia irradia de un semblante tosco y, al iluminar todas las facciones, muestra una mente sencilla e independiente. Entonces es cuando leemos la inmortalidad en los ojos y vemos el alma en cada gesto, aunque, a la postre, ni el rostro ni los miembros tengan mucha belleza que los recomienden o la conducta nada particular para atraer la atención universal. Sin embargo, la masa de la humanidad busca una belleza más tangible; además, ¿se admira la sencillez en general, cuando la gente no pone en consideración qué admira?, ¿y puede haber sencillez sin sinceridad? Pero termino con los comentarios que en cierta medida son inconexos, aunque los temas los hacen surgir de forma natural.

El doctor Fordyce da cien vueltas a la elocuencia de Rousseau en sus párrafos declamatorios y con lenguaje engolado y sentimental detalla sus opiniones sobre el carácter femenino y la conducta que debe adoptar la mujer para hacerse amada.

Habla por sí mismo cuando hace que la Naturaleza se dirija al hombre de este modo:

Mira a estas risueñas inocentes a las que he agraciado con mis más bellos dones y he encomendado a tu protección; míralas con amor y respeto; trátalas con ternura y honor. Son tímidas y necesitan ser defendidas. Son frágiles. ¡No te aproveches de su debilidad! Deja que se hagan querer por sus miedos y rubores. Nunca abuses de su confianza. ¿Pero es posible que alguno de vosotros sea tan bárbaro, tan perverso como para abusar de ellas? ¿Podéis sentiros capaces de despojar a estas criaturas gentiles y confiadas de su tesoro o hacer algo para despojarlas de su manto original de virtud? ¡Maldita sea la mano impía que se atreva a violar el cuerpo de castidad inmaculada! ¡Absteneos, desgraciados, rufianes! No os aventuréis a provocar la más violenta venganza del Cielo.

Sé que no se puede hacer ningún comentario serio sobre este curioso pasaje, y podría añadir muchos otros similares. Algunos, tan sensibleros, que he oído a hombres sensatos usar la palabra indecentes cuando los mencionaban con disgusto.

Hay continuas muestras de sentimientos fríos y artificiales y esa ostentación de sensibilidad que debe enseñarse a despreciar a niños y niñas como signo seguro de una mente pequeña y vana. Se hacen floridas apelaciones al Cielo y a las bellas inocentes, sus más hermosas imágenes aquí abajo, mientras se deja muy atrás todo juicio sensato. No es el lenguaje del corazón, ni nunca lo alcanzará, aunque estimule el oído.

Quizá podría decírseme que al público le han gustado estos volúmenes. Cierto, y también siguen leyéndose las Meditations de Hervey, aunque peca igualmente contra el sentido y el gusto.

Estoy especialmente en contra de las frases como de amor, inflamadas de pasión, que se intercalan por todas partes. Si alguna vez se concede a las mujeres caminar sin andadores, ¿por qué se las debe convencer para que sean virtuosas mediante arteras lisonjas y cumplidos sexuales? ¡Hay que hablarles el lenguaje de la verdad y la sensatez y dejémonos de nanas de cariño condescendiente! Que se las enseñe a respetarse como criaturas racionales en lugar de dirigirlas a apasionarse con sus insípidas personas. Me irrita escuchar a un predicador disertar sobre la ropa o las labores de aguja, y aún más oírle dirigirse a las bellezas inglesas, las más bellas de las bellas, como si solo tuvieran sentimientos.

Incluso para recomendar piedad utiliza los argumentos siguientes:

Quizá nunca una mujer bella causa una sensación más profunda que cuando, recogida en evocaciones pías y poseída por las consideraciones más nobles, adopta sin darse cuenta una dignidad superior y nuevas gracias, de tal modo que la hermosura de la santidad parece resplandecer a su alrededor y los que están a su lado se sienten casi inclinados a imaginarla ya adorada entre los ángeles, sus iguales.

¿Por qué debe educarse a la mujer con este deseo de conquista? Usada con este sentido, la misma palabra me produce un desasosiego enfermizo. ¿No ofrecen la religión y la virtud motivos más poderosos o una recompensa más brillante? ¿Siempre se las ha de degradar haciéndoles tener en cuenta el sexo de su compañía? ¿Se les debe enseñar siempre a agradar? Y cuando apunten su pequeña artillería al corazón del hombre, ¿es necesario decirles que un poco de sentido es suficiente para hacer sus atenciones increíblemente satisfactorias? «Así como un cierto grado de entendimiento en una mujer entretiene, del mismo modo, aunque por razón diferente, de una mujer deleita una pequeña expresión de amabilidad, en particular si es bella». Hubiera supuesto que por la misma razón.

¿Por qué se les dice a las niñas que parecen ángeles, si no es para rebajarlas como mujeres? ¿O que el sexo femenino, gentil e inocente, es lo que más se acerca a la idea que nos hemos formado de los ángeles? Además, al mismo tiempo se les dice que solo se asemejan a los ángeles cuando son jóvenes y bellas; en consecuencia, son sus personas, no sus virtudes, las que obtienen este homenaje.

¡Palabras necias y vanas! ¿A qué puede conducir esta adulación engañosa sino a la vanidad e insensatez? Es cierto que el amante tiene licencia poética para exaltar a la dueña de su amor; su razón es la pompa de su pasión y no comete falsedad cuando toma prestado el lenguaje de la adoración. Su imaginación puede alzar al ídolo de su corazón, sin culpa, sobre la humanidad; y qué felices serían las mujeres si solo las halagaran los hombres que las aman. Quiero decir los que aman a una de ellas, no al sexo. Pero, ¿debe un grave predicador intercalar en sus discursos tales necedades?

Sin embargo, siempre se da cabida a la voluptuosidad en el texto de sermones o novelas. Los moralistas permiten a los hombres cultivar, como la Naturaleza ordena, distintas cualidades y adoptar los diferentes caracteres que las mismas pasiones, modificadas casi hasta el infinito, otorgan al individuo. Un hombre virtuoso puede tener una constitución colérica o sanguínea, ser alegre o grave, sin ser reprobado; ser firme hasta casi la altanería o ser tan dócil que no posea voluntad u opinión propia; pero todas las mujeres tienen que ajustarse, mediante la mansedumbre y la docilidad, a un mismo carácter de dulzura condescendiente y amable sumisión.

Utilizaré las propias palabras del predicador:

Debe observarse que en vuestro sexo los ejercicios viriles nunca resultan graciosos; que en ellos siempre está proscrito el tono o la postura, las maneras o el porte de carácter masculino; y que los hombres sensibles desean en toda mujer rasgos suaves y una voz fluida, una forma no robusta y un comportamiento delicado y gentil.

¿No corresponde el retrato siguiente al de una esclava de la casa?

Me asombra la insensatez de muchas mujeres que todavía reprochan a sus maridos que las dejen solas por preferir esta o esa compañía a la suya, que las traten con este signo o el otro de descuido o indiferencia, cuando, a decir verdad, ellas tienen en gran medida la culpa. No justifico al hombre que hace algo equivocado, pero si os hubierais comportado con ellos con una atención más respetuosa y ternura más constante, estudiando su humor, pasando por alto sus errores, sometiéndoos a sus opiniones en asuntos sin importancia, sin tener en cuenta pequeños ejemplos de aspereza, capricho o pasión, respondiendo con suavidad a palabras impacientes, quejándoos lo menos posible y convirtiendo en vuestra tarea diaria el aliviar su ansiedad y adelantaros a sus deseos, animar las horas de aburrimiento y convocar las ideas de felicidad; si hubierais procurado esta conducta, no dudo que habríais mantenido su estima e incluso la habríais aumentado hasta el punto de haber conseguido el grado de influencia necesario que puede conducir a su virtud o a vuestra mutua satisfacción, y vuestra casa hubiera sido ese día la morada de la dicha doméstica.

 

Una mujer así tiene que ser un ángel —o un asno— porque no percibo huellas de carácter humano ni razón o pasión en esta sierva doméstica, cuyo ser está absorbido por el del tirano.

Además, el doctor Fordyce debe conocer muy poco el corazón humano si realmente supone que tal conducta haría retornar al amor errante, en lugar de excitar su desprecio. No; la belleza, la gentileza, etc., pueden conquistar un corazón, pero la estima, el único afecto duradero, solo puede lograrse mediante la virtud basada en la razón. Este respeto por el entendimiento es el que mantiene viva la ternura por la persona.

Como estos libros se ponen muy frecuentemente en manos de las jóvenes, les he dedicado más atención de la que estrictamente se merecen. Pero al haber contribuido a viciar el gusto y debilitar el entendimiento de muchas de mis semejantes, no podía pasarlos por alto en silencio.

SECCIÓN III

Tan paternal solicitud satura el Legacy to his Daughters del doctor Gregory, que me dispongo a criticar con afectuoso respeto. Pero aunque este pequeño volumen tiene muchos atractivos que recomendar a la parte más respetable de mi sexo, no puedo silenciar argumentos apoyados falazmente en opiniones que creo que han tenido los efectos más contraproducentes en la moral y los modales del mundo femenino.

Su estilo sencillo y familiar se adapta con precisión al tenor de sus consejos, y la ternura melancólica que el respeto por la memoria de su amada esposa difunde por toda la obra la hace muy interesante; con todo, hay cierto grado de elegancia concisa pero llamativa que perturba esta afinidad: saltamos al autor, cuando solo esperamos encontrarnos con el padre.

Además, al tener dos objetivos en perspectiva, rara vez se ajusta con firmeza a uno de ellos, porque como desea hacer amables a sus hijas y teme que la infelicidad solo sea la consecuencia de instilarles sentimientos que las arrastren fuera de los carriles de la vida ordinaria sin permitirles actuar con una dignidad e independencia en consonancia, contiene el flujo natural de sus pensamientos y no aconseja una cosa ni otra.

En el prefacio les dice una triste verdad, «que oirán, al menos una vez en sus vidas, los sentimientos genuinos de un hombre que no tiene interés en engañarlas».

¡Desventurada mujer, qué puede esperarse de ti, cuando los seres de los que se te ha dicho que dependes por naturaleza para obtener razón y apoyo están interesados en engañarte! Esta es la raíz del mal que ha sembrado un moho corrosivo en todas las virtudes y, al malograr de raíz la apertura de tus facultades, ¡te ha vuelto la débil cosa que eres! Este interés particular, este estado insidioso de contienda, es lo que socava la moralidad y divide a la humanidad.

Si el amor ha hecho desdichadas a algunas mujeres, ¡a cuántas más han vuelto vanas e inútiles las relaciones galantes, frías y sin sentido! Sin embargo, esta atención despiadada al sexo se considera tan viril, tan cortés, que hasta que la sociedad se organice de modo muy diferente, me temo que no vendrá a acabar con estos vestigios de los modales góticos un modo de conducta más sensato y afectuoso. Además, debo observar, para desnudarlo de su dignidad imaginaria, que en los estados menos civilizados de Europa predomina en grado muy elevado este jarabe de pico, acompañado de la más extrema disolución de la moral. En Portugal, país al que me refiero en particular, toma el lugar de las más serias obligaciones morales, porque rara vez se asesina a un hombre cuando se encuentra en compañía de una mujer. La mano salvaje de rapiña se debilita por este espíritu caballeresco, y si no se puede aplazar el golpe de la venganza, se suplica a la dama que perdone la rudeza y se marche en paz, aunque quizá salpicada por la sangre de su marido o hermano.

Pasaré por alto estas contradicciones con la religión, ya que pretendo discutir este tema en un capítulo aparte.

Desapruebo por completo los comentarios sobre la conducta, aunque algunos de ellos son muy sensatos, porque me parece que comienzan, por así decirlo, por el extremo equivocado. Un entendimiento cultivado y un corazón afectuoso nunca necesitan almidonadas reglas de decoro —algo más sustancial que el bien parecer será el resultado—; y sin entendimiento, la conducta aquí recomendada sería afectación. ¡Decoro, claro está, es lo único necesario!, el decoro va a suplantar a la naturaleza y a desterrar toda la simpleza y variabilidad de carácter del mundo femenino. ¿Pero qué buen fin puede producir todo este superficial consejo? No obstante, es mucho más fácil señalar este o aquel modo de conducta que poner a trabajar la razón; pero cuando se ha equipado a la mente con un conocimiento de utilidad y se la ha fortalecido mediante el empleo, puede dejarse sin peligro la regulación de la conducta a su guía.

Por ejemplo, ¿por qué han de tomarse las precauciones siguientes, cuando tienen que contaminar la mente artes de todo tipo, y por qué embrollar los grandes motivos de acción, que imponen la razón y la religión combinadas por igual, con piadosos giros mundanos y trucos de prestidigitación para ganar el aplauso de necios boquiabiertos y sin gusto?

Sed siempre prudentes en demostrar vuestro buen juicio, pues se pensará que asumís una superioridad sobre el resto de los presentes. Y si por casualidad tenéis algún conocimiento, guardarlo como un profundo secreto, especialmente de los hombres, que en general miran con ojos celosos y malignos a una mujer de gran talento y entendimiento cultivado.

Si los hombres de mérito real, como observa después, están por encima de esta mezquindad, ¿dónde está la necesidad de que la conducta de todo el sexo se deba modular para complacer a los necios o a los hombres que, al tener poca cosa por lo que reclamar respeto como individuos, prefieren mantener cerradas sus falanges? Claro está que los hombres que insisten en su superioridad común solo por la superioridad sexual son muy disculpables.

No habría fin para las reglas de conducta si lo apropiado fuera siempre adoptar el tono de la compañía, porque así, al variar continuamente de clave, un bemol pasaría con frecuencia por una nota natural.

Habría sido más inteligente, con certeza, haber aconsejado a las mujeres perfeccionarse hasta que se alzaran sobre los humos de la vanidad y, entonces, dejar que la opinión pública se persuadiera, porque ¿dónde van a detenerse las reglas de acomodamiento? La estrecha senda de la verdad y la virtud no se inclina a la derecha ni a la izquierda; es una línea recta y los que siguen con honestidad su ruta pueden bordear muchos prejuicios decorosos sin dejar atrás la modestia. Limpia el corazón y utiliza la cabeza, y me aventuro a predecir que no habrá nada ofensivo en la conducta.

Los aires de moda que muchas jóvenes están tan ávidas por conseguir siempre me hieren, al igual que las estudiadas actitudes de ciertos cuadros modernos, copiados de los antiguos con un servilismo carente de gusto; el alma queda fuera y las partes no se unen por lo que podría llamarse con propiedad carácter. Este barniz de moda, que rara vez se ajusta mucho al sentido, puede deslumbrar a los débiles, pero dejemos a su aire lo natural y difícilmente disgustará a los inteligentes. Además, cuando una mujer tiene el suficiente juicio para no pretender hacer nada que no entienda de algún modo, no hay necesidad de decidir esconder sus talentos bajo un celemín. Dejemos que las cosas tomen su curso natural y todo estará bien.

Este sistema de disimulo, a lo largo de todo el volumen, es lo que desprecio. Las mujeres siempre tienen que parecer ser esto o lo otro, aunque la virtud pueda apostrofarlas con las palabras de Hamlet: «¿Parece, señora? No sé lo que es “parece”. Tengo dentro algo que va más allá de las apariencias».

Sigue con el mismo tono, ya que en otro lugar, tras recomendar delicadeza sin definirla con demasiada claridad, añade:

Los hombres se quejarán de vuestra reserva. Os asegurarán que una conducta más franca os haría más amables. Pero, creedme, no son sinceros cuando os lo dicen. Sé que en algunas ocasiones podría haceros más agradables como compañía, pero os haría menos amables como mujeres: una distinción importante de la que muchas de vuestro sexo no se dan cuenta.

Este deseo de ser siempre mujeres, la misma conciencia de serlo, es lo que degrada al sexo. Debo repetir con énfasis una observación que ya he hecho: excepto con un amante, estaría bien si solo fueran compañías agradables o racionales. Pero a este respecto su consejo ni siquiera es consecuente con un pasaje que quiero citar con la aprobación más marcada:

El sentimiento de que una mujer puede permitirse todas las libertades inocentes mientras su virtud esté a salvo es tan groseramente indecoroso como peligroso y ha resultado fatal para muchas de vuestro sexo.

Coincido a la perfección con esta opinión. Un hombre o una mujer, o cualquier sentimiento, siempre debe desear convencer al objeto amado de que son las caricias al individuo y no al sexo las que se reciben y se devuelven con placer, y que se conmueve el corazón y no los sentidos. Sin esta delicadeza natural, el amor se convierte en una egoísta satisfacción personal, que pronto degrada el carácter.

Llevo este sentimiento aún más lejos. El afecto, cuando el amor está fuera de cuestión, autoriza muchas ternuras personales que fluyen de modo natural de un corazón inocente y dan vida a la conducta; pero los intercambios personales por el apetito, la galantería o la vanidad son despreciables. Cuando un hombre, al conducirla a su carruaje, estrecha la mano de una mujer hermosa a la que no ha visto antes, ella lo considerará una libertad impertinente cercana al insulto si está dotada de verdadera delicadeza, en lugar de sentirse halagada por este vacuo homenaje a la belleza. Estos son los privilegios de la amistad o el homenaje momentáneo que el corazón rinde a la virtud cuando de repente se hace evidente; los meros espíritus animales no tienen derecho a las bondades del afecto.

Como deseo fomentar los afectos con lo que ahora es el alimento de la vanidad, me contentaría con persuadir a mi sexo para actuar según los principios fundamentales. Que se merezcan el amor y lo obtendrán, aunque nunca se les diga que «el poder de una mujer hermosa sobre los corazones de los hombres, de los hombres de mayor talento, llega más lejos de lo que ella concibe».

Ya he dado cuenta de las estrictas advertencias respecto a la duplicidad, la suavidad femenina y la delicadeza de constitución, puesto que estos son los asuntos sobre los que vuelve una y otra vez, es cierto que de modo más decoroso que Rousseau, pero quedan claros los mismos puntos, y cualquiera que pretenda analizar estos sentimientos hallará que los principios básicos no son tan delicados como la estructura superficial.

El tema de las diversiones se trata de modo muy superficial, pero con el mismo espíritu.

Cuando me ocupe de la amistad, el amor y el matrimonio, se comprobará que diferimos de opinión notablemente, por ello, no adelantaré lo que he de observar sobre temas tan importantes, sino que limitaré mis comentarios al tenor general de los suyos, a esa prudencia familiar, a esas consideraciones restringidas del afecto parcial e ignorante, que excluye el placer y el perfeccionamiento al desear guardarse en vano del error y las penas, y que, al proteger de este modo el corazón y la mente, destruye también toda su energía. Es mejor con mucho ser decepcionada muchas veces que no confiar nunca; llevarse una desilusión en el amor que no amar nunca; perder la afición del esposo que perder su estima.

Sería una dicha para el mundo, y para los individuos, por supuesto, que toda esta infructuosa solicitud por obtener la felicidad mundana con un plan limitado se tornara en un deseo ávido de perfeccionar el entendimiento. «La sabiduría es lo principal; así pues, conseguidla y, con todos vuestros logros, armaos de entendimiento. ¿Hasta cuándo, simples de vosotras, amaréis la simpleza y odiaréis el conocimiento?», dice la Sabiduría a las hijas de los hombres.

 

SECCIÓN IV

No quiero hacer alusión a todos los autores que han escrito sobre el tema de los modales femeninos —de hecho solo batiría terreno conocido, porque, en general, han escrito con el mismo estilo—, sino atacar la tan alardeada prerrogativa del hombre; la prerrogativa que con énfasis se llamaría el férreo cetro de la tiranía, el pecado original de los tiranos. Me declaro en contra de todo poder cimentado en prejuicios, aunque sean antiguos.

Si el sometimiento demanda que se fundamente en la justicia, no existe apelación a un poder mayor, porque Dios es la misma justicia. Luego, como hijos de los mismos padres, si no se nos confiere la condición de bastardas por haber nacido después, razonemos juntos y aprendamos a someternos a la autoridad de la Razón, cuando su voz se oiga claramente. Pero si se prueba que este trono de prerrogativas descansa solo en una masa caótica de prejuicios sin principios de orden inherentes que los mantenga juntos, o sobre un elefante, una tortuga o incluso los poderosos hombros de un hijo de la tierra, se pueden eludir —quién se atreve a afrontar las consecuencias— sin quebrantar el deber, sin pecar contra el orden de las cosas.

Mientras la razón eleve al hombre sobre la multitud de animales y la muerte esté cargada de promesas, solo están sujetos a la ciega autoridad que no tiene confianza en su propia fuerza. Son libres —¡quién será libre!

El ser que puede gobernarse a sí mismo no tiene nada que temer en la vida; pero si hay algo más caro que su propio respeto, debe pagarse el precio hasta el último penique. La virtud, al igual que cualquier cosa de valor, debe amarse solo por sí misma o no morará entre nosotros. No comunicará esa paz «que excede el conocimiento», cuando se la hace simplemente el soporte de la reputación y se la respeta con exactitud farisaica porque «la honestidad es la mejor política».

No puede negarse que el plan de vida que nos permite llevar cierto conocimiento y virtud al otro mundo es el mejor calculado para asegurar la dicha en este; no obstante, muy pocos actúan según estos principios, aunque se acepta de modo universal que no admite discusión. El placer o el poder presentes se llevan con ellos estas serias convicciones y el hombre regatea la felicidad de un día, no la de la vida. ¡Qué pocos, qué poquísimos, tienen la suficiente previsión o resolución para soportar un pequeño mal presente que evite uno mayor en el futuro!

La mujer, en particular, cuya virtud se cimienta sobre prejuicios mutables, rara vez alcanza esta grandeza mental; por ello, al convertirse en la esclava de sus propios sentimientos, es sojuzgada con facilidad por los de los otros. Degradada de este modo, emplea su razón, ¡su confusa razón!, para lustrar sus cadenas en lugar de partirlas.

He escuchado indignada a las mujeres argumentar siguiendo las huellas de los hombres y adoptar los sentimientos que las igualan a los animales, con toda la pertinacia de la ignorancia.

Ilustraré mi afirmación con unos cuantos ejemplos. La señora Piozzi, que repite con frecuencia de memoria lo que no entiende, sale al paso con párrafos johnsonianos: «No busques la felicidad en la singularidad y teme el refinamiento de la inteligencia como una desviación hacia la locura». De este modo tan dogmático se dirige a un hombre recién casado y, para aclarar este pomposo exordio, añade:

Dije que la persona de vuestra señora no os sería más placentera, pero ruega que nunca la hagas sospechar que se ha vuelto menos; porque es bien conocido que una mujer perdonará mucho antes una afrenta a su entendimiento que a su persona, y ninguna de nosotras contradirá esta afirmación. Todas nuestras dotes, todas nuestras artes, se emplean para ganar y conservar el corazón del hombre, ¿y qué mortificación puede ser mayor que el disgusto de no conseguir este fin? No existe un reproche, un castigo, aunque sea severo, que una mujer de espíritu no prefiera al abandono; y si es capaz de soportarlo sin quejarse, solo demuestra que pretende compensarse del desdén de su marido con la atención de los otros.

Estos son sentimientos verdaderamente masculinos. «Empleamos todas nuestras artes para ganar y conservar el corazón del hombre», ¿y qué se infiere de aquí? Si su persona es abandonada —¿pero ha habido alguna persona que no haya sido menospreciada, aunque tuviera la simetría de los Médicis? —, se compensaría esforzándose por agradar a otro hombre. ¡Qué moralidad tan noble! Pero así se afrenta el entendimiento del sexo en su conjunto y se priva a su virtud de las bases comunes que la fundamentan. Una mujer debe saber que su persona no puede ser tan agradable para su marido como lo era para su amante y si se ofende con él por ser una criatura humana, puede gimotear tanto por la pérdida de su corazón como por cualquier otra necedad. Y esta carencia de discernimiento o esta ira irrazonable prueba que el esposo no podía cambiar su inclinación hacia su persona por afecto hacia sus virtudes o respeto por su entendimiento.

Mientras las mujeres admitan tales opiniones y actúen en consecuencia, sus entendimientos, al menos, se merecen el desprecio y vilipendio con que los hombres, que nunca insultan a sus personas, han nivelado sarcásticamente la mente femenina. Y son los sentimientos de estos hombres educados, que no desean verse embarazados con la mente, los que adoptan neciamente las mujeres vanas. Además, deberían saber que el insulto a la razón solo puede extender esa sagrada reserva sobre la persona que vuelve los afectos humanos permanentes en la medida en que resulten consecuentes con la gran finalidad de la existencia: la obtención de la virtud, porque esos afectos humanos tienen siempre ciertos quilates de base.

La baronesa de Staël habla el mismo lenguaje de la señora que acabo de citar, pero con mayor entusiasmo. Por accidente cayó en mis manos su elogio a Rousseau y sus sentimientos, los sentimientos de muchísimas de mi sexo, servirán de texto para algunos comentarios. Observa que:

Aunque Rousseau se ha esforzado por evitar que las mujeres intervengan en los asuntos públicos y tengan un papel importante en el escenario de la política, ¡cuánto ha hecho en su satisfacción al hablar de ellas! Si quería privarlas de algunos derechos extraños a su sexo, ¡cómo les ha restablecido para siempre todos los que les corresponden! Y al intentar aminorar su influencia sobre las deliberaciones de los hombres, ¡de qué modo tan sagrado ha establecido su imperio sobre su felicidad! Al ayudarlas a descender de un trono usurpado, las ha sentado con firmeza en el que la naturaleza les había destinado; y aunque se llene de indignación contra ellas cuando intentan parecerse a los hombres, cuando se le presentan con todo el encanto, la debilidad, las virtudes y los errores propios de su sexo, el respeto por sus personas se aproxima a la adoración.

¡Cierto!, porque nunca hubo un sensualista que rindiera una adoración más ferviente al resplandor de la belleza. De hecho, su respeto por la persona era tan fervoroso que, a excepción de la virtud de la castidad, por razones obvias, solo deseaba verla embellecida por encantos, debilidad y errores. Tenía miedo de que la austeridad de la razón pudiera perturbar el suave jugueteo del amor. El amo deseaba tener una esclava de oropel que le gustara y dependiera por completo de su razón y su liberalidad; no quería una compañera a la que se viera obligado a estimar o una amiga a quien pudiera confiar el cuidado de sus hijos si la muerte los dejaba sin padre antes de que hubiera cumplido esta tarea sagrada. Niega el juicio a las mujeres, las excluye del conocimiento y las desvía de la razón; no obstante, concede su perdón, porque «admite la pasión del amor». Se necesitaría cierto ingenio para demostrar por qué las mujeres deberían sentirse obligadas hacia él por admitir el amor, cuando resulta claro que solo lo hace para el esparcimiento del hombre y para perpetuar la especie; pero habla con pasión y esa magia poderosa surte efectos en la sensibilidad de una joven encomiasta. «Esto significa para las mujeres —prosigue la rapsoda— que su razón disputa el imperio con ellas, mientras su corazón es fervorosamente suyo». Deben luchar no por el imperio, sino por la igualdad. No obstante, si solo desean ensanchar su dominio, no han de confiar por completo en sus personas, porque aunque la belleza puede ganar un corazón, no podrá conservarlo, aunque esté en su pleno florecimiento, si la mente no le presta, al menos, algunas gracias.