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100 Clásicos de la Literatura

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Hay que resaltar que las observaciones de Rousseau se hicieron en un país donde se había refinado el arte de complacer solo para extraer la grosería del vicio. No volvió a la naturaleza o el dominio de su apetito estorbó las operaciones de la razón, o no habría extraído estas inferencias tan toscas.

En Francia, se educa a niños y niñas, en particular a las últimas, para ocuparse de sus personas y regular la conducta exterior; y sus mentes se corrompen a edad muy temprana por las advertencias piadosas y mundanas que reciben para guardarlos de la inmodestia. Hablo de tiempos pasados. Sé de buenas fuentes que las mismas confesiones que se obligaba a hacer a los niños y las preguntas del sacerdote eran suficientes para inculcar un carácter sexual; y la educación de la sociedad era una escuela de coquetería y artes. A los diez u once años, es más, a veces mucho antes, las niñas empezaban a coquetear y hablaban sin que se las regañara de buscarse una posición en el mundo mediante el matrimonio.

En resumen, se las trataba como mujeres, casi desde su mismo nacimiento, y oían halagos en lugar de instrucciones. Con este debilitamiento mental, se suponía que la Naturaleza había actuado como una madrastra cuando formó esta idea tardía de la creación.

Sin embargo, al no concedérseles entendimiento, era consecuente someterlas a una autoridad independiente de la razón; y para prepararlas para ello, Rousseau aconseja lo siguiente:

Las niñas deben ser activas y diligentes, pero esto no es todo: también deben someterse desde muy temprano a limitaciones. Este infortunio, si en realidad lo es, es inseparable de su sexo y no deben desecharlo si no quieren sufrir males más crueles. Toda su vida han de sujetarse a la restricción más constante y severa, que es la del decoro. Por ello, es necesario acostumbrarlas pronto a tal confinamiento para que más tarde no les cueste demasiado caro, y a suprimir sus caprichos para que se sometan de buena gana a la voluntad de los otros. Si se sienten inclinadas a trabajar constantemente, se las debe obligar a veces a dejarlo. Disipación, liviandad e inconstancia son faltas prontas a brotar de sus primeras predisposiciones, cuando se corrompen o pervierten debido a una indulgencia exagerada. Para prevenirlo, hemos de enseñarles sobre todas las cosas a establecer las limitaciones debidas sobre sí mismas. Nuestras instituciones absurdas reducen la vida de una mujer modesta a un conflicto perpetuo consigo misma: no deja de ser justo que este sexo participe de los sufrimientos habidos por los males que nos causó.

¿Y por qué la vida de una mujer modesta es un conflicto perpetuo? Debo responder que el mismo sistema de educación lo hace así. Modestia, templanza y abnegación son los frutos sobrios de la razón; pero cuando la sensibilidad se nutre a expensas del entendimiento, necesariamente son reducidos a esos seres débiles por medios arbitrarios y se ven sometidos a conflictos continuos. Mas demos a su actividad mental mayor alcance, y pasiones y motivos más nobles gobernarán sus apetitos y sentimientos.

El apego y el cuidado comunes de una madre, más aún, el mismo hábito, facilitarán que sus hijos la quieran, si no hace nada para incurrir en su odio. Hasta la sujeción a que los someta, si está bien dirigida, aumentará su efecto en lugar de disminuirlo; porque al ser natural al sexo el estado de dependencia, se perciben formados para la obediencia.

Esto es dar por sentado algo que hay que probar, porque la servidumbre no solo envilece al individuo, sino que sus efectos parecen transmitirse a la posteridad. Considerando el lapso de tiempo que las mujeres han sido dependientes, ¿resulta sorprendente que algunas anhelen las cadenas y hagan fiestas como el perro de aguas? Un naturalista observa: «Estos perros mantenían al principio las orejas erguidas, pero la costumbre ha reemplazado a la naturaleza y un signo de miedo se ha convertido en algo bello».

Rousseau añade:

Por la misma razón, las mujeres tienen o deben tener muy poca libertad; están dispuestas a concederse demasiada indulgencia en lo que se les permite. Aficionadas en todo a los extremos, hasta en sus diversiones se arroban más que los niños.

La respuesta a esto es muy simple. Los esclavos y la plebe siempre se han abandonado a los mismos excesos, una vez que se han soltado de la autoridad. El arco doblado vuelve a su posición original con violencia, cuando afloja de repente la mano que lo sujetaba con fuerza; y la sensibilidad, juguete de las circunstancias exteriores, debe someterse a la autoridad o moderarse mediante la razón.

Continúa:

De este comedimiento natural resulta una docilidad que las mujeres necesitan durante toda su vida, ya que permanecen constantemente bajo la sujeción de los hombres o las opiniones de la humanidad y nunca se les permite situarse por encima de ellas. La primera aptitud y la más importante de una mujer es una buena naturaleza o suavidad de carácter: formada para obedecer a un ser tan imperfecto como el hombre, a menudo lleno de vicios y siempre lleno de faltas, debe aprender con tiempo incluso a sufrir la injusticia y a soportar los insultos del marido sin quejarse; ha de ser de temperamento apacible, no en consideración a él, sino a sí misma. La perversidad y la malicia de las mujeres solo sirven para agravar su propio infortunio y la mala conducta de sus maridos; deben percibir claramente que esas no son las armas con las que consiguen la superioridad.

Formadas para vivir con un ser tan imperfecto como el hombre, deben aprender mediante la ejercitación de sus facultades la necesidad de la paciencia. Al insistir en la obediencia ciega, se violan todos los derechos sagrados de la humanidad, o los derechos más sagrados pertenecen solo a los hombres.

El ser que soporta con paciencia la injusticia y tolera en silencio los insultos pronto se volverá injusto o incapaz de discernir lo correcto de lo erróneo. Además, niego el hecho: este no es el camino adecuado para formar o mejorar el temperamento, porque, como sexo, los hombres lo tienen mejor que las mujeres al ocuparse de asuntos que interesan tanto a la cabeza como al corazón. La gente de sensibilidad es raro que tenga buen carácter. Su formación constituye la tarea fría de la razón cuando, según avanza la vida, mezcla con las destrezas felices elementos discordes. Nunca he conocido a una persona débil o ignorante que tuviera un buen carácter, aunque con frecuencia se le da ese nombre a ese buen humor constitucional y a esa docilidad que el miedo imprime en la conducta. Digo conducta, porque la mansedumbre genuina nunca alcanzó al corazón o la mente, a no ser como efecto de la reflexión. Y muchos hombres sensatos, que encuentran a algunas de esas criaturas dulces e irritables compañeras muy molestas, concederán que ese simple comedimiento produce numerosos humores malsanos en la vida doméstica.

Sigue argumentando:

Cada sexo debe conservar su tono y modales peculiares; un marido manso puede provocar una esposa impertinente; pero la mansedumbre de disposición por parte de la mujer siempre hará tornar a la razón al hombre, a menos que sea un animal absoluto, y antes o después triunfará sobre él.

Quizá a veces una razón apacible pueda producir este efecto, pero el miedo abyecto siempre inspira desprecio y las lágrimas solo resultan elocuentes cuando corren por mejillas bellas.

¿De qué materiales está compuesto un corazón que puede enternecerse cuando se le insulta y en vez de rebelarse ante la injusticia besa la vara que lo golpea? ¿Es injusto inferir que la virtud de quien puede acariciar a un hombre con verdadera dulzura femenina en el mismo momento en que la trata con tiranía se fundamenta en egoísmo y perspectivas limitadas? La naturaleza no dictó nunca tal falta de sinceridad, y aunque se denomine virtud a este tipo de prudencia, la moral se vuelve vaga cuando se da por supuesto que una parte descansa en la falsedad. Son simplemente recursos, y estos solo son de utilidad momentánea.

Que los maridos se guarden de confiar demasiado tácitamente en esta obediencia servil, porque si su esposa puede acariciarle con suavidad cautivadora cuando está enfadado y cuando ella debería estarlo también, a menos que el desprecio haya extinguido la efervescencia natural, podría hacer lo mismo tras despedirse de su amante. Todo esto son preparativos para el adulterio, o si el miedo al mundo o al infierno contienen su deseo de complacer a otro hombre cuando ya no lo logra con su marido, ¿qué sustituto puede hallar un ser formado por la naturaleza y las artes solo para agradar al hombre?, ¿qué puede compensarle de esta privación o dónde debe buscar una nueva ocupación?, ¿dónde encuentra la suficiente fortaleza mental para determinarse a comenzar la búsqueda, cuando sus hábitos están arraigados y la vanidad ha dirigido durante mucho tiempo su mente caótica?

Pero este moralista parcial recomienda de forma sistemática y creíble la astucia.

Las hijas deben ser siempre obedientes; sin embargo, sus madres no han de ser inexorables. Para que una joven sea tratable no tiene que hacérsela infeliz; para que sea modesta no se la debe volver estúpida. Por el contrario, no me desagradaría que se le permitiera utilizar ciertas artes, no para eludir el castigo en caso de desobediencia, sino para eximirse de la necesidad de obedecer. No es necesario hacer su dependencia opresiva, sino solo hacérsela sentir. La sutileza es un talento natural del sexo, y como estoy convencido de que todas nuestras inclinaciones naturales son buenas y correctas en sí mismas, soy de la opinión de que debe cultivarse al igual que los otros; solo debemos prevenir su abuso.

Entonces infiere triunfalmente que «cualquier cosa que exista está bien». Concedido, pero quizá ningún aforismo ha contenido nunca una afirmación más paradójica. Es una solemne verdad respecto a Dios. Digo con reverencia que Él contempla el todo de una vez y vio sus justas proporciones en las entrañas del tiempo; pero el hombre, que solo puede examinar partes dispersas, encuentra muchas cosas equivocadas; y esto es parte del sistema y por ello es cierto que debe esforzarse por transformar lo que le parece erróneo, aun cuando se incline ante la sabiduría de su Creador y respete la oscuridad que intenta disipar.

 

La deducción que se sigue es justa si el principio es acertado.

La superioridad de discurso característica del sexo femenino es una justa indemnización por su inferioridad en cuanto a fortaleza: sin ella, la mujer no sería la compañera del hombre, sino su esclava; mediante su astucia e ingenio superiores conserva su igualdad y lo gobierna mientras simula obedecer. La mujer tiene todo contra ella: nuestras faltas y su propia timidez y debilidad. En su favor no tiene nada más que su sutileza y su belleza. Así pues, ¿no es muy razonable que cultive ambas?

La grandeza mental no puede cohabitar nunca con la astucia o la palabrería. No me intimidarán las palabras cuando su significado directo es la falsedad o la falta de sinceridad, sino que me contentaré con observar que si alguna clase de humanidad fue creada de tal modo que sea necesario educarla mediante reglas que no se deduzcan directamente de la verdad, la virtud no es más que una convención. ¿Cómo puede atreverse Rousseau a afirmar, después de dar este consejo, que en el gran fin de la existencia el objetivo de ambos sexos debe ser el mismo, cuando sabe bien que la mente, formada por sus empresas, se amplía mediante consideraciones importantes que engullen a las pequeñas o de lo contrario se vuelve ella misma pequeña?

Los hombres poseen una fortaleza corporal superior, pero si no fuera por las erróneas nociones de belleza, las mujeres adquirirían la suficiente para ser capaces de ganar su propio sustento, verdadera definición de la independencia, y para soportar aquellos inconvenientes y tareas corporales que son requisito para fortalecer la mente. Luego, déjennos alcanzar la perfección corporal permitiéndonos hacer el mismo ejercicio que a los niños, no solo durante la infancia, sino también en la juventud, y podremos saber hasta dónde se extiende la superioridad natural del hombre. ¿Porque qué razón o virtud puede esperarse de una criatura cuando se descuida el tiempo de sembrar en la vida? Ninguna. Los vientos del cielo no esparcieron al azar muchas semillas de utilidad sobre el terreno en barbecho.

La belleza no se adquiere solo mediante la indumentaria, y el arte de la coquetería no se logra tan pronto o de prisa. Sin embargo, mientras las niñas son aún jóvenes, poseen capacidad para estudiar gestos agradables, una modulación de voz adecuada y un porte y conducta naturales, así como para sacar provecho de adaptar con gracia su apariencia y actitudes al tiempo, el lugar y la ocasión. Así pues, no deben aplicarse solo a las artes de destreza y a la aguja cuando muestren otros talentos cuya utilidad ya es patente.

Por mi parte, haría que una joven inglesa cultivara sus talentos de agradar para complacer a su futuro marido con el mismo cuidado y asiduidad que una joven circasiana cultiva los suyos para amoldarse al harén de un bajá oriental.

Para hacer a la mujer insignificante por completo añade:

Las lenguas de las mujeres son muy volubles; hablan antes, con mayor facilidad y de modo más agradable que los hombres. También se las acusa de hablar mucho más, pero así debe ser y estoy dispuesto a convertir este reproche en un cumplido: sus labios y ojos tienen la misma actividad y por la misma razón. El hombre habla de lo que conoce; la mujer, de lo que le complace. El uno requiere conocimiento; la otra, gusto. El objetivo principal del discurso de un hombre debe ser lo que es útil; el de la mujer, lo que es agradable. No debe haber nada común entre sus diferentes conversaciones a no ser la verdad.

Así pues, no debemos restringir la plática de las niñas del mismo modo que lo hacemos con los niños mediante esta severa pregunta: ¿Con qué propósito hablas?, sino mediante otra que no es menos difícil de responder: ¿Cómo se recibirá tu discurso? En la infancia, cuando todavía no son capaces de discernir el bien del mal, deben observar como una ley no decir nunca nada desagradable a aquellos con quienes hablen. Lo que hará la práctica de esta regla también la más difícil es que conlleva no decir nunca falsedades o cosas no ciertas.

Realmente, gobernar la lengua de esta manera requiere gran habilidad y se practica demasiado tanto entre hombres como entre mujeres. ¡Qué pocos hablan con el corazón en la mano! Tan pocos que yo, que amo la simplicidad, renunciaría de buena gana a la educación por una cuarta parte de la virtud que se ha sacrificado a una calidad equivocada que, cuando más, solo debe ser el barniz de esta.

Pero, para completar el esbozo, añade:

Resulta fácil de concebir que si los niños no son capaces de formarse nociones verdaderas sobre la religión, esas ideas deben estar muy por encima de la concepción de las niñas. Por esta misma razón comenzaré a hablarles del tema lo antes posible, porque si esperamos a que sean capaces de discutir metódicamente estas profundas cuestiones, corremos el riesgo de no hacerlo en toda su vida. La razón en la mujer es de carácter práctico y las capacita mediante la astucia para descubrir los medios de alcanzar un fin conocido, pero nunca les permitiría descubrir por sí mismas ese fin. Las relaciones sociales entre los sexos son realmente admirables: su unión da como resultado una persona moral, de la cual la mujer podría denominarse los ojos y el hombre la mano, con una dependencia tal uno del otro, que la mujer tiene que aprender del hombre lo que va a ver y el hombre de ella lo que debe hacer. Si la mujer pudiera recurrir a los principios fundamentales de las cosas lo mismo que el hombre y este fuera capaz de adentrarse en las menudencias como las mujeres, de modo independiente el uno del otro, vivirían en discordia perpetua y su unión no perduraría. Pero en la armonía presente que existe entre ellos de modo natural, sus facultades diferentes tienden hacia un fin común: es difícil decir cuál de ellos dirige su mayor parte, pues cada uno sigue el impulso del otro; los dos obedecen y los dos son amos y señores.

Como la conducta de la mujer se subordina a la opinión pública, su fe en materia de religión, por esa misma razón, debe someterse a la autoridad. Toda hija debe ser de la misma religión que su madre y toda esposa de la misma religión que su marido, porque, aunque esa religión sea falsa, la docilidad que induce a la madre y la hija a someterse al orden de la naturaleza levanta, a los ojos de Dios, la criminalidad de su error. Como no tienen capacidad para juzgar por sí mismas, han de guiarse por la decisión de sus padres y maridos con la misma confianza que depositan en la Iglesia.

Como la autoridad debe regular la religión de las mujeres, no resulta muy necesario explicarles las razones de su creencia ni establecer los dogmas que tienen que creer. Porque la doctrina que solo presenta ideas oscuras a la mente es fuente de fanatismo y la que presenta absurdos lleva a la carencia de fe.

Parece que debe existir una autoridad absoluta e incontrovertida en alguna parte, ¿pero no es esto una apropiación directa y exclusiva de la razón? Así se han confinado los derechos de la humanidad a la línea masculina empezando por Adán.

Rousseau llevaría su aristocracia masculina todavía más lejos, porque insinúa que no condenaría a los que pugnan por dejar a la mujer en un estado de la más profunda ignorancia, si no fuera necesario para preservar su castidad y justificar la elección masculina a los ojos del mundo proporcionarles un somero conocimiento sobre el hombre y las costumbres producidas por las pasiones humanas; además podría reproducirse en casa sin que se volviera menos voluptuosa o inocente por el ejercicio del entendimiento, con excepción, claro está, del primer año de matrimonio, cuando se emplearía en vestirse como Sofía:

Su vestido es en apariencia modesto en extremo, pero muy coqueto en realidad: no hace ostentación de sus encantos, sino que los disimula, pero, al hacerlo, sabe cómo impresionar vuestra imaginación. Cualquiera que la vea dirá que es una muchacha modesta y discreta, pero cuando os encontráis cerca de ella, vuestros ojos y afectos vagan por toda su persona, sin que podáis apartaros de ella; y concluiríais que cada una de las partes de su atuendo, aunque parece simple, solo se puso en ese orden para que la imaginación las fuera quitando una a una.

¿Es esto modestia? ¿Es una preparación para la inmortalidad? De nuevo, ¿qué opinión debemos formarnos de un sistema de educación, cuando el autor dice de su heroína que «para ella hacer las cosas bien solo es una preocupación secundaria; su principal preocupación es hacerlas con primor».

No cabe duda de que todas sus virtudes y cualidades son secundarias, porque, respecto a la religión, hace que sus padres, al estar acostumbrada a la sumisión, le digan: «Tu marido te enseñará cuando llegue el momento oportuno».

Tras alicortar de este modo la mente de la mujer, si para mantenerla bella no la ha dejado casi en blanco, le aconseja meditar, para que un hombre reflexivo no se aburra en su compañía cuando se canse de acariciarla. ¿Sobre qué tiene que reflexionar quien tiene que obedecer?, ¿y no sería un refinamiento de la crueldad abrir solo su mente para hacer visible la oscuridad y miseria de su destino? Pero estos son sus juiciosos comentarios. El lector puede determinar en qué medida resultan consecuentes con lo que ya me he visto obligada a citar para ofrecer una visión justa sobre el tema.

Los que pasan toda su vida trabajando por el pan cotidiano no tienen ideas que vayan más allá de sus asuntos o su interés, y todo su entendimiento parece hallarse en la punta de sus dedos. Esta ignorancia no resulta perjudicial para su integridad ni para su moral, sino que con frecuencia les es de servicio. A veces, mediante la reflexión, nos sentimos conducidos a capitular ante nuestra obligación y acabamos por poner en el lugar de las cosas una jerga de palabras. Nuestra propia conciencia es el filósofo más lúcido. No hay necesidad de estar al corriente de las obras de Cicerón para ser un hombre de bien; y quizá la mujer más virtuosa del mundo sea la que conozca menos la definición de virtud. Pero no es menos cierto que el perfeccionamiento del entendimiento solo puede hacer la compañía más agradable; y es una pena que un padre de familia a quien le guste estar en casa siempre se vea obligado a meterse en sí mismo y no tenga a nadie cerca con quien pueda compartir sus sentimientos.

Además, ¿cómo puede una mujer falta de reflexión educar a sus hijos? ¿Cómo puede discernir lo que les conviene? ¿Cómo puede inclinarlos hacia las virtudes que desconoce o hacia el mérito del que no tiene idea? Solo puede consolarlos o reprenderlos; hacerlos insolentes o tímidos; los hará fanfarrones o zopencos ignorantes, pero nunca logrará hacerlos juiciosos o amables.

Realmente, cómo podría, cuando su marido no está siempre a mano para conducirla con su razón, cuando ambos juntos forman solo un ser moral. Una voluntad ciega, «ojos sin manos», no iría muy lejos; y quizá esta razón abstracta, que debe concentrar los haces dispersos de su razón práctica, se emplee en juzgar el sabor del vino, discurrir sobre las salsas más apropiadas para acompañar a la tórtola, o interesado más profundamente en el juego de cartas, generalice sus ideas mientras se apuesta su fortuna y deja toda la minucia de la educación a su compañera o a la suerte.

Pero concediendo que la mujer debe ser bella, inocente y necia, para convertirla en una compañía más atractiva y condescendiente, ¿por qué se sacrifica su entendimiento? Y, según la propia declaración de Rousseau, toda esta preparación solo es necesaria para hacerla la amante de su marido durante un tiempo muy corto, ya que ningún hombre porfía sobre la naturaleza pasajera del amor. Así habla el filósofo: «Los placeres sensuales son efímeros. El estado habitual del afecto se pierde siempre una vez que se satisface. La imaginación, que engalana el objeto de nuestros deseos, se pierde con su goce. A excepción del Ser Supremo, que existe por sí mismo, no hay nada hermoso sino lo que es ideal».

Pero Rousseau vuelve a sus paradojas incomprensibles cuando dice a Sofía:

Emilio, al convertirse en tu esposo, se vuelve tu dueño y reclama tu obediencia. Tal es el orden de la naturaleza. Sin embargo, cuando un hombre se casa con una mujer como Sofía, resulta adecuado que esta lo dirija. Esto también es conforme con el orden de la naturaleza. Así pues, te he hecho el árbitro de sus placeres para darte tanta autoridad sobre su corazón cuanta su sexo le concede sobre tu persona. Quizá te cueste cierta abnegación desagradable, pero estarás segura de mantener tu dominio sobre él si eres capaz de mantenerlo sobre ti misma. Lo que ya he observado también me indica que esta difícil tentativa no sobrepasa tu valor.

 

Para tener a tu marido constantemente a tus pies, mantenlo a cierta distancia de tu persona. Gozarás de la autoridad en el amor por más tiempo si sabes cómo hacer tus favores raros y valiosos. Así es como puedes emplear hasta las artes de la coquetería al servicio de la virtud y las del amor al servicio de la razón.

Concluiré las citas con una simple descripción de una pareja agradable:

Y aun así no debes imaginar que tales manejos serán siempre suficientes. Sean cuales fueren las precauciones tomadas, el disfrute va mermando poco a poco los bordes de la pasión. Pero cuando el amor ha durado el mayor tiempo posible, un hábito agradable ocupa su lugar y el apego de la confianza mutua reemplaza los arranques de pasión. Con frecuencia los hijos constituyen una conexión más amena y permanente entre los matrimonios que el mismo amor. Cuando dejes de ser la amante de Emilio, continuarás siendo su esposa y su amiga, porque serás la madre de sus hijos.

Observa con acierto que los hijos constituyen un lazo mucho más permanente en los matrimonios que el mismo amor. Declara que no se valorará la belleza o incluso que no se verá después de que una pareja haya vivido junta seis meses; las gracias artificiales y la coquetería también dejarán de interesar a los sentidos. Entonces, ¿por qué dice que debe educarse a una mujer para su marido con el mismo cuidado que para un harén oriental?

Ahora apelo al buen sentido de la humanidad, desde las ensoñaciones de la imaginación y el libertinaje refinado: si el objetivo de la educación es preparar a las mujeres para convertirse en esposas castas y madres juiciosas, ¿el método recomendado de manera tan verosímil en el esbozo anterior es el mejor calculado para producir estos fines? ¿Se sostendrá que la vía más segura para hacer casta a una esposa es enseñarle a practicar las artes licenciosas de una amante, denominadas coquetería virtuosa por el sensualista que ya no puede saborear el encanto sin mañas de la sinceridad o degustar el placer que surge de una tierna intimidad, cuando la sospecha no descarta la confianza y el sentido la hace interesante?

El hombre que puede contentarse con vivir con una compañera bella y útil pero sin mente ha perdido, con las satisfacciones voluptuosas, el gusto por deleites más refinados. Nunca ha sentido la satisfacción reposada, que refresca el corazón sediento cual sereno rocío del cielo, de ser amado por alguien que pueda comprenderlo. Cuando está en compañía de su esposa sigue solo, a no ser que el hombre se haya sumido en el animal. Un grave pensador filosófico dice que «el encanto de la vida es la afinidad; nada nos complace más que observar en otro hombre sentimientos semejantes, con todas las emociones de nuestro propio pecho».

Pero según el tenor del razonamiento por cuya mediación se mantiene alejada del árbol del conocimiento a la mujer, todo tiene que sacrificarse para hacer a la mujer un objeto de deseo por un corto tiempo: los años importantes de la juventud, la utilidad de la edad madura y las esperanzas racionales en el porvenir. Además, ¿cómo podía esperar Rousseau que fueran virtuosas y constantes cuando no se permite que la razón sea el fundamento de su virtud, ni que busquen la verdad? Todos los errores del razonamiento roussoniano surgen de la sensibilidad y las mujeres siempre están dispuestas a perdonarla si se dirige hacia sus encantos. Cuando debía razonar se apasionaba y la reflexión inflamaba su imaginación en lugar de iluminar su entendimiento. Hasta sus propias virtudes le descarriaron, ya que por su natural ardiente y su viva imaginación, la naturaleza le llevó hacia el otro sexo con una inclinación tan ávida que pronto se volvió un lascivo. Si hubiera dado vía a esos deseos, el fuego se habría extinguido de modo natural, pero la virtud y una especie de delicadeza romántica le hicieron practicar el renunciamiento; así, cuando el miedo, la delicadeza o la virtud le sujetaban, dejaba volar su imaginación y, reflexionando sobre las sensaciones a las que esta daba fuerza, las dibujó con los colores más resplandecientes y las colocó en lo más profundo de su alma.

Entonces buscó la soledad, no para dormir con el hombre de la naturaleza o investigar con calma las causas de las cosas bajo la sombra donde sir Isaac Newton se entregaba a la contemplación, sino simplemente para entregarse a sus sentimientos. Y ha pintado tan ardientemente lo que sentía con tanta fuerza, que al interesar los corazones e inflamar la imaginación de sus lectores según la fuerza de la suya, estos se imaginan que convence a sus entendimientos cuando solo sienten afinidad con un escritor poético que exhibe con habilidad objetos sensuales ensombrecidos del modo más voluptuoso o velados con gracia; y así, al hacernos sentir cuando pensamos que razonamos, la mente saca conclusiones erróneas.

¿Por qué la vida de Rousseau se dividió entre el éxtasis y la miseria? La única respuesta que se puede dar es que la efervescencia de su imaginación produjo ambas; pero si esta hubiera podido enfriarse, quizás habría adquirido mayor fortaleza mental. Además, si el propósito de la vida es educar la parte intelectual del hombre, no hay nada que objetarle a este respecto; más aún, si la muerte no condujera a un escenario de actuación más noble, es probable que hubiera disfrutado de una felicidad más equilibrada en la vida y hubiera sentido las serenas sensaciones del hombre natural, en lugar de prepararse para otro estado de existencia nutriendo las pasiones que agitan al hombre civilizado.

Pero demos paz a sus manes. No lucho contra sus cenizas, sino contra sus opiniones. Lucho solo contra la sensibilidad que le llevó a degradar a la mujer al hacerla esclava del amor.

... Maldito vasallaje

Idolatradas hasta que se apaga el fuego del amor.

Después esclavas de los que nos cortejaban.

DRYDEN

La tendencia perniciosa de los libros en los que los escritores degradan con insidia nuestro sexo mientras se postran ante nuestros encantos personales no puede exponerse con demasiada frecuencia o con excesiva severidad.

Situémonos por encima de esos prejuicios estrechos, queridos contemporáneos. Si la sabiduría es deseable por sí misma, si para que la virtud merezca ese nombre debe fundamentarse en el conocimiento, esforcémonos por fortalecer nuestras mentes mediante la reflexión hasta que nuestras cabezas sean el fiel de nuestros corazones; no limitemos todos nuestros pensamientos a las ocurrencias diarias o nuestro conocimiento al corazón de nuestros amantes o maridos, sino que subordinemos la práctica de cualquier virtud a la más importante, que consiste en perfeccionar nuestras mentes y preparar nuestros afectos para un estado más elevado.

Cuidaos, amigos, de que el corazón sufra conmovido por cualquier incidente trivial; a la caña la sacude la brisa y muere cada temporada, pero el roble permanece firme y desafía la tormenta durante años.