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100 Clásicos de la Literatura

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Resulta pertinente observar que los animales que llegan a la madurez con lentitud son los que más viven y los de las especies más nobles. Sin embargo, los hombres no pueden reclamar una superioridad natural por la magnificencia de la longevidad, pues a este respecto la naturaleza no ha establecido ninguna distinción entre hombres y mujeres.

La poligamia constituye otra degradación física. Se extrae un argumento verosímil para una costumbre que destruye toda virtud doméstica del hecho bien comprobado de que en los países donde se halla establecida nacen más mujeres que hombres. Esto parece ser una indicación de la naturaleza, a la que deben rendirse especulaciones más razonables en apariencia. Resulta obvia una conclusión más: si la poligamia es necesaria, las mujeres deben ser inferiores al hombre y estar hechas para él.

Somos muy ignorantes respecto a la formación del feto en el útero, pero me parece probable que una causa física accidental pueda contar en este fenómeno y probar que no es una ley de la naturaleza. Me he encontrado con algunas observaciones pertinentes sobre el tema en Account of the Isles of the South Sea de Forster, que explicarán lo que quiero decir. Tras observar entre los animales que de los dos sexos siempre prevalece el de constitución más vigorosa y fuerte, y produce a los de su mismo género, añade:

Si esto se aplica a los habitantes de África, es evidente que allí los hombres, acostumbrados a la poligamia, se hallan debilitados por el uso de tantas mujeres y por ello son menos vigorosos; las mujeres, por el contrario, tienen una constitución más fuerte, no solo debido a sus nervios más irritables, su organización más sensata y su imaginación más viva, sino porque se encuentran privadas en su matrimonio de esa porción de amor físico que en una condición monogámica les correspondería. Así, por las razones citadas, la mayoría de los hijos que nacen son niñas.

En la mayor parte de Europa, las listas más precisas de mortalidad han probado que la proporción de hombres y mujeres es casi igual o, en caso de que haya alguna diferencia, son más numerosos los hombres, en una proporción de 105 a 100.

Así pues, no aparece necesidad alguna para la poligamia. No obstante, cuando un hombre seduce a una mujer, creo que debería denominarse matrimonio de la mano izquierda y debería obligarse al hombre por ley a mantener a la mujer y sus hijos, a menos que el adulterio, un divorcio natural, deje sin efecto la ley. Y esta tendría que estar en vigor mientras la debilidad de la mujer haga que la palabra seducción se use como excusa de su flaqueza y ausencia de principios; y aún más, mientras dependa del hombre para la subsistencia, en lugar de ganarla mediante la utilización de sus propias manos o cabeza. Pero a estas mujeres no debería llamárselas esposas en el significado pleno de la relación, o se subvertiría el auténtico propósito del matrimonio, y toda esa atractiva comprensión que surge de la fidelidad personal y da santidad al vínculo, cuando ni el amor ni la amistad une los corazones, se convertiría en egoísmo. La mujer que permanece fiel al padre de sus hijos exige respeto y no debe ser tratada como una prostituta; aunque concedo de buena gana que si es necesario que el hombre y la mujer vivan juntos para criar a sus hijos, la naturaleza nunca pretendió que un hombre tuviera más de una esposa.

A pesar del alto respeto que otorgo al matrimonio como cimiento de casi todas las virtudes sociales, no puedo evitar sentir la compasión más viva por aquellas mujeres desafortunadas a las que se separa de la sociedad y por un error pierden todos los afectos y relaciones que perfeccionan el corazón y la mente. Con frecuencia ni siquiera merece el nombre de error, porque muchas niñas inocentes se vuelven víctimas de un corazón sincero y afectuoso, y se hallan arruinadas —así puede denominarse de forma enfática— antes de que conozcan la diferencia entre la virtud y el vicio. Así, preparadas por su educación para la infamia, se vuelven infames. Asilos y casas de recogida no son remedios apropiados para estos abusos. ¡El mundo necesita justicia y no caridad!

Una mujer que ha perdido su honor se imagina que no puede caer más bajo y que es imposible recuperar su posición anterior; nada que haga puede limpiar esa mancha. Así, perdido todo estímulo y no teniendo otro medio de sustento, la prostitución se vuelve su único refugio y el carácter se deprava poco a poco por circunstancias sobre las que la pobre infeliz tiene poco poder, a menos que cuente con una proporción poco común de juicio y grandeza de espíritu. La necesidad nunca hace que la prostitución se convierta en el medio de vida de los hombres, aunque son innumerables las mujeres que caen así en el vicio de forma sistemática. No obstante, esto se debe en buena parte al estado de indolencia en el que se educa a las mujeres, a las que siempre se enseña a buscar un hombre que las mantenga y a considerar sus personas la recompensa adecuada por sus esfuerzos para mantenerlas. Los ademanes engañosos y toda la ciencia del capricho tienen, entonces, un estímulo más poderoso que el apetito o la vanidad. Esta observación proporciona fuerza a la opinión prevaleciente de que con la castidad se pierde todo lo que es respetable en las mujeres. Su carácter depende de la observancia de una virtud, aunque la única pasión que alienta en su corazón es el amor. Más aún, no se hace depender el honor de una mujer ni siquiera de su voluntad.

Cuando Richardson hace que Clarissa diga a Lovelace que le ha robado su honor, debe haber tenido una extraña noción del honor y la virtud, ya que miserable más allá de todos los nombres de la miseria es la condición de un ser que pueda ser degradado sin su consentimiento propio. He oído reivindicar este exceso de rigor como un error saludable. Replicaré con las palabras de Leibniz: «Los errores resultan de utilidad con frecuencia, pero por lo común para remediar otros errores».

La mayoría de los males de la vida surgen del deseo sin límites de disfrutar del momento presente. La obediencia requerida a las mujeres en el estado de matrimonio cae dentro de esta descripción; la mente, debilitada de forma natural al depender de la autoridad, nunca ejercita sus poderes propios y, de este modo, la esposa obediente se vuelve una madre débil e indolente. O, suponiendo que no se siga siempre esto, es difícil que se tenga en cuenta un estado de existencia futuro cuando solo se cultivan virtudes negativas. Porque, al tratar de la moral, de modo particular cuando se alude a las mujeres, los escritores han considerado con demasiada frecuencia la virtud en un sentido muy limitado y la han fundamentado simplemente en su utilidad mundana; más aún, se ha dado una base todavía más frágil a esta asombrosa construcción y se han tomado los sentimientos del hombre, fluctuantes y caprichosos, como parámetros de la virtud. Sí, la virtud, al igual que la religión, se ha sometido a las decisiones del gusto.

Observar con qué diligencia los hombres degradan el sexo del que pretenden recibir el mayor placer de la vida provocaría al menos una sonrisa de desprecio, si sus despropósitos vanos no nos golpearan por todas partes. Con frecuencia les he devuelto el sarcasmo de Pope con plena convicción o, para hablar más explícitamente, me ha parecido aplicable al conjunto de la raza humana. El amor al placer o al dominio parece dividir a la humanidad y el marido que manda como un déspota en su pequeño harén piensa solo en su placer o su conveniencia. Realmente, el amor inmoderado al placer arrastra hasta tal punto a algunos hombres prudentes o libertinos agotados —que se casan para tener una compañera de lecho sin peligro—, que seducen a sus propias esposas. El himen destierra la modestia y el amor casto se da a la fuga.

El amor, considerado como un apetito animal, no puede alimentarse a sí mismo por mucho tiempo sin expirar. Y esta extinción en su propia llama podría denominarse su muerte violenta. Pero la esposa, a la que se ha vuelto licenciosa, probablemente se esforzará por llenar el vacío dejado por la pérdida de las atenciones de su marido, ya que no puede convertirse con gusto en una simple sirviente de categoría tras haber sido tratada como una diosa. Todavía es atractiva y, en lugar de traspasar su inclinación a sus hijos, solo sueña con disfrutar la luz de la vida. Además, hay muchos maridos tan faltos de sentido y afecto paternal que, durante la primera efervescencia del cariño voluptuoso, se niegan a dejar que sus esposas amamanten a sus hijos. Solo tienen que vestirse y vivir para agradarles y el amor, incluso el más inocente, pronto se hunde en la lascivia cuando el ejercicio de un deber se sacrifica a su satisfacción.

El apego personal es una base muy buena para la amistad; no obstante, hasta cuando se casan dos jóvenes virtuosos, quizás fuera bueno que ciertas circunstancias refrenaran su pasión; que el recuerdo de algún cariño anterior o un afecto no correspondido hiciera por un lado al menos que la pareja se fundamentara en la estima. En ese caso mirarían más allá del momento presente y tratarían de hacer toda su vida respetable al establecer un plan para regular una amistad que solo la muerte debe disolver.

La amistad es un afecto serio; el más sublime de todos porque se basa en los principios y se consolida con el tiempo. Justamente lo contrario puede decirse del amor. En un alto grado, el amor y la amistad no pueden subsistir en el mismo pecho; aun cuando estén inspirados por objetos diferentes, se debilitan o destruyen mutuamente y por el mismo objeto solo pueden sentirse de modo sucesivo. Los temores vanos y los celos de cariño, los vientos que atizan la llama del amor cuando se templa juiciosa o astutamente, son incompatibles con la tierna confidencia o el respeto sincero de la amistad.

El amor, tal como ha sido descrito por la pluma brillante del genio, no existe en la tierra, o solo reside en aquellas imaginaciones exaltadas y ardientes que han esbozado esos cuadros peligrosos. Peligrosos porque no solo aportan una excusa verosímil para el voluptuoso que disfraza la pura sensualidad bajo un velo sentimental, sino que esparcen afectación y disminuyen la dignidad de la virtud. Esta, como implica la misma palabra, debe tener apariencia de seriedad, cuando no de austeridad; y esforzarse por ataviarla con las ropas del placer, porque se ha usado el epíteto como otro nombre para la belleza, es exaltarla sobre arenas movedizas; un intento más insidioso de acelerar su caída mediante un respeto aparente. De hecho, virtud y placer no son aliados cercanos en esta vida, como ciertos escritores elocuentes se han esforzado en probar. El placer prepara la corona que se marchita y mezcla la copa embriagadora; pero el fruto que da la virtud es la recompensa a la fatiga y solo aporta satisfacción serena, que se ve de modo gradual según madura; más aún, raramente se observa, aunque parece ser el resultado de la tendencia natural de las cosas. El pan, alimento común de la vida del que se piensa poco que es una bendición, sostiene la constitución y preserva la salud; sin embargo, los festines deleitan el corazón del hombre, aunque la enfermedad e incluso la muerte acechan en la copa o el bocado que eleva los espíritus o deleita el paladar. Asimismo, la imaginación viva y acalorada, por aplicar la comparación, dibuja el cuadro del amor, como cualquier otro, con los colores brillantes que la mano atrevida robaría del arco iris, dirigida por una mente, condenada en un mundo como este a probar su noble origen por su anhelo de la perfección inalcanzable, siempre persiguiendo lo que reconoce que es un sueño fugaz. Una imaginación de esta clase vigorosa puede dar existencia a formas insustanciales y estabilidad a las ensoñaciones indefinidas en las que la mente cae de forma natural cuando encuentra insípida la realidad. Entonces se puede representar el amor con encantos celestiales y adorar al gran objeto ideal, se puede imaginar un grado de afecto mutuo que purificará el alma y no expirará cuando se haya utilizado como una «escala a lo divino» y, como la devoción, hacerle absorber todo afecto y deseo inferior. En los brazos el uno del otro, como en un templo con su cima perdida en las nubes, tiene que negarse la entrada al mundo y a todo pensamiento o deseo que no nutra el afecto puro y la virtud permanente. ¡Ay, la virtud permanente! Rousseau, respetable visionario, tu paraíso pronto será violado por la entrada de un huésped inesperado. Como el de Milton, solo contendría ángeles o los hombres se hundirían por debajo de la dignidad de criaturas racionales. La felicidad no es algo material, no puede verse o sentirse. No obstante, la ávida búsqueda del bien que cada uno modela según su propia imaginación proclama al hombre dueño de este mundo inferior y criatura inteligente que no está para recibir la felicidad, sino para adquirirla. Así pues, los que se quejan del engaño de la pasión no recuerdan que lo hacen contra una prueba poderosa de la inmortalidad del alma.

 

Pero dejando a las mentes superiores que se corrijan a sí mismas y paguen cara su experiencia, es necesario observar que, mediante la ejercitación del entendimiento, no quiero guardar el corazón de las mujeres de las pasiones fuertes y perseverantes, sino de los sentimientos románticos y vacilantes, porque estas ensoñaciones paradisiacas son con mayor frecuencia el efecto de la indolencia que el de una viva imaginación.

Rara vez las mujeres se esfuerzan de forma seria y suficiente por silenciar sus sentimientos; se vuelven con naturalidad meros objetos de las sensaciones al estar rodeadas de pequeñas preocupaciones y empresas vanas que disipan toda fortaleza mental y orgánica. En pocas palabras, el tenor de la educación femenina (la educación de la sociedad) tiende a volver a las mejor dispuestas románticas e inconstantes y a las restantes vanas y despreciables. En el estado presente de la sociedad, me temo que apenas puede remediarse este mal en el grado más insignificante; si alguna vez ganara terreno una ambición más laudable, se las podría acercar a la naturaleza y la razón y se volverían más virtuosas y útiles según aumentara su respetabilidad.

Pero me aventuraré a afirmar que su razón nunca adquirirá la fortaleza suficiente que las permita regular su conducta, mientras el primer deseo de la mayoría de la humanidad sea dejarse ver en el mundo. A este pobre deseo se sacrifican los afectos naturales y las virtudes de mayor utilidad. Las jóvenes se casan simplemente para mejorar, por tomar prestada una expresión vulgar muy significativa, y tienen un poder tan perfecto sobre sus corazones que no se permiten enamorarse hasta que se les presenta un hombre con una fortuna superior. Me alargaré sobre este tema en un capítulo futuro; de momento, solo es necesario aludir a él ya que esas mujeres se degradan con mucha frecuencia al soportar la prudencia interesada de la edad para enfriar el ardor de la juventud.

De la misma fuente fluye la opinión de que las jóvenes deben dedicar gran parte de su tiempo a labores de aguja; sin embargo, esta tarea contrae sus facultades más que cualquier otra que pudiera haberse escogido para ellas al confinar sus pensamientos en sus personas. Los hombres mandan hacer su ropa y han terminado con el asunto; las mujeres hacen su propia ropa, sea necesaria o de gala, y continuamente hablan sobre ella: sus pensamientos siguen sus manos. Realmente no es la confección del ajuar necesario lo que debilita la mente, sino la de los trajes emperifollados. Porque cuando una mujer de baja escala social hace la ropa de su marido y sus hijos, cumple con su obligación, es su parte de las tareas familiares; pero cuando una mujer trabaja solo para vestir mejor de lo que podría permitirse si no lo hiciera, es peor que la simple pérdida de tiempo. Para que las pobres se vuelvan virtuosas, debe dárseles un empleo, y las mujeres de clase media, si no copiaran la moda de la nobleza sin disfrutar de su desahogo, podrían emplearlas, mientras ellas se ocupan de sus familias, instruyen a sus hijos y ejercitan sus propias mentes. La jardinería, la filosofía experimental y la literatura les proporcionarían temas para pensar y materia de conversación que ejercitarían su entendimiento en cierto grado. La conversación de las mujeres francesas, que no están tan rígidamente clavadas a sus sillas trenzando o anudando cintas, es con frecuencia superficial, pero afirmo que no es ni la mitad de insípida que la de las mujeres inglesas que pasan el tiempo haciendo capas, cofias y todo tipo de complementos, por no mencionar las compras, la búsqueda de gangas, etc.; y quienes resultan más degradadas por estas prácticas son las mujeres decentes y prudentes, ya que su motivo es la simple vanidad. Las mujeres licenciosas que ejercitan su gusto para hacer atractiva su pasión tienen algo más en perspectiva. Todas estas observaciones son digresiones de una general que ya he presentado antes y en la que no se puede insistir con mucha frecuencia, porque al hablar de los hombres, las mujeres o las profesiones, se hallará que el empleo de los pensamientos moldea el carácter tanto general como individualmente. Los de las mujeres siempre giran en torno a sus personas, ¿y es sorprendente que las estimen como lo más valioso? Además, se necesita cierto grado de libertad mental incluso para formar a la persona, y esta puede ser una razón por la que algunas esposas amables tienen tan pocos atractivos aparte de los del sexo. Añadido a esto, las tareas sedentarias hacen enfermizas a la mayoría de las mujeres y una falsa noción de la excelencia femenina las hace sentirse orgullosas de su delicadeza, aunque son otros grilletes que, al llamar la atención continuamente sobre el cuerpo, estorban la actividad mental.

Las mujeres de calidad rara vez se ocupan de la parte manual de su indumentaria, con lo cual solo se ejercita su gusto y adquieren, al pensar menos en los aderezos cuando termina la tarea de su aseo, esa naturalidad que rara vez aparece en el porte de las mujeres que se visten solo por el gusto de hacerlo. De hecho, la observación sobre la clase media, en la que los talentos se desarrollan mejor, no se extiende a las mujeres; porque las de clase superior, al hacerse al menos con nociones superficiales de literatura y conversar más con los hombres sobre temas generales, adquieren más conocimiento que las mujeres que copian sus modas y defectos sin compartir sus ventajas. Respecto a la virtud, por utilizar el término de modo amplio, la he visto más en las capas más bajas de la vida. Muchas mujeres pobres sustentan a sus hijos con el sudor de su frente y mantienen juntas familias que los vicios de los padres habrían dispersado; pero las mujeres nobles son demasiado indolentes para practicar la virtud y la civilización las ablanda en lugar de purificarlas. Realmente, el buen sentido que he encontrado entre las mujeres pobres que han obtenido pocas ventajas de educación y aun así han actuado heroicamente me confirma en la opinión de que las tareas triviales han vuelto a la mujer una fruslería. El hombre toma su cuerpo y deja que la mente se oxide; así, mientras el amor físico excite al hombre y sea su recreo favorito, se esforzará por esclavizar a la mujer, ¿y quién puede decir cuántas generaciones serán necesarias para dar vigor a la virtud y los talentos de las descendientes liberadas de unas esclavas abyectas?

Al trazar las causas que, en mi opinión, han degradado a la mujer, he limitado mis observaciones a las que actúan de modo universal sobre la moral y los modales de todo el sexo y me parece claro que todas ellas surgen de la carencia de entendimiento. Si ello se debe a una debilidad física o accidental, solo el tiempo puede determinarlo. No pondré gran énfasis en el ejemplo de unas cuantas mujeres que han adquirido valentía y resolución al haber recibido una educación masculina; solo afirmo que los hombres colocados en situaciones similares han adquirido un carácter semejante —hablo de cuerpos masculinos— y que los de genio y talento han sobresalido en una clase en la que hasta ahora nunca se ha colocado a las mujeres.

CAPÍTULO V

Censuras a algunos de los escritores que han hecho de las mujeres un objeto de piedad cercano al desprecio

Quedan ahora por examinar las opiniones engañosas sostenidas en algunas publicaciones modernas sobre el carácter y la educación femeninas, que han dado el tono a la mayoría de las observaciones más superficiales efectuadas sobre el sexo.

SECCIÓN I

Comenzaré con Rousseau y presentaré un esbozo del carácter de la mujer con sus propias palabras, intercalando comentarios y reflexiones. Es cierto que todos estos brotan de unos cuantos principios básicos y se podrían deducir de lo que ya he dicho; pero se ha erigido la estructura artificial con tanta habilidad, que parece necesario atacarla de modo más detallado y aplicarme a ello yo misma.

Sofía, dice Rousseau, debe ser tan perfecta en cuanto mujer como lo es Emilio en cuanto hombre, y para conseguirlo es necesario examinar el carácter que la naturaleza ha otorgado al sexo.

Entonces pasa a probar que la mujer debe ser débil y pasiva, puesto que tiene menor fortaleza corporal que el hombre; y de aquí infiere que se la formó para agradarle y someterse a él, y que es su deber hacerse agradable a su dueño: este es el gran fin de su existencia. No obstante, para dar cierta apariencia de dignidad a la lujuria, insiste en que el hombre no debe ejercer su fuerza cuando busque a la mujer para su placer, sino depender de su voluntad.

Por lo tanto, deducimos una tercera consecuencia de la constitución diferente de los sexos, que consiste en que el más fuerte debe ser el dueño en apariencia y depender, de hecho, del más débil, y que el hombre debe ser el más fuerte, no por la práctica frívola de la cortesía o de la vanidad del proteccionismo, sino por una ley invariable de la naturaleza que, al otorgar a la mujer una mayor facilidad para excitar los deseos de la que ha dado al hombre para satisfacerlos, hace al último depender del placer benéfico de la primera y le obliga a esforzarse a su vez por complacerla y ser el más fuerte para obtener su consentimiento. En estas ocasiones, la circunstancia más deleitosa que un hombre halla en su victoria es dudar si fue la debilidad de la mujer la que se sometió a su fortaleza superior o si sus inclinaciones hablaron en su favor; también las mujeres en general se dan suficiente maña para que el asunto quede en duda. A este respecto, el entendimiento femenino responde perfectamente a su constitución. Lejos de avergonzarse de su debilidad, se glorían de ella; sus músculos tiernos no presentan resistencia; simulan ser incapaces de levantar las cargas más livianas y se sonrojarían si se pensara de ellas que son fuertes y robustas. ¿Qué propósito tiene todo esto? No es simplemente por aparentar delicadeza, sino toda una astuta precaución. Así se proporcionan una excusa de antemano y el derecho a ser débiles cuando lo consideran oportuno.

 

He citado este pasaje para que mis lectores no sospechen que trastoco el razonamiento del autor por sostener mis propios argumentos. Ya he afirmado que en la educación de las mujeres estos principios fundamentales conducen a un sistema de astucia y lascivia.

Si suponemos que la mujer ha sido formada solo para complacer al hombre y someterse a él, la conclusión es justa. Debe sacrificar cualquier otra consideración para hacérsele agradable y dejar que su deseo brutal de autoconservación sea el manantial de todas sus acciones, si se prueba que es el cauce férreo del destino, y para amoldarse a él su carácter debe estirarse o contraerse, sin tener en cuenta cualquier distinción física o moral. Pero si, como creo, puede demostrarse que los propósitos de esta vida, considerada como un todo, se hallan subvertidos por las reglas prácticas levantadas sobre esta base innoble, se me podría permitir dudar que la mujer haya sido creada para el hombre; y aunque se alzara contra mí el clamor de la irreligiosidad o incluso del ateísmo, simplemente declararía que aunque un ángel del cielo me dijera que la bella cosmogonía poética de Moisés y la narración de la caída del hombre eran ciertas al pie de la letra, no podría creer lo que mi razón me presenta como despectivo hacia el carácter del Ser Supremo; y como no temo tener al demonio ante mis ojos, me aventuro a llamarlo sugerencia de la razón, en lugar de apoyar mi debilidad en los amplios hombros del primer seductor de mi sexo frágil.

Rousseau continúa:

Una vez demostrado que el hombre y la mujer no tienen ni deben tener una constitución semejante de temperamento y carácter, se sigue, por supuesto, que no deben educarse de la misma manera. Han de actuar de concierto en la persecución de las instrucciones de la naturaleza, pero no deben ocuparse de las mismas tareas; el fin de sus propósitos debe ser el mismo, pero los medios que tienen que utilizar para conseguirlos y, en consecuencia, sus gustos e inclinaciones han de ser diferentes.

* * *

Cuando considero el destino peculiar del sexo, observo sus inclinaciones o reparo en sus obligaciones, todo concurre por igual a señalar el método propio de educación mejor adaptado para ellos. El hombre y la mujer se hicieron el uno para el otro, pero su dependencia mutua no es la misma. Los hombres dependen de las mujeres solo en virtud de sus deseos; las mujeres dependen de los hombres tanto en virtud de sus deseos como de sus necesidades. Nosotros podríamos subsistir mejor sin ellas que ellas sin nosotros.

* * *

Por esta razón, la educación de las mujeres siempre debe ser relativa a los hombres. Agradarnos, sernos de utilidad, hacernos amarlas y estimarlas, educarnos cuando somos jóvenes y cuidarnos de adultos, aconsejarnos, consolarnos, hacer nuestras vidas fáciles y agradables; estas son las obligaciones de las mujeres durante todo el tiempo y lo que debe enseñárseles en su infancia. En la medida en que fracasamos en repetir este principio, nos alejamos del objetivo y todos los preceptos que se les da no contribuyen a su felicidad ni a la nuestra.

* * *

Las niñas se sienten inclinadas hacia los vestidos desde su más tierna infancia. No contentas con ser hermosas, están deseosas de que se piense que lo son. Vemos, por todos sus ademanes, que este pensamiento acapara su atención y les resulta difícil comprender lo que se dice de ellas si no se las sujeta diciéndoles lo que la gente pensará de su conducta. Sin embargo, la utilización indistinta del mismo móvil con los niños no tiene un efecto semejante. Siempre que se les deje seguir con sus diversiones a su gusto, se preocupan muy poco de lo que la gente piense de ellos. Son necesarios tiempo y sufrimientos para someterlos por este motivo.

De cualquier parte que las niñas reciban esta primera lección, resulta provechosa. Como en cierta manera el cuerpo nace antes que el alma, nuestra primera preocupación debe consistir en cultivar el primero; este orden es común a ambos sexos, pero el objetivo es diferente. En un sexo se trata del desarrollo de los poderes corporales; en el otro, de los encantos personales. La cualidad de la fuerza o la belleza no debe confinarse exclusivamente a un sexo, pero el orden del cultivo de ambos es opuesto a este respecto. Ciertamente, las mujeres requieren la fuerza necesaria que les permita moverse y actuar airosamente, y los hombres la destreza suficiente para actuar con naturalidad.

* * *

Los niños de ambos sexos cuentan con una gran cantidad de diversiones en común y así debe ser, puesto que ¿no tienen también muchas cuando son mayores? Además cada sexo tiene su gusto propio que los distingue en este particular. Los niños se inclinan por los deportes ruidosos y movidos: tocar el tambor, bailar la peonza y tirar de sus carritos. Las niñas, del otro lado, se sienten atraídas hacia las cosas de adorno y apariencia, como espejos, baratijas y muñecas. Estas últimas son su diversión característica y por ella contemplamos que su gusto se halla claramente adaptado a su destino. La parte física del arte de agradar recae en el vestido, y es todo lo que las niñas son capaces de cultivar de él.

* * *

Por lo tanto, entonces, vemos una inclinación primaria firmemente establecida, que solo se necesita proseguir y regular. Sin duda la criaturita estará muy deseosa de saber cómo vestir a su muñeca, cómo hacer los nudos de sus mangas, sus volantes, su tocado, etc. Está obligada a valerse tanto de la gente que tiene alrededor para que la ayuden con estos artículos, que le sería mucho más agradable poseerlos todos para su propia industria. Aquí tenemos una buena razón para la primera lección que habitualmente se enseña a estas jóvenes, en la que no parece establecérseles una tarea, sino agradarles al enseñarles lo que les resulta de un uso inmediato para sí mismas. Y, de hecho, casi todas aprenden con desgana a leer y escribir, pero se aplican muy gustosas al uso de sus agujas. Se imaginan ya mayores y piensan con placer que tales habilidades les permitirán adornarse.

Ciertamente, se trata solo de la educación del cuerpo, pero Rousseau no es el único hombre que ha dicho de forma indirecta que resulta muy agradable la simple persona de una joven sin mente, a menos que los espíritus animales caigan dentro de esta descripción. Para hacerles débiles y lo que algunos pueden llamar bellas, se descuida el entendimiento y se fuerza a las niñas a sentarse quietas, jugar con muñecas y escuchar conversaciones vanas: se insiste en el efecto del hábito como una indicación indudable de la naturaleza. Sé que Rousseau opinaba que los primeros años de la juventud debían emplearse en formar el cuerpo, aunque al educar a Emilio se desvió de este plan; no obstante, hay una amplia diferencia entre fortalecer el cuerpo, del que depende en gran medida la fortaleza mental, y solo proporcionarle naturalidad de movimiento.