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100 Clásicos de la Literatura

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Que lo que quiere decir o hacer

Parece lo más inteligente, virtuoso, discreto, mejor;

Todo conocimiento más elevado se derrumba en su presencia

Degradado. La sabiduría, en conversación con ella,

Pierde desconcertada y parece insensata;

La autoridad y la razón esperan ante ella.

¡Y todo esto debido a su encanto!

Continuando la comparación, a los hombres de rango medio se los prepara en su juventud para distintas profesiones, sin considerar el matrimonio el gran acontecimiento de sus vidas, mientras que las mujeres, por el contrario, no tienen otro proyecto para agudizar sus facultades. No hay asuntos, planes extensos o divagaciones ambiciosas que acaparen su atención; no, sus pensamientos no se emplean en levantar estructuras tan nobles. Para encumbrarse en el mundo y tener libertad de correr de un placer a otro deben casarse con ventaja y a este objeto sacrifican su tiempo y a menudo prostituyen sus personas legalmente. Cuando un hombre entra en una profesión, tiene puesta la mirada en alguna ventaja futura (y la mente gana gran fortaleza al tener todos los esfuerzos dirigidos a un punto) y, ocupado de lleno con sus asuntos, considera el placer como un simple descanso, mientras que las mujeres buscan el placer como el propósito principal de la existencia. De hecho, debido a la educación que reciben de la sociedad, puede decirse que el amor al placer las gobierna a todas; ¿pero esto prueba que las almas tienen sexo? Sería tan racional como declarar de los cortesanos de Francia, cuando el destructivo sistema del despotismo había formado su carácter, que no eran hombres, ya que la libertad, la virtud y la humanidad se sacrificaban al placer y la vanidad. ¡Pasiones mortales que siempre han dominado a toda la raza!

El mismo amor al placer, fomentado por la tendencia de su educación, da un aspecto frívolo a la conducta de las mujeres en la mayoría de las circunstancias; por ejemplo, siempre están muy preocupadas por cosas secundarias y a la espera de aventuras en lugar de ocuparse de sus obligaciones.

Cuando un hombre emprende un viaje, en general tiene el final a la vista; una mujer piensa más en las incidencias, las cosas raras que puedan ocurrir en el camino, la impresión que obtendrá de sus compañeros de viaje y, sobre todo, se preocupa en extremo de los atuendos que lleva consigo, que son más que parte de sí misma cuando va a figurar en un nuevo escenario; cuando, usando un giro francés, va a producir sensación. ¿Puede existir dignidad mental con cuidados tan triviales?

En resumen, las mujeres en general, al igual que los ricos de ambos sexos, han adquirido todos los vicios e insensateces de la civilización y han desechado sus frutos provechosos. No es necesario que continuamente recuerde que hablo de la condición de todo el sexo, dejando las excepciones fuera de cuestión. Sus sentidos se hallan inflamados y sus entendimientos descuidados, por lo que se convierten en presa de los primeros, denominados cortésmente sensibilidad, y son arrastradas por todo sentimiento o gusto momentáneo. Así, las mujeres civilizadas están tan debilitadas por el falso refinamiento, que respecto a la moral su condición es muy inferior a la que tendrían si se las hubiera dejado en un estado más cercano a la naturaleza. Siempre desasosegadas e inquietas, su excesiva sensibilidad las hace no solo incómodas para sí mismas, sino molestas, por buscar un término suave, para los otros. Todos sus pensamientos se dirigen a cosas calculadas para excitar las emociones y los sentimientos, cuando debieran razonar; su conducta es inestable y sus opiniones vacilantes —no la vacilación producida por la deliberación o las consideraciones sucesivas, sino por las emociones contradictorias. A tontas y a locas, se entusiasman con varias actividades, aunque como el entusiasmo nunca se concentra en perseverancia, pronto se extingue; y sobreviene la neutralidad, exhalada por su propio calor o junto a otra pasión efímera, a la que la razón nunca ha dado una gravedad específica. Realmente, debe ser miserable el ser que ha cultivado su mente solo para inflamar sus pasiones. Ha de distinguirse entre inflamar la mente y fortalecerla. ¿Qué puede esperarse que resulte de las pasiones saciadas en exceso, mientras se deja sin formar el juicio? Sin duda, una mezcla de locura e insensatez.

Esta observación no debe limitarse al bello sexo, pero por el momento solo quiero aplicarla a él.

Las novelas, la música, la poesía, el galanteo, todo tiende a hacer de las mujeres criaturas de sensaciones y su carácter se forma con el molde de la insensatez durante el tiempo en que adquieren las dotes, el único perfeccionamiento que su posición en la sociedad las estimula a conseguir. Esta sensibilidad sobredimensionada debilita de modo natural los otros poderes de la mente e impide que el intelecto adquiera la soberanía necesaria para hacer que una criatura racional sea de provecho para las otras y se contente con su propia posición, porque la ejercitación del entendimiento, según avanza la vida, es el único método señalado por la naturaleza para calmar las pasiones.

La saciedad tiene un efecto muy diferente, y a menudo me he sentido muy impresionada por una descripción enérgica de la condenación, cuando se representa al espíritu girando sin parar, frustrados sus anhelos, en torno al cuerpo corrompido, incapaz de disfrutar nada sin los órganos de los sentidos. Hasta ahora, se hace a las mujeres esclavas de sus sentidos, pues mediante su sensibilidad obtienen su poder presente.

¿Y pretenderán los moralistas afirmar que esta es la condición en la que debe exhortarse a permanecer a la mitad de la raza humana, en inactividad indiferente y con estúpido consentimiento? ¡Qué instructores más amables! ¿Para qué fuimos creadas? Podrían contestarnos que para permanecer inocentes, pero quieren decir en un estado de infancia. También podríamos no haber nacido, a menos que fuera necesaria nuestra creación para que el hombre adquiriera el noble privilegio de la razón, el poder de discernir el bien del mal, mientras nosotras yacemos en el polvo de donde se nos sacó para no levantarnos más.

Sería una tarea sin cuento descubrir la variedad de mezquindades, cuidados y penas en los que se encuentran hundidas las mujeres por la opinión predominante de que fueron creadas para sentir en lugar de razonar y que todo el poder que obtienen debe alcanzarse por sus encantos y su debilidad:

¡Bella por sus defectos y amable debilidad!

Y por esta amable debilidad completamente dependientes, a excepción de lo que obtienen mediante su dominio ilícito sobre el hombre, no solo para su protección, sino para su consejo, resulta sorprendente que, descuidando las obligaciones que la misma razón señala y rehuyendo las pruebas calculadas para fortalecer sus mentes, solo se esfuercen en proporcionar una cobertura agradable a sus defectos, que puede servir para aumentar sus encantos a los ojos del voluptuoso, aunque se hundan en la escala de la excelencia moral.

Frágiles en toda la extensión de la palabra, están obligadas a buscar un hombre para hallar todo bienestar. En el peligro más insignificante, se aferran a su apoyo con tenacidad parásita, demandando socorro lastimosamente; y su protector natural extiende sus brazos o levanta la voz para guardar —¿de qué? — a la amada que tiembla. Quizás del ceño de una vaca vieja o del salto de un ratón; una rata sería un peligro más serio. En nombre de la razón e incluso del sentido común, ¿qué puede salvar a tales seres del desprecio, aunque sean dulces y bellas?

Estos temores, cuando no son fingidos, pueden producir algunas actitudes buenas, pero muestran un grado de imbecilidad que degrada a una criatura racional de un modo que las mujeres no perciben, porque amor y estima son cosas muy diferentes.

Estoy plenamente convencida de que no oiríamos ninguno de esos ademanes infantiles si se permitiera a las niñas hacer suficiente ejercicio y no se las confinara en habitaciones cerradas hasta que sus músculos se debilitan y se destruyen sus poderes de asimilación. Para llevar el comentario más lejos, si el temor de las niñas, en lugar de alentarse o quizá crearse, se tratara del mismo modo que la cobardía en los niños, pronto veríamos a las mujeres con aspectos más dignos. Es cierto que entonces no se las podría denominar con igual propiedad las flores dulces que sonríen al paso del hombre; pero serían miembros más respetables de la sociedad y cumplirían las obligaciones importantes de la vida mediante la luz de su propia razón. Rousseau dice: «Educad a las mujeres como hombres y cuanto más se parezcan a nuestro sexo, menos poder tendrán sobre nosotros». Esto es exactamente lo que pretendo. No deseo que tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas.

He oído argumentar a los hombres en el mismo estilo contra la instrucción de los pobres, pues son muchas las formas que adopta la aristocracia. Dicen: «Enseñadles a leer y escribir y los sacaréis de la posición que les ha asignado la naturaleza». Tomaré prestados los sentimientos de un elocuente francés, que les ha contestado: «Pero no saben, cuando hacen del hombre un animal, que pueden esperar a cada instante verlo transformado en una bestia feroz. Sin conocimiento no puede haber moralidad».

La ignorancia es una base frágil para la virtud. No obstante, los escritores que más vehementemente han argüido en favor de la superioridad del hombre insisten en que es la condición por la que se ha organizado a la mujer; no es una superioridad de grado, sino una ofensa, aunque, para suavizar el argumento, se han esforzado en probar, con generosidad caballerosa, que no deben compararse los sexos; el hombre se hizo para razonar, la mujer para sentir. Y juntos, carne y espíritu, componen el todo más perfecto, al mezclar felizmente razón y sensibilidad en un carácter.

 

Pero, ¿qué es la sensibilidad? «Rapidez de sensación, rapidez de percepción, delicadeza». Así la define el doctor Johnson y sus palabras no me ofrecen otra idea que la de un instinto exquisitamente pulido. No percibo ningún vestigio de la imagen de Dios en la sensación o en la materia. Aunque se refine setenta veces siete, sigue siendo material; allí no reside el intelecto, lo mismo que el fuego nunca convertirá el plomo en oro.

Vuelvo a mi antiguo argumento: si se acepta que las mujeres poseen un alma inmortal, deben tener, como tarea de sus vidas, un entendimiento que perfeccionar. Y cuando, para hacer la condición actual más completa, aunque todo prueba que solo es una fracción de una inmensa suma, se las incita por la satisfacción presente a olvidar su gran destino, se contraría a la naturaleza, o solo nacieron para procrear y consumirse. O, si se otorga a todo tipo de animales un alma, aunque no con capacidad de raciocinio, el ejercicio del instinto y la sensibilidad podría ser el primer paso que han de dar en esta vida para obtener la razón en la próxima; así que durante toda la eternidad caminarán a la zaga del hombre a quien, por qué no podemos decirlo, se le dio el poder de obtener la razón en su primer modo de existencia.

Cuando trato de los deberes propios de las mujeres, como lo hago con los de un ciudadano o un padre, se comprobará que no pretendo insinuar que debe sacárselas de sus familias, si hablamos de la mayoría. Lord Bacon dice: «El que ha mujer e hijos ha dado rehenes a la fortuna; porque son impedimentos para las grandes empresas, tanto de virtud como de malicia. Ciertamente, las mejores obras, y las de mayor mérito para el público, han provenido de los hombres solteros o sin hijos». Digo lo mismo de las mujeres. Pero el bienestar de la sociedad no se construye con esfuerzos extraordinarios, y si estuviera organizada de forma más razonable, aún sería menor la necesidad de grandes facultades o virtudes heroicas.

Para organizar una familia, para educar a los hijos, se requiere de modo especial entendimiento, en un sentido sencillo: fortaleza de cuerpo y alma. Sin embargo, los hombres que por sus escritos más se han esforzado por domesticar a las mujeres han tratado de debilitar sus cuerpos y entorpecer sus mentes, mediante argumentos dictados por un apetito grosero que la saciedad ha hecho molesto. Pero aunque con estos métodos siniestros convenzan a las mujeres, trabajando sus sentimientos, para que se queden en casa y cumplan las obligaciones de una madre y dueña de familia, debo oponerme con prudencia a las opiniones que llevan a la mujer a la conducta recta, persuadiéndolas de hacer del cumplimiento de deberes tan importantes el objetivo principal de la vida, aunque se insulte a la razón. Además, y apelo a la experiencia, si por descuidar el entendimiento se desligaran de esas tareas domésticas más de lo que podrían hacerlo por objetivos intelectuales más serios, aunque puede observarse que la masa de la humanidad nunca perseguirá vigorosamente un objetivo intelectual, se me puede permitir inferir que la razón es absolutamente necesaria para que la mujer sea capaz de cumplir todo deber con propiedad, y debo repetir que sensibilidad no es razón.

Se me vuelve a ocurrir la comparación con los ricos, porque cuando los hombres descuiden las obligaciones de la humanidad, las mujeres seguirán su ejemplo; una corriente común apresura a ambos con rapidez irreflexiva. Riquezas y honores impiden al hombre ampliar su entendimiento y debilitan todas sus fuerzas al invertir el orden de la naturaleza, que nunca ha hecho cierto que el placer sea la recompensa del trabajo. El placer —el que debilita— está, asimismo, al alcance de las mujeres sin esforzarse. Pero si las posesiones hereditarias están ampliamente extendidas, ¿cómo podemos esperar que los hombres se enorgullezcan de la virtud? Y mientras sea así, las mujeres los gobernarán por los medios más directos, descuidando los aburridos deberes domésticos para atrapar el placer que se mece ligero en alas del tiempo.

Cierto autor dice: «El poder de la mujer es su sensibilidad», y los hombres, sin darse cuenta de las consecuencias, hacen todo lo que pueden para que este poder devore cualquier otro. Aquellos que emplean su sensibilidad continuamente la aumentarán, por ejemplo, los poetas, pintores y compositores. Y cuando la sensibilidad se aumenta así a expensas de la razón e incluso de la imaginación, ¿por qué los filósofos se quejan de su veleidad? La atención sexual del hombre actúa de modo particular sobre la sensibilidad femenina, y este sentimiento se ha ejercitado desde su juventud en adelante. Un marido no puede prestarle ya atención con la pasión necesaria para excitar vivas emociones y el corazón, acostumbrado a ellas, se vuelve hacia un nuevo amante o languidece en secreto, víctima de la virtud o la prudencia. Hablo de cuando el corazón se ha vuelto realmente susceptible y se ha formado el gusto; porque me siento inclinada a concluir, por lo que he observado en la vida elegante, que el modo de educación fomenta más a menudo la vanidad que la sensibilidad y el trato entre los sexos que he reprobado; y que la coquetería procede con mayor frecuencia de la vanidad que de esa inconstancia que la sensibilidad sobredimensionada produce de modo natural.

Otro argumento que ha tenido gran peso para mí creo que posee cierta fuerza para todo corazón considerado y benevolente. Los padres de las niñas educadas en la debilidad a menudo las dejan sin bien alguno y, por supuesto, tienen que depender no solo de la razón, sino de la liberalidad de sus hermanos. Estos son unas buenas personas, para considerar el aspecto mejor del asunto, y les otorgan como un favor algo a lo que los hijos de unos mismos padres tendrían un derecho igual. En esta situación equívoca y humillante, una mujer dócil puede permanecer cierto tiempo con un grado tolerable de bienestar. Pero cuando el hermano se casa —circunstancia probable—, pasa de señora de la casa a ser considerada con aviesas miradas una intrusa, una carga innecesaria sobre la benevolencia del dueño de la casa y su nueva compañera.

¿Quién puede hacer el recuento de calamidades que sufren en tales situaciones muchos seres infortunados, cuyas mentes y cuerpos son débiles por igual, incapaces de trabajar y avergonzados de pedir? La esposa, una mujer de corazón frío y mente estrecha —lo cual no es una suposición injusta, ya que el actual modo de educación no tiende a ensanchar el corazón, si no lo hace con el entendimiento—, está celosa de las pequeñas atenciones que su marido muestra hacia sus familiares; y como su sensibilidad no alcanza a la humanidad, le disgusta ver que la propiedad de sus hijos se derrocha en una hermana desvalida.

Todos ellos son hechos reales que he contemplado una y otra vez. La consecuencia es obvia. La mujer ha recurrido a la astucia para socavar el afecto habitual que tiene miedo de enfrentar abiertamente; y no ahorra lágrimas ni caricias hasta que la espía deja su casa y es arrojada al mundo, sin estar preparada para sus dificultades; o se la envía, como un gran esfuerzo de generosidad o por considerarla como una propiedad, a la soledad sin dicha con un pequeño estipendio.

Estas dos mujeres estarían muy a la par respecto a razón y humanidad y en situaciones cambiadas podrían haber representado el mismo papel egoísta; pero si hubieran sido educadas de modo diferente, también el caso habría sido distinto. La esposa no habría tenido esa sensibilidad en la que ella misma es el centro y la razón le habría enseñado a no esperar el afecto de su esposo, e incluso a no sentirse halagada por él, si ello le lleva a violar deberes anteriores. Querría amarlo no solo porque él la ama, sino por sus virtudes; y la hermana habría sido capaz de luchar por sí misma en lugar de comer el pan amargo de la dependencia.

Estoy completamente persuadida de que el corazón, lo mismo que el entendimiento, se abre mediante su cultivo y al fortalecer los órganos, lo cual puede no parecer tan evidente. No hablo de destellos momentáneos de sensibilidad, sino de afectos. Y quizá, en la educación de ambos sexos, la tarea más difícil sea ajustar la instrucción de tal modo que no estreche el entendimiento, mientras el corazón se calienta con los jugos generosos de la primavera, excitados por la fermentación de la estación, ni seque los sentimientos al emplear la mente en investigaciones alejadas de la vida.

Respecto a las mujeres, cuando reciben una educación cuidadosa, se las hace señoras elegantes, pletóricas de sensibilidad y prolíficas en fantasías caprichosas, o meras mujeres notables. Las últimas a menudo son criaturas honestas y amigables, y poseen una especie de buen juicio despierto, unido a una prudencia mundana, que las hace miembros más útiles de la sociedad que las señoras elegantes y sentimentales, aunque no posean grandeza de mente o gusto. Tienen cerrado el mundo intelectual. Si se las saca de su familia o vecindario permanecen inactivas, al no encontrar empleo su mente, ya que la literatura proporciona un acopio de diversión que nunca han buscado disfrutar, sino que han despreciado con frecuencia. Los sentimientos y el gusto de la mayoría de las mentes cultivadas parecen ridículos, incluso para aquellos a los que el azar o los lazos familiares les han llevado a amarlas; y los que solo son conocidos piensan que todo es afectación.

Un hombre de juicio solo puede amar a una mujer de ese tipo por su sexo y respetarla porque es una sirviente de confianza. Le permite, para preservar su propia paz, que reprenda a los criados y que vaya a la iglesia con vestidos de la mayor calidad. Un hombre con un entendimiento del mismo tamaño que el suyo probablemente no se llevaría tan bien con ella, porque querría inmiscuirse en sus prerrogativas y organizar algunos asuntos domésticos él mismo; además, las mujeres cuyas mentes no se han ampliado mediante el cultivo o han cambiado el egoísmo natural de la sensibilidad mediante la reflexión resultan muy poco apropiadas para llevar una familia, porque siempre tiranizan, debido al alcance inmoderado de su poder, para sostener una superioridad que descansa únicamente en la distinción arbitraria de la fortuna. A veces el mal es más serio: se priva a los siervos de indulgencias inocentes y se los hace trabajar más allá de sus fuerzas para que la mujer notable mantenga una mesa mejor y brille más que sus vecinos por sus galas y boato. Si se ocupa de sus hijos, en general es para vestirlos de modo costoso, y esta atención, provenga de la vanidad o del cariño, es igualmente perniciosa.

Además, la mayoría de las mujeres de este tipo pasan los días, o al menos las tardes, con ánimo descontento. Sus maridos reconocen que son organizadas y castas, pero dejan el hogar para buscar una compañía más agradable y —permítaseme usar una significativa palabra francesa— piquant; y a la esclava paciente, que cumple su tarea como el caballo ciego del molino, se la defrauda en la recompensa justa, ya que lo que se le debe son las caricias de su marido. Las mujeres que cuentan con tan pocos recursos en su interior no soportan con mucha paciencia esta privación de un derecho natural.

A una mujer elegante, por el contrario, se le ha enseñado a observar con desdén las actividades vulgares de la vida, aunque solo se le ha incitado a adquirir dotes que sobrepasan un grado el sentimiento, porque ni siquiera las dotes corporales pueden adquirirse con cierta precisión si el entendimiento no se ha fortalecido mediante el ejercicio. El gusto resulta superficial si no se fundamenta en los principios; la gracia debe surgir de algo más profundo que la imitación. Sin embargo, se calienta la imaginación y los pensamientos se vuelven molestos, si no complicados, o no se adquiere un contrapeso del juicio cuando el corazón sigue tosco, aunque se vuelva demasiado tierno.

Con frecuencia estas mujeres son amigables y sus corazones realmente más sensibles para la benevolencia general, más llenos de sentimientos de la vida civilizada, que la honrada esclava de su familia; pero al carecer de la debida proporción de reflexión y autogobierno, solo inspiran amor y son las dueñas de sus esposos mientras dura su afecto, y las amigas platónicas de sus conocidos masculinos. Estos son los bellos defectos de la Naturaleza: las mujeres que parecen ser creadas no para disfrutar la camaradería del hombre, sino para salvarlo de hundirse en la brutalidad absoluta, alisando los ángulos toscos de su carácter, y para dar cierta dignidad al apetito que lo arrastra a ellas mediante coqueteos festivos. Benigno Creador de toda la raza humana, ¿has creado a un ser como la mujer, que puede descubrir tu sabiduría en tus obras y sentir que solo tú eres exaltado sobre ella por la naturaleza, sin un propósito mejor? ¿Puede creer que solo se la creó para someterse al hombre, su igual, un ser que, como ella, fue enviado al mundo para adquirir virtud? ¿Puede consentir que se la ocupe solo en complacerlo, simplemente para adornar la tierra, cuando su alma es capaz de alzarse a ti? ¿Y puede permanecer en dependencia absoluta de la razón del hombre, cuando debe subir con él los arduos escalones del conocimiento?

 

Sin embargo, si el amor es el bien supremo, edúquese a la mujer solo para inspirarlo y púlase todo encanto para embriagar los sentidos; pero si son seres morales, déseles oportunidad de volverse inteligentes y que el amor al hombre sea solo una parte de la llama brillante del amor universal que, tras circundar la humanidad, sube hasta Dios en incienso agradecido.

Se necesita mucha resolución para cumplir con los deberes domésticos y una seria perseverancia que requiere un sostén más fírme que las emociones, por muy verdadera y viva que sea su naturaleza. Para dar un ejemplo de orden, el alma de la virtud, debe adoptarse cierta austeridad de conducta, que raramente puede esperarse de un ser a quien, desde su infancia, se le ha hecho la veleta de sus propias sensaciones. Cualquiera que quiera ser de utilidad racional debe tener un plan de conducta; y para cumplir la obligación más simple a menudo nos vemos obligados a actuar en contra del impulso de ternura o compasión que sentimos. Con frecuencia la severidad es la prueba más cierta y más sublime de afecto; y la falta de esta fuerza sobre los sentimientos y de ese cariño digno y elevado que hace a una persona preferir el bien futuro del objeto amado a una satisfacción presente es la razón por la que tantas madres afectuosas malcrían a sus hijos y se cuestiona qué es más perniciosa, la negligencia o la indulgencia; yo me siento inclinada a pensar que la última ha hecho más daño.

La humanidad parece estar de acuerdo con que los hijos deben dejarse al cuidado de las mujeres durante su infancia. Por todas las observaciones que he podido hacer, las mujeres de sensibilidad son las menos apropiadas para esta tarea, porque se dejarán llevar indefectiblemente por sus sentimientos y echarán a perder el carácter del niño. La primera y más importante rama de la educación es la dirección del carácter y requiere la mirada sensata y estable de la razón; un plan de conducta equidistante de la tiranía y la indulgencia. Sin embargo, estos son los extremos en los que cae de forma alternativa la gente sensible, siempre pasándose de la raya. He seguido esta línea de razonamiento mucho más, hasta que he llegado a la conclusión de que una persona de genio es la más impropia para ocuparse de la educación, sea pública o privada. Las mentes de esta rara especie ven las cosas demasiado a bulto y rara vez tienen buen carácter. Esa alegría habitual, llamada buen humor, quizá es tan raro hallarla unida a grandes poderes mentales como a sentimientos fuertes. Y la gente que sigue con interés y admiración los vuelos del genio o que absorbe con menor aprobación la instrucción que el pensador profundo ha preparado cuidadosamente para ellos no debe disgustarse si encuentra al primero colérico y al último taciturno, ya que una imaginación viva y una mente amplia y tenaz son raramente compatibles con esa urbanidad flexible que lleva al hombre cuando menos a doblegarse a las opiniones y prejuicios de los demás, en lugar de oponerse a ellos con rudeza.

Pero al tratar de la educación o de los modales, las mentes de clase superior no deben tenerse en consideración, sino dejarse a su suerte. Quien reclama instrucción y capta el color de la atmósfera que respira es la masa de facultades moderadas. Creo que no se debe intensificar las sensaciones de este respetable concurso de hombres y mujeres en el semillero de la indolencia y el lujo a expensas de sus entendimientos, porque a menos que cuenten con una madurez mental, nunca conseguirán ser libres ni virtuosos: la aristocracia fundada en la propiedad o en valores verdaderos siempre arrastrará ante sí a los esclavos del sentimiento, unas veces tímidos y otras feroces.

Si consideramos el tema de otro modo, son innumerables los argumentos aducidos con visos de razón, al suponerse que se deducen de la naturaleza, que han utilizado los hombres moral y físicamente para degradar nuestro sexo. Señalaré unos cuantos.

A menudo se ha hablado del entendimiento femenino con desprecio porque llega antes a la madurez que el masculino. No replicaré a esto aludiendo a las tempranas pruebas de razón y de genio que se hallan en Cowley, Milton y Pope, sino que solo apelaré a la experiencia para decidir si un joven al que se pone en compañía en edad temprana (y abundan los ejemplos ahora) no adquiere la misma precocidad. Este hecho es tan notorio que su sola mención debe hacer presente a todo tipo de gente mezclada en el mundo la idea de varios fanfarrones remedadores de hombres, cuyos entendimientos se han comprimido al introducirse en la compañía de los hombres cuando debían estar bailando una peonza o jugando con el aro.

También han afirmado algunos naturalistas que los hombres no alcanzan su pleno crecimiento y fortaleza hasta los treinta años, pero que las mujeres llegan a la madurez antes de los veinte. Sospecho que razonan sobre una base falsa, equivocados por el prejuicio masculino que juzga la belleza la perfección de la mujer, simple belleza de rasgos y complexión, según la acepción vulgar de la palabra, mientras que sostienen que la belleza masculina tiene cierta conexión con la mente. Las mujeres no adquieren antes de los treinta, al igual que los hombres, la fortaleza corporal y ese carácter de semblante que los franceses denominan physionomie. Es cierto que las pequeñas artimañas sin afectación de los niños resultan particularmente placenteras y atractivas, pero cuando se agota la frescura de la juventud, estas gracias inocentes se vuelven ademanes estudiados y resultan desagradables para toda persona de gusto. En el semblante de las niñas solo buscamos vivacidad y tímida modestia; pero cuando ha pasado la marea viva de la vida, buscamos en el rostro un sentido más sobrio y huellas de pasión, en vez de los hoyuelos de los espíritus animales, esperando observar individualidad de carácter, el único sostén de los afectos. Entonces deseamos conversar y no acariciar; dar oportunidad a nuestras imaginaciones tanto como a los sentimientos de nuestros corazones.

A los veinte años, la belleza es igual en ambos sexos; pero el libertinaje de los hombres los lleva a establecer la distinción, que por lo común sostienen también las coquetas pasadas de edad, porque cuando ya no pueden inspirar amor, pagan por el vigor y la vivacidad de la juventud. Los franceses, que dan mayor importancia a la mente en sus nociones de belleza, dan preferencia a las mujeres de treinta años. Quiero decir que reconocen que las mujeres se encuentran en su estado más perfecto cuando la vivacidad cede el lugar a la razón y a esa majestuosa seriedad de carácter que marca la madurez o el punto de reposo. Durante la juventud, hasta los veinte años, el cuerpo se dispara; hasta los treinta, lo sólido va obteniendo un grado de densidad. Y los músculos flexibles, al hacerse cada día más rígidos, dan carácter al semblante, es decir, trazan las operaciones de la mente con la pluma férrea del destino y nos dicen no solo qué poderes hay dentro, sino cómo se han empleado.