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100 Clásicos de la Literatura

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Concedo que esta objeción tiene cierta fuerza; pero mientras exista un precepto moral como «Sed puros como lo es vuestro Padre celestial», parecería que las virtudes del hombre no están limitadas por el único Ser que puede hacerlo, y que puede ejercer presión para que se avance sin considerar si se sitúa fuera de su esfera al consentir una ambición tan noble. Se ha dicho a las olas indómitas: «Hasta aquí llegaréis y no más lejos; y aquí se detendrán tus olas imponentes». En vano baten y hacen espumas, frenadas por el poder que confina en sus órbitas los planetas en lucha; la materia se rinde al gran Espíritu gobernante. Pero un alma inmortal, al no estar controlada por leyes mecánicas y luchar por liberarse de las cadenas de la materia, contribuye al orden de la creación, en lugar de estorbarlo, cuando, colaborando con el Padre de los espíritus, trata de gobernarse por la regla invariable que rige el universo en cierto grado, ante el cual desfallece nuestra imaginación.

Además, si se educa a las mujeres para la dependencia, es decir, para actuar de acuerdo con la voluntad de otro ser falible y se somete al poder, recto o erróneo, ¿dónde hemos de detenernos? ¿Deben ser consideradas como gobernantes inferiores a los que se permite reinar sobre un pequeño dominio y se responsabiliza de su conducta ante un tribunal superior, capaz de error?

No será difícil probar que esas voluntades delegadas actuarán como los hombres sometidos por miedo y harán padecer a sus hijos y siervos su opresión tiránica. Como se someten sin razón y no cuentan con reglas fijas por las que ajustar su conducta, serán amables o crueles según les dicte el capricho del momento; y no debemos asombramos si a veces, mortificadas por su pesado yugo, obtienen un placer maligno en hacerlo descansar en hombros más débiles.

Pero supongamos que una mujer, educada en la obediencia y casada con un hombre razonable que dirige su juicio sin hacerle sentir la servidumbre de su sujeción, actúa por esta luz reflejada con toda la propiedad que puede esperarse cuando se toma la razón de segunda mano; no obstante, ella no puede asegurar la vida de su protector y este puede morir y dejarla con una gran familia. A ella le corresponde un deber doble: educarla como padre y madre, y formar sus principios y asegurar su propiedad. Pero, ¡ay!, nunca ha pensado y mucho menos actuado por sí misma. Solo ha aprendido a gustar a los hombres, a depender graciosamente de ellos; pero, cargada de hijos, ¿cómo va a conseguir otro protector, un marido que haga las veces de la razón? Un hombre racional, porque no pisamos terreno romántico, aunque piense que es una criatura dócil y placentera, no elegirá casarse con una familia por amor, cuando hay en el mundo muchas otras hermosas criaturas. ¿Qué es de ella entonces? Se convierte en presa fácil para algún cazador de fortuna pobre que despoje a sus hijos de su herencia paterna y los deje en la miseria; o se hace víctima del descontento y el desenfreno ciego. Incapaz de educar a sus hijos o infundirles respeto —porque no es un juego de palabras afirmar que nunca se respeta a alguien que no es respetable, aunque ocupe un puesto importante—, se consume bajo la angustia del pesar vano e impotente. Los dientes de la serpiente entran en su alma y los vicios de la juventud licenciosa la llevan con pesar, cuando no con pobreza también, a la tumba.

No es un cuadro sobrecargado, sino un caso muy posible y algo semejante debe haber ocurrido ante cualquier mirada atenta.

Sin embargo, he dado por supuesto que la mujer tenía buena disposición, aunque la experiencia muestra que puede conducirse a las ciegas con la misma facilidad a la cuneta que por un camino batido. Pero hagamos la conjetura no muy improbable de que un ser al que solo se le ha enseñado a agradar debe seguir buscando su felicidad en ello, ¡qué ejemplo de necedad, por no decir vicio, será para sus inocentes hijas! La madre se perderá en la coqueta y, en lugar de hacerse amiga de sus hijas, las contemplará con recelo porque son rivales —más crueles que otras cualesquiera porque incitan a la comparación y empujan del trono de la belleza a quien nunca ha pensado tener un puesto en el banco de la razón.

No se requiere una pluma viva o el esbozo perspicaz de una caricatura para trazar las miserias domésticas y los pequeños vicios que una señora de familia como esa difunde. Sin embargo, actúa como debe hacerlo una mujer criada según el sistema de Rousseau. Nunca se le reprochará ser masculina o salirse de su esfera; más aún, observaría otra de sus grandes reglas, y al conservar precavidamente su reputación libre de mancha, se la consideraría una mujer de buena clase. Pero, ¿desde qué perspectiva puede denominársela buena? Es cierto que se abstiene, sin gran lucha, de cometer grandes delitos, pero ¿cómo cumple con sus obligaciones? ¡Obligaciones!, a decir verdad, bastante tiene con pensar en adornar su cuerpo y alimentar su débil constitución.

Respecto a la religión, nunca se atrevió a juzgar por sí misma; pero se ajustaba como debe hacerlo una criatura dependiente a las ceremonias de la Iglesia en las que la educaron, creyendo píamente que cabezas más sabias que la suya han organizado esos asuntos; y sin duda es la finalidad de su perfección. Así pues, paga su diezmo de menta y comino —y gracias a Dios no es como las demás mujeres. ¡Estos son los benditos efectos de una buena educación, las virtudes de la compañera del hombre!

Debo aliviarme dibujando un cuadro diferente. Dejemos que ahora la imaginación presente a una mujer con un entendimiento tolerable, porque no quiero dejar la línea de la mediocridad, cuya constitución, fortalecida por el ejercicio, ha permitido a su cuerpo adquirir su pleno vigor; su mente se ha ido expandiendo al mismo tiempo para comprender los deberes morales de la vida y en qué consisten la virtud y dignidad humanas.

Formada de este modo mediante el desempeño de las obligaciones relativas a su posición, se casa por afecto, sin perder de vista la prudencia y mirando más allá de la felicidad matrimonial, consigue el respeto de su marido antes de que sea necesario ejercer malas artes para complacerlo y alimentar una llama moribunda, que la naturaleza predestina a extinguirse cuando el objeto se hace familiar, cuando la amistad y la paciencia ocupan el puesto de un afecto más ardiente. Esta es la muerte natural del amor y no se destruye la paz doméstica con luchas para evitarlo. También doy por supuesto que el marido es virtuoso, o ella necesita aún más principios independientes.

Sin embargo, el destino rompe este vínculo. Ella se queda viuda, quizá sin una provisión suficiente, pero no está desolada. Siente la punzada natural del dolor, pero cuando el tiempo ha suavizado la pena en melancólica resignación, su corazón se torna a sus hijos con inclinación redoblada y, deseosa de proporcionarles todo lo necesario, el afecto da una forma sagrada y heroica a sus deberes maternales. Piensa que sus virtuosos esfuerzos no solo los ve aquel de quien debe manar ahora todo bienestar y cuya aprobación es la vida, sino que su imaginación, un poco exaltada y ensimismada por el duelo, espera en el fondo que los ojos que su mano temblorosa ha cerrado puedan todavía ver cómo somete toda pasión rebelde para cumplir la obligación doble de ser tanto el padre como la madre de sus hijos. Elevada al heroísmo por la mala fortuna, reprime los tenues albores de una inclinación natural antes de que maduren en amor, y en la flor de la vida se olvida de su sexo —olvida el placer de una pasión que despierta, que de nuevo habría sido inspirada y correspondida. No vuelve a pensar en agradar y su dignidad consciente le impide enorgullecerse de su conducta. Sus hijos cuentan con su amor y sus esperanzas más resplandecientes se encuentran más allá de la tumba, a donde su imaginación se extravía a menudo.

Pienso que la veo rodeada de sus hijos, recogiendo la recompensa de sus cuidados. Los ojos inteligentes encuentran los suyos, mientras la salud y la inocencia sonríen en sus mejillas carnosas y, cuando son mayores, su atención agradecida disminuye los cuidados de la vida. Vive para ver las virtudes que trató de plantar sobre principios fijados en hábitos, para ver a sus hijos alcanzar una fortaleza de carácter suficiente que les permita soportar la adversidad sin olvidar el ejemplo de su madre.

Cumplida la tarea de la vida, espera con calma el sueño de la muerte y al levantarse de la tumba diría: «Mira, me diste un talento y aquí tienes cinco».

Deseo resumir lo que he dicho en unas pocas palabras, ya que arrojo mi guante aquí y niego la existencia de virtudes propias de un sexo, sin exceptuar la modestia. La verdad, si entiendo el significado de la palabra, debe ser la misma para el hombre y la mujer; no obstante, el carácter femenino imaginativo, tan bien descrito por poetas y novelistas, al demandar el sacrificio de la verdad y la sinceridad, convierte la virtud en una idea relativa que no tiene otro fundamento que la utilidad, y sobre esta utilidad pretenden juzgar los hombres, moldeándola a su propia conveniencia.

Admito que las mujeres tengan diferentes obligaciones que cumplir, pero son obligaciones humanas y los principios que deben regular su desempeño mantengo con firmeza que deben ser los mismos.

Es necesario hacerse respetable y ejercitar el entendimiento, pues no hay ningún otro fundamento para obtener un carácter independiente; quiero decir explícitamente que solo deben doblegarse a la autoridad de la razón, en lugar de ser las modestas esclavas de la opinión.

¡Qué pocas veces nos encontramos en los rangos superiores de la vida con hombres de cualidades elevadas o incluso de atributos comunes! Las razones me parecen claras: el estado en el que nacieron no era natural. El carácter humano siempre se ha formado mediante las ocupaciones que prosigue un individuo o una clase; y si no se agudizan las facultades mediante la necesidad, permanecen obtusas. Este argumento puede extenderse igualmente a las mujeres, ya que, ocupadas rara vez en asuntos serios, la consecución de placer da esa insignificancia a su carácter que hace a la sociedad de los nobles tan insípida. La misma falta de firmeza, producida por una causa similar, fuerza a ambos a volar de sí mismos a los placeres escandalosos y las pasiones artificiales, hasta que la vanidad ocupa el lugar de todo afecto social y resulta difícil distinguir las características de la humanidad. Tales son los beneficios de los gobiernos civiles, tal como están organizados en el presente, que la riqueza y la dulzura femenina tienden por igual a envilecer a la humanidad y se producen por la misma causa; pero al admitir que las mujeres son criaturas racionales, debe incitárselas a adquirir las virtudes que puedan llamar propias, porque ¿cómo se ennoblecerá un ser racional por algo que no obtiene por su propio esfuerzo?

 

CAPÍTULO IV

Observaciones sobre el estado de degradación al que se encuentra reducida la mujer por causas diversas

Creo que está claro que la mujer es débil por naturaleza o se halla degradada por una concurrencia de circunstancias. Simplemente contrastaré esta postura con una conclusión que he oído sostener con frecuencia a hombres razonables, en favor de la aristocracia: la masa de la humanidad no puede ser nada, o los esclavos dóciles que permiten con paciencia que se los conduzca percibirían su propia categoría y rechazarían sus cadenas. Observan, además, que los hombres se someten por doquier a la opresión, cuando solo tienen que levantar la cabeza y deshacerse del yugo; pero, en lugar de afirmar sus derechos de nacimiento, muerden el polvo en silencio y dicen: «comamos y bebamos, porque mañana moriremos». De modo análogo, las mujeres se degradan debido a la misma tendencia a disfrutar el momento presente y al final desdeñan la libertad por la que no luchan al carecer de la virtud suficiente para ello. Pero debo ser más explícita.

Con respecto al cultivo del corazón, se admite con unanimidad que el sexo está fuera de cuestión; pero no debe pasarse por alto la línea de subordinación en cuanto a los poderes mentales. Solo «absoluta en encanto», la proporción de racionalidad que se concede a la mujer es realmente escasa, porque al negar su genio y juicio resulta bastante difícil adivinar qué queda para caracterizar el intelecto.

El estambre de la inmortalidad, si se me permite la expresión, es la perfectibilidad de la razón humana; porque si el hombre fuera creado perfecto o cuando llega a la madurez surgiera de él un flujo de conocimiento que impidiera el error, dudaría de la continuidad de su existencia cuando el cuerpo se disuelva. Pero en el estado actual de las cosas, toda dificultad en cuanto a la moral que escapa de la discusión humana y desconcierta por igual la investigación del pensamiento profundo y la brillante intuición del genio constituye un argumento para cimentar mi creencia en la inmortalidad del alma. En consecuencia, la razón es el simple poder de perfeccionamiento o, para hablar con más propiedad, el poder de discernir la verdad. Cada individuo, a este respecto, constituye un mundo en sí mismo. Puede ser más sobresaliente en un ser que en otro, pero la naturaleza de la razón será la misma en todos si el vínculo que conecta a la criatura con el Creador es una emanación de la divinidad; pues un alma que no se perfecciona con el ejercicio de su propia razón ¿puede tener impresa la imagen celestial? Sin embargo, adornada exteriormente con cuidado exquisito para agradar al hombre «que ame con honor», no se concede esta distinción al alma de la mujer, siempre con el hombre colocado entre ella y la razón, como si solo se la hubiera creado para ver a través de un burdo intermediario y para aceptar las cosas por confianza. Pero si desechamos estas teorías ilusorias y consideramos a la mujer como un todo, como debe ser, y no parte del hombre, la pregunta sería si tiene o no razón. En caso afirmativo, lo que concederé de momento, no fue creada solo para solaz del hombre y lo sexual no debe destruir el carácter humano.

Probablemente a este error han llegado los hombres al considerar la educación a una luz falsa y no como el primer paso para formar a un ser que avance gradualmente hacia la perfección, sino solo como una preparación para la vida. Sobre este error sensual, porque así debo denominarlo, se ha erigido el falso sistema de los modales femeninos que despoja de su dignidad a todo el sexo y clasifica su belleza y opacidad con las flores que solo adornan la tierra. Siempre ha sido este el lenguaje de los hombres y el miedo de apartarse de un supuesto carácter sexual ha hecho que incluso las mujeres con mejor sentido adoptaran los mismos sentimientos. Así, en sentido estricto hablando se ha negado a la mujer el entendimiento y se ha puesto en su lugar al instinto, sublimado en agudeza y astucia para las cosas de la vida.

El poder de generalizar ideas o de extraer conclusiones amplias de observaciones individuales es la única adquisición que merece el nombre de conocimiento para un ser inmortal. La simple observación, sin esforzarse por explicar nada, sería (de modo muy incompleto) como el sentido común de la vida, pero ¿dónde se encuentran guardadas las provisiones que deben vestir al alma cuando abandone el cuerpo?

Este poder no solo se ha negado a la mujer, sino que los escritores han insistido en que resulta inconsecuente, con escasas excepciones, con su carácter sexual. Que los hombres lo prueben y concederé que las mujeres solo existen para ellos. Sin embargo, debo observar previamente que el poder de generalizar ideas, en alto grado, no es muy común entre hombres o mujeres. Pero este ejercicio constituye el verdadero cultivo del entendimiento y todo conspira para hacerlo más difícil en el mundo femenino que en el masculino.

Esta afirmación me lleva de modo natural al tema principal de este capítulo, por lo que señalaré ahora algunas de las causas que degradan al sexo e impiden a las mujeres generalizar sus observaciones.

No me remontaré a los anales remotos de la antigüedad para seguir las huellas de la historia de la mujer; es suficiente con admitir que siempre ha sido una esclava o una déspota y señalar que cada una de estas situaciones retarda por igual el progreso de la razón. Siempre me ha parecido que la gran fuente del vicio y la insensatez femenina surge de la estrechez mental, y la misma constitución de los gobiernos civiles ha colocado en el camino obstáculos casi insuperables para impedir el cultivo del entendimiento femenino; pero la virtud no puede basarse en otros cimientos. En el camino de los ricos se han arrojado los mismos obstáculos, con las mismas consecuencias.

De forma proverbial, se ha llamado a la necesidad la madre de la invención; el aforismo podría extenderse a la virtud. Es una adquisición que conlleva el sacrificio del placer, ¿y quién sacrifica este cuando se tiene al alcance de la mano o cuando la adversidad no ha abierto o fortalecido la mente, o la necesidad no ha aguijoneado la búsqueda del conocimiento? Es una buena cosa que la gente tenga que luchar con las preocupaciones de la vida porque ello evita que se convierta en presa de los vicios que debilitan, simplemente por la indolencia. Pero si se sitúa a hombres y mujeres desde su nacimiento en una zona tórrida, con el sol meridiano del placer apuntándolos directamente, ¿cómo pueden reforzar sus mentes para cumplir con las obligaciones de la vida o incluso para saborear los afectos que los transportan fuera de sí mismos?

Según la modificación presente de la sociedad, el placer es el asunto central de la vida de una mujer y, mientras continúe siendo así, poco puede esperarse de esos seres débiles. Heredada la soberanía de la belleza en descendencia directa del primer bello defecto de la naturaleza, para mantener su poder tienen que renunciar a los derechos naturales que el ejercicio de la razón les habría procurado y elegir ser reinas efímeras, en lugar de trabajar para obtener los sobrios placeres que nacen de la igualdad. Exaltadas por su inferioridad (parece una contradicción), demandan constantemente homenaje como mujeres, aunque la experiencia debía enseñarles que los hombres que se precian de conceder este respeto arbitrario e insolente al sexo con la exactitud más escrupulosa son los más inclinados a tiranizarlo y a despreciar la misma debilidad que animan. A menudo repiten los mismos sentimientos que Hume cuando, al comparar el carácter francés con el ateniense, alude a las mujeres:

Pero lo que resulta más singular en esta nación caprichosa, digo de los atenienses, es que vuestro juego durante las saturnalias, cuando los esclavos son servidos por los amos, lo continúan seriamente durante todo el año y durante el curso completo de sus vidas, acompañado también por algunas circunstancias que aún aumentan más lo absurdo y ridículo. Vuestro deporte eleva durante unos días a aquellos que la fortuna ha abandonado y a quienes ella también, en los deportes, puede elevar para siempre. Pero esta nación exalta con gravedad a aquellas que la naturaleza les ha sometido y cuya inferioridad y debilidades son absolutamente incurables. Las mujeres, aunque carecen de virtud, son sus dueñas y soberanas.

¡Ay!, ¿por qué las mujeres —escribo con cariñosa solicitud— condescienden a recibir un grado de atención y respeto de los extraños diferente a la reciprocidad educada que el dictado de la humanidad y la civilización autorizan entre hombre y mujer? ¿Y por qué no descubren, «cuando están en el apogeo del poder de la belleza», que las tratan como reinas solo para engañarlas con un falso respeto hasta que renuncien o no asuman sus prerrogativas naturales? Confinadas en jaulas como la raza emplumada, no tienen nada que hacer sino acicalarse el plumaje y pasearse de percha en percha. Es cierto que se les proporciona alimento y ropa sin que se esfuercen o tengan que dar vueltas; pero a cambio entregan salud, libertad y virtud. ¿Dónde se ha encontrado entre la humanidad la suficiente fortaleza mental para renunciar a estas prerrogativas adventicias, alguien que sobresalga de la opinión con la dignidad calmada de la razón y se atreva a sentirse orgullosa de los privilegios inherentes al hombre? Y es vano esperarlo mientras el poder hereditario ahogue los afectos y corte los brotes de la razón.

Así, las pasiones de los hombres han colocado en tronos a las mujeres y hasta que la humanidad se vuelva más juiciosa, no ha de temerse que las mujeres se aprovechen del poder que obtienen con el menor esfuerzo y que es el más incontestable. Sonreirán —sí, sonreirán— aunque se les diga:

En el imperio de la belleza no hay punto medio

y la mujer, sea esclava o reina,

rápidamente es menospreciada cuando no adorada.

Pero como la adoración llega primero, no se prevé el menosprecio.

Luis XIV, en particular, extendió modales artificiales y atrapó, de modo engañoso, a toda la nación en sus redes; porque para establecer una diestra cadena de despotismo, hizo que a la gente le interesara de forma individual respetar su posición y apoyar su poder. Y las mujeres, a quienes halagó mediante una pueril atención al sexo en su conjunto, obtuvieron en su reino esa distinción principesca tan fatal para la razón y la virtud.

Un rey lo es siempre, lo mismo que una mujer siempre es una mujer. Su autoridad y su sexo siempre se sitúan entre ellos y la conversación racional. Concedo que con un amante la mujer deba ser así y que su sensibilidad la lleve a esforzarse por excitar su emoción, no para satisfacer su vanidad, sino su corazón. No creo que esto sea coquetería, sino el impulso sencillo de la naturaleza. Solo protesto contra el deseo sexual de conquista cuando el corazón está fuera de cuestión.

Este deseo no se limita a las mujeres. Lord Chesterfield dice: «Me he esforzado por ganar los corazones de veinte mujeres, por cuyas personas no habría dado un higo». El libertino que, en su gusto por la pasión, se aprovecha de la ternura confiada es un santo si se le compara con este bellaco sin corazón —quiero usar palabras significativas. Como solo se les ha enseñado a agradar, las mujeres siempre están alerta para ello y se esfuerzan con ardor verdadero y heroico por ganar corazones simplemente para renunciar a ellos o desdeñarlos cuando la victoria está decidida y es evidente.

Debo descender a las menudencias del tema. Lamento que las mujeres sean sistemáticamente degradadas al recibir las atenciones insignificantes que los hombres consideran varonil otorgar al sexo, cuando en realidad apoyan insultantemente su propia superioridad. No es condescendencia doblegarse ante un inferior. De hecho, estas ceremonias me parecen tan ridículas que apenas puedo contener mis músculos cuando veo a un hombre lanzarse a levantar un pañuelo con solicitud ávida y seria o cerrar una puerta, cuando la dama podía haberlo hecho con moverse un paso o dos.

 

Un deseo salvaje ha fluido de mi corazón a mi cabeza y no lo reprimiré aunque pueda excitar carcajadas. Deseo honestamente ver cómo la distinción de los sexos se confunde en la sociedad, menos en los casos donde el amor anime la conducta. Porque estoy completamente convencida de que esta distinción es el fundamento de la debilidad de carácter atribuida a la mujer; es la causa por la que se niega el entendimiento, mientras se adquieren dotes con cuidadoso esmero; y la misma causa hace que prefiera lo elegante a las virtudes heroicas.

Toda la humanidad quiere ser amada y respetada por alguien, y las masas comunes siempre toman el camino más próximo para satisfacer sus deseos. El respeto otorgado a la riqueza y la belleza es el más cierto e inequívoco y, por supuesto, siempre atraerá la mirada vulgar de las mentes comunes. Las facultades y virtudes resultan totalmente necesarias para hacer notorios a los hombres de clase media, y la consecuencia natural es evidente: la clase media contiene más virtudes y facultades. De este modo, los hombres cuentan al menos con una oportunidad para esforzarse con dignidad y para elevarse mediante el ejercicio que perfecciona a una criatura racional; pero el conjunto del sexo femenino se encuentra, hasta que su carácter se forma, en las mismas condiciones que los ricos, porque nacen —hablo ahora de un estado de civilización— con ciertos privilegios sexuales; y mientras se les otorguen de modo gratuito, pocos pensarán en hacer más de lo obligado para obtener la estima de un pequeño número de gentes superiores.

¿Cuándo oímos de las mujeres que, comenzando en la oscuridad, reclaman valientemente respeto por sus grandes facultades o sus virtudes intrépidas? ¿Dónde se las encuentra? «Ser observados, atendidos y advertidos con simpatía, complacencia y aprobación son todas las ventajas que buscan». ¡Cierto!, exclamarán probablemente los lectores masculinos; pero, antes de que saquen conclusiones, recordémosles que esto no se escribió para describir a las mujeres, sino a los ricos. En la Teoría de los sentimientos morales del doctor Smith he hallado la descripción del carácter general de la gente de rango y fortuna que, en mi opinión, podría aplicarse con la mayor propiedad al sexo femenino. Remito al lector sagaz a toda la comparación, pero se me debe permitir citar un trozo para dar fuerza a un argumento en el que quiero insistir por ser el más concluyente contra la existencia de un carácter sexual. Porque si, con excepción de los guerreros, no han aparecido grandes hombres de ninguna clase entre la nobleza, ¿no sería justo inferir que su emplazamiento engulle al hombre y produce un carácter similar al de las mujeres, que están emplazadas —si se me permite la palabra— por el rango en que las coloca la cortesía? A las mujeres, por lo común llamadas señoras, no se las contradice cuando están en compañía, no se les permite ejercer fuerza manual; y de ellas solo se esperan virtudes negativas, cuando se espera alguna: paciencia, docilidad, buen humor y flexibilidad, virtudes incompatibles con todo esfuerzo vigoroso del intelecto. Además, al vivir más con las demás y estar rara vez solas por completo, se hallan más bajo la influencia de los sentimientos que de las pasiones. La soledad y la reflexión son necesarias para dar a los deseos la fuerza de las pasiones y para permitir que la imaginación aumente el objeto y lo haga más deseable. Lo mismo puede decirse de los ricos: no recurren lo suficiente a ideas generales, reunidas por un pensamiento desapasionado o la investigación calmada, para adquirir la fuerza de carácter sobre la que se cimientan las grandes resoluciones. Pero oigamos lo que un agudo observador dice de los nobles:

¿Parecen insensibles los nobles al cómodo precio al que pueden adquirir la admiración pública, o parecen imaginar que para ellos, como para los demás hombres, debe ser una compra de sudor o sangre? ¿Mediante qué dotes importantes se instruye al joven noble para sustentar la dignidad de su rango y para hacerse merecedor de esa superioridad sobre sus conciudadanos, a la que le elevó la virtud de sus antepasados? Mediante el conocimiento, la industria, la paciencia, el renunciamiento o mediante cualquier tipo de virtud. Mientras se atiende a todas sus palabras, a todos sus ademanes, aprende a considerar de forma habitual cada circunstancia de la conducta ordinaria y estudia la realización de todos aquellos pequeños deberes con la más exacta propiedad. Como se da cuenta de lo mucho que se le observa o lo dispuesta que se encuentra la humanidad a favorecer todas sus inclinaciones, actúa en las ocasiones más insignificantes con la libertad y la altura que su pensamiento le inspira de forma natural. Su porte, sus modales, su conducta, todo marca ese sentido elegante de su propia superioridad a la que difícilmente pueden llegar los que nacen en una posición inferior. Estas son las artes por las que se propone hacer más fácil a la humanidad someterse a su autoridad y gobernar sus inclinaciones según su propio placer; y en ello es rara vez defraudado. Estas artes, sostenidas por el rango y la preeminencia, son suficientes para gobernar el mundo en ocasiones ordinarias. Durante la mayor parte de su reinado, se consideró a Luis XIV el más perfecto modelo de un gran príncipe, no solo en Francia, sino en toda Europa. ¿Pero por qué talentos y virtudes adquirió esta gran reputación? ¿Fue por la justicia escrupulosa e inflexible de todas sus empresas, por los inmensos peligros y dificultades a los que atendió o por la dedicación inagotable e implacable con que los acometió? ¿Fue por su extenso conocimiento, por su juicio exquisito o por su heroico valor? No fue por ninguna de estas cualidades. Era, en primer lugar, el príncipe más poderoso de Europa y en consecuencia tenía el rango más elevado entre los reyes y luego, dice su historiador, «sobrepasaba a todos sus cortesanos en la gracia de su figura y la belleza majestuosa de sus facciones. El sonido de su voz, noble y afectuosa, ganaba los corazones que su presencia intimidaba. Tenía un paso y un porte solo propios de él y de su rango, que hubieran sido ridículos en cualquier otra persona. La turbación que ocasionaba a aquellos que hablaban con él favorecía esa secreta satisfacción con la que sentía su propia superioridad». Estas dotes frívolas, sostenidas por su rango y sin duda por cierto grado de otras virtudes y talentos, que no parecen, sin embargo, haber destacado mucho de la mediocridad, colocaron a este príncipe en el aprecio de su época y han aportado, incluso en la posteridad, un gran respeto a su memoria. Comparada con estas, en su propio tiempo y en su propia presencia, no parece que hubiera otra virtud de algún mérito. El conocimiento, la industria, el valor y la caridad temblaban, se avergonzaban y perdían toda dignidad ante ellas.

La mujer también se siente «completa en sí misma» al poseer todas estas dotes frívolas, lo que cambia la naturaleza de las cosas: