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100 Clásicos de la Literatura

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Pero evitando, como he hecho hasta ahora, las comparaciones directas de los dos sexos en general o reconociendo con franqueza la inferioridad de la mujer, según la apariencia presente de las cosas, deberé insistir únicamente en que los hombres han aumentado esa inferioridad hasta situar a las mujeres casi por debajo de la categoría de criaturas racionales. Dejemos espacio a sus facultades para que se desarrollen y que sus virtudes se fortalezcan y determinemos entonces dónde se debe colocar todo el sexo en la escala intelectual. No obstante, recuérdese que no pido un lugar para un número pequeño de mujeres distinguidas.

Es difícil para nosotros, mortales miopes, decir a qué altura pueden llegar los descubrimientos y logros humanos cuando disminuya la penumbra del despotismo que nos hace vacilar a cada paso; pero cuando la moralidad se asiente sobre una base más sólida, sin estar dotada de espíritu profético, me aventuraré a predecir que la mujer será tanto la amiga como la esclava del hombre. No dudaremos, como en el presente, si actúa según la moral o es el vínculo que une al hombre con los animales. Pero si entonces parece que, como los brutos, fueron creadas fundamentalmente para el uso del hombre, las dejará morder el freno con paciencia y no las ridiculizará con elogios vacíos; o si se prueba su racionalidad, no impedirá su perfeccionamiento solo para satisfacer sus apetitos sensuales. No les aconsejará tácitamente, con todas las gracias de la retórica, que sometan sus entendimientos a la guía del hombre. Cuando trate de su educación, no sostendrá que nunca deben usar la razón libremente, ni recomendará astucia y disimulo a los seres que estén adquiriendo, de modos semejantes a los suyos, las virtudes de la humanidad.

Es indudable que si la moralidad tiene cimientos eternos, solo puede haber una regla de derecho, y quienquiera que sacrifique la virtud en su sentido estricto a la conveniencia presente o cuyo deber sea actuar de tal modo vive solo para el día pasajero y no puede ser una criatura responsable. Entonces el poeta estaría mofándose cuando dijo:

Si las débiles mujeres se pierden,

Las estrellas tienen más culpa que ellas.

Porque sería más cierto que están sujetas a la inquebrantable cadena del destino si se prueba que no han de ejercer su propia razón, nunca van a ser independientes, nunca van a alzarse por encima de la opinión o a sentir la dignidad de una voluntad racional que solo se somete a Dios y a menudo olvida que el universo abarca a todo ser menos a él y el modelo de perfección al que se vuelve su mirada ardiente para adorar los atributos que, suavizados en las virtudes, pueden imitarse en clase, aunque el grado abruma a la mente arrebatada.

Como no quiero ejercer fuerza mediante la declamación cuando la razón ofrece su sobria luz, si son realmente capaces de actuar como criaturas racionales, no las tratemos como esclavas o como animales que dependen de la razón del hombre cuando se asocian con él, sino cultivemos sus mentes, démosles el freno saludable y sublime de los principios y permitámosles obtener una dignidad consciente al sentirse solo dependientes de Dios. Enseñémosles, en común con los hombres, a someterse a la necesidad, en lugar de dar un sexo a la moral para hacerlas más placenteras.

Más aún, si la experiencia demuestra que no pueden lograr el mismo grado de fortaleza mental, perseverancia y entereza, dejemos que sus virtudes sean de la misma clase, aunque luchen vanamente para obtener el mismo grado; y la superioridad del hombre estará igualmente clara, si no más; y la verdad, como es un principio fundamental que no admite modificación, sería común a ambos. Aún más, no se invertirá el orden de la sociedad como está regulado en el presente, ya que entonces la mujer solo tendrá el rango que la razón le asigne y no se practicarán artes para nivelar la balanza y mucho menos para invertirla.

Todo esto pueden denominarse sueños de utopía. Los debo al Ser que los imprimió en mi alma y me dio la suficiente fuerza mental para atreverme a ejercer mi propia razón, hasta que, haciéndome depender solo de Él para apoyar mi virtud, contemplo con indignación las nociones erróneas que esclavizan a mi sexo.

Quiero al hombre como compañero; pero su cetro, real o usurpado, no se extiende hasta mí, a no ser que la razón de un individuo reclame mi homenaje; e incluso entonces la sumisión es a la razón y no al hombre. De hecho, la conducta de un ser responsable debe regularse por las operaciones de su propia razón; si no ¿sobre qué cimientos descansa el trono de Dios?

Me parece necesario extenderme en estas verdades obvias, ya que las mujeres han sido aisladas, por así decirlo. Y cuando se las ha despojado de las virtudes que visten a la humanidad, se las ha engalanado con gracias artificiales que les posibilitan ejercer una breve tiranía. Como el amor ocupa en su pecho el lugar de toda pasión más noble, su única ambición es ser hermosas para suscitar emociones en vez de inspirar respeto; y este deseo innoble, igual que el servilismo en las monarquías absolutas, destruye toda fortaleza de carácter. La libertad es la madre de la virtud y si por su misma constitución las mujeres son esclavas y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza.

En cuanto al argumento sobre la sujeción en la que siempre se ha mantenido a nuestro sexo, lo devuelvo al hombre. La mayoría siempre ha sido subyugada por una minoría y han tiranizado a cientos de sus semejantes monstruos que apenas han mostrado algún discernimiento de la excelencia humana. ¿Por qué hombres de talentos superiores se han sometido a tal degradación? Porque no se reconoce universalmente que los reyes, considerados en conjunto, siempre han sido inferiores en capacidad y virtudes al mismo número de hombres tomados de la masa común de la humanidad. ¿No es esto así todavía y se los trata con un grado de reverencia que insulta a la razón? China no es el único país donde se ha hecho un dios de un hombre vivo. Los hombres se han sometido a la fuerza superior para disfrutar con impunidad del placer del momento; las mujeres solo han hecho lo mismo y, por ello, hasta que se pruebe que el cortesano servil que se somete a los derechos de nacimiento de un hombre no actúa según la moral, no puede demostrarse que la mujer es esencialmente inferior al hombre porque siempre ha estado subyugada.

Hasta ahora, la fuerza brutal ha gobernado al mundo y es evidente por los filósofos, escrupulosos en dar un conocimiento más útil al hombre de esa distinción determinada, que la ciencia política se encuentra en su infancia.

No proseguiré con este argumento más allá de establecer una inferencia obvia: según la política sana vaya difundiendo la libertad, la humanidad, incluidas las mujeres, se hará más sabia y virtuosa.

CAPÍTULO III

Continúa el mismo tema

La fuerza corporal que distinguía a los héroes se encuentra tan sumida en un desprecio inmerecido, que los hombres, y también las mujeres, parecen considerarla innecesaria; las últimas porque obtienen la fuente de su poder indebido de las gracias femeninas y de la debilidad amable, y los primeros, porque parece opuesta al carácter de un caballero.

Sería fácil probar que cada uno de ellos ha partido de un extremo y ha llegado al contrario, pero primero resultaría conveniente observar que el grado de credibilidad obtenido por un error habitual ha dado fuerza a una conclusión falsa, en la que se ha confundido un efecto con una causa.

Es frecuente que la gente de genio haya perjudicado su constitución por el estudio o por no preocuparse de su salud y se ha hecho casi proverbial que la violencia de sus pasiones da la medida del vigor de sus intelectos, como la espada que destruye su vaina. De ello los observadores superficiales han concluido que los hombres de genio han sido por lo común débiles o, por usar una frase más de moda, han tenido constituciones delicadas. Sin embargo, creo que el hecho parece ser lo contrario, pues tras una investigación diligente, he descubierto que, en la mayoría de los casos, la fortaleza mental se ha acompañado de una fuerza corporal superior, una sólida constitución, pero no ese tono robusto de nervios y músculos vigorosos que se alcanza con el trabajo corporal cuando la mente está inactiva o solo dirige las manos.

El doctor Priestley ha señalado en el prefacio de su esquema biográfico que la mayoría de los grandes hombres han vivido más de cuarenta y cinco años. Deben haber contado con una estructura de hierro, si consideramos el modo irreflexivo en que han derrochado su fuerza cuando investigaban su disciplina favorita, que han gastado la lámpara de la vida, descuidando la medianoche; o cuando, perdidos en sueños poéticos, la imaginación ha poblado la escena y el alma se ha perturbado hasta debilitar la constitución por las pasiones que ha hecho surgir la meditación, cuyos objetos, construcción sin base de una visión, se desvanecen ante la mirada exhausta. Shakespeare nunca sujetó la daga ligera con mano débil, ni Milton tembló cuando condujo a Satán lejos de los confines de su triste prisión. No eran los desvaríos de la imbecilidad, las efusiones enfermas de mentes perturbadas, sino la exuberancia de la imaginación, que en su divagación de «hermoso frenesí» no recordaba constantemente sus grilletes materiales.

Me doy cuenta de que este argumento me llevaría más allá de donde parece que quiero llegar; pero persigo la verdad, y aunque sigo sosteniendo mi primera posición, reconoceré que la fortaleza corporal parece otorgar al hombre una superioridad natural sobre la mujer; y esta es la única base sólida sobre la que puede fundamentarse la superioridad del sexo. Pero sigo insistiendo en que no solo la virtud, sino el conocimiento de los dos sexos, deben tener la misma naturaleza, si no alcanzan el mismo grado, y las mujeres, consideradas no solo criaturas morales, sino también racionales, deben tratar de adquirir las virtudes humanas (o perfecciones) por los mismos medios que los hombres, en lugar de ser educadas como una especie de fantásticos seres a medias, una de las extravagantes quimeras de Rousseau.

 

Pero si la fuerza corporal es con cierta razón la vanagloria de los hombres, ¿por qué las mujeres son tan engreídas como para sentirse orgullosas de un defecto? Rousseau les ha proporcionado una excusa verosímil, que solo se le podía haber ocurrido a un hombre cuya imaginación ha corrido libre y pule las impresiones producidas por unos sentidos exquisitos, que ciertamente tendrían un pretexto para rendirse al apetito natural sin violar una especie de modestia romántica que satisface el orgullo y el libertinaje del hombre.

Las mujeres, engañadas por esos sentimientos, a veces se vanaglorian de su debilidad, obteniendo con astucia poder al representar la debilidad de los hombres; y pueden gloriarse bien de su dominio ilícito porque, como los bajás turcos, tienen más poder real que sus señores; pero la virtud se sacrifica a las satisfacciones temporales y la vida respetable al triunfo de una hora.

Las mujeres, como los déspotas, quizá no tengan más poder que el que obtendrían si el mundo, dividido y subdividido en reinos y familias, estuviera gobernado por leyes deducidas del ejercicio de la razón; pero, para seguir la comparación, en su obtención se degrada su carácter y se esparce la licencia por todo el conjunto de la sociedad. La mayoría se convierte en la peana de unos cuantos. Así pues, me aventuraré a afirmar que hasta que no se eduque a las mujeres de modo más racional, el progreso de la virtud humana y el perfeccionamiento del conocimiento recibirán frenos continuos. Y si se concede que la mujer no fue creada simplemente para satisfacer el apetito del hombre o para ser la sirviente más elevada, que le proporciona sus comidas y atiende su ropa, se seguiría que el primer cuidado de las madres o padres que se ocupan realmente de la educación de las mujeres debería ser, si no fortalecer el cuerpo, al menos no destruir su constitución por nociones erróneas sobre la belleza y la excelencia femenina; y no debería permitirse nunca a las jóvenes asimilar la noción perniciosa de que un defecto puede, por cierto proceso químico de razonamiento, convertirse en una excelencia. A este respecto, me siento feliz de descubrir que el autor de uno de los libros más instructivos que se han producido en nuestro país para niños coincide con mi opinión. Citaré sus comentarios pertinentes para dar la fuerza de su autoridad respetable a la razón.

Pero si se prueba que la mujer es por naturaleza más débil que el hombre, ¿de dónde se sigue que es natural que se esfuerce para hacerse aún más débil de lo que es? Los argumentos de este tipo son un insulto al sentido común y huelen a pasión. Cabe esperar, en este siglo de las luces, que el derecho divino de los maridos, como el derecho divino de los reyes, puede y debe contestarse sin peligro; y aunque la condena no silencie a muchos disputadores turbulentos, no obstante, cuando se ataca algún prejuicio prevaleciente, los inteligentes lo tendrán en cuenta y dejarán a los de mente estrecha que protesten con vehemencia irracional contra la innovación.

La madre que quiere dar dignidad verdadera al carácter de su hija debe proceder, sin hacer caso de las burlas de la ignorancia, con un plan opuesto diametralmente al que recomienda Rousseau con todo el encanto engañoso de la elocuencia y la sofistería filosófica, porque su elocuencia hace verosímiles absurdos y sus conclusiones dogmáticas confunden sin convencer a los que no tienen capacidad para rebatirlas.

A lo largo del conjunto del reino animal, toda criatura joven requiere un ejercicio casi continuo, y de acuerdo con esta indicación, la infancia de los niños debe pasarse en retozos inocuos que ejerciten pies y manos, sin requerir a cada minuto la dirección de la cabeza o la atención constante de una niñera. De hecho, el cuidado necesario para la autoconservación es el primer ejercicio natural para el entendimiento, mientras que las pequeñas invenciones para entretenerse un rato desarrollan la imaginación. Pero estos sabios designios de la naturaleza se contrarían por una inclinación equivocada o un celo ciego. No se deja al niño un momento a su propia dirección —en particular si es una niña— y de este modo se lo hace dependiente. Se llama natural la dependencia.

Para conservar la belleza personal —gloria de la mujer— se oprimen miembros y facultades con algo peor que las vendas chinas, y la vida sedentaria que se les condena a vivir, mientras los niños retozan al aire libre, debilita los músculos y relaja los nervios. En cuanto a los comentarios de Rousseau, de los que se han hecho eco muchos escritores desde entonces, sobre la inclinación natural, es decir, desde el nacimiento e independiente de la educación, que tienen por las muñecas, los trajes y la conversación, son tan pueriles que no merecen una refutación seria. Es, por supuesto, muy natural que una niña, condenada a permanecer sentada durante horas, escuchando la boba charla de niñeras débiles o asistiendo al arreglo de su madre, trate de unirse a la conversación; y que imite a su madre o sus tías y se entretenga adornando a su muñeca sin vida lo mismo que hacen con ella, pobre niña inocente, es sin duda la consecuencia más natural. Porque los hombres de mejores facultades rara vez han tenido la fuerza suficiente para sobresalir de la atmósfera circundante; y si las páginas de genio siempre han resultado borrosas por los prejuicios de la época, se debe conceder cierta indulgencia a un sexo que, como los reyes, siempre ve las cosas a través de un falso intermediario.

Sería muy fácil explicar la inclinación por los trajes, evidente en las mujeres, con estas reflexiones, sin suponer que es el resultado del deseo de agradar al sexo del que dependen. Resumiendo, resulta tan poco filosófico el disparate de suponer que una niña es una coqueta natural y que debe aparecer un deseo conectado con el impulso de la naturaleza para propagar la especie incluso antes de que una educación inapropiada, al calentar la imaginación, lo haya provocado prematuramente, que un observador tan sagaz como Rousseau no debería haberlo adoptado, si no hubiera estado acostumbrado a hacer que la razón ceda el camino a su deseo de singularidad y la verdad a una paradoja de su gusto.

Además, dar un sexo a la mente no era un argumento muy consecuente con los principios de un hombre que sostenía con tanto ardor y tan bien la inmortalidad del alma. Pero la verdad es una barrera muy débil cuando se alza en el camino de una hipótesis. Rousseau respetaba, casi adoraba, a la virtud y aun así se permitió amar con inclinación sensual. Su imaginación preparaba sin cesar combustible que quemar para sus sentidos inflamables; pero, para reconciliar su respeto por la abnegación, la fortaleza y aquellas virtudes heroicas que una mente como la suya podría tranquilamente no admirar, se esforzó en inventar la ley de la naturaleza y publicó una doctrina cargada de daño y que menospreciaba el carácter de la sabiduría suprema.

Sus historias ridículas que tienden a probar que las niñas se preocupan de sus personas por naturaleza, sin dar ninguna importancia al ejemplo diario, están por debajo del desprecio. Y que una pequeña señorita tenga un gusto tan correcto como para desechar la distracción placentera de hacer «oes» simplemente porque percibió que su postura era poco atractiva debe seleccionarse con las anécdotas del cerdito sabio.

Probablemente yo he tenido la oportunidad de observar más niñas en su infancia que J.-J. Rousseau. Puedo recordar mis propios sentimientos y he observado a mi alrededor con detenimiento. Sin embargo, lejos de coincidir con su opinión respecto a los primeros albores del carácter femenino, me aventuraré a afirmar que una niña a quien no se le haya apagado el espíritu por la inactividad o se le haya teñido la inocencia con la falsa vergüenza siempre será traviesa y que no le atraerán la atención las muñecas, a menos que el encierro no le permita otra alternativa. En pocas palabras, los niños y las niñas jugarían juntos sin peligro, si no se inculcara la distinción de sexos mucho antes de que la naturaleza haga alguna diferencia. Iré todavía más lejos y afirmaré como hecho indiscutible que a la mayoría de las mujeres del círculo que he observado que han actuado como criaturas racionales o han mostrado algún vigor intelectual se les ha permitido de forma accidental correr salvajes, como insinuarían algunos de los elegantes educadores del bello sexo.

Las funestas consecuencias originadas por la falta de atención a la salud durante la infancia y la juventud se extienden más de lo que imaginaba: la dependencia del cuerpo produce de forma natural la dependencia mental; ¿y cómo puede ser una buena esposa o madre quien emplea la mayor parte de su tiempo en guardarse de la enfermedad o padecerla? Tampoco puede esperarse que una mujer intente con resolución fortalecer su constitución y se abstenga de caprichos que debilitan, si desde muy pronto las nociones artificiales de belleza y las descripciones falsas de la sensibilidad aparecen mezcladas con sus motivos de acción. La mayoría de los hombres tienen que soportar a veces inconveniencias corporales y aguantar, de forma ocasional, las inclemencias de los elementos; pero las mujeres elegantes son, literalmente hablando, esclavas de sus cuerpos y se glorían de su sujeción.

Una vez conocí a una débil mujer de buen tono que se enorgullecía más de lo común por su delicadeza y sensibilidad. Pensaba que la cumbre de toda perfección humana eran un gusto distinguido y poco apetito, y actuaba en consecuencia. He visto a este ser débil y sofisticado descuidar todas las obligaciones de la vida, reclinarse con autocomplacencia en un sofá y vanagloriarse de los caprichos de su apetito como una prueba de delicadeza que ampliaba su sensibilidad exquisita, o quizá surgía de ella, porque es difícil hacer inteligible una jerga tan ridícula. No obstante, al momento, la he visto insultar a una respetable dama anciana, cuyo infortunio inesperado la había hecho depender de su liberalidad ostentosa y quien, en días mejores, tenía derecho a su gratitud. ¿Es posible que una criatura humana se pudiera haber convertido en un ser tan débil y depravado si, como los sibaritas disueltos en lujo, no hubiera consumido cualquier cosa que pareciera virtud o se hubiera inculcado esta como precepto, pobre sustituto, es cierto, del cultivo de la mente, aunque útil como barrera contra el vicio?

Una mujer tal no es un monstruo más irracional que algunos emperadores romanos, a quienes hizo depravados el poder sin ley. No obstante, como los reyes han estado más sujetos por la ley y el freno, aunque débil, del honor, los anales de la historia no están llenos de ejemplos tan innaturales de locura y crueldad, ni tampoco el despotismo, que mata el germen de la virtud y el genio, se cierne sobre Europa con ese estallido destructivo que desola Turquía y no deja que den frutos los hombres ni la tierra.

Las mujeres se encuentran por doquier en ese estado deplorable, porque, para preservar su inocencia, como se llama cortésmente a la ignorancia, se les esconde la verdad y se les hace asumir un carácter artificial antes de que sus facultades hayan adquirido fuerza. Como desde la infancia se les enseña que la belleza es el cetro de la mujer, la mente se adapta al cuerpo y, vagando por su jaula dorada, solo busca adorar su prisión. Los hombres cuentan con varias ocupaciones y objetivos que centran su atención y dan carácter a la mente abierta; pero las mujeres, limitadas a una y con sus pensamientos dirigidos constantemente a la parte más insignificante de sí mismas, rara vez amplían sus consideraciones más allá del triunfo de una hora. Pero si su entendimiento se emancipara de una vez de la esclavitud a la que las han sujetado el orgullo y la sensualidad del hombre y su deseo miope de dominio, semejante al de los tiranos, probablemente leeríamos acerca de su debilidad con sorpresa. Se me debe permitir seguir con el argumento un poco más.

Quizá, si se admitiera la existencia de un ser malo que, en el lenguaje alegórico de las Escrituras, vagara buscando a quien devorar, no podría degradar de modo más efectivo el carácter humano que dando al hombre poder absoluto.

Este argumento tiene varias ramificaciones. Cuna, riquezas y toda ventaja extrínseca que exalta a un hombre sobre sus semejantes, sin empleo alguno de la mente, en realidad le hunden por debajo de ellos. Cumple con su función mediante hombres designados para ello, en proporción a su debilidad, hasta que el monstruo hinchado pierde toda traza de humanidad. Y resulta un despropósito, que solo el deseo del disfrute presente y una mente estrecha puede resolver, el que las tribus de hombres, como rebaños de ovejas, sigan callados a semejante caudillo. Educados en la dependencia servil y debilitados por el lujo y la pereza, ¿dónde encontraremos hombres que se adelanten para afirmar los derechos del hombre o reclamen el privilegio de los seres morales, que es el único camino para la excelencia? Todavía no se ha abolido la esclavitud a los monarcas y ministros, de los que el mundo tardará en liberarse y cuyo dominio implacable detiene el progreso de la mente humana.

 

Luego no dejemos a los hombres en el orgullo de su poder usar los mismos argumentos de reyes tiránicos y ministros venales y afirmar con falacia que la mujer debe someterse porque siempre ha sido así. Pero que desprecie a la mujer cuando el hombre, gobernado por leyes razonables, disfrute de su libertad natural, si esta no la comparte con él; y hasta que llegue ese periodo glorioso, que no descuide su propia insensatez al extenderse sobre la del otro sexo.

Es cierto que las mujeres, al obtener poder por medios injustos, mediante la práctica o el aliento del vicio, pierden el rango que la razón les asignaría y se convierten en esclavas abyectas o en tiranas caprichosas. Pierden toda sencillez, toda dignidad mental para adquirir poder y actúan como los hombres cuando han sido exaltados por los mismos medios.

Es tiempo de efectuar una revolución en los modales de las mujeres, tiempo de devolverles su dignidad perdida y hacerlas trabajar, como parte de la especie humana, para reformar el mundo, mediante su propio cambio. Es tiempo de separar la moral inmutable de los modales locales. Si los hombres son semidioses, sirvámosles. Y si la dignidad del alma femenina es tan discutible como la de los animales —si su razón no aporta la luz suficiente para dirigir su conducta cuando se les niega el instinto infalible—, son seguramente las más miserables de todas las criaturas y, doblegadas bajo la mano férrea del destino, deben conformarse con ser un bello defecto de la creación. Pero el casuista más sutil se desconcertaría al intentar justificar los caminos de la Providencia respecto a ellas, al tratar de señalar ciertas razones incontestables para hacer a una cantidad tan grande de la humanidad responsable y no responsable.

El único fundamento sólido para la moralidad parece ser el carácter del Ser Supremo, la armonía que surge del equilibrio de atributos —y, para hablar con propiedad, un atributo parece implicar la necesidad de otro. Debe ser justo porque es sabio; debe ser bueno porque es omnipotente. Porque exaltar un atributo a expensas de otro igualmente noble y necesario lleva la marca de la sesgada razón del hombre —el homenaje de la pasión. El hombre, acostumbrado a doblegarse ante el poder en su estado salvaje, rara vez puede despojarse de este prejuicio bárbaro, incluso cuando la civilización determina cuánto más superior es la fortaleza mental que la corporal; y su razón se nubla con estas opiniones groseras incluso cuando piensa en la deidad. Se hace que su omnipotencia se trague los otros atributos o los presida y los mortales que piensan que su poder debe regularse por su sabiduría parecen limitarlo de forma irreverente.

Rechazo esa humildad engañosa que, tras investigar la naturaleza, se para en el Autor. El Altísimo que vive en la eternidad posee sin duda muchos atributos de los que no podemos formarnos un concepto; pero la razón me dice que no pueden chocar con los que adoro, y estoy obligada a escuchar su voz.

Parece natural para el hombre buscar la excelencia, ya sea descubriéndola en el objeto que adora o invistiéndolo ciegamente de perfección, como si fuera una prenda de vestir. Pero, ¿qué buen efecto puede tener el último modo de adoración en la conducta moral de un ser racional? Se doblega al poder; adora una sombra oscura que le puede abrir brillantes perspectivas o estallar en cólera y furia sin ley sobre su cabeza devota, sin que sepa por qué. Y suponiendo que la deidad actúe según el vago impulso de una voluntad indirecta, el hombre también debe seguir la suya propia o actuar de acuerdo con las leyes, deducidas de principios que rechaza por irreverentes. En este dilema han caído tanto los pensadores fanáticos como los más fríos cuando se esforzaban por liberar a los hombres de los límites prudentes que impone una justa concepción del carácter de Dios.

Así, no resulta impío examinar los atributos del Todopoderoso; de hecho, ¿quién puede evitar ejercitar sus facultades en ello? Porque amar a Dios como fundamento de la sabiduría, la bondad y el poder parece ser la única adoración beneficiosa para un ser que quiere adquirir virtud o conocimiento. Un afecto ciego e inestable puede, como las pasiones humanas, ocupar la mente y caldear el corazón, mientras que, para hacer justicia, se olvida amar la misericordia y caminar humildemente con nuestro Dios. Seguiré más con este tema cuando considere la religión a una luz contraria a la recomendada por el doctor Gregory, que la trata como asunto de sentimiento o gusto.

Volvamos de esta aparente digresión. Sería de desear que las mujeres abrigaran un afecto por sus maridos, fundado en los mismos principios en los que descansa la devoción. No existe otra base firme bajo el cielo —porque debemos precaverlas sobre la luz engañosa del sentimiento, usado demasiadas veces como un término más suave que la sensualidad. Se sigue entonces, creo, que las mujeres desde su infancia debieran ser encerradas como princesas orientales o educadas de modo que sean capaces de pensar y actuar por sí mismas.

¿Por qué los hombres vacilan entre las dos opiniones y esperan imposibles? ¿Por qué esperan virtud de una esclava, de un ser a quien la constitución de la sociedad civil ha hecho débil, si no vicioso?

Sé que todavía se requerirá un tiempo considerable para erradicar los prejuicios firmemente enraizados que plantaron los sensualistas; también llevará su tiempo convencer a las mujeres de que a la larga actúan contra sus intereses reales cuando albergan debilidad o la afectan bajo el nombre de delicadeza, y convencer al mundo de que la fuente corrompida de los vicios e insensateces femeninas, aunque sea necesaria de acuerdo con la costumbre, por utilizar términos sinónimos en un sentido amplio, ha sido el homenaje sensual que se rinde a la belleza, a la belleza de rasgos; porque un escritor alemán ha observado sagazmente que hombres de todas las condiciones admiten que una mujer bonita es un objeto de deseo, mientras que una mujer elevada, que inspira emociones más sublimes al exhibir belleza intelectual, puede pasar desapercibida o ser observada con indiferencia por aquellos hombres que buscan la felicidad en la satisfacción de sus apetitos. Preveo una réplica obvia: mientras los hombres continúen siendo seres tan imperfectos como parecen haber sido hasta ahora, seguirán, más o menos, esclavos de sus apetitos; y aquellas mujeres que satisfacen el sexo preponderante para obtener mayor poder defraudan el suyo propio por una necesidad física, si no moral.