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100 Clásicos de la Literatura

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Quizá sea divagar del tema presente hacer una observación política, pero como ha surgido naturalmente al hilo de mis reflexiones, no la pasaré por alto.



Los ejércitos permanentes nunca pueden estar formados por hombres resueltos y vigorosos; podrán ser máquinas bien disciplinadas, pero rara vez contarán con hombres bajo la influencia de fuertes pasiones o facultades muy enérgicas; y en cuanto a la profundidad del entendimiento, me aventuraré a afirmar que resulta tan raro encontrarla en el ejército como entre las mujeres. Y mantengo que la causa es la misma. Puede observarse además que los oficiales dedican también una atención especial a sus personas, les gusta bailar, las habitaciones repletas de gente, las aventuras y las burlas. Al igual que para el bello sexo, el objetivo de sus vidas es el galanteo; se les enseñó a agradar y solo viven para ello. No obstante, no pierden su rango en la distinción de los sexos, porque aún se los reconoce superiores a las mujeres, aunque es difícil descubrir en qué consiste su superioridad, más allá de lo que acabo de mencionar.



El gran infortunio es este, que ambos adquieren modales antes que moral y conocimiento de la vida antes de que hayan comprendido, mediante la reflexión, el gran esbozo ideal de la naturaleza humana. La consecuencia es obvia. Satisfechos con la naturaleza común, son presa de los prejuicios, y al asumir todas las opiniones sobre su honor, se someten ciegamente a la autoridad. Así que, si tienen algún sentido, es una especie de mirada instintiva que capta proporciones y decide respecto a los modales, pero fracasa cuando deben seguirse argumentos bajo la superficie o analizarse las opiniones.



¿No puede aplicarse el mismo comentario a las mujeres? Mejor dicho, el argumento puede llevarse aún más lejos, puesto que las distinciones innaturales establecidas en la vida civilizada han dejado a ambos sin un puesto de utilidad. Las riquezas y los honores hereditarios han hecho de las mujeres ceros para dar importancia a las cifras; y la indolencia ha producido en la sociedad una mezcla de galantería y despotismo que lleva a los mismos hombres, esclavos de sus concubinas, a tiranizar a sus hermanas, esposas e hijas. Es cierto que esto es solo mientras se las mantenga como soldados rasos. Fortalezcamos la mente femenina ensanchándola y será el final de la obediencia ciega; pero como el poder busca la obediencia ciega, los tiranos y sensualistas están en lo cierto cuando tratan de mantener a la mujer en la oscuridad, porque el primero solo quiere esclavos y el último un juguete. De hecho, el sensualista ha sido el más peligroso de los tiranos, embaucadas las mujeres por sus amantes, como los príncipes por sus ministros, mientras soñaban que reinaban sobre ellos.



Ahora hago referencia en especial a Rousseau, porque su personaje de Sofía es sin duda cautivador, aunque me parece enormemente artificial. Sin embargo, no quiero atacar la estructura superficial, sino los cimientos de su carácter, los principios en los que se basa su educación; es más, a pesar de la cálida admiración que siento por el genio de este capaz escritor, cuyas opiniones tendré a menudo ocasión de citar, esta se trueca siempre en indignación y el ceño adusto de la virtud insultada borra la sonrisa de complacencia que sus párrafos elocuentes acostumbran a suscitar, cuando leo sus ensueños voluptuosos. ¿Es este el hombre que, en su ardor por la virtud, desterraba todas las artes delicadas de la paz y casi nos hacía regresar a la disciplina espartana? ¿Es este el hombre que se deleita en pintar la provechosa lucha de la pasión, el triunfo de las buenas disposiciones y los vuelos heroicos que transportan fuera de sí al alma candente? ¡Cómo se rebajan estos inmensos sentimientos cuando describe el lindo pie y el ademán seductor de su favorita! Pero, por el momento, renuncio al tema y, en lugar de reprender con severidad las efusiones pasajeras de una sensibilidad arrogante, solo observaré que cualquiera que haya vuelto los ojos a la sociedad a menudo debe haberse sentido satisfecho por la vista del humilde amor mutuo que no está exaltado por el sentimiento o fortalecido por la unión en afanes intelectuales. Las pequeñeces domésticas diarias han proporcionado asuntos para conversar animadamente y las caricias inocentes han suavizado labores que no requirieron gran ejercicio mental o capacidad de pensamiento. La visión de esta felicidad moderada ¿no excita más ternura que respeto? —una emoción similar a la que sentimos cuando los niños juegan o los animales retozan—; mientras que la contemplación de la noble lucha del mérito que sufre despierta admiración y transporta nuestros pensamientos a ese mundo donde la sensación cederá el lugar a la razón.



Así pues, las mujeres tienen que ser consideradas seres morales o bien tan débiles que deben someterse por entero a las facultades superiores de los hombres.



Examinemos esta cuestión. Rousseau declara que una mujer nunca debe ni por un momento sentirse independiente, que debe regirse por el miedo a ejercitar su astucia natural y hacerse una esclava coqueta para volverse un objeto de deseo más atrayente, una compañía más dulce para el hombre cuando quiera relajarse. Lleva aún más lejos el argumento, que pretende extraer de los indicios de la naturaleza, e insinúa que verdad y fortaleza, las piedras angulares de toda virtud humana, deben cultivarse con ciertas restricciones, porque, con respecto al carácter femenino, la obediencia es la gran lección que debe inculcarse con vigor inflexible.



¡Qué disparate! ¿Cuándo surgirá un gran hombre con la suficiente fortaleza mental para soplar de encima los humos que el orgullo y la sensualidad han extendido sobre el tema? Si las mujeres son por naturaleza inferiores a los hombres, sus virtudes deben ser las mismas en cuanto a calidad, si no en cuanto a grado, o la virtud es una idea relativa; en consecuencia, su conducta debe basarse en los mismos principios y tener el mismo objetivo.



Conectadas con el hombre como hijas, esposas y madres, su carácter moral puede estimarse por el modo en que desempeñan estas simples obligaciones; pero el fin, el gran fin de su esfuerzo, debe ser desarrollar sus propias facultades y adquirir la dignidad de la virtud consciente. Pueden intentar hacer su camino placentero, pero no deben olvidar nunca, al igual que el hombre, que la vida no produce la felicidad que puede satisfacer a un alma inmortal. No quiero insinuar que cualquiera de los dos sexos deba perderse tanto en reflexiones abstractas o visiones distantes como para olvidar los afectos y las obligaciones que tiene delante y que son, en verdad, los medios designados para producir el fruto de la vida; por el contrario, les sugeriría calurosamente, e incluso afirmo, que proporcionan mayor satisfacción cuando se consideran a su luz verdadera y sobria.



Es probable que la opinión prevaleciente de que la mujer fue creada para el hombre haya surgido de la historia poética de Moisés; no obstante, como se da por sentado que muy pocos han dedicado algún pensamiento serio al asunto siempre creído de que Eva era, literalmente hablando, una costilla de Adán, debe permitirse que la deducción se venga abajo o solo se admita para probar que al hombre, desde la antigüedad más remota, le pareció conveniente ejercer su fuerza para subyugar a su compañera y utilizó su invención para mostrar que esta debía doblar su cuello bajo el yugo porque toda la creación se había sacado de la nada para su conveniencia y placer.



Que no se concluya que quiero invertir el orden de las cosas. Ya he concedido que, por la constitución de sus cuerpos, los hombres parecen estar designados por la Providencia para obtener un grado mayor de virtud. Hablo del sexo en su conjunto; pero no veo sombra de razón para concluir que sus virtudes deban diferir respecto a su naturaleza. De hecho, ¿cómo podría ser así, si la virtud tiene solo un patrón eterno? Así pues, si razono de forma consecuente, debo mantener tan vigorosamente que tienen la misma dirección simple como que existe un Dios.



Se sigue, entonces, que la astucia no debe oponerse a la sabiduría, los pequeños cuidados a los grandes esfuerzos o la suavidad insípida, barnizada con el nombre de gentileza, a la fortaleza que solo pueden inspirar las grandes perspectivas.



Se me dirá que la mujer perdería entonces muchas de sus gracias peculiares y se podría citar la opinión de un poeta conocido para refutar mi afirmación incompetente. Porque Pope ha dicho, en nombre de todo el sexo masculino:



Sin embargo, nunca tan segura nuestra pasión para crear como cuando ella tocó el borde de todo lo que odiamos.



Dejaré al juicioso que determine a qué luz coloca esta ocurrencia a hombres y mujeres. Mientras tanto, me contentaré con observar que no puedo descubrir por qué, salvo porque son mortales, debe degradarse siempre a las mujeres subordinándolas al amor o la lujuria.



Sé que hablar irrespetuosamente del amor es una alta traición contra los sentimientos nobles; pero quiero hablar el lenguaje simple de la verdad y dirigirme más a la cabeza que al corazón. Tratar de razonar por completo el amor del mundo sería una quijotada y ofende por igual al sentido común; pero parece menos estrafalario un intento por refrenar esta pasión tumultuosa y por probar que no debe permitírsele destronar poderes superiores o usurpar el cetro que el entendimiento ha de empuñar serenamente.



La juventud es la etapa del amor para ambos sexos, y en esos días de placer irreflexivo deben hacerse provisiones para los años más importantes de la vida, cuando la reflexión ocupa el lugar de la sensación. Pero Rousseau y la mayoría de los escritores que han seguido sus pasos han inculcado con ardor que la educación de las mujeres debe dirigirse por completo a un punto: a hacerlas placenteras.

 



Quiero razonar con los que apoyan esta opinión y tienen algún conocimiento de la naturaleza humana. ¿Imaginan que el matrimonio puede erradicar un hábito de vida? La mujer a la que solo se le ha enseñado a agradar pronto descubrirá que sus encantos son rayos de sol oblicuos y que no tienen mucho efecto sobre el corazón de su marido cuando se ven todos los días, cuando el verano ya ha pasado. ¿Tendrá entonces suficiente energía innata para buscar sosiego en sí misma y cultivar sus facultades dormidas?, ¿o no resulta más racional esperar que tratará de agradar a otros hombres y olvidar, con las emociones de las nuevas conquistas, la mortificación que han recibido su amor o su orgullo? Cuando el marido deja de ser un amante, e inevitablemente llegará el momento, su deseo de agradar se hará lánguido o se volverá amargura; y quizá el amor, la más efímera de todas las pasiones, deje paso a los celos o a la vanidad.



Hablo de las mujeres que se contienen por principios o prejuicios. Aunque les repugnaría una intriga amorosa con aborrecimiento real, desean ser convencidas mediante el homenaje galante de que son cruelmente descuidadas por sus maridos; o pasan días y semanas soñando con la felicidad de que disfrutan las almas afines, hasta que el descontento socava su salud y quiebra su espíritu. ¿Cómo puede, entonces, el gran arte de agradar ser un estudio tan necesario? Solo lo es para una concubina. La esposa casta y madre seria debe considerar su poder de agradar solo como el pulimento de sus virtudes, y el cariño de su marido, uno de los consuelos que hacen su tarea menos difícil y su vida más feliz. Pero, sea amada o descuidada, su primer deseo debe consistir en hacerse respetable y no depender para toda su felicidad de un ser sujeto a sus mismas debilidades.



El ilustre doctor Gregory cayó en un error similar. Respeto su corazón, pero desapruebo por completo su celebrado Legacy to his Daughters.



Les aconseja cultivar la afición a los vestidos porque afirma que es lo natural en ellas. No soy capaz de comprender qué es lo que quieren decir él o Rousseau cuando usan con frecuencia este término indefinido. Si nos dijeran que, en un estado previo, al alma le gustaban los vestidos y trajo esta inclinación con ella a un nuevo cuerpo, debería escucharlos con cierta sonrisa, como hago a menudo cuando oigo desvariar sobre la elegancia innata. Pero si solo quieren decir que el ejercicio de las facultades producirá esta inclinación, lo niego. No es natural, sino que surge, como la falsa ambición en los hombres, del amor al poder.



El doctor Gregory va mucho más lejos. En realidad recomienda el disimulo y aconseja a una muchacha inocente mentir sobre sus sentimientos y no bailar con brío, cuando la alegría de corazón haría a sus pies elocuentes sin volver sus ademanes inmodestos. En nombre de la verdad y el sentido común, ¿por qué no debe reconocer una mujer que puede hacer más ejercicio que otra o, en otras palabras, que tiene una constitución robusta?, ¿y por qué, para sofocar la viveza inocente, ha de decírsele de forma oscura que los hombres sacarán conclusiones en las que ella piensa poco? Que el libertino saque las inferencias que le plazcan; pero espero que ninguna madre sensata restrinja la franqueza natural de la juventud al instilar tales cautelas indecentes. De la abundancia del corazón habla la boca, y uno más sabio que Salomón ha dicho que este debe purificarse y no guardar ceremonias superficiales, lo que no resulta muy difícil cumplir con exactitud escrupulosa cuando el vicio reina en él.



Las mujeres deben tratar de purificar su corazón, pero ¿pueden hacerlo cuando sus entendimientos sin cultivar las hacen dependientes por completo de sus sentidos para estar ocupadas y divertirse, cuando no cuentan con actividades nobles que las coloquen por encima de las pequeñas vanidades diarias o les permitan refrenar las emociones salvajes que agitan al junco, sobre el que toda brisa pasajera tiene poder? Para ganar el afecto de un hombre virtuoso, ¿es necesaria la afectación? La naturaleza ha dado a la mujer una estructura más débil que al hombre; pero, para asegurarse el afecto de su marido, una esposa que, mediante el ejercicio de su mente y cuerpo mientras cumplía las obligaciones de una hermana, esposa y madre, ha permitido a su constitución retener su fuerza natural y a sus nervios un tono saludable, ¿debe condescender a usar artes y fingir una delicadeza enfermiza? La debilidad puede excitar la ternura y satisfacer el orgullo arrogante del hombre; pero las caricias condescendientes de un protector no gratificarán a una mente noble que anhela y merece ser respetada. ¡La afectuosidad es un pobre sustituto de la amistad!



Concedo que en un serrallo todas estas artes son necesarias; el sibarita debe sentir cosquillas en el paladar o se hundirá en la apatía; ¿pero tienen las mujeres tan poca ambición como para estar satisfechas con tal condición? ¿Pueden pasarse la vida soñando en brazos del placer o de la languidez del hastío, en lugar de afirmar su derecho a lograr placeres razonables y hacerse notables por practicar las virtudes que dignifican a la humanidad? Ciertamente no tiene un alma inmortal quien puede desperdiciar la vida solo en adornar su persona, cuando podría entretener las lánguidas horas y suavizar las preocupaciones de un semejante deseoso de ser animado por sus sonrisas y bromas al acabar los asuntos serios de la vida.



Además, la mujer que al ocuparse de su familia y practicar varias virtudes fortalece su cuerpo y ejercita su mente se convertirá en la amiga de su marido, en lugar de ser una humilde subordinada; y si poseer tales cualidades sustanciales merece su estimación, no le parecerá necesario disimular su afecto o pretender una frialdad innatural para excitar las pasiones de su marido. De hecho, si volvemos los ojos a la historia, hallaremos que las mujeres que se han distinguido no han sido las más hermosas ni las más gentiles de su sexo.



La Naturaleza o, para hablar con propiedad, Dios ha hecho todas las cosas rectas; pero el hombre ha realizado muchas invenciones para echar a perder su obra. Ahora hago alusión a la parte del tratado del doctor Gregory donde aconseja a una esposa no permitir nunca que su marido conozca la magnitud de su sensibilidad o afecto. Precaución voluptuosa, tan ineficaz como absurda. El amor, por su misma naturaleza, debe ser transitorio. Buscar un secreto que lo haga constante sería una tarea tan extravagante como la búsqueda de la piedra filosofal o la gran panacea; y su descubrimiento sería igualmente inútil, o más bien pernicioso, para la humanidad. El galardón más sagrado de la sociedad es la amistad. Como bien señaló un sagaz escritor satírico, «raro como es el amor verdadero, más rara aún es la verdadera amistad». Esto es algo evidente y su causa poco oscura, por lo que solo requerirá un breve examen.



El amor, la pasión común en la que la casualidad y la sensación ocupan los puestos de la elección y la razón, lo siente, en algún grado, toda la humanidad, por lo que no resulta necesario en este momento hablar de las emociones que suscita o las que se esconden bajo él. Esta pasión, que aumenta de forma natural por la incertidumbre y las dificultades, saca a la mente de su estado habitual y exalta los afectos; pero en la seguridad del matrimonio, que permite calmar la fiebre del amor, solo los que no tienen suficiente intelecto para sustituir la admiración ciega y las emociones sensuales de la inclinación por la ternura calmada de la amistad y la confianza del respeto piensan que una temperatura saludable es insípida.



Este es, debe ser, el curso de la naturaleza. La amistad o la indiferencia suceden de forma inevitable al amor y esta constitución parece armonizar perfectamente con el sistema de gobierno que prevalece en el mundo moral. Las pasiones espolean a la acción y abren la mente, pero se rebajan a meros apetitos, se convierten en una gratificación personal y momentánea, cuando se consigue el objeto y la mente satisfecha descansa en su disfrute. El hombre que contaba con alguna virtud mientras luchaba por una corona a menudo se convierte en un tirano voluptuoso cuando esta ciñe su frente; y cuando el amante no se pierde en el esposo, presa de los caprichos infantiles y los celos, descuida los serios deberes de la vida y derrocha las caricias que debían provocar la confianza de sus hijos en una niña grande: su esposa.



Para cumplir con las obligaciones de la vida y ser capaces de proseguir con vigor las distintas ocupaciones que forman el carácter moral, el padre y la madre de una familia no deben seguir amándose con pasión. Quiero decir que no deben dar rienda suelta a aquellas emociones que perturban el orden de la sociedad y absorben los pensamientos que han de emplearse de otro modo. La mente que nunca ha estado absorta en un objeto carece de vigor, y es débil si esta situación dura mucho tiempo.



Una educación errónea, una mente estrecha y sin cultivar y muchos prejuicios sexuales tienden a hacer a las mujeres más constantes que los hombres, pero por el momento no me ocuparé de este aspecto del tema. Iré aún más lejos y adelantaré, sin ánimo de paradoja, que con frecuencia un matrimonio infeliz ofrece ventajas para la familia y que, en general, la esposa abandonada es la mejor madre. Y aún sería más de este modo si la mente femenina fuera más amplia, porque parece designio divino que el disfrute que conseguimos en el presente debe deducirse del tesoro de la vida, la experiencia; y que cuando estamos recolectando las flores del día y deleitándonos de placer no podemos atrapar al mismo tiempo el fruto sólido del trabajo constante y la sabiduría. El camino se extiende ante nosotros y tenemos que girar a izquierda o derecha; el que pase la vida yendo de un placer a otro no ha de quejarse si no adquiere sabiduría ni un carácter respetable.



Supongamos por un momento que el alma no es inmortal y que el hombre solo fue creado para el escenario presente. Creo que tendríamos razón en quejarnos de que el amor, el cariño infantil, se hace insípido y deja de interesar al sentido. Comamos, bebamos y amemos, porque mañana moriremos, sería, de hecho, el lenguaje de la razón, la moral de la vida; ¿y quién sino un loco abandonaría una realidad por una sombra efímera? Pero si temerosos al observar los poderes perfectibles de la mente no nos dignamos a confinar nuestros deseos o pensamientos a un campo de acción tan pobre en comparación, que solo parece grande e importante cuando se conecta con perspectivas ilimitadas y esperanzas sublimes, ¿qué necesidad hay de conductas falsas y por qué debe violarse la sagrada majestad de la virtud para retener un bien engañoso que destruye el fundamento mismo de la virtud? ¿Por qué ha de contaminarse la mente femenina con las artes de la coquetería para satisfacer al sensualista y evitar que el amor se convierta en amistad o en ternura misericordiosa, cuando no existan cualidades sobre las que levantar aquella? Dejemos que el corazón honesto se muestre como es y la razón enseñe a la pasión a someterse a la necesidad; o que la digna búsqueda de la virtud y el conocimiento eleve la mente sobre aquellas emociones que amargan más que endulzan la copa de la vida, cuando no se hallan confinadas a los límites debidos.



No quiero hacer alusión a la pasión romántica, que es concomitante al genio. ¿Quién puede cortar sus alas? Pero esa gran pasión que no es proporcional a los disfrutes insignificantes de la vida solo es cierta para el sentimiento y se alimenta en sí misma. Las pasiones que se han celebrado por su duración siempre han sido desafortunadas. Han adquirido fortaleza por la ausencia y la melancolía que las conforman. La imaginación ha girado en torno a una forma de belleza difícil de percibir; pero la familiaridad puede que haya tornado la admiración en disgusto o, al menos, en indiferencia y que haya permitido a aquella, ociosa, comenzar un nuevo juego. Según esta visión de las cosas, Rousseau hace con perfecta propiedad que la dueña de su alma, Eloísa, ame a St. Preux cuando la vida se iba marchitando ante ella; pero esto no prueba la inmortalidad de la pasión.



Del mismo tipo es el consejo del doctor Gregory respecto a la delicadeza de sentimientos, que aconseja no adquirir a la mujer si ha resuelto casarse. Sin embargo, llama a esta determinación, perfectamente consecuente con su consejo anterior, indecorosa y persuade a sus hijas con la mayor seriedad de que la disimulen, aunque gobierne su conducta, como si fuera indecoroso tener los apetitos comunes de la naturaleza humana.



¡Noble moral!, consecuente con la prudencia precavida de un alma pequeña que no puede extender sus consideraciones más allá del minuto presente de la existencia. Si todas las facultades de la mente femenina han de cultivarse solo si respetan su dependencia del hombre; si cuando logra un marido ha llegado a la meta y, pobremente orgullosa, descansa satisfecha con tan baladí corona, dejémosla que se arrastre a su gusto, elevada apenas por su empleo del reino animal; pero si, luchando por lograr su alta vocación, mira más allá del panorama presente, dejémosla cultivar su entendimiento sin pararnos a considerar qué carácter tenga el marido con el que está destinada a casarse. Dejémosla a ella sola determinarse, sin angustiarse demasiado por la felicidad presente, a adquirir las cualidades que ennoblecen al ser racional y que un marido poco pulido pueda sobresaltar su gusto sin destruir su paz mental. No moldeará su alma para acomodarse a las flaquezas de su compañero, sino para sobrellevarlas; su carácter puede ser una adversidad, pero no un impedimento para la virtud.

 



Si el doctor Gregory limita su comentario a las expectativas románticas de amor constante y sentimientos agradables, debiera haber recordado que la experiencia desecha lo que el consejo nunca puede hacernos dejar de anhelar, cuando la imaginación se mantiene viva a expensas de la razón.



Confieso que es frecuente que las mujeres que han fomentado una delicadeza de sentimientos romántica e innatural malgasten sus vidas en imaginar lo felices que habrían sido con un marido que pudiera amarlas con un cariño ferviente y en aumento cada día y por siempre. Pero podrían languidecer tanto casadas como solteras y no serían ni una pizca más desgraciadas con un mal esposo que anhelando uno bueno. Concedo que una educación apropiada o, hablando con mayor precisión, una mente bien pertrechada permitiría a una mujer soportar la vida de soltera con dignidad; pero que deba evitar cultivar su gusto, por si no complace a su marido, es dejar lo material por una quimera. A decir verdad, no sé qué utilidad tiene mejorar el gusto si no hace al individuo más independiente de las pérdidas de la vida, si no se abren nuevas fuentes de disfrute que solo dependan de las operaciones solitarias de la mente. A la gente de gusto, casada o soltera sin distinción, siempre le repugnarán las diferentes cosas que no afectan menos a las mentes observadoras. No debe permitirse al argumento depender de esta conclusión, pero ¿debe decirse que el gusto es una bendición dentro del conjunto de placeres?



La cuestión es si proporciona más placer o dolor y la respuesta decidirá la propiedad del consejo del doctor Gregory y mostrará lo absurdo y tiránico que resulta establecer un sistema de esclavitud o intentar educar a los seres morales por cualesquiera otras reglas que las que se deducen de la razón pura y que son aplicables al conjunto de la especie.



La suavidad de modales, la paciencia y el sufrimiento prolongado son cualidades amables y divinas que han investido a la deidad en estilo poético y sublime; y quizás ninguna representación de su bondad le ha asegurado con tanta fuerza el afecto humano como las que la describen pródiga en misericordia y dispuesta al perdón. La dulzura, considerada desde este punto de vista, lleva en su frente todas las características de la grandeza, combinadas con las gracias atractivas de la condescendencia; pero qué aspecto tan diferente adquiere cuando se trata del comportamiento sumiso de la dependencia, el apoyo de la debilidad que ama porque necesita protección y es tolerante porque debe soportar los daños en silencio, sonriendo bajo el látigo que no osa desafiar. Tan abyecta como esta imagen es el retrato de una mujer instruida, según la opinión aceptada de la excelencia femenina, separada por argumentadores engañosos de la excelencia humana, que otras veces restauran compasivos la costilla y hacen un ser moral del hombre y de la mujer, sin olvidarse de otorgarle a ella todos los «encantos sumisos».



No se dice cómo existirán las mujeres en ese estado en que no estén casadas ni se den en matrimonio, porque aunque los moralistas están de acuerdo en que el rumbo de la vida parece probar que varias circunstancias preparan al hombre para un estado futuro, continuamente coinciden en aconsejar a la mujer que se ocupe solo del presente. En este terreno se recomiendan sin cejar la dulzura, la docilidad y el afecto servil como las virtudes fundamentales del sexo; y sin tener en cuenta la economía arbitraria de la naturaleza, un escritor ha declarado que resulta masculino para una mujer ser melancólica. Fue creada para ser juguete del hombre, su sonajero, y debe cascabelear en su oído cuandoquiera que, desechando la razón, le apetezca divertirse.



Realmente, recomendar la dulzura de forma amplia resulta estrictamente filosófico. Un ser frágil debe esforzarse para ser dulce. Pero cuando la paciencia confunde lo recto y lo