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100 Clásicos de la Literatura

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Simplificados de este modo los derechos y deberes del hombre, parece casi impertinente tratar de ilustrar verdades tan incontrovertibles; pero prejuicios profundamente enraizados han nublado la razón y cualidades espurias han asumido el nombre de virtudes de tal modo, que resulta necesario perseguir el curso de la razón, cuando ha sido confundida y envuelta en el error, por varias circunstancias adventicias, comparando el axioma simple con las desviaciones casuales.

Los hombres, en general, parecen emplear su razón para justificar los prejuicios que han asimilado de un modo que les resulta difícil descubrir, en lugar de deshacerse de ellos. La mente que forma sus propios principios con resolución debe ser fuerte, ya que predomina una especie de cobardía intelectual que hace que muchos hombres se disminuyan frente a la tarea o solo la cumplan a medias. No obstante, las conclusiones imperfectas que se desprenden así son a menudo muy verosímiles, porque se basan en una experiencia parcial, en opiniones, aunque sean limitadas.

Volviendo a los principios fundamentales, los vicios, con toda su deformidad innata, procuran permanecer ocultos a una investigación minuciosa; pero un conjunto de razonadores superficiales siempre exclaman que esos argumentos comprueban demasiado y que puede que una medida corrompida hasta la médula sea conveniente. De este modo, la conveniencia se contrasta continuamente con los principios básicos, hasta que la verdad se pierde en una maraña de palabras, la virtud en las formas y el conocimiento en una nada sonora, a causa de los engañosos prejuicios que usurpan su nombre.

En abstracto, para todo ser pensante resulta tan forzosamente evidente que la sociedad está formada del modo más sabio y que su constitución se basa en la naturaleza del hombre, que parece insolencia tratar de probarlo; no obstante, deben brindarse pruebas o la razón nunca será la que obligue al mantenimiento de un precepto; además, presentar un precepto como argumento para justificar que se despoje de sus derechos naturales a los hombres (o a las mujeres) es uno de los absurdos sofismas que insultan a diario el sentido común.

La civilización de la mayor parte de los pueblos europeos es muy parcial, por lo que se puede plantear la cuestión de si, a cambio de la inocencia, han adquirido algunas virtudes que resulten equivalentes a la aflicción producida por los vicios que se han extendido para tapar la fea ignorancia y la libertad que se ha trocado por una esclavitud espléndida. El deseo de deslumbrar por las riquezas, la preeminencia más cierta que un hombre puede obtener, el placer de mandar sobre zalameros aduladores y muchos otros cálculos bajos y complicados, propios de una egolatría excesiva, han contribuido a aplastar a la masa del género humano y a hacer de la libertad un asidero conveniente para desdeñar el patriotismo. Porque mientras que se concede al rango y los títulos la mayor importancia y ante ellos «el Genio debe esconder su cabeza disminuida», con muy pocas excepciones, resulta muy desafortunado para una nación que un hombre de facultades, sin rango ni propiedad, alcance renombre. ¡Ay, qué calamidades inauditas han padecido cientos para comprar un capelo de cardenal a un aventurero oscuro e intrigante que codiciaba estar a la altura de los príncipes o tratarlos con despotismo empuñando la triple corona!

Tal ha sido la miseria que ha emanado de la monarquía, las riquezas y los honores hereditarios, que los hombres de aguda sensibilidad casi han llegado a blasfemar para justificar el designio de la Providencia. El hombre se ha mantenido tan independiente del poder que lo creó como un planeta sin ley que se lanza desde su órbita para robar el fuego celestial de la razón, y la venganza del Cielo, oculta en la sutil llama, como la malicia encerrada en Pandora, castigó de modo suficiente su temeridad con la introducción del mal en el mundo.

Impresionado al contemplar la calamidad y el desorden que saturaban la sociedad, y cansado de chocar contra bobos superficiales, Rousseau acabó prendado de la soledad, y como a la vez era optimista, labora con una elocuencia poco común para probar que el hombre era por naturaleza un animal solitario. Desencaminado por su respeto a la bondad divina, que ciertamente —¡porque qué hombre con sentido y sentimientos puede dudarlo! — dio la vida solo para comunicar felicidad, considera el mal como algo positivo, obra del hombre, sin tener en cuenta que exalta un atributo a expensas de otro, necesario por igual a la perfección divina.

Levantados sobre una hipótesis falsa, sus argumentos en favor del estado de naturaleza son verosímiles, pero erróneos. Digo erróneos porque afirmar que el estado de naturaleza es preferible a la civilización, en toda su perfección posible, es, en otras palabras, someter a juicio la sabiduría suprema; y la exclamación paradójica de que Dios ha creado todas las cosas bien y que el error ha sido introducido por la criatura que él formó, sabiendo lo que hacía, es tan poco filosófica como impía.

Cuando ese Ser sabio que nos creó y colocó aquí concibió esta hermosa idea, quiso, al permitir que fuera así, que las pasiones desarrollaran nuestra razón, porque pudo ver que el mal presente produciría el bien futuro. ¿Podía la desvalida criatura a la que trajo de la nada soltarse de su providencia y aprender audazmente a conocer el bien mediante la práctica del mal sin su permiso? No. ¿Cómo pudo ese enérgico abogado de la inmortalidad argumentar de modo tan inconsistente? Si la humanidad hubiera permanecido por siempre en el brutal estado de naturaleza, que ni siquiera su mágica pluma puede pintar como un estado en que echara raíces una sola virtud, habría resultado evidente, aunque no para los errantes impresionables y poco reflexivos, que el hombre había nacido para recorrer el círculo de la vida y la muerte, y adornar el jardín de Dios con algún propósito que no podría reconciliarse fácilmente con sus atributos.

Pero si, para coronar el conjunto, tenía que haber criaturas racionales a las que se permitía aumentar su excelencia mediante el ejercicio de poderes implantados para ese fin; si la misma benignidad tuvo a bien dar existencia a una criatura por encima de los brutos, que podía pensar y perfeccionarse, ¿por qué debe a este don inestimable, porque fue un don, si el hombre fue creado de modo que tuviera capacidad para alzarse del estado en que las sensaciones producen una tranquilidad animal, llamársele, en términos directos, una maldición? Se podría considerar una maldición si el conjunto de nuestra existencia se viera sujeto por nuestra continuación en este mundo, ya que ¿por qué la fuente indulgente de la vida iba a darnos las pasiones y el poder de reflexionar solo para amargar nuestros días e inspirarnos nociones erróneas de dignidad? ¿Por qué debe conducirnos del amor a nosotros mismos a las sublimes emociones que excita el descubrimiento de su sabiduría y bondad, si estos sentimientos no se pusieran en movimiento para mejorar nuestra naturaleza, de la que forman parte, y hacernos capaces de disfrutar de una mayor cantidad de felicidad? Persuadida con firmeza de que no existe mal en el mundo que Dios no haya decidido, fundo mi creencia en su perfección.

Rousseau se emplea en probar que originalmente todo estaba bien; una muchedumbre de autores en que todo está bien ahora, y yo en que todo estará bien.

Pero, fiel a su primera posición, próxima a un estado de naturaleza, Rousseau celebra la barbarie y, apostrofando a la sombra de Fabricio, olvida que, al conquistar el mundo, los romanos nunca soñaron con establecer su propia libertad con bases firmes o con extender el reino de la virtud. Ávido por apoyar su sistema, estigmatiza como vicioso todo esfuerzo del genio; y para expresar la apoteosis de las virtudes salvajes, exalta las de los semidioses, escasamente humanos: los brutales espartanos que, a despecho de justicia y gratitud, sacrificaban a sangre fría a los esclavos que se habían portado como héroes para rescatar a sus opresores.

Hastiado de los modales y virtudes artificiales, el ciudadano de Ginebra, en lugar de tamizar de modo apropiado el tema, se deshizo del trigo y de la cizaña, sin esperar a indagar si los males que su alma ardiente rechazaba indignada eran la consecuencia de la civilización o los vestigios de la barbarie. Vio el vicio hollando la virtud y a la apariencia de bondad ocupando el lugar de la realidad; vio el talento doblegado por el poder para siniestros propósitos y nunca pensó en seguir los pasos del gigantesco mal hasta el poder arbitrario, hasta las distinciones hereditarias que chocan con la superioridad mental que eleva de modo natural a un hombre sobre sus semejantes. No percibió que el poder real, en pocas generaciones, introduce el idiotismo en la estirpe noble y constituye el cebo que vuelve indolentes y viciosos a cientos.

Nada puede colocar el carácter real en una consideración más despreciable que los múltiples crímenes que han elevado a los hombres a la dignidad suprema. Intrigas viles, crímenes contra natura y todo vicio que degrada nuestra naturaleza han sido los escalones de esta distinguida eminencia; y aun así, millones de hombres han consentido sumisos que la descendencia sin cuento de esos rapaces merodeadores descanse tranquila en sus tronos ensangrentados.

¿Qué sino un pestilente vapor puede cernerse sobre la sociedad cuando su director máximo solo se halla instruido en la invención de crímenes o en la tonta rutina de ceremonias infantiles? ¿Nunca los hombres serán inteligentes?, ¿nunca cesarán de esperar maíz de la cizaña y peras del olmo?

Para todo hombre resulta imposible, cuando se dan las circunstancias más favorables, adquirir el suficiente conocimiento y fortaleza mental para cumplir los deberes de un rey, al que se ha confiado un poder incontrolado; ¡cómo deben violarse, entonces, cuando su mismo encumbramiento es una barrera insuperable para lograr sabiduría o virtud, cuando todos los sentimientos de un hombre se encuentran ahogados por la adulación y el placer concluye la reflexión! No cabe duda de que es una locura hacer que el destino de cientos dependa del capricho de un semejante débil, cuya mera posición le coloca por debajo del más ruin de sus súbditos. Pero no se debe rebajar un poder para exaltar otro, porque todo poder embriaga al hombre débil, y su abuso comprueba que cuanta mayor igualdad exista entre los hombres, mayor virtud y felicidad reinarán en la sociedad. No obstante, esta máxima y otras similares deducidas de la razón simple levantan una protesta: la Iglesia o el Estado se encuentran en peligro si no se tiene fe ciega en la sabiduría de los tiempos antiguos; y a los que, estimulados por la visión de la calamidad humana, osan atacar su autoridad, se los vilipendia por despreciar a Dios y ser enemigos del hombre. Son calumnias amargas que han alcanzado incluso a uno de los mejores hombres, cuyas cenizas todavía predican paz y cuya memoria pide una pausa respetuosa, cuando se tratan temas que reposan tan cerca de su corazón.

 

Tras atacar la majestad sagrada de los reyes, es poco probable que sorprenda al añadir mi firme convicción de que toda profesión cuyo poder radique en una gran subordinación de rango es muy perjudicial para la moralidad.

Un ejército permanente, por ejemplo, es incompatible con la libertad, porque la subordinación y el rigor son los sostenes mismos de la disciplina militar; y el despotismo es necesario para proporcionar vigor a las empresas que uno ordenará. Solo unos cuantos oficiales pueden sentir el espíritu inspirado por las nociones románticas del honor, una especie de moralidad basada en la moda de la época, mientras que el cuerpo general debe ser movido mediante órdenes, como las olas del mar; porque el fuerte viento de la autoridad empuja adelante con furia temeraria a la muchedumbre de subalternos, que se preocupan poco en saber por qué.

Además, nada puede ser tan perjudicial para la moral de los habitantes de las aldeas campesinas como la residencia temporal de un conjunto de jóvenes indolentes y superficiales, cuya sola preocupación es la galantería y cuyos modales pulidos vuelven más peligroso el vicio al ocultar su deformidad bajo alegres ropajes ornamentales. Una apariencia de moda, que no es más que un símbolo de esclavitud y prueba que el alma no tiene un carácter individual fuerte, somete a la gente rural a la imitación de los vicios, cuando no pueden captar las gracias evasivas de la cortesía. Todo cuerpo es una cadena de déspotas que, al someter y tiranizar sin ejercitar su razón, se convierten en un peso muerto de vicio e insensatez para la comunidad. Un hombre de rango y fortuna, seguro de su ascenso por el interés, no tiene otra cosa que hacer sino perseguir algún capricho excéntrico, mientras que el caballero necesitado, que tiene que ascender, como bien dice la frase, por su mérito, se vuelve un parásito servil o un vil alcahuete.

A los marinos les conviene la misma descripción, excepto porque sus vicios adquieren un aspecto diferente y más grosero. Son completamente indolentes, cuando no cumplen las ceremonias de su puesto, mientras que la insignificante agitación de los soldados puede denominarse indolencia activa. Más reducidos a la compañía de los hombres, los primeros adquieren cierta tendencia al humor y las burlas maliciosas, mientras que los últimos, al mezclarse con frecuencia con mujeres bien educadas, adoptan una inclinación sentimental. Pero el entendimiento queda por igual fuera de cuestión, ya den rienda suelta a la carcajada o a la sonrisa cortés.

¿Se me permitiría extender la comparación a una profesión donde se tiene que hallar con certeza mayor entendimiento, puesto que el clero tiene oportunidades superiores para perfeccionarse, aunque la sumisión restringe casi por igual sus facultades? La ciega sumisión impuesta en el seminario para formar la fe sirve de noviciado al cura, que debe respetar servilmente la opinión de su rector o patrón si quiere prosperar en su profesión. Quizá no pueda darse un contraste más enérgico que el existente entre el modo de andar servil y dependiente de un pobre cura y el porte cortés de un obispo. Y el respeto y desprecio que inspiran hacen la ejecución de sus distintas funciones igualmente inservible.

Es de gran importancia observar que el carácter de todo hombre se halla formado, en cierto grado, por su profesión. Un hombre con sentido puede que solo presente un moldeamiento de talante que desaparezca cuando se descubra su individualidad, mientras que el hombre común y débil rara vez posee otro carácter que no sea el que pertenece al cuerpo; finalmente, todas sus opiniones han sido tan impregnadas en la cuba consagrada por la autoridad, que no puede distinguirse el tenue alcohol que producen las uvas de su vino propio.

Así pues, la sociedad, como se hace evidente cada vez más, debe ser muy cuidadosa en no establecer cuerpos de hombres que necesariamente se volverán viciosos o necios por la misma constitución de sus profesiones.

En la infancia de la sociedad, cuando los hombres se hallaban saliendo de la barbarie, los jefes y los sacerdotes, al tocar los resortes más poderosos de la conducta salvaje, la esperanza y el temor, debían poseer un ascendiente ilimitado. La aristocracia, sin duda, es naturalmente la primera forma de gobierno. Pero, al perder pronto el equilibrio los intereses encontrados, surgen la monarquía y la jerarquía de la confusión de las luchas ambiciosas, y se aseguran los cimientos de ambas mediante las posesiones feudales. Esto parece ser el origen del poder de la monarquía y el clero, y el alba de la civilización. Pero esos materiales combustibles no pueden contenerse largo tiempo y, al hallar salida en las guerras exteriores y en las insurrecciones intestinas, el pueblo adquiere algún poder en el tumulto, que obliga a sus gobernantes a disculpar su opresión mostrando su derecho. Así, según las guerras, la agricultura, el comercio y la literatura expanden el entendimiento, los déspotas se ven obligados a hacer que la corrupción encubierta mantenga firme el poder que en sus orígenes se arrebató por la fuerza abierta. Y esta venenosa gangrena latente se extiende con mayor rapidez mediante la lujuria y la superstición, escorias seguras de la ambición. El títere indolente de una corte al principio se vuelve un monstruo lujurioso o un sensualista exigente y luego se contagia de lo que su estado innatural propaga, se hace el instrumento de la tiranía.

La púrpura pestilente es la que convierte en una maldición el progreso de la civilización y deforma la comprensión, hasta que los hombres sensibles dudan si la expansión del intelecto produce una mayor porción de felicidad o de desdicha. Pero la naturaleza del veneno indica su antídoto; y si Rousseau hubiera remontado un escalón más en su investigación o su mirada hubiera podido traspasar la atmósfera neblinosa que no se dignó casi a respirar, su mente activa se habría lanzado a contemplar la perfección del hombre en el establecimiento de la civilización verdadera, en lugar de tomar su feroz vuelo atrás, a la noche de la ignorancia sensual.

CAPÍTULO II

Discusión sobre la opinión prevaleciente de un carácter sexual

Con el fin de explicar la tiranía de los hombres y excusarla, se han esgrimido muchos argumentos ingeniosos para probar que los dos sexos, en la adquisición de la virtud, deben apuntar a alcanzar un carácter muy diferente; o, para hablar de modo más explícito, no se admite de las mujeres que tengan la suficiente fortaleza mental para adquirir lo que realmente merece el nombre de virtud. No obstante, al admitir que tienen almas, debería parecer que solo hay un camino dispuesto por la Providencia para dirigir a la humanidad a la virtud o la felicidad.

Luego, si las mujeres no son enjambres de frívolas efímeras, ¿por qué hay que mantenerlas en la ignorancia bajo el nombre engañoso de inocencia? Los hombres se quejan, y con razón, de la insensatez y los caprichos de nuestro sexo, cuando no satirizan con agudeza nuestras impetuosas pasiones y nuestros vicios serviles. Debería responder: ¡he ahí el efecto natural de la ignorancia! La mente que solo se apoya en prejuicios siempre será inestable y la corriente avanzará con furia destructiva cuando no haya barreras que rompan su fuerza. Desde su infancia se les dice a las mujeres, y lo aprenden del ejemplo de sus madres, que un pequeño conocimiento de la debilidad humana, denominado justamente astucia, un genio suave, obediencia externa y una atención escrupulosa a una especie de decoro pueril les obtendrá la protección del hombre; y si son hermosas, no se necesita nada más, al menos durante veinte años de sus vidas.

Así describe Milton a nuestra primera y frágil madre; aunque, cuando nos dice que a las mujeres las forma la gracia suave, dulce y atractiva, no puedo comprender su significado, a menos que, en el verdadero sentido mahometano, quiera privarnos de almas e insinuar que solo somos seres designados por la gracia dulce y atractiva y la obediencia ciega y dócil a satisfacer los sentidos del hombre cuando no puede por más tiempo remontarse en las alas de la contemplación.

¡De qué modo tan grosero nos insulta quien así nos aconseja convertirnos solo en animales gentiles y domésticos! Por ejemplo, la atractiva dulzura, tan calurosa y frecuentemente recomendada, que gobierna mediante la obediencia. ¡Qué pueril expresión y qué insignificante es el ser —¿puede ser inmortal? — que condesciende a gobernar por métodos tan siniestros! Lord Bacon dice: «Ciertamente, el hombre pertenece a la familia de las bestias por su cuerpo; y si no perteneciera a la de Dios por su espíritu, sería una criatura baja e innoble». Realmente me parece que los hombres actúan de modo muy poco filosófico cuando tratan de lograr la buena conducta de las mujeres intentando mantenerlas para siempre en un estado de infancia. Rousseau fue más consecuente cuando quiso detener el progreso de la razón en ambos sexos, porque si los hombres comen del árbol del conocimiento, las mujeres irán a probarlo; pero del cultivo imperfecto que reciben ahora sus entendimientos solo obtienen el conocimiento del mal.

Concedo que los niños deben ser inocentes; pero cuando este epíteto se aplica a hombres o mujeres, solo constituye un término cortés para la debilidad. Porque si se admite que las mujeres fueron destinadas por la Providencia para adquirir las virtudes humanas y, mediante el ejercicio de su entendimiento, esa estabilidad de carácter que es el terreno más firme donde sustentar nuestras esperanzas futuras, se les debe permitir volverse a la fuente de luz y no forzarlas a moldear su desarrollo por el centelleo de un mero satélite. Concedo que Milton fue de una opinión muy diferente, ya que solo se inclina ante el irrevocable derecho de la belleza, aunque sea difícil hacer consecuentes dos pasajes que quiero contrastar ahora. Pero a menudo sus sentidos conducen a otros grandes hombres a inconsistencias similares.

Adornada de perfecta belleza

Le dijo Eva: «Mi autor y mi señor,

Lo que me pides haré sin replicar;

Así lo ordena Dios. Dios es tu ley

Y tú la mía; no saber nada más

Es la ciencia mayor de una mujer

su mejor elogio.

Estos son exactamente los argumentos que he utilizado para los niños, pero he añadido: vuestra razón ahora está ganando fortaleza y hasta que llegue a cierto grado de madurez, debéis pedirme consejo; después tenéis que pensar y solo confiar en Dios.

No obstante, en los versos siguientes Milton parece coincidir conmigo, cuando hace que Adán discuta así con su Hacedor:

¿No me has hecho tú aquí tu substituto,

Poniendo a esas criaturas inferiores

Por debajo de mí? Entre desiguales,

¿Qué sociedad, qué armonía, qué auténtico

Deleite se puede establecer? Ya que

Todo debe ser mutuo, y en la misma

Proporción entregado y recibido;

Pero en desigualdad, el uno intenso

Y el otro negligente, mal se pueden

Acomodar, y pronto nace el tedio.

Hablo de compañía, tal y como

La busco, capaz de participar

En todo goce racional.

Así pues, al tratar sobre los modales de las mujeres, desechemos los argumentos sensuales y descubramos lo que deben intentar hacer para cooperar, si la expresión no es demasiado osada, con el Ser Supremo.

Por educación individual entiendo, porque el sentido de la palabra no está definido con precisión, una atención tal al niño que agudice lentamente los sentidos y forme el genio, regule las pasiones cuando comienzan a fermentar y ponga a trabajar el entendimiento antes de que el cuerpo alcance la madurez, de modo que el hombre solo tenga que continuar, no comenzar, la importante tarea de aprender a razonar y pensar.

 

Para prevenir cualquier tergiversación, debo añadir que no creo que la educación personal pueda llevar a cabo las maravillas que algunos escritores optimistas le han atribuido. Los hombres y las mujeres deben educarse, en gran medida, mediante las opiniones y modales de la sociedad en la que vivan. En toda época ha existido una corriente de opinión popular que lo ha arrollado todo y ha dado al siglo, por decirlo así, un carácter familiar. Puede inferirse con justeza entonces que, hasta que la sociedad no esté constituida de modo diferente, no es posible esperar mucho de la educación. Sin embargo, es suficiente para mi propósito presente afirmar que, sea cual fuere el efecto que las circunstancias tengan sobre las facultades, todo ser puede hacerse virtuoso mediante el ejercicio de su propia razón, porque si uno solo fuera creado con inclinaciones viciosas, esto es, positivamente malo, ¿qué puede salvarnos del ateísmo?, o si adoramos a un Dios, ¿no es este Dios un demonio?

En consecuencia, la educación más perfecta es, en mi opinión, un ejercicio del entendimiento, calculado lo mejor posible para fortalecer el cuerpo y formar el corazón. O, en otras palabras, para posibilitar al individuo la consecución de hábitos de virtud que le hagan independiente. De hecho, es una farsa llamar virtuoso a un ser cuyas virtudes no resultan del ejercicio de su propia razón. Esta era la opinión de Rousseau con respecto a los hombres; yo la extiendo a las mujeres y afirmo con toda confianza que se las ha sacado de su esfera mediante el falso refinamiento y no por el esfuerzo de adquirir cualidades masculinas. Sin embargo, el homenaje real que reciben es tan embriagador, que hasta que no cambien los modales de la época y se formen sobre principios más razonables, puede que sea imposible convencerlas de que el poder ilegítimo que obtienen al degradarse es una maldición y de que deben volver a la naturaleza y la igualdad si quieren conseguir la satisfacción apacible que comunican los afectos. Pero en esta época debemos esperar, quizá, hasta que los reyes y nobles, instruidos por la razón y al preferir la dignidad real del hombre al estado de infantilismo, se sacudan sus ostentosas galas hereditarias, y si entonces las mujeres no renuncian al poder arbitrario de la belleza, probarán que tienen menos inteligencia que el hombre.

Se me puede acusar de arrogancia, pero, de todos modos, debo declarar que creo con firmeza que todos los escritores que han tratado el tema de la educación y los modales femeninos, desde Rousseau hasta el doctor Gregory, han contribuido a hacer a las mujeres más artificiales, caracteres débiles que de otro modo no habrían sido y, como consecuencia, miembros más inútiles de la sociedad. Podría haber expresado esta convicción en un tono más bajo, pero me temo que habría sido el gimoteo de la afectación y no la ferviente expresión de mis sentimientos, del resultado claro que la experiencia y la reflexión me han llevado a extraer. Al llegar a esta parte del tema, debería referirme a los pasajes que desapruebo más en las obras de los autores aludidos; pero primero es preciso observar que mi objeción se extiende a la intención general de estos libros que, en mi opinión, tienden a degradar a una mitad de la especie humana y a hacer agradables a las mujeres a expensas de toda sólida virtud.

Sin embargo, para razonar en el terreno de Rousseau, si el hombre ha obtenido un grado de perfección cuando su cuerpo llega a la madurez, sería propio que, para hacer a este y su esposa uno, ella se fiara de su entendimiento; y la hiedra airosa, abrazando al roble que la sostiene, formaría un todo en el que fuerza y belleza destacarían por igual. Pero, ¡ay!, los maridos, al igual que sus compañeras, a menudo solo son niños grandes —mejor dicho, gracias al libertinaje precoz, apenas hombres en su forma externa—, y si la ceguera conduce a ceguera, no se necesita venir del cielo para contarnos las consecuencias.

Muchas son las causas que, en el actual estado corrupto de la sociedad, contribuyen a esclavizar a las mujeres, estorbando el entendimiento y agudizando sus sentidos. Quizá una que de forma silenciosa hace mayor mal que todas las restantes es su indiferencia hacia el orden.

Hacer todo de modo ordenado es un precepto de la mayor importancia que en general las mujeres, al recibir solo una especie de educación desordenada, rara vez tienen en cuenta con la exactitud con que lo observan los hombres, domeñados desde la infancia por el método. Esta especie de conjetura negligente —porque, ¿qué otro epíteto puede usarse para indicar el ejercicio al azar de una suerte de sentido común instintivo que nunca ha pasado la prueba de la razón? — les impide extraer generalizaciones de los hechos; así que hacen hoy lo que hicieron ayer, simplemente porque lo hicieron ayer.

Este desprecio del entendimiento en las primeras etapas de la vida tiene consecuencias más funestas de lo que comúnmente se supone; porque el pequeño conocimiento que las mujeres de mente poderosa alcanzan es, por distintas circunstancias, de una especie más inconexa que el de los hombres y se adquiere más por simples observaciones de la vida real que de comparar lo que se ha observado de modo individual, generalizando los resultados de la experiencia mediante la especulación. Llevadas por su situación dependiente y sus ocupaciones domésticas a estar más en sociedad, lo que aprenden es a retazos y como, en general, el aprender es para ellas solo algo secundario, no siguen ninguna línea con ese perseverante ardor necesario para dar vigor a las facultades y claridad al juicio. En el estado presente de la sociedad, se requiere un pequeño aprendizaje para respaldar el carácter de un caballero, y se obliga a los niños a someterse a unos cuantos años de disciplina. Pero, en la educación de las mujeres, el cultivo del entendimiento siempre se subordina a la adquisición de ciertas dotes corporales. Aun así, debilitado por el confinamiento y las nociones falsas de modestia, se impide al cuerpo alcanzar esa gracia y belleza que nunca manifiestan los miembros relajados y a medio formar. Además, en las jóvenes no se ponen de manifiesto sus facultades mediante la emulación, y al no contar con estudios científicos serios, si tienen una sagacidad natural, se inclina demasiado pronto hacia la vida y los modales. Se extienden sobre efectos y modificaciones, sin descubrir sus causas, y las complicadas reglas que rigen la conducta son un débil sustituto para los principios fundamentales.

Como prueba de que la educación proporciona esa apariencia de debilidad a las mujeres, podemos citar el ejemplo de los militares, a quienes, como a ellas, se los envía al mundo antes de que sus mentes se hayan pertrechado de conocimiento o se hayan fortalecido mediante principios. Las consecuencias son similares: los soldados adquieren cierto conocimiento superficial, atrapado en la corriente confusa de la conversación, y, de mezclarse continuamente en sociedad, alcanzan lo que se denomina conocimiento del mundo. Esta familiaridad con modales y costumbres se ha confundido a menudo con un conocimiento del corazón humano. Pero, ¿puede el fruto tosco de la observación casual, que nunca ha pasado la prueba del juicio, formado mediante la comparación y la experiencia, merecerse tal distinción? Los soldados y las mujeres practican las virtudes menores con una cortesía meticulosa. Luego, ¿dónde está la diferencia sexual cuando la educación ha sido la misma? Todas las diferencias que puedo discernir surgen de la libertad, ventaja superior que permite a los primeros ver más de la vida.