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100 Clásicos de la Literatura

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—Maestro, háblanos de Dios, pues tú tienes el conocimiento perfecto de Dios, y ningún hombre más que tú tiene ese conocimiento.

Y él respondiéndoles dijo:

—Os hablaré de todas las demás cosas que hay en el cielo y en la tierra, pero de Dios no os hablaré. Ni ahora ni en ninguna otra ocasión os hablaré de Dios.

Y ellos se encolerizaron contra él y le dijeron:

—Nos has conducido al desierto para que te escucháramos, ¿quieres despedirnos ahora hambrientos, a nosotros y a la gran multitud que has hecho que te siguiera?

Y él respondiéndoles dijo:

—No os hablaré de Dios.

Y la multitud murmuraba contra él y le decía:

—Nos has conducido al desierto y no nos has dado alimento que comer. Háblanos de Dios y nos bastará.

Pero él no les respondió palabra alguna, pues sabía que si les hablaba de Dios entregaría su tesoro.

Y sus discípulos se fueron entristecidos, y la multitud regresó a los hogares, y muchos perecieron por el camino.

Y cuando estuvo solo, se levantó y dirigió su rostro hacia la luna, y viajó durante siete lunas, sin hablar a ningún hombre y sin dar respuesta alguna. Y, cuando la séptima luna estaba en su cuarto menguante, llegó a ese desierto que es el desierto del Gran Río. Y habiendo encontrado una caverna en que había vivido un centauro la tomó por morada, y se hizo una estera de juncos para lecho, y se convirtió en ermitaño. Y, a cada hora, el ermitaño alababa a Dios que había permitido que conservara algún conocimiento de él y de su grandeza admirable.

Y una tarde, estando el ermitaño sentado delante de la cueva en la que había hecho su morada, vio a un joven de rostro hermoso y perverso que pasaba por allí vestido pobremente y con las manos vacías. Cada tarde, con las manos vacías pasaba el joven por allí, y cada mañana volvía con las manos llenas de púrpura y de perlas; pues era ladrón y robaba a las caravanas de los mercaderes.

Y el ermitaño le miró y se apiadó de él, pero no le dijo una palabra; pues sabía que quien dice una palabra pierde la fe.

Y una mañana, cuando volvía el joven con las manos llenas de púrpura y de perlas, se detuvo y frunció el ceño y golpeó la arena con el pie, y dijo al ermitaño:

— ¿Por qué me miras siempre de ese modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Pues ningún hombre me había mirado antes de ese modo. Y es una espina y me causa una inquietud.

Y el ermitaño le respondió y dijo:

—Lo que ves en mis ojos es compasión. La compasión es lo que te mira desde mis ojos.

Y el joven se rio con desdén, y gritó al ermitaño con voz desapacible, y le dijo:

—Tengo púrpura y perlas en las manos, y tú no tienes más que una estera de juncos para acostarte. ¿Qué compasión habrías de tener por mí? ¿Y por qué razón tienes esa piedad?

—Me das compasión —dijo el ermitaño— porque no tienes conocimiento de Dios.

— ¿Es cosa valiosa ese conocimiento de Dios? —preguntó el joven.

Y se acercó a la entrada de la caverna.

—Es más valiosa que toda la púrpura y que todas las perlas de este mundo —respondió el ermitaño.

— ¿Y tú lo tienes? —dijo el joven ladrón.

Y se acercó más aún.

—Hubo un tiempo, en verdad —respondió el ermitaño—, en que yo poseía el conocimiento perfecto de Dios; pero en mi necedad me separé de él, y lo repartí entre los demás. No obstante, incluso ahora, lo que me queda de ese conocimiento es más valioso que la púrpura o las perlas.

Y cuando oyó esto el joven ladrón, arrojó la púrpura y las perlas que llevaba en las manos, y sacando una cimitarra afilada de acero curvado dijo al ermitaño:

—Dame, ahora mismo, ese conocimiento de Dios que posees, o ten por cierto que te mataré. ¿Cómo no habría de matar a quien tiene un tesoro mayor que mi tesoro?

Y el ermitaño extendió los brazos y dijo:

— ¿No sería más ventajoso para mí ir a las moradas recónditas de Dios y alabarle que vivir en el mundo sin tener conocimiento de él? Mátame si es ése tu deseo, pero no te entregaré mi conocimiento de Dios.

Y el joven ladrón se puso de rodillas y le suplicó, pero el ermitaño no quiso hablarle de Dios, ni darle su tesoro, y el joven ladrón se levantó y dijo al ermitaño:

—Sea como deseas. En cuanto a mí, iré a la ciudad de los Siete Pecados, que está sólo a tres días de camino desde este lugar, y a cambio de mi púrpura me darán placeres, y a cambio de mis perlas me venderán alegría.

Y recogió la púrpura y las perlas y se fue apresuradamente.

Y el ermitaño le llamó a gritos y le siguió y le suplicó. Por espacio de tres días siguió al joven ladrón por el camino y le rogó que volviera, que no entrara en la ciudad de los Siete Pecados.

Y de vez en cuando miraba hacia atrás el joven ladrón al ermitaño y le llamaba, y decía:

— ¿Quieres darme ese conocimiento de Dios que es más valioso que la púrpura y las perlas? Si quieres dármelo, no entraré en la ciudad.

Y siempre respondía el ermitaño:

—Todas las cosas que tengo te las daré, menos esa única cosa solamente; pues esa cosa no me es lícito entregarla.

Y, al crepúsculo del tercer día, llegaron cerca de las grandes puertas escarlata de la ciudad de los Siete Pecados. Y de la ciudad llegaba el sonido de muchas risas.

Y el joven ladrón respondió con otra risa, y quiso llamar a la puerta. Y mientras lo hacía, se adelantó corriendo el ermitaño y le cogió por los pliegues de la túnica, y le dijo:

—Extiende las manos, y pon los brazos en torno de mi cuello, aproxima el oído a mis labios, y te daré lo que queda del conocimiento de Dios.

Y el joven ladrón se detuvo.

Y cuando el ermitaño hubo entregado su conocimiento de Dios, se arrojó al suelo y lloró, y una gran oscuridad le ocultó de la ciudad y del joven ladrón, así que no los vio más.

Y mientras yacía allí llorando se daba cuenta de que había Uno de pie a su lado, y el que estaba a su lado tenía los pies de bronce y los cabellos como de lana fina. Y Él alzó al ermitaño y le dijo:

—Antes tenías el perfecto conocimiento de Dios; ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?

Y le besó.

Vindicación de los Derechos de la Mujer

Por

Mary Wollstonecraft

Introducción de la autora

Tras considerar el devenir histórico y contemplar el mundo viviente con anhelosa solicitud, las emociones más melancólicas de indignación desconsolada han oprimido mi espíritu y lamento verme obligada a confesar tanto que la Naturaleza ha establecido una gran diferencia entre un hombre y otro como que la civilización que hasta ahora ha habido en el mundo ha sido muy parcial. He repasado varios libros sobre educación y he observado pacientemente la conducta de los padres y la administración de las escuelas. ¿Cuál ha sido el resultado? La profunda convicción de que la educación descuidada de mis semejantes es la gran fuente de la calamidad que deploro y de que a las mujeres, en particular, se las hace débiles y despreciables por una variedad de causas concurrentes, originadas en una conclusión precipitada. La conducta y los modales de las mujeres, de hecho, prueban con claridad que sus mentes no se encuentran en un estado saludable, porque al igual que las flores plantadas en una tierra demasiado rica, la fortaleza y provecho se sacrifican a la belleza, y las hojas suntuosas, tras haber resultado placenteras a una mirada exigente, se marchitan y abandonan en el tallo mucho antes del tiempo en que tendrían que llegar a su sazón. Atribuyo una de las causas de este florecimiento estéril a un sistema de educación falso, organizado mediante los libros que sobre el tema han escrito hombres que, al considerar a las mujeres más como tales que como criaturas humanas, se han mostrado más dispuestos a hacer de ellas damas seductoras que esposas afectuosas y madres racionales; y este homenaje engañoso ha distorsionado tanto la comprensión del sexo, que las mujeres civilizadas de nuestro siglo, con unas pocas excepciones, solo desean fervientemente inspirar amor, cuando debieran abrigar una ambición más noble y exigir respeto por su capacidad y sus virtudes.

Por consiguiente, en un tratado sobre los derechos y modales de la mujer, no deben pasarse por alto las obras que se han escrito expresamente para su perfeccionamiento, en especial cuando se afirma con términos directos que las mentes femeninas se encuentran debilitadas por un refinamiento falso; que los libros de instrucción escritos por hombres de talento han presentado la misma tendencia que las producciones más frívolas, y que, en estricto estilo mahometano, se las trata como si fueran seres subordinados y no como parte de la especie humana, cuando se acepta como razón perfectible la distinción solemne que eleva al hombre sobre la creación animal y pone un cetro natural en una mano débil.

Sin embargo, el hecho de que yo sea mujer no debe llevar a mis lectores a suponer que pretendo agitar con violencia el debatido tema de la calidad o inferioridad del sexo, pero, como lo encuentro en mi camino y no puedo pasarlo por alto sin exponer a malinterpretación la línea principal de mi razonamiento, me detendré un momento para expresar mi opinión en pocas palabras. En el gobierno del mundo físico se puede observar que la mujer, en cuanto a fuerza, es, en general, inferior al hombre. Es ley de la Naturaleza y no parece que vaya a suspenderse o revocarse en favor de la mujer. Así pues, no puede negarse cierto grado de superioridad física, lo cual constituye una prerrogativa noble. Pero no contentos con esta preeminencia natural, los hombres se empeñan en hundirnos aún más para convertirnos simplemente en objetos atractivos para un rato; y las mujeres, embriagadas por la adoración que bajo la influencia de sus sentidos les profesan los hombres, no tratan de obtener un interés duradero en sus corazones o convertirse en las amigas de los semejantes que buscan diversión en su compañía.

 

Tengo en cuenta una inferencia obvia. He oído exclamaciones contra las mujeres masculinas provenientes de todas partes, pero ¿en qué deben basarse? Si con esta denominación los hombres quieren vituperar su pasión por la caza, el tiro y el juego, me uniré con la mayor cordialidad al clamor; pero si va contra la imitación de las virtudes masculinas o, hablando con mayor propiedad, de la consecución de aquellos talentos y virtudes cuyo ejercicio ennoblece el carácter humano, y eleva a las mujeres en la escala de los seres animales, donde se las incluye en la humanidad, debo pensar que todos aquellos que las juzguen con talante filosófico tienen que desear conmigo que se vuelvan cada día más y más masculinas.

Esta exposición divide el tema de modo natural. Primero consideraré a las mujeres como criaturas humanas que, en común con los hombres, se hallan en la tierra para desarrollar sus facultades; después señalaré de forma más particular sus características.

También deseo evitar un error en el que han caído muchos escritores respetables, porque la instrucción que hasta ahora se ha dirigido a las mujeres más bien ha sido aplicable a las señoras, si se exceptúa el parecer pequeño e indirecto que se vierte a través de Sandford and Merton; pero al dirigirme a mi sexo en un tono más firme, dedico una atención especial a las de la clase media porque parecen hallarse en el estado más natural. Quizá las semillas del falso refinamiento, la inmoralidad y la vanidad siempre han sido sembradas por los nobles. Seres débiles y artificiales, situados sobre los deseos y afectos comunes de su raza de modo prematuro e innatural, minan los cimientos mismos de la virtud y desparraman corrupción por la sociedad en su conjunto. Como clase de la humanidad, tienen el mayor derecho a la piedad; la educación de los ricos tiende a volverlos vanos y desvalidos, y el desarrollo de la mente no se fortalece mediante la práctica de aquellos deberes que dignifican el carácter humano. Solo viven para divertirse, y por la misma ley que produce invariablemente en la Naturaleza ciertos efectos, pronto solo abordan diversiones estériles.

Pero como pretendo dar una visión separada de los diferentes estratos de la sociedad y del carácter moral de las mujeres en cada uno de ellos, por el momento esta alusión es suficiente. Y solo me he ocupado del tema porque me parece que la esencia misma de una introducción es proporcionar un recuento sumario de los contenidos de la obra a la que introduce.

Espero que mi propio sexo me excuse si trato a las mujeres como criaturas racionales en vez de hacer gala de sus gracias fascinantes y considerarlas como si se encontraran en un estado de infancia perpetua, incapaces de valerse por sí solas. Deseo de veras señalar en qué consiste la verdadera dignidad y la felicidad humana. Quiero persuadir a las mujeres para que traten de conseguir fortaleza, tanto de mente como de cuerpo, y convencerlas de que las frases suaves, el corazón impresionable, la delicadeza de sentimientos y el gusto refinado son casi sinónimos de epítetos de la debilidad, y que aquellos seres que son solo objetos de piedad y de esa clase de amor que se ha calificado como su gemela pronto se convertirán en objetos de desprecio.

Luego al desechar esas preciosas frases femeninas que los hombres usan con condescendencia para suavizar nuestra dependencia servil y al desdeñar esa mente elegante y débil, esa sensibilidad exquisita y los modales suaves y dóciles que supuestamente constituyen las características sexuales del recipiente más frágil, deseo mostrar que la elegancia es inferior a la virtud, que el primer objetivo de una ambición laudable es obtener el carácter de un ser humano, sin tener en cuenta la distinción de sexo, y que las consideraciones secundarias deben conducir a esta simple piedra de toque.

Esto es el esbozo aproximado de mi plan, y si expreso mi convicción con las enérgicas emociones que siento cuando pienso sobre el tema, algunos de mis lectores experimentarán el dictado de la experiencia y la reflexión. Animada por este importante objetivo, desdeñaré escoger las frases o pulir mi estilo. Pretendo ser útil y la sinceridad me hará natural, ya que al desear persuadir por la fuerza de mis argumentos en vez de deslumbrar por la elegancia de mi lenguaje, no perderé el tiempo con circunloquios o en fabricar expresiones rimbombantes sobre sentimientos artificiales que proceden de la cabeza y nunca llegan al corazón. Me emplearé en las cosas y no en las palabras, y deseosa de convertir a mi sexo en miembros más respetables de la sociedad, trataré de evitar esa dicción florida que se ha deslizado de los ensayos a las novelas y de ellas a las cartas familiares y a la conversación.

Esos pulcros superlativos, cuando se escapan de la lengua sin reflexión, vician el gusto y crean una especie de delicadeza enfermiza que rechaza la verdad simple y sin adornos; y un diluvio de falsas sensaciones y sentimientos desmesurados, al ahogar las emociones naturales del corazón, convierten en insípidos los placeres domésticos que deben suavizar el ejercicio de aquellos severos deberes que educan al ser racional e inmortal para un campo de acción más noble.

La educación de las mujeres últimamente se ha atendido más que en tiempos anteriores. Aun así, todavía se las considera un sexo frívolo y los escritores que tratan de que mejoren mediante la sátira o la instrucción las ridiculizan o se apiadan de ellas. Se sabe que dedican muchos de los primeros años de sus vidas a adquirir una noción superficial de algunas dotes; mientras tanto, se sacrifica el fortalecimiento de cuerpo y alma a las nociones libertinas de belleza, al deseo de establecerse mediante el matrimonio —único modo en que las mujeres pueden ascender en el mundo. Y como este deseo las hace meros animales, cuando se casan actúan como se espera que lo hagan los niños: se visten, se pintan y se las moteja de criaturas de Dios. ¡Ciertamente estos frágiles seres solo sirven para un serrallo! ¿Puede esperarse que gobiernen una familia con fundamento o que cuiden de los pobres infantes que traen al mundo?

Luego, si puede deducirse con exactitud de la conducta presente del sexo, de la inclinación generalizada hacia el placer que ocupa el lugar de la ambición y de aquellas pasiones más nobles que abren y ensanchan el alma que la instrucción que han recibido las mujeres hasta ahora solo ha tendido, con la implantación de la sociedad cortés, a convertirlas en objetos insignificantes del deseo —¡meras propagadoras de necios!—, si puede probarse que al pretender adiestrarlas sin cultivar sus entendimientos se las saca de la esfera de sus deberes y se las hace ridículas e inútiles cuando pasa el breve florecimiento de la belleza, doy por sentado que los hombres racionales me excusarán por intentar persuadirlas para que se vuelvan más masculinas y respetables.

Realmente la palabra masculinas es solo un metemiedos; hay poca razón para temer que las mujeres adquieran demasiado valor o fuerza, ya que su patente inferioridad con respecto a la fortaleza corporal debe hacerlas en cierto grado dependientes de los hombres en las diferentes relaciones de la vida; pero, ¿por qué debe incrementarse esta dependencia por prejuicios que ponen sexo a la virtud y confunden las verdades llanas con ensueños sensuales?

De hecho, las mujeres se encuentran tan degradadas por la mala interpretación de las nociones sobre la excelencia femenina, que no creo añadir una paradoja cuando afirmo que esta debilidad artificial produce una propensión a tiranizar y da cabida a la astucia, oponente natural de la fortaleza, que las lleva a completar el juego con esos despreciables ademanes infantiles que minan la estima aunque exciten el deseo. Que los hombres se vuelvan más castos y modestos, y si las mujeres no se hacen más sensatas en la misma proporción, quedará claro que poseen entendimientos más débiles. Parece poco necesario decir que hablo del sexo en general. Muchas mujeres tienen más sentido que sus allegados masculinos; y como nada pesa más donde hay una lucha constante por el equilibrio sin que tenga naturalmente mayor gravedad, algunas mujeres gobiernan a sus maridos sin degradarse, porque el intelecto siempre gobernará.

A M. Talleyrand-Périgod, antiguo obispo de Autun

Señor, habiendo leído con gran placer un escrito que ha publicado últimamente, le dedico este volumen —la primera dedicatoria que he escrito en mi vida— para inducirle a leerlo con atención, y porque pienso que me entenderá, lo que no supongo que harán muchos de los que se creen agudos e ingeniosos, que quizás ridiculicen los argumentos que no son capaces de rebatir. Pero, señor, llevo mi respeto hacia su entendimiento aún más lejos, porque confío en que no dejará de lado mi obra y concluirá a la ligera que estoy en el error porque usted no consideró el asunto a la misma luz que yo. Y, perdón por mi franqueza, pero debo observar que usted lo trató de modo demasiado superficial, satisfecho con considerarlo como lo había sido en otro tiempo, cuando los derechos del hombre, por no aludir a los de la mujer, eran pisoteados como quiméricos. Así pues, le emplazo ahora para sopesar lo que he avanzado respecto a los derechos de la mujer y la educación nacional; y lo hago con el tono firme de la humanidad, porque mis argumentos, señor, están dictados por un espíritu desinteresado: abogo por mi sexo y no por mí misma. Desde hace tiempo he considerado la independencia como la gran bendición de la vida, la base de toda virtud; y siempre la alcanzaré reduciendo mis necesidades, aunque tenga que vivir de una tierra estéril.

Así, es el afecto por el conjunto de la raza humana lo que hace a mi pluma correr rápidamente para apoyar lo que creo que constituye la causa de la virtud; y el mismo motivo me lleva a desear honradamente ver a la mujer colocada en una posición desde la que adelantaría, en lugar de retrasar, el progreso de aquellos gloriosos principios que dan sustancia a la moralidad. En efecto, mi opinión sobre los derechos y obligaciones de las mujeres parece brotar de modo tan natural de esos principios fundamentales, que pienso, aunque no sea muy probable, que algunas de las mentes preclaras que dieron forma a vuestra admirable constitución coincidirían conmigo.

En Francia, sin duda, existe una difusión más general del conocimiento que en cualquier otra parte del mundo europeo, y lo atribuyo, en gran medida, al intercambio social que durante mucho tiempo ha pervivido entre los sexos. Es cierto —expreso mis sentimientos con libertad— que allí se ha extraído la esencia misma de la sensualidad para regalo de los voluptuosos y ha prevalecido una especie de lujuria sentimental que, junto con el sistema de duplicidad que todo el contenido de su gobierno político y civil enseñó, ha proporcionado una siniestra suerte de sagacidad al carácter francés, denominado propiamente finesse, de la que emana con naturalidad un refinamiento de modales que daña la esencia al echar a la sinceridad fuera de la sociedad. Y la modestia, el vestido más bello de la virtud, se ha insultado en Francia de modo más grosero que en Inglaterra incluso, y hasta sus mujeres han tachado de mojigata esa atención a la decencia que los brutos observan por instinto.

Los modales y la moral se hallan tan ligados que a menudo se han confundido; pero aunque los primeros solo deben ser un reflejo natural de la última, cuando varias causas han producido modales artificiosos y corruptos, que se adquieren muy temprano, la moralidad se vuelve una palabra vacía. La reserva personal y el respeto sagrado por la claridad y delicadeza en la vida doméstica, que las mujeres francesas casi desprecian, son los pilares airosos de la modestia; y, lejos de despreciarlos, si la llama pura del patriotismo ha alcanzado sus senos, deben trabajar para mejorar la moral de sus conciudadanos, enseñando a los hombres no solo a respetar la modestia en las mujeres, sino darle cabida ellas mismas, como la única vía de merecer su estima.

Al luchar por los derechos de la mujer, mi argumento principal se basa en este principio fundamental: si no se la prepara con la educación para que se vuelva la compañera del hombre, detendrá el progreso del conocimiento y la virtud; porque la virtud debe ser común a todos o resultará ineficaz para influir en la práctica general. ¿Y cómo puede esperarse que la mujer contribuya a menos que sepa cómo ser virtuosa, que la libertad fortalezca su razón hasta que comprenda su deber y vea de qué modo se encuentra conectado con su beneficio real? Si se tiene que educar a los niños para que entiendan el principio verdadero del patriotismo, su madre debe ser patriota; y el amor al género humano, del que brota una sucesión ordenada de virtudes, solo puede darse si se tienen en consideración la moral y los intereses civiles de la humanidad; pero la educación y situación de la mujer en el momento presente la dejan fuera de tales investigaciones.

 

En esta obra he presentado muchos argumentos que me resultaban concluyentes para probar que la noción prevaleciente sobre el carácter sexual era subversiva para la moral, y he sostenido que para hacer más perfectos el cuerpo y la mente humanos, la castidad debe predominar de modo más universal, y que esta no será respetada en el mundo masculino mientras la persona de una mujer no deje de ser idolatrada, por decirlo así, cuando escasa virtud o sentido la adornen con grandes rasgos de belleza mental o la interesante simplicidad del afecto.

Considere, señor, estas observaciones sin pasión, pues un destello de su verdad pareció abrirse ante usted cuando observó «que ver una mitad de la raza humana excluida por la otra de toda participación en el gobierno era un fenómeno político que, según los principios abstractos, era imposible explicar». Si es así, ¿en qué se apoya su constitución? Si los derechos abstractos del hombre sostienen la discusión y explicación, los de la mujer, por un razonamiento parejo, no rehuirían el mismo examen; aun así, en este país prevalece una opinión diferente, basada en los mismos argumentos que utilizan para justificar la opresión de la mujer: el precepto.

Considere —me dirijo a usted como legislador— que si los hombres luchan por su libertad y se les permite juzgar su propia felicidad, ¿no resulta inconsistente e injusto que subyuguen a las mujeres, aunque crean firmemente que están actuando del modo mejor calculado para proporcionarles felicidad? ¿Quién hizo al hombre el juez exclusivo, si la mujer comparte con él el don de la razón?

De este mismo modo argumentan todos los tiranos, cualquiera que sea su nombre, desde el rey débil hasta el débil padre de familia; todos ellos están ávidos por aplastar la razón, y también siempre afirman que usurpan el trono solo por ser útiles. ¿No actúan de modo similar cuando fuerzan a todas las mujeres, al negarles los derechos políticos y civiles, a permanecer confinadas en sus familias, andando a tientas en la oscuridad? Porque ciertamente, señor, no afirmará que un deber pueda obligar cuando no se basa en la razón. Si realmente este fuera su destino, los argumentos se desprenderían de la razón; y, así, magníficamente apoyados, cuanto más entendimiento adquieran las mujeres, más se atarán a su deber comprendiéndolo, porque si no lo comprenden, si su moral no se fija con los mismos principios inmutables de los hombres, no existe autoridad que pueda exonerarlas de él de manera virtuosa. Pueden ser esclavas convenientes, pero el efecto constante de la esclavitud degradará al amo y al subordinado abyecto.

Pero si se debe excluir a las mujeres, sin tener voz, de participar en los derechos naturales del género humano, pruebe primero, para rechazar la acusación de injusticia e inconsistencia, que carecen de razón; de otro modo, esta grieta en vuestra Nueva Constitución siempre mostrará que el hombre, de alguna forma, debe actuar como un tirano, y la tiranía, en cualquier parte de la sociedad donde alce su descarado frente, siempre socavará la moralidad.

Reiteradamente he sostenido que las mujeres no pueden ser confinadas por la fuerza a los asuntos domésticos y he proporcionado argumentos que me parecen irrecusables al desprenderse de cuestiones de hecho que prueban mi afirmación; porque, aunque ignorantes, se inmiscuirán en los de más peso, descuidando los deberes privados solo para estorbar, con ardides arteros, los planes ordenados de la razón que se alzan por encima de su comprensión.

Además, mientras estén solo hechas para adquirir dotes personales, los hombres las buscarán en variedad por placer, y maridos infieles harán esposas infieles; realmente deberá excusarse a estos seres ignorantes cuando, al no haberles enseñado a respetar el bien público o no haberles concedido ningún derecho civil, intenten hacerse justicia mediante el desquite.

Abierta de este modo la caja de los males, ¿qué va a preservar la virtud privada, la única protección de la libertad pública y la felicidad universal?

Luego, que no exista coerción establecida en la sociedad y, al prevalecer la ley de gravedad común, los sexos caerán en el lugar que les corresponde. Y cuando vuestros ciudadanos se formen con leyes más equitativas, el matrimonio se volverá más sagrado; vuestros jóvenes escogerán esposas por motivos de afecto y vuestras doncellas permitirán que el amor desarraigue la vanidad.

Entonces el padre de familia no debilitará su constitución y degradará sus sentimientos visitando a las rameras, ni olvidará, obedeciendo la llamada de los apetitos, el propósito con el que se instituyó. Y la madre no descuidará a sus hijos para practicar las artes de la coquetería, cuando el sentido y la modestia le aseguren la amistad de su esposo.

Pero hasta que los hombres no dediquen atención al deber de un padre, es vano esperar de las mujeres que empleen en la crianza el tiempo que, «sabias para su generación», deciden pasar ante el espejo; porque este ejercicio de astucia es solo un instinto natural que les permite obtener de forma indirecta algo del poder que injustamente se les niega compartir; pues si no se permite a las mujeres disfrutar de derechos legítimos, volverán viciosos a los hombres y a sí mismas para obtener privilegios ilícitos.

Deseo, señor, sacar a flote algunas investigaciones de este tipo en Francia y si llevan a confirmar mis principios, cuando se revise vuestra constitución, debieran respetarse los Derechos de la Mujer, si se prueba plenamente que la razón exige este respeto y demanda en alta voz JUSTICIA para la mitad de la raza humana.

Suya respetuosamente,

M. W.

CAPÍTULO PRIMERO

Consideración sobre los derechos y deberes que afectan al género humano

En el estado presente de la sociedad, parece necesario regresar a los principios fundamentales en busca de las verdades más simples y disputar cada palmo del terreno con algunos de los prejuicios predominantes. Para abrirme camino, se me debe permitir enunciar algunas cuestiones llanas, cuyas respuestas parecerán probablemente tan inequívocas como los axiomas en los que se basa el razonamiento; no obstante, cuando se enredan con diversos motivos de acción, se contradicen formalmente, ya sea por las palabras o por la conducta de los hombres.

¿En qué consiste la preeminencia del hombre sobre la creación animal? La respuesta es tan clara como que una mitad es menos que un todo: en la Razón.

¿Qué dotes exaltan a un ser sobre otro? La virtud, replicamos con espontaneidad.

¿Con qué propósitos se implantaron las pasiones? Para que el hombre, al luchar contra ellas, pudiera obtener un grado de conocimiento negado a los animales, susurra la Experiencia.

En consecuencia, la perfección de nuestra naturaleza y la capacidad de felicidad deben estimarse por el grado de razón, virtud y conocimiento que distinguen al individuo y dirigen las leyes que obligan a la sociedad. Y resulta igualmente innegable que del ejercicio de la razón manan naturalmente el conocimiento y la virtud, si se considera al género humano en su conjunto.