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100 Clásicos de la Literatura

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En el rostro de muchos su falacia

escrita está con ceños y en arrugas,

pero no era así en el caso de Willie Hughes. En un soneto de loca idolatría, dice Shakespeare:

Los cielos al crearte decretaron

que en tu rostro amor dulce moraría:

comoquiera pensaras o actuaras

tus miradas dulzor sólo dirían.

En su «alma inconstante» y en su «falso corazón» era fácil reconocer la doblez y la perfidia que parecen ser de algún modo inseparables de la naturaleza artística, lo mismo que en su amor por el encomio, ese deseo del reconocimiento inmediato que caracteriza a todos los actores. Willie Hughes, sin embargo, más afortunado a este respecto que otros, iba a conocer algo de la inmortalidad. Inseparablemente relacionado con las obras de Shakespeare, había de vivir en ellas:

Tu nombre aquí vida inmortal tendrá,

aunque yo para todos morir deba:

la tierra me dará tumba común,

mas tu tumba ha de ser de ojos humanos.

Tu monumento será mi tierno verso,

que ojos aún no creados leerán,

y otras lenguas de tu ser repetirán

cuando todos los vivos estén muertos.

Había también alusiones interminables al poder que ejercía Willie Hughes sobre su auditorio —los «contempladores», como Shakespeare los llamaba—; pero quizá la descripción más perfecta de su admirable dominio del arte de la escena esté en La queja del amante, en que Shakespeare dice de él:

La plenitud de la sutil materia

recibe en él las formas más extrañas,

de rubores ardientes, o de llanto,

palidez de desmayo; y toma y deja,

acertados los dos, para el engaño,

rojo al habla soez, en llanto al duelo,

lividez de desmayo a la tragedia.

Así en la punta de su lengua altiva

todo argumento e interrogante hondos,

toda réplica pronta y razón fuerte,

a su elección durmieron, despertaron,

para que el triste ría y llore el riente.

El dialecto tenía y varios modos

de la pasión, en su arte a voluntad.

Una vez creí que realmente había encontrado a Willie Hughes en la literatura isabelina. En un relato sorprendentemente gráfico de los últimos días del gran conde de Essex, nos cuenta su capellán, Thomas Knell, que la noche que precedió a su muerte, el conde «llamó a William Hews, que era músico, para que tocara en el virginal y cantara. “Toca —dijo— mi canción, Will Hews, y yo la cantaré por lo bajo”. Así lo hizo, con el mayor gozo, no como el cisne que lanza un alarido y que, bajando la mirada, gime porque ha llegado su fin, sino que, como una dulce alondra, levantando las manos a su Dios y fijando en Él los ojos, remontó así el firmamento de cristal y alcanzó con su lengua no abatida lo más alto de los altos cielos». Seguramente, el muchacho que tocaba el virginal para el padre moribundo de la Stella de Sidney no era otro que el Will Hews a quien dedicó Shakespeare los Sonetos, y quien —nos dice— era en sí mismo dulce «música para el oído». Sin embargo, lord Essex murió en 1576, cuando Shakespeare no tenía más que doce años. Era imposible que su músico pudiera haber sido el míster W. H. de los Sonetos. ¿Tal vez el joven amigo de Shakespeare era hijo del que tocaba el virginal? Al menos algo era el haber descubierto que Will Hews era un nombre isabelino. En verdad, parece que el nombre Hews había estado muy relacionado con la música y el teatro: la primera actriz inglesa fue la bella Margaret Hews, a quien amó tan locamente el príncipe Rupert. ¿Qué más probable que entre ella y el músico de lord Essex hubiera estado el muchacho actor de las obras de Shakespeare? Pero las pruebas, los eslabones, ¿dónde estaban? ¡Ay!, no pude encontrarlos. Me parecía que estaba siempre en el umbral de la comprobación definitiva, pero que no podría realmente alcanzarla jamás.

De la vida de Willie Hughes pasé pronto a pensamientos sobre su muerte. No hacía más que preguntarme cuál habría sido su final.

Tal vez había sido uno de aquellos actores ingleses que en 1604 cruzaron el mar y se fueron a Alemania, y actuaron ante el gran duque Heinrich Julius von Brunswick, el mismo dramaturgo de no poco valor, y en la corte de aquel extraño Elector de Brandeburgo, que estaba tan prendado de la belleza que se dice que compró, por su peso en ámbar, al joven hijo de un mercader ambulante griego, y que ofreció cabalgatas con representaciones públicas en honor de su esclavo a lo largo de todo aquel año de hambre terrible que duró de 1606 a 1607, cuando la gente se moría de inanición en las calles mismas de la ciudad y no había llovido por el espacio de siete meses. Sabemos, en todo caso, que Romeo y Julieta se representó en Dresde en 1613, junto con Hamlet y El rey Lear, y seguramente no sería a ningún otro más que a Willie Hughes a quien se le entregó en 1616 la mascarilla de Shakespeare, llevada en propia mano por uno de los agregados del embajador británico; pálida prenda de la muerte del poeta que tan tiernamente le había querido. Verdaderamente hubiera habido algo peculiarmente adecuado en la idea de que el muchacho actor, cuya belleza había sido un elemento tan vital en lo realista y en lo poético del arte de Shakespeare, hubiera sido el primero en haber llevado a Alemania la semilla de la nueva cultura, y fuera, de este modo, el precursor de aquella Aufklarung, o iluminación, del siglo XVIII, ese espléndido movimiento que, aunque iniciado por Lessing y Herder y llevado a su plena y feliz consecución por Goethe, fue en no pequeña medida sostenido por otro actor —Friedrich Schroeder—, que despertó la conciencia popular y, por medio de las pasiones ficticias y de las técnicas miméticas de la escena, mostró la conexión íntima y vital entre vida y literatura. Si esto hubiera sido así —y no había ciertamente evidencia alguna en contra—, no sería improbable que Willie Hughes hubiera sido uno de aquellos comediantes ingleses (mimae quidam ex Britannia, como los llama la vieja crónica) que mataron en Nuremberg en una repentina revuelta popular, y fueron enterrados en secreto, en una pequeña viña de las afueras de la ciudad, por algunos jóvenes «que habían encontrado placer en sus representaciones, y algunos de entre los cuales habían intentado que les instruyeran en los misterios del nuevo arte». Ciertamente, ningún lugar podría haber sido más adecuado para aquél a quien Shakespeare dijo: «mi arte todo eres tú», que esa pequeña viña de extramuros. ¿Pues no fue de las desdichas de Dionisos de donde brotó la tragedia? ¿Y no se oyó por primera vez la risa ligera de la comedia, con su alborozo despreocupado y sus prontas réplicas, en los labios de los viñadores sicilianos? Más aún, ¿no fue la púrpura y el tinte rojo de la espuma del vino en el rostro y en los miembros la primera sugerencia del encanto y de la fascinación del disfraz —el deseo de ocultamiento de uno mismo—, mostrándose así el sentido del valor de la objetividad en los comienzos rudos del arte?

En cualquier caso, dondequiera que yaciera —fuera en la pequeña viña a las puertas de la ciudad gótica, o en algún sombrío camposanto de Londres, en medio del estrépito y el bullicio de nuestra gran ciudad—, ningún monumento magnífico señaló su lugar de descanso. Su verdadera tumba, como vio Shakespeare, fueron los versos del poeta; su verdadero mausoleo, la permanencia del teatro. Así había ocurrido con otros cuya belleza había dado un nuevo impulso creador a su época. El cuerpo marfileño del esclavo bitinio se pudre en el cieno verde del Nilo, y está esparcido en los collados amarillos del Cerámico el polvo del joven ateniense; pero vive Antínoo en la escultura y Cármides en la filosofía.

III

Al cabo de tres semanas, decidí dirigir un firme ruego a Erskine de que hiciera justicia a la memoria de Cyril Graham y que diera al mundo su maravillosa interpretación de los Sonetos, la única interpretación que explicaba enteramente el problema. No conservo copia de mi carta, lamento decirlo, ni he podido echar mano del original; pero recuerdo que revisé todos los puntos y llené cuartillas con una reiteración apasionada de los argumentos y de las pruebas que me había sugerido mi estudio. Me parecía que no estaba tan sólo colocando a Cyril Graham en el lugar que le correspondía en la historia literaria, sino que estaba rescatando el honor de Shakespeare mismo del aburrido recuerdo de una vulgar intriga. Vertí en la carta todo mi entusiasmo, vertí en la carta toda mi fe.

De hecho, apenas la había enviado, cuando se produjo en mí una curiosa reacción. Me parecía como si hubiera entregado mi capacidad de creencia en la teoría Willie Hughes de los Sonetos, como si algo hubiera salido de mí, por decirlo de algún modo, y yo me hubiera quedado completamente indiferente a todo el asunto. ¿Qué había ocurrido? Es difícil de decir. Tal vez, al encontrar expresión perfecta para mi pasión, había agotado la pasión misma: las fuerzas emocionales, como las fuerzas de la vida física, tienen sus limitaciones positivas. Acaso el mero esfuerzo de convertir a alguien a una teoría implica alguna forma de renuncia a la fuerza de la creencia. Quizá estaba simplemente harto de toda la cuestión y, habiéndose consumido mi entusiasmo, se quedó mi razón a solas con su propio juicio desapasionado. Comoquiera que sucediera, el hecho es que indudablemente, y no puedo pretender explicarlo, Willie Hughes fue para mí de pronto un simple mito, un vano sueño, la fantasía juvenil de un muchacho que, como la mayoría de los espíritus ardientes, estaba más ansioso por convencer a los demás que por dejarse convencer él mismo.

Como había dicho a Erskine en mi carta cosas muy injustas y amargas, decidí ir a verle en seguida y disculparme ante él por mi comportamiento. Así, a la mañana siguiente me dirigí a Birdcage Walk, y encontré a Erskine sentado en su biblioteca, con el falso retrato de Willie Hughes delante de él.

 

— ¡Mi querido Erskine! —exclamé—, he venido a pedirte disculpas.

— ¿A pedirme disculpas? —dijo—. ¿Por qué?

—Por mi carta —repliqué.

—No tienes por qué lamentar nada de tu carta —dijo—. Al contrario, me has hecho el mayor favor que podías hacerme; me has demostrado que la teoría de Cyril Graham es perfectamente sólida.

— ¿No me estarás diciendo que crees en Willie Hughes? —exclamé.

— ¿Por qué no? —replicó—. Tú me has demostrado la cuestión. ¿Crees que no sé estimar el valor de la evidencia?

—Pero no hay ninguna evidencia en absoluto —gemí, desplomándome en un asiento—. Cuando te escribí, estaba bajo la influencia de un entusiasmo completamente iluso. Me había dejado conmover por la historia de la muerte de Cyril Graham, fascinar por su romántica teoría, cautivar por la maravilla y la novedad de toda la idea. Ahora veo que la teoría se basa en un engaño. La única evidencia de la existencia de Willie Hughes es este cuadro que tienes ante ti, y el retrato es una falsificación. No te dejes llevar por puro sentimiento en este asunto. Cualquiera que sea lo que tenga que decir la invención respecto a la teoría de Willie Hughes, la razón queda fuera de juego frente a ella.

—No te entiendo —dijo Erskine, mirándome con asombro—. ¡Cómo!, tú mismo me has convencido con tu carta de que Willie Hughes es una absoluta realidad. ¿Por qué has cambiado de opinión? ¿O es que todo lo que has estado diciéndome es simplemente una broma?

—No podría explicártelo —repliqué—, pero ahora me doy cuenta de que no hay nada que decir en favor de la interpretación de Cyril Graham. Los Sonetos están dirigidos a lord Pembroke. ¡Por amor del cielo!, no malgastes el tiempo en un intento insensato de descubrir a un joven actor isabelino que nunca existió y de hacer de un títere fantasma el centro del gran ciclo de los Sonetos de Shakespeare.

—Ya veo que no comprendes la teoría —replicó.

—Mi querido Erskine —exclamé—, ¿que no la entiendo? ¿Cómo?, si me da la sensación de que la he inventado yo. Ciertamente, mi carta te demuestra que no sólo me metí en todo el asunto, sino que presenté toda clase de pruebas. El único fallo de la teoría es que da por supuesta la existencia de la persona cuya existencia es el tema de la argumentación. Si admitimos que hubo en la compañía de Shakespeare un joven actor con el nombre de Willie Hughes, no es difícil hacer de él el objeto de los Sonetos; pero como sabemos que no hubo ningún actor con ese nombre en la compañía del teatro del Globo, es vano llevar la investigación más adelante.

—Pero eso es exactamente lo que no sabemos —dijo Erskine—. Es muy cierto que su nombre no figura en la lista que se da en la primera edición infolio; pero, como Cyril señaló, eso es una prueba más bien a favor de la existencia de Willie Hughes que en contra suya, si recordamos su traicionera deserción de Shakespeare por un dramaturgo rival.

Discutimos la cuestión durante horas, pero nada que pudiera decir yo hizo que Erskine quebrantara su fe en la interpretación de Cyril Graham. Me dijo que tenía la intención de dedicar su vida a probar la teoría, y que estaba decidido a hacer justicia a la memoria de Cyril Graham. Yo le supliqué, me reí de él, le rogué, pero fue inútil. Finalmente, nos separamos, no exactamente enfadados, pero ciertamente con una sombra entre nosotros. Él me tuvo por superficial, yo le tuve por iluso. Cuando le volví a visitar, su criado me dijo que se había marchado a Alemania.

Dos años después, al entrar yo en mi club, me entregó el conserje una carta con sello extranjero. Era de Erskine, y estaba escrita en el Hotel d’Angleterre de Cannes. Cuando la hube leído me llené de horror, aunque no me terminaba de creer que estuviera tan loco como para llevar a cabo su resolución. En esencia, la carta decía que había tratado por todos los medios de comprobar la teoría de Willie Hughes, y había fallado, y que, como Cyril Graham había dado la vida por esta teoría, él mismo había decidido dar la vida también por la misma causa. El final de la carta era el siguiente: «Todavía creo en Willie Hughes, y para cuando recibas esta carta habré muerto por mi propia mano en aras de Willie Hughes: por él, y por Cyril Graham, a quien llevé a la muerte por mi frívolo escepticismo y mi ignorante falta de fe. La verdad te fue revelada una vez, y tú la rechazaste; ahora vuelve a ti teñida con la sangre de dos vidas, ¡no le des la espalda!».

Fueron unos momentos horribles. Me sentí enfermo de tristeza, y a pesar de todo no podía creerlo. Morir por las propias creencias teológicas es el peor uso que puede hacer un hombre de su vida, pero ¡morir por una teoría literaria! Parecía imposible.

Miré la fecha; la carta había sido escrita hacía una semana. Algún desdichado azar había impedido que fuera yo al club durante varios días, pues de otro modo puede que la hubiera recibido a tiempo de salvarle. Tal vez no fuera demasiado tarde. Me dirigí a casa, hice el equipaje, y partí de la estación de Charing Cross en el expreso de la noche. El viaje fue inaguantable; pensaba que nunca llegaría.

En cuanto llegué, me dirigí en coche al Hotel d’Angleterre. Me dijeron que Erskine había sido enterrado dos días antes en el cementerio de los ingleses. Había algo horrible, grotesco, en torno a toda la tragedia. Dije cosas frenéticas de todas clases, y la gente del vestíbulo me miraba con curiosidad.

De pronto, atravesó el vestíbulo lady Erskine, de luto riguroso. Cuando me vio, se acercó a mí, musitó algo sobre su pobre hijo y se deshizo en lágrimas. Yo la llevé a su salón. Allí la esperaba un señor mayor: era el médico inglés.

Hablamos mucho de Erskine, pero yo no dije nada sobre su motivo para suicidarse. Era evidente que no le había dicho nada a su madre sobre la razón que le había llevado a un acto tan funesto, tan demencial. Finalmente, lady Erskine se levantó y dijo:

—George te ha dejado algo como recuerdo, es una cosa que tenía en gran estima. Te lo iré a buscar.

Apenas hubo salido de la habitación, me volví al médico y dije:

— ¡Qué golpe tan terrible debe haber sido para lady Erskine! Me admira que lo lleve así de bien.

— ¡Oh!, sabía desde hacía meses que esto tenía que ocurrir —respondió.

— ¿Que lo sabía desde hacía meses? —exclamé—. ¿Pero por qué no se lo impidió? ¿Por qué no hizo que le vigilaran? ¡Debía de estar loco!

El médico me miró de hito en hito.

—No sé lo que quiere usted decir —dijo.

—Bueno —exclamé—, si una madre sabe que su hijo se va a suicidar…

— ¡Suicidar! —respondió—. El pobre Erskine no se suicidó; murió de tuberculosis. Vino aquí a morir. Desde el momento en que le vi supe que no había ninguna esperanza; tenía un pulmón casi deshecho, y el otro estaba muy afectado. Tres días antes de morir me preguntó si había alguna esperanza. Le dije con toda franqueza que no había ninguna, y que sólo le quedaban unos días de vida. Escribió algunas cartas, y tuvo la mayor resignación, conservando el conocimiento hasta el final.

En ese momento entró lady Erskine con el fatal retrato de Willie Hughes en la mano.

—Cuando George se estaba muriendo me pidió que te diera esto —dijo.

Al cogérselo, rodaron sus lágrimas sobre mi mano.

El cuadro está ahora colgado en mi biblioteca, donde es muy admirado por aquellos de mis amigos que tienen gustos artísticos. Han decidido que no es un Clouet, sino un Ouvry. Yo nunca me he preocupado de contarles su verdadera historia; pero a veces, cuando lo miro, pienso que hay realmente mucho que decir a favor de la teoría de Willie Hughes de los Sonetos de Shakespeare.

POEMAS EN PROSA

EL ARTISTA

Una tarde, le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del Placer que se posa un instante. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues sólo en bronce podía concebir su obra.

Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce sólo de la imagen del Dolor que dura para siempre.

Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la vida y había muerto había puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta imagen.

Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran horno y se la entregó al fuego.

Y con el bronce de la imagen del Dolor que dura para siempre esculpió una imagen del Placer que se posa un instante.

EL BIENHECHOR

Era de noche y Él estaba solo.

Y vio a lo lejos los muros de una ciudad amurallada y se encaminó a la ciudad.

Y cuando estuvo cerca oyó los pasos de los pies de la alegría dentro de la ciudad, y la risa de la boca del gozo y los fuertes sones de numerosos laúdes. Y llamó golpeando a la puerta y le abrieron algunos de los guardianes.

Y se quedó contemplando una casa de mármol con hermosos pilares de mármol en la fachada. De los pilares pendían guirnaldas, y había antorchas de cedro dentro y fuera. Y entró en la casa.

Y cuando hubo atravesado la sala de calcedonia y la sala de jaspe, y hubo llegado a la larga sala del festín, vio a un hombre reclinado en un lecho de púrpura marina; tenía los cabellos coronados de rosas rojas y los labios rojos de vino.

Y Él se acercó por detrás y le tocó en el hombro y le dijo:

— ¿Por qué llevas esta vida?

Y el joven se volvió y le reconoció, y respondiendo le dijo:

—Era leproso y me curaste. ¿De qué otro modo había de vivir?

Y Él salió de la casa de nuevo a la calle.

Y, transcurrido un rato, vio a una mujer con la cara pintada y el vestido de colores llamativos y con perlas calzándole los pies. E iba tras ella, a pasos lentos como un cazador, un joven cubierto con un manto de dos colores. El rostro de la mujer parecía el rostro hermoso de un ídolo, y los ojos del joven brillaban de lujuria.

Y Él les siguió deprisa y le tocó al joven en la mano y le dijo:

— ¿Por qué miras a esta mujer y de ese modo?

Y el joven se volvió y le reconoció y dijo:

—Era ciego y me diste la vista. ¿Qué otra cosa había de mirar?

Y Él se adelantó corriendo y tocó la ropa de color llamativo de la mujer y le dijo:

— ¿No hay otra senda en que andar más que la senda del pecado?

Y la mujer se volvió y le reconoció, y riéndose dijo:

—Tú me perdonaste los pecados y el camino que sigo es agradable.

Y Él salió de la ciudad.

Y cuando hubo salido de la ciudad, vio a un joven que lloraba sentado al borde del camino.

Y se acercó a él y le tocó los largos bucles del cabello y le dijo:

— ¿Por qué lloras?

Y alzó el joven la mirada y le reconoció y respondió:

—Estaba muerto y me resucitaste de entre los muertos. ¿Qué otra cosa iba a hacer más que llorar?

EL DISCÍPULO

Cuando murió Narciso, el remanso de su placer se trocó de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron llorando a través de los bosques las ninfas de las montañas, las oréades, para consolar al remanso con su canto.

Y cuando vieron que el remanso se había trocado de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, soltaron las verdes trenzas de sus cabellos y gritando al remanso le dijeron:

—No nos sorprende que hagas un duelo tal por Narciso, tan hermoso como era.

— ¿Era hermoso Narciso? —dijo el remanso.

— ¿Quién había de saberlo mejor que tú? —respondieron las ninfas—. A nosotras siempre nos desdeñaba, pero a ti te cortejaba, y solía recostarse en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba gustoso su belleza.

Y el remanso respondió:

—Pero yo amaba a Narciso porque, cuando recostado en mis orillas se inclinaba a mirarme, en el espejo de sus ojos veía mi propia belleza reflejada.

EL MAESTRO

Cuando cayeron las tinieblas sobre la tierra, José de Arimatea, habiendo encendido una antorcha de madera de pino, bajó al valle desde el altozano, pues tenía quehaceres en su casa.

Y vio a un joven desnudo que lloraba, arrodillado sobre las duras piedras del Valle de la Desolación. Tenía los cabellos de color de miel, y su cuerpo era como una flor blanca, pero había herido su cuerpo con espinas y sobre sus cabellos había puesto ceniza, a guisa de corona.

 

Y el que era dueño de grandes posesiones dijo al joven que estaba desnudo y lloraba:

—No me asombra que sea tan grande tu aflicción, pues en verdad él era un hombre justo.

Y el joven respondió:

—No lloro por él, sino por mí. También yo he convertido el agua en vino, y he curado a los leprosos y dado vista a los ciegos. Yo he caminado sobre las aguas y he arrojado a los demonios de los que habitan en las tumbas. Yo he dado de comer a los hambrientos en el desierto en que no había alimento alguno, y he hecho salir a los muertos de sus angostas moradas, y, por mandato mío, en presencia de una gran multitud, se secó una higuera que no daba fruto. Todas las cosas que hizo ese hombre las he hecho yo también. Y, no obstante, a mí no me han crucificado.

LA SALA DEL JUICIO

Y hubo un silencio en la Sala del Juicio, y el hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el Libro de la vida del hombre.

Y dijo Dios al hombre:

—Tu vida ha sido perversa, y has dado pruebas de crueldad con los que necesitaban socorro, y con los que precisaban ayuda has sido implacable y duro de corazón. Recurrieron a ti los pobres y no los escuchaste, y cerraste los oídos al grito de mis afligidos. Te apropiaste de la herencia de los huérfanos, y azuzaste a las zorras para que entraran en la viña de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo echaste a los perros, y a mis leprosos que vivían en paz alabándome en las tierras pantanosas, les obligaste a salir a los caminos, y sobre la tierra mía, de la que te formé, derramaste sangre inocente.

Y respondió el hombre y dijo:

—En efecto, lo hice.

Y de nuevo abrió Dios el Libro de la vida del hombre.

Y dijo Dios al hombre:

—Perversa ha sido tu vida; buscaste ansiosamente la belleza que he revelado y desdeñaste el bien que dejé oculto. Las paredes de tu aposento estaban pintadas con imágenes, y del lecho de tus abominaciones te levantabas al son de flautas. Erigiste siete altares a los pecados que he soportado, y comiste manjares prohibidos, y la púrpura de tu ropa llevaba bordadas las tres marcas de la vergüenza. Tus ídolos no eran de oro ni de plata que perduran, sino de carne que perece. Impregnaste sus cabellos de perfumes y pusiste granadas en sus manos. Les teñiste los pies con azafrán y extendiste alfombras a su paso. Con antimonio pintaste sus párpados y ungiste su cuerpo con mirra. Te prosternaste ante ellos, y fueron ensalzados los tronos de tus ídolos hasta el sol. Mostraste al sol tu vergüenza y a la luna tu locura.

Y respondió el hombre y dijo:

—En efecto, lo hice.

Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la vida del hombre.

Y dijo Dios al hombre:

—Perversa ha sido tu vida, y pagaste con el mal el bien, y con agravio la bondad. Las manos que te alimentaron las heriste, y despreciaste los pechos que te amamantaron. Quien vino a ti con agua se marchó sediento, y a los proscritos que te ocultaron en sus tiendas por la noche los traicionaste antes de que llegara el alba. Al enemigo que te perdonó la vida le hiciste caer en una emboscada, y al amigo que caminó contigo le vendiste por una recompensa, y a quienes te ofrecieron amor les diste lujuria a cambio.

Y respondió el hombre y dijo:

—En efecto, lo hice.

Y cerró Dios el Libro de la vida del hombre, y dijo:

—En verdad, te enviaré al infierno. Al infierno te enviaré.

Y el hombre exclamó:

—No puedes.

Y dijo Dios al hombre:

— ¿Por qué no puedo mandarte al infierno y por qué razón?

—Porque en el infierno he vivido yo siempre —respondió el hombre.

Y hubo un silencio en la Sala del Juicio.

Y, después de una pausa, habló Dios y dijo al hombre:

—Dado que no puedo mandarte al infierno, te enviaré al cielo. Al cielo te enviaré.

Y exclamó el hombre:

—No puedes.

Y dijo Dios al hombre:

— ¿Por qué no puedo enviarte al cielo y por qué razón?

—Porque nunca ni en ningún lugar he sido capaz de imaginarlo —respondió el hombre.

Y se hizo el silencio en la Sala del Juicio.

EL MAESTRO DE LA SABIDURÍA

Desde su niñez había sido como es quien está lleno del perfecto conocimiento de Dios, y cuando no era todavía más que un adolescente, muchos de entre los santos, lo mismo que algunas santas mujeres que habitaban en la ciudad libre donde él nació, se habían quedado asombrados por la grave sabiduría de sus respuestas.

Y cuando sus padres le hubieron entregado la túnica y el anillo de la edad viril, les besó y se separó de ellos, y se fue por el mundo, para hablar al mundo de Dios. Pues había muchos en el mundo en aquel tiempo que no conocían a Dios o tenían de él no más que un conocimiento incompleto o adoraban a los falsos dioses que moran en las arboledas y no se cuidan de sus adoradores.

Y dirigió su rostro hacia el sol y emprendió su camino, andando sin sandalias, como había visto caminar a los santos, y llevando al cinto una bolsa de cuero y una pequeña redoma de barro cocido para el agua.

Y yendo a lo largo del camino se sentía lleno del gozo que procede del perfecto conocimiento de Dios, y cantaba sin cesar alabanzas a Dios. Y después de algún tiempo llegó a una tierra extraña en la que había muchas ciudades.

Y atravesó once ciudades. Y algunas de estas ciudades se hallaban en los valles, y otras estaban en las orillas de grandes ríos, y otras estaban erigidas sobre colinas. Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió, y le seguía también una gran multitud de gente de cada ciudad, y el conocimiento de Dios se esparció por toda la comarca, y muchos de los dirigentes se convirtieron, y los sacerdotes de los templos que albergaban a ídolos se dieron cuenta de que habían desaparecido la mitad de sus ganancias, y de que cuando batían sus tambores a mediodía, nadie, o tan sólo unos cuantos, venían con pavos reales o con ofrendas de carne, como había sido costumbre en aquella tierra antes de su llegada.

Sin embargo, cuanto más le seguía la gente y mayor era el número de sus discípulos, tanto mayor se volvía su tristeza. Y él no sabía por qué su aflicción era tan grande, pues hablaba siempre de Dios, e inspirado por la plenitud del conocimiento perfecto de Dios que Dios mismo le había dado.

Y, una tarde, salió de la undécima ciudad, que era una ciudad de Armenia, y sus discípulos y una gran multitud de gente iban tras él; y subió a una montaña y se sentó en una roca que había en la montaña, y sus discípulos, de pie, le rodearon, y la multitud se arrodilló en el valle.

Y él inclinó la cabeza, la ocultó entre las manos y lloró, y dijo a su alma:

— ¿Por qué estoy lleno de tristeza y de temor, y es cada uno de mis discípulos como un enemigo que anda a plena luz del día?

Y su alma respondiéndole le dijo:

—Dios te llenó del conocimiento perfecto de sí mismo, y tú has entregado ese conocimiento a los demás. La perla de gran precio la has dividido, y la túnica inconsútil la has rasgado en dos pedazos. El que entrega la sabiduría se roba a sí mismo; es como quien da su tesoro a un ladrón. ¿No es Dios más sabio de lo que eres tú? ¿Quién eres tú para desvelar el secreto que Dios te ha confiado? En un tiempo fui rica, y tú me has empobrecido. En un tiempo vi a Dios, y tú me lo has ocultado.

Y lloró de nuevo, pues sabía que su alma le decía la verdad, y que había dado a otros el conocimiento perfecto de Dios, y que era ahora como alguien que se agarra a la túnica de Dios, y que su fe le estaba abandonando a razón del número de los que creían en él.

Y se dijo a sí mismo:

—No hablaré más de Dios. Quien entrega la sabiduría se roba a sí mismo.

Y algunas horas después, sus discípulos se acercaron a él y se prosternaron y dijeron: