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100 Clásicos de la Literatura

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—Virginia, una esposa no debiera tener secretos para su esposo.



— ¡Querido Cecil! No tengo secretos para ti.



—Sí los tienes —respondió él sonriendo—, nunca me has contado qué te ocurrió cuando te encerraste con el fantasma.



—Nunca se lo he contado a nadie, Cecil —dijo Virginia gravemente.



—Ya lo sé, pero podías decírmelo a mí.



—Por favor, no me lo preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simon! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, realmente se lo debo. Me hizo ver lo que es la vida y cuál es el significado de la muerte, y por qué el amor es más fuerte que las dos.



El duque se puso en pie y besó a su mujer amorosamente.



—Puedes mantener tu secreto en tanto que yo posea tu corazón —musitó.



—Siempre lo has tenido, Cecil.



—Y se lo contarás a nuestros hijos algún día, ¿no es así?



Virginia se ruborizó.





EL MILLONARIO MODELO



UNA NOTA DE ADMIRACIÓN





A menos que se sea rico, no sirve de nada ser una persona encantadora. Lo romántico es privilegio de los ricos, no profesión de los desempleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más tener una renta permanente que ser fascinante. Éstas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie!



Intelectualmente, hemos de admitir, no era muy notable. Nunca dijo en su vida una cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres, y tenía todas las cualidades, menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de caballería y una Historia de la guerra peninsular, en quince volúmenes. Hughie colgó aquélla sobre el espejo, puso ésta en un estante entre la Guía de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las doscientas libras al año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo. Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué iba a hacer una mariposa entre toros y osos? Había sido comerciante de té algo más de tiempo, pero pronto se había cansado del té chino negro fuerte y del negro ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil perfecto y sin ninguna profesión.



Para colmo de males, estaba enamorado. La muchacha que amaba era Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido el humor y la digestión en la India, y que no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la otra.



Laura le adoraba, y él hubiera besado los cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un penique entre los dos. Al coronel le parecía muy bien Hughie, pero no quería oír hablar de noviazgo.



—Muchacho —solía decirle—, ven a verme cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos. Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y tenía que ir a Laura en busca de consuelo.



Una mañana, cuando se dirigía a Holland Park, donde vivían los Merton, entró a ver a un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era pintor. En verdad, poca gente escapa de eso hoy día; pero éste era artista, además, y los artistas son bastante escasos. Como persona era un individuo extraño y rudo, con una cara llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado mucho; en un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su encanto personal.



—Un pintor —solía decir— debiera conocer únicamente a las personas que son tontas y hermosas, a las personas que son un placer artístico cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas. Los hombres elegantes y las mujeres amadas gobiernan al mundo, al menos debieran gobernarlo.



No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante optimismo y su generosa naturaleza atolondrada, y le dio entrada libre en su estudio.



Cuando llegó Hughie aquel día encontró a Trevor dando los últimos toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El mendigo mismo estaba posando en pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los hombros le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y harapienta; sus gruesas botas estaban remendadas y con parches, y con una mano se apoyaba en un áspero bastón, mientras que con la otra sostenía su maltrecho sombrero, pidiendo limosna.



— ¡Qué modelo tan asombroso! —susurró Hughie al estrechar la mano a su amigo.



— ¿Un modelo asombroso? —gritó Trevor a plena voz—, ¡eso creo yo! No se encuentran todos los días mendigos como él. Une trouvaille, mon cher; ¡un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho Rembrandt con él!



— ¡Pobre viejo! —dijo Hughie—, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo que para vosotros, los pintores, su cara vale una fortuna.



—Ciertamente —replicó Trevor—, no querrás que un mendigo parezca feliz, ¿verdad?



— ¿Cuánto cobra un modelo por posar? —preguntó Hughie, mientras encontraba cómodo asiento en un diván.



Un chelín por hora.



— ¿Y cuánto cobras tú por el cuadro, Alan?



— ¡Oh, por éste cobro dos mil!



— ¿Libras?



—Guineas. Los pintores, los poetas y los médicos siempre cobramos en guineas.



—Bueno, yo creo que el modelo debiera llevar un tanto por ciento —exclamó Hughie riendo—; trabaja, tanto como vosotros.



— ¡Tonterías, tonterías!; ¡mira, aunque sólo sea la molestia de extender la pintura, y el estar de pie todo el santo día delante del caballete! Para ti es muy fácil hablar, Hughie, pero te aseguro que hay momentos en que el arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estate callado.



Al cabo de un rato entró el sirviente y dijo a Trevor que el hombre que le hacía los marcos quería hablar con él.



—No te vayas corriendo, Hughie —dijo al salir—; volveré dentro de un momento.



El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para descansar unos instantes en un banco de madera que había detrás de él. Parecía tan desamparado y tan desdichado que Hughie no pudo por menos de compadecerse de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una libra de oro y algunas monedas de cobre.



«¡Pobre viejo! —pensó en su interior—, lo necesita más que yo; pero esto supone que no podré tomar un simón en dos semanas».



Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de oro en la mano del mendigo.



El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa revoloteó en sus labios marchitos.



—Gracias, señor —dijo—, gracias.



Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por lo que había hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora reprimenda por su extravagancia, y tuvo que volver a casa andando.



Aquella noche entró en el Palette Club hacia las once, y encontró a Trevor sentado solo en el salón de fumadores bebiendo vino del Rin con agua de seltz.



—Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro? —dijo, mientras encendía su cigarrillo.



—Está terminado y enmarcado, muchacho —contestó Trevor—; y a propósito, has hecho una conquista. El viejo modelo que viste te tiene verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerca de ti: quién eres, dónde vives, de qué ingresos dispones, qué perspectivas de futuro tienes…



—Querido Alan —exclamó Hughie—, probablemente le encontraré esperándome cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás sólo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de ropa vieja en casa; ¿crees que le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos se le estaban cayendo a pedazos!



—Pero tiene un aspecto espléndido con ellos —dijo Trevor—. No le pintaría con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo atuendo romántico; lo que a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.



—Alan —dijo Hughie gravemente—, vosotros los pintores sois gente sin corazón.



—El corazón de un artista es su cabeza —replicó Trevor—; y, además, nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos, no reformarlo de acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier. Y ahora, dime, cómo está Laura. El viejo modelo se interesó mucho por ella.



— ¿No querrás decir que le hablaste de ella? —dijo Hughie.



—Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la bella Laura y las diez mil libras.



— ¿Contaste al viejo mendigo todos mis asuntos privados? —exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose mucho.



—Mi querido muchacho —dijo Trevor, sonriendo—, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar mañana todo Londres sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro, y cuando quiera puede impedir que Rusia entre en una guerra.



— ¿Qué demonios quieres decir? —exclamó Hughie.



—Lo que digo —respondió Trevor—. El viejo que viste hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis cuadros y todas esas cosas, y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulezvous? La fantaisie d’un millionnaire! Y he de reconocer que hacía una magnífica figura con sus harapos, o quizá debiera decir con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en España.

 



— ¡El barón Hausberg! —exclamó Hughie—. ¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra!



Y se desplomó en un sillón, pareciendo la imagen de la consternación.



— ¿Que le diste una libra? —gritó Trevor, lanzando una carcajada—. Mi querido muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c’est l’argent des autres.



—Creo que bien podías habérmelo dicho, Alan —dijo Hughie malhumorado—, y no haberme dejado que hiciera el ridículo.



—Bueno, para empezar, Hughie —dijo Trevor—, nunca se me hubiera ocurrido que fueras por ahí repartiendo limosnas de ese modo tan atolondrado. Puedo entender que des un beso a una modelo guapa, pero que des una moneda de oro a un modelo feo, ¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en realidad yo no estaba en casa para nadie, y cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg le gustaría que se mencionara su nombre. Ya sabes que no estaba vestido de etiqueta.



— ¡Qué imbécil debe creer que soy! —dijo Hughie.



—Nada de eso. Estaba del mejor humor después de que te fuiste; no hacía más que reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas. Yo no podía explicarme por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia estupenda para contar después de la cena.



—Soy un pobre diablo sin suerte —refunfuñó Hughie—. Lo mejor que puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row.



— ¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta reputación de espíritu filantrópico, Hughie. Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y puedes hablar de Laura tanto como quieras.



Sin embargo, Hughie no quiso quedarse allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Trevor con un ataque de risa.



A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le llevó una tarjeta en la que estaba escrito: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le baron Hausberg».



—Supongo que habrá venido a pedir que me disculpe —se dijo Hughie.



Y ordenó al criado que hiciera pasar al visitante.



Entró en la habitación un señor anciano con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un ligero acento francés:



— ¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?



Hughie asintió con la cabeza.



—Vengo de parte del barón Hausberg —continuó—. El barón…



—Le ruego, señor, que le ofrezca mis más sinceras excusas —balbuceó Hughie.



—El barón —dijo el anciano con una sonrisa— me ha encargado que le traiga esta carta.



Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente: «Un regalo de boda para Hugh Erskine y Laura Merton, de un viejo mendigo». Y dentro había un cheque por diez mil libras.



Cuando se casaron, Alan Trevor fue el padrino, y el barón pronunció un discurso en el desayuno de bodas.



—Los modelos millonarios —observó Alan— son bastante raros, pero ¡por Júpiter!, los millonarios modelo son más raros todavía.





EL RETRATO DE MISTER W. H.





I



Había estado yo cenando con Erskine en su pequeña y bonita casa de Birdcage Walk, y estábamos sentados en la biblioteca saboreando nuestro café y nuestros cigarrillos, cuando salió a relucir casualmente en la conversación la cuestión de las falsificaciones literarias. No recuerdo ahora cómo fuimos a dar con ese tema tan curioso, cómo surgió en aquel entonces, pero sé que tuvimos una larga discusión sobre MacPherson, Ireland y Chatterton, y que respecto al último yo insistía en que las supuestas falsificaciones eran meramente el resultado de un deseo artístico de una representación perfecta; que no teníamos ningún derecho a querellarnos con ningún artista por las condiciones bajo las cuales elige presentar su obra y que siendo el arte hasta cierto punto un modo de actuación, un intento de poder realizar la propia personalidad en un plano imaginario, fuera del alcance de los accidentes y limitaciones de la vida real con todas sus trabas, censurar a un artista por una falsificación era confundir un problema ético con uno estético.



Erskine, que era mucho mayor que yo, y había estado escuchándome con la deferencia divertida de un hombre de cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo:



— ¿Qué dirías de un joven que tuviera una teoría extraña sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y cometiera una falsificación a fin de demostrarla?



— ¡Ah!, eso es un asunto completamente diferente —contesté.



Erskine permaneció en silencio unos instantes, mirando las tenues volutas grises de humo que ascendían de su cigarrillo.



—Sí —dijo, después de una pausa—, completamente diferente.



Había algo en su tono de voz, un ligero toque de amargura quizá, que excitó mi curiosidad.



— ¿Has conocido alguna vez a alguien que hubiera hecho eso? —le pregunté.



—Sí —respondió, arrojando su cigarrillo al fuego—, un gran amigo mío, Cyril Graham. Era absolutamente fascinante, y muy necio y muy cruel. Sin embargo, me dejó el único legado que he recibido en mi vida.



— ¿Qué era? —exclamé.



Erskine se levantó de su asiento, y yendo a un alto armario de taracea que estaba entre las dos ventanas, lo abrió, y volvió adonde yo estaba sentado, sosteniendo en la mano una pequeña pintura en tabla, montada en un viejo marco isabelino bastante deslustrado.



Era un retrato de cuerpo entero de un joven vestido con un traje de finales del siglo XVI, en pie junto a una mesa, con la mano derecha descansando en un libro abierto. Parecía de unos diecisiete años y era de una belleza absolutamente extraordinaria, aunque evidentemente algo afeminada. En verdad, de no haber sido por la ropa y por el cabello, cortado muy corto, se hubiera dicho que aquel rostro, con sus melancólicos ojos soñadores y sus delicados labios escarlata, era el rostro de una muchacha. En el estilo, y especialmente en el tratamiento de las manos, el retrato recordaba una de las obras tardías de François Clouet. El jubón de terciopelo negro, con sus adornos fantásticamente dorados, y el fondo azul pavo real que le realzaba tan gratamente y le prestaba un valor cromático tan luminoso, eran completamente del estilo de Clouet; y las dos máscaras de la tragedia y de la comedia, colgadas bastante ceremoniosamente en el pedestal de mármol, tenían ese toque de inflexible severidad —tan diferente de la gracia ligera de los italianos— que ni siquiera en la corte de Francia perdió nunca el gran maestro flamenco, y que en sí misma ha sido siempre una característica del temperamento nórdico.



— ¡Es encantador! —exclamé—. ¿Pero quién es este joven sorprendente, cuya belleza ha preservado para nosotros tan felizmente el arte?



—Es el retrato de míster W. H. —dijo Erskine con una triste sonrisa.



Puede que fuera un efecto casual de la luz, pero me pareció que le brillaban los ojos de lágrimas.



— ¡Míster W. H.! —exclamé—; ¿y quién era míster W. H.?



— ¿No te acuerdas? —contestó—; mira el libro sobre el que descansa su mano.



—Veo que hay algo escrito en él, pero no puedo descifrarlo —repliqué.



—Toma esta lupa e inténtalo —dijo Erskine, con la misma sonrisa triste jugueteándole todavía en torno a su boca.



Cogí la lupa y, acercando un poco la lámpara, empecé a deletrear la apretada escritura del siglo XVI: «Al único progenitor de los sonetos que aquí se publican».



— ¡Cielo santo! —exclamé—, ¿es éste el míster W. H. de Shakespeare?



—Eso es lo que solía decir Cyril Graham —musitó Erskine.



—Pero no se parece en nada a lord Pembroke —respondí yo—. Conozco muy bien los retratos de Penshurst. Me alojé muy cerca de allí hace unas semanas.



— ¿Crees de verdad que los Sonetos están dirigidos a lord Pembroke? —preguntó.



—Estoy seguro de ello —repliqué—. Pembroke, Shakespeare y mistress Mary Fitton son los tres personajes de los Sonetos; no cabe duda alguna respecto a eso.



—Bien, yo estoy de acuerdo contigo —dijo Erskine—, pero no siempre he pensado así. Hubo un tiempo en que creía, bueno, supongo que creía, en Cyril Graham y en su teoría.



— ¿Y qué teoría es esa? —pregunté, mirando el admirable retrato, que ya había comenzado a ejercer una extraña fascinación sobre mí.



—Es una larga historia —dijo Erskine, quitándome el retrato con bastante brusquedad, pensé entonces—; una historia muy larga; pero si tienes interés en oírla te la contaré.



—Me encantan las teorías sobre los Sonetos de Shakespeare —exclamé—; pero no creo probable que vaya a aceptar ninguna idea nueva sobre ellos. El asunto ha dejado de ser un misterio para nadie. Ciertamente, me pregunto si ha sido un misterio alguna vez.



—Como yo no creo en la teoría, no es probable que te convierta a ella —dijo Erskine, riendo—; pero puede que te interese.



—Cuéntamelo, desde luego —respondí—. Con tal de que sea la mitad de deliciosa que el cuadro me daré por más que satisfecho.



—Pues bien —dijo Erskine, encendiendo un cigarrillo—, debo empezar por hablarte del propio Cyril Graham: «Él y yo vivíamos en el mismo edificio en Eton. Yo era un año o dos mayor que él, pero éramos grandes amigos, y juntos hacíamos todo el trabajo y juntos jugábamos. Había, por supuesto, mucho más juego que trabajo, pero no puedo decir que lo lamente; siempre es una ventaja no haber recibido una sólida educación comercial, y lo que yo aprendí en los campos de deporte de Eton me ha sido tan útil como lo que me enseñaron en Cambridge. He de decirte que habían muerto los padres de Cyril, los dos; se habían ahogado en un terrible accidente de yate frente a las costas de la isla de Wight. Su padre había pertenecido al cuerpo diplomático, y se había casado con una hija —la única hija, en realidad— del anciano lord Crediton, que se convirtió en tutor de Cyril a la muerte de sus padres. No creo que lord Crediton se preocupara mucho de Cyril. Realmente, nunca había perdonado a su hija que se casara con un hombre sin título nobiliario. Él era un viejo aristócrata extraordinario, que juraba como un vendedor ambulante y tenía los modales de un granjero. Recuerdo haberle visto un día de apertura del Parlamento. Me gruñó, me dio una libra de oro y me dijo que no me convirtiera en un “condenado radical” como mi padre. Cyril le tenía muy poco cariño, y se alegraba mucho de pasar la mayor parte de sus vacaciones con nosotros en Escocia. En verdad, nunca se llevaron bien: Cyril pensaba que su abuelo era un oso, y él creía que Cyril era afeminado.



Era afeminado, supongo yo, en algunos aspectos, aunque era muy buen jinete y magnífico en esgrima; de hecho, consiguió en esto los primeros premios antes de dejar Eton. Pero tenía ademanes muy lánguidos, estaba no poco orgulloso de ser bien parecido y ponía fuertes objeciones al fútbol. Las dos cosas que le daban verdadero placer eran la poesía y el actuar en representaciones teatrales. En Eton siempre estaban disfrazándose y recitando a Shakespeare, y cuando fuimos a Trinity, en la Universidad de Cambridge, se hizo miembro del grupo de teatro en el primer trimestre. Recuerdo que yo estaba siempre muy celoso de sus representaciones. Le tenía una devoción absurda; supongo que por lo diferentes que éramos en algunas cosas. Yo era un muchacho desmañado y enclenque, de pies enormes y horriblemente pecoso. Las pecas se propagan en las familias escocesas lo mismo que la gota en las familias inglesas; Cyril solía decir que entre las dos prefería la gota; pero es que siempre otorgaba un valor absurdamente alto a la apariencia personal, y una vez leyó una comunicación en nuestro círculo de retórica para demostrar que era mejor ser hermoso que ser bueno. Ciertamente, él tenía una belleza admirable. La gente a quien no le gustaba, personas hipócritas y tutores de la Universidad, y los jóvenes que se preparaban para clérigos, solían decir que era meramente guapo; pero había mucho más en su rostro que un mero atractivo. Creo que era la criatura más espléndida que he visto en mi vida, y nada podría sobrepasar la gracia de sus movimientos, el encanto de sus modales. Fascinaba a todo el mundo a quien valía la pena fascinar, y a muchísimos que no la valía. Frecuentemente era voluntarioso y petulante, y yo solía pensar que era terriblemente poco sincero. Creo que se debía principalmente a su desmesurado deseo de agradar. ¡Pobre Cyril! Le dije una vez que se contentaba con triunfos de poca monta, pero lo único que hizo fue reírse. Estaba horriblemente consentido. Toda la gente encantadora, me imagino, está consentida; ése es el secreto de su atractivo.

 



Pero he de hablarte de la clase de actuaciones teatrales de Cyril. Ya sabes que no se permite en las agrupaciones teatrales de accionados que actúen actrices; al menos no se permitía en mis tiempos, no sé lo que ocurre ahora. Pues bien, desde luego Cyril siempre figuraba en los papeles de muchachas, y cuando se representó Como gustéis hizo el papel de Rosalinda. Fue una maravillosa interpretación. De hecho, Cyril Graham ha sido la única Rosalinda perfecta que he visto en mi vida. Sería imposible describirte la belleza, la delicadeza, el refinamiento de toda la actuación. Causó una sensación inmensa, y el teatrillo horrible, como era entonces, se abarrotaba cada tarde. Incluso ahora, cuando leo la obra no puedo por menos de pensar en Cyril. Podía haber sido escrita para él. Al trimestre siguiente se graduó y vino a Londres a estudiar para entrar en el cuerpo diplomático. Pero nunca trabajó nada; se pasaba el día leyendo los Sonetos, de Shakespeare, y las tardes en el teatro. Estaba, por supuesto, loco por subir al escenario, pero lord Crediton y yo hicimos todo lo que pudimos para impedírselo. Acaso si hubiera sido actor estaría vivo ahora. Siempre es necio dar consejos, pero dar un buen consejo es absolutamente fatal. Espero que no caigas tú nunca en ese error; si lo haces, lo lamentarás.



Bueno, para ir al grano de la historia, un día recibí una carta de Cyril, pidiéndome que fuera a verle a su apartamento aquella tarde. Tenía un apartamento muy bonito en Piccadilly, con vistas a Green Park, y como yo solía ir a verle todos los días me sorprendió bastante que se tomara la molestia de escribirme. Fui, desde luego, y cuando llegué le encontré en un estado de gran excitación. Me dijo que al fin había descubierto el verdadero secreto de los Sonetos, de Shakespeare; que todos los eruditos y críticos habían estado en una dirección enteramente equivocada, y que él era el primero que, trabajando puramente por evidencia interna, había averiguado quién era realmente míster W. H. Estaba completamente loco de placer, y durante un largo rato no quiso decirme su teoría. Por fin, sacó un montón de notas, cogió su libro de los Sonetos de encima de la repisa de la chimenea, se sentó, y me dio una larga conferencia sobre todo el tema.



Empezó señalando que el joven a quien Shakespeare dirigió estos poemas extrañamente apasionados debió haber sigo alguien que fuera realmente un factor vital en el desarrollo de su arte dramático, y que esto no podía decirse ni de lord Pembroke ni de lord Southampton. A decir verdad, quienquiera que fuera no podía haber sido nadie de alta cuna, como se muestra claramente en el soneto XXV, en el que Shakespeare se pone a sí mismo en contraste con los que son “favoritos de los grandes príncipes”; dice en él con franqueza:



Aquellos que su estrella favorece



alardeen de títulos y honores,



que yo, a quien veda el sino triunfo tal,



no busqué el gozo en lo que más honré;



y termina el soneto congratulándose por la condición humilde del que tanto adoraba:



Feliz pues yo, que amé y soy amado



do puedo no mudar ni ser mudado.



Este soneto, declaró Cyril, sería completamente ininteligible si nos imagináramos que estuviera dirigido al conde de Pembroke o al de Southampton, que eran, los dos, hombres de la más alta posición en Inglaterra y con títulos suficientes para que se les llamara “grandes príncipes”. Y corroborando su punto de vista me leyó los sonetos CXXIV y CXXV, en los que Shakespeare nos dice que su amor no es “hijo del estado”, que “no sufre en pompa risueña”, sino que fue “formado lejos de accidente”.



Yo escuchaba con mucho interés, pues no creo que se hubiera sostenido ese punto de vista antes; pero lo que siguió era todavía más curioso, y me pareció entonces que descartaba enteramente a Pembroke. Sabemos por Meres que los Sonetos se habían escrito antes de 1598, y el soneto CIV nos informa que la amistad de Shakespeare por míster W. H. hacía tres años que existía. Ahora bien, lord Pembroke, que nació en 1580, no vino a Londres hasta que no tenía dieciocho años, es decir, hasta 1598, y la relación de Shakespeare con míster W. H. debía haber comenzado en 1594, o como muy tarde en 1595. De acuerdo con esto, Shakespeare no pudo conocer a lord Pembroke hasta después de haber escrito los Sonetos.



Cyril señaló también que el padre de Pembroke no murió hasta 1601; mientras que por el verso,



Tuviste un padre, dígalo tu hijo,



era evidente que el padre de míster W. H. no vivía en 1598. Además, era absurdo imaginar que cualquier editor de la época —y el prefacio es de mano del editor— se hubiera aventurado a dirigirse a William Herbert, conde de Pembroke, como míster W. H.; no siendo el caso de lord Buskhurst, de quien se hablaba como de míster Sackville, un caso realmente paralelo, ya que lord Buckhurst no era par del reino, sino meramente el hijo menor de un par, con un título de cortesía, y el pasaje del Parnaso de Inglaterra en que aparece así, no es una dedicatoria protocolaria y majestuosa, sino simplemente una alusión casual. Todo eso en lo referente a lord Pembroke, del que Cyril demolió fácilmente las supuestas pretensiones, mientras yo seguía sentado lleno de asombro. Con lord Southampton, Cyril tuvo menos dificultades aún. Southampton fue desde muy joven amante de Elizabeth Vernon, así que no necesitaba invitaciones al matrimonio; no era agraciado, ni se parecía a su madre, como era el caso de míster W. H.:



Eres espejo de tu madre, en ti



recobra ella de hermoso abril su flor;



y, sobre todo, su nombre de pila era Henry, mientras que los sonetos con juegos de palabras (CXXXV y CXLIII) muestran que el nombre del amigo de Shakespeare era el mismo que el suyo propio —Will.



En cuanto a las otras sugerencias de comentaristas desafortunados, de que míster W. H. es una errata y debiera haberse escrito míster W. S., significando míster William Shakespeare; o de que “míster W. H. all” debiera leerse “míster W. H. Hall”; o que míster W. H. es míster William Hathaway, y que debiera ponerse un punto después de “desea”, haciendo de míster W. H. el escritor y no el sujeto de la dedicatoria, Cyril lo descartó todo en breve tiempo; y no vale la pena mencionar ahora sus razones, aunque recuerdo que me hizo reír a carcajadas al leerme, me alegra decir que no en el original, algunos extractos de un comentarista alemán llamado Barnstorff, que insistía en que míster W. H. era nada menos que Shakespeare en persona —“míster William Himself”—. Ni quiso admitir por un solo momento que los Sonetos sean meras sátiras de la obra de Drayton y de John Davies de Hereford. Para él, a decir verdad, lo mismo que para mí, eran poemas de significado serio y trágico, forjados con la amargura del corazón de Shakespeare y endulzados con la miel de sus labios. Aún menos quiso admitir él que fueran meramente una alegoría filosófica, y que en ellos se dirija Shakespeare a su ego ideal, a la virilidad ideal, o al espíritu de la belleza, o a la razón, o al logos divino, o a la Iglesia católica. Él sentía, como verdaderamente creo yo que debemos sentir todos, que los Sonetos están dirigidos a un individuo, a un joven particular cuya personalidad parece haber llenado, por alguna razón, el alma de Shakespeare de alegría terrible y de no menos terrible desesperación.



Habiendo allanado el camino de este modo, me pidió Cyril que desechara de mi mente cualquier idea preconcebida que pudiera haberme formado sobre el tema, y que prestara oído, con honestidad y sin prejuicios, a su propia teoría. El problema que señalaba era el siguiente: ¿Quién era ese joven contemporáneo de Shakespeare a quien, sin ser de noble cuna y ni siquiera de noble naturaleza, se dirigía en términos de adoración tan apasionada que no podemos por menos de asombrarnos del extraño culto, y casi tememos dar la vuelta a la llave que abre el misterio del corazón del poeta? ¿Quién era aquel cuya