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100 Clásicos de la Literatura

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Presa de pánico, lo que bajo tales circunstancias era absolutamente natural, se precipitó en dirección a la escalera, pero encontró a Washington Otis que le esperaba allí con la gran jeringa de jardinería; y cercado así a ambos lados por sus enemigos y casi acorralado se desvaneció en la gran estufa de hierro, que, por ventura para él, no estaba encendida, y tuvo que volver a su aposento a través de tubos y de chimeneas, llegando en un estado terrible de suciedad, desorden y desesperación.

Después de esto no se le volvió a ver en ninguna expedición nocturna. Los gemelos estuvieron a su acecho en varias ocasiones, y cubrían los pasillos todas las noches con cáscaras de nuez, para gran fastidio de sus padres y de los sirvientes; pero fue inútil. Era del todo evidente que sus sentimientos estaban tan heridos que no quería aparecer. Así pues, míster Otis reanudó su trabajo sobre la historia del partido demócrata, en lo que se ocupaba desde hacía varios años; mistress Otis organizó un sorprendente festín de almejas al horno, que dejó asombrado a todo el condado; los muchachos se pusieron a su lacrosse, a su euchre, a su póquer y a los otros juegos nacionales americanos; y Virginia cabalgó por las veredas en su poni, acompañada por el joven duque de Cheshire, que había ido a pasar la última semana de sus vacaciones a Canterville Chase. Todos suponían que el fantasma se había ido y, de hecho, míster Otis escribió una carta a ese respecto a lord Canterville, quien, en respuesta, expresó su gran placer ante la noticia, y envió su más cordial enhorabuena a la digna esposa del ministro.

Los Otis, sin embargo, se habían engañado, pues el fantasma seguía estando en la casa, y aunque casi un inválido ahora, no estaba dispuesto en modo alguno a que las cosas quedaran como estaban, particularmente ya que se había enterado de que entre los invitados estaba el joven duque de Cheshire, cuyo tío abuelo, lord Francis Stilton, había apostado en una ocasión cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville, encontrándoselo a la mañana siguiente caído en el suelo de la sala de juego en un estado de parálisis tal que, aunque vivió hasta edad avanzada, no pudo volver a decir nunca nada más que «seis doble». La historia fue muy conocida en su época, si bien, naturalmente, por respeto a los sentimientos de las dos nobles familias se hicieron toda clase de intentos para silenciarla; y se puede encontrar una relación completa de todas las circunstancias relacionadas con el asunto en el tercer tomo del libro de lord Tattle Recuerdos del Príncipe Regente y de sus amigos. El fantasma estaba, pues, naturalmente muy deseoso de mostrar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con quienes, a decir verdad, estaba relacionado con parentesco lejano, habiéndose casado en segundas nupcias una prima carnal suya con el señor de Bulkeley, de quien, como todo el mundo sabe, descienden los duques de Cheshire por línea directa. Por consiguiente, hizo sus preparativos para aparecerse al pequeño enamorado de Virginia en su famosa caracterización del «Monje Vampiro, o el Benedictino sin sangre», una representación tan horrible que cuando la vio la anciana lady Startup, lo que ocurrió en una nochevieja fatal, en el año 1764, estalló en los gritos más agudos, lo que culminó en una violenta apoplejía, y murió a los tres días, después de desheredar a los Canterville, que eran sus parientes más cercanos, y dejar todo su dinero a su boticario londinense. Sin embargo, en el último minuto, su terror a los gemelos le impidió salir de su habitación, y el pequeño duque durmió en paz bajo el gran baldaquino de plumas en la alcoba real, y soñó con Virginia.

V

Unos días después, fueron a cabalgar Virginia y su caballero de pelo ensortijado a los prados de Brockley, y allí se rasgó ella tanto el vestido al atravesar un seto que, a su vuelta a casa, decidió subir por la escalera de atrás para que no la vieran. Cuando pasaba corriendo por la cámara de los tapices, cuya puerta estaba abierta, se imaginó que veía a alguien dentro, y pensando que era la doncella de su madre, que tenía la costumbre de llevar a veces su labor allí, se asomó para pedirle que le arreglara el vestido. Para inmensa sorpresa suya, sin embargo, era el fantasma de Canterville en persona. Estaba sentado junto a la ventana, contemplando cómo volaba por los aires el oro maltrecho de los árboles amarillentos y cómo danzaban alocadamente las hojas rojas por la larga avenida. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y toda su actitud era de extremo abatimiento. A decir verdad, parecía estar tan desalentado y en tan lamentable estado, que la pequeña Virginia, cuyo primer pensamiento había sido echar a correr y encerrarse en su habitación, se llenó de compasión y decidió intentar consolarle. Tan leve era el pisar de ella y tan profunda la melancolía de él, que no advirtió su presencia hasta que le habló.

— ¡Lo siento tanto por usted! —dijo ella—; pero mis hermanos van a volver a Eton mañana, y luego, si usted se porta bien, nadie le molestará.

—Es absurdo pedirme que me porte bien —respondió él, mirando en torno suyo asombrado a la linda muchachita que se había aventurado a dirigirle la palabra—, completamente absurdo. Yo tengo que sacudir mis cadenas y gemir a través del agujero de las cerraduras, y vagar por la noche, si es a eso a lo que os referís. Es mi única razón para existir.

—No es ninguna razón para existir, y usted sabe muy bien que ha sido muy malo. Mistress Umney nos contó, el primer día que llegamos aquí, que había matado usted a su mujer.

—Bien, lo admito enteramente —dijo el fantasma con petulancia—, pero fue un asunto puramente familiar y no concernía a nadie más.

—Está muy mal matar a alguien —dijo Virginia, que tomaba a veces una dulce gravedad puritana, heredada de algún viejo antepasado de Nueva Inglaterra.

— ¡Oh, aborrezco la fácil severidad de la ética abstracta! Mi esposa era muy vulgar, nunca me tenía las golas almidonadas como es debido, y no sabía nada del arte culinario. ¡Figuraos!, había un gamo que maté yo de un tiro en los bosques de Hogley, un magnífico ejemplar de dos años, ¿y sabéis cómo hizo que lo presentaran a la mesa…? Empero, eso no hace ahora al caso, pues todo concluyó; pero no creo que sea muy amable, en lo que a vuestros hermanos se refiere, hacerme morir de inanición, aunque yo la matara.

— ¿Hacerle morir de inanición? ¡Oh, señor fantasma!, quiero decir, sir Simon, ¿tiene usted hambre? Tengo un bocadillo en mi cartera. ¿Le gustaría?

—No, gracias. Nunca como nada ahora; pero es muy gentil por vuestra parte, a pesar de todo, y sois mucho más amable que el resto de vuestra horrible, tosca, vulgar y felona familia.

— ¡Alto ahí! —gritó Virginia golpeando el suelo con el pie—, es usted el que es rudo, y horrible, y vulgar; y en cuanto a falta de honradez, sabe usted muy bien que me robó las pinturas de mi estuche para tratar de renovar esa ridícula mancha de sangre de la biblioteca. Primero me cogió todos los rojos, incluyendo el bermellón, y no pude hacer más puestas de sol; luego cogió usted el verde esmeralda y el amarillo cromo, y, por último, no me quedó nada más que el índigo y el blanco de China, y sólo podía hacer paisajes a la luz de la luna, que siempre deprimen al mirarlos y no son en modo alguno fáciles de pintar. Nunca le acusé a usted, aunque estaba muy molesta, y todo era la mar de ridículo, pues ¿quién ha oído hablar nunca de sangre verde esmeralda?

—Bien, realmente —dijo el fantasma bastante sumiso—, ¿qué había yo de hacer? Es algo muy difícil conseguir sangre auténtica hoy en día, y como vuestro hermano comenzó todo con su detergente Paragon, ciertamente no vi yo razón alguna por la que no debiera tomar vuestras pinturas. Respecto al color, eso es siempre una cuestión de gusto: los Canterville, por ejemplo, tenemos sangre azul, la más azul, con mucho, de Inglaterra; pero sé que los americanos no os cuidáis de cosas de esta índole.

—Usted no sabe nada sobre este particular, y lo mejor que puede hacer es emigrar y cultivar el espíritu. Mi padre estaría muy gustoso en darle un pasaje gratis, y aunque hay un pesado impuesto sobre espíritus de toda clase, no habrá dificultades con la aduana, ya que los oficiales son todos demócratas. Una vez en Nueva York, va a ser usted un éxito, con toda seguridad. Conozco a mucha gente que daría cien mil dólares por tener abuelo, y mucho más de eso por tener un espíritu familiar.

—No creo que me gustase América.

—Supongo que porque no hay ruinas ni curiosidades —dijo Virginia sarcásticamente.

— ¡Que no hay ruinas!, ¡que no hay curiosidades! —respondió el fantasma—; tenéis vuestra marina y vuestros modales.

— ¡Buenas tardes!; iré a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.

—Por favor, no os vayáis, miss Virginia —exclamó él—; estoy tan solo y soy tan desgraciado, y en realidad no sé qué hacer. Quiero dormirme y no puedo.

— ¡Eso es enteramente absurdo! Simplemente tiene que irse usted a la cama y apagar la vela. Lo difícil es a veces conseguir estar despierto, especialmente en la iglesia, pero no hay ninguna dificultad para dormirse. ¡Cómo!, hasta los niños pequeños saben hacer eso, y no son muy listos.

—Hace trescientos años que no duermo —dijo él tristemente.

Y los hermosos ojos azules de Virginia se abrieron de par en par por el asombro.

—Trescientos años que no duermo, ¡y estoy tan cansado!

Virginia se puso muy seria y le temblaron los pequeños labios, como tiemblan los pétalos de una rosa. Fue hacia él y, arrodillándose a su lado, alzó la mirada a su viejo rostro macilento.

—Pobre, pobre fantasma —musitó—, ¿no tiene ningún sitio donde pueda dormir?

—Allá lejos, más allá de los pinares —respondió él con una voz apagada y soñadora—, hay un pequeño jardín; allí crece la hierba alta y profunda, y brotan las grandes estrellas blancas de la flor de la cicuta; allí canta el ruiseñor durante toda la noche. Toda la noche canta, y se asoma la fría luna de cristal, y extiende el tejo sus brazos de gigante sobre los que duermen.

 

Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas, y ocultó el rostro entre las manos.

—Está hablando del jardín de la muerte —dijo ella en un susurro.

—Sí, de la muerte. ¡Debe de ser tan hermosa la muerte! Yacer en la suave tierra parda, con la hierba ondeando sobre la cabeza, y escuchar el silencio. No tener ayer ninguno, ni ningún mañana. Olvidar el tiempo, olvidar la vida, estar en paz. Vos podéis ayudarme. Podéis abrirme las grandes puertas de la casa de la muerte, pues con vos está siempre el amor, y el amor es más poderoso que la muerte.

Virginia se puso a temblar; un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y reinó el silencio unos instantes. Se sentía como si estuviera en una terrible pesadilla.

Luego volvió a hablar el fantasma, y su voz sonaba como el suspiro del viento.

— ¿Habéis leído alguna vez la vieja profecía de la vidriera de la biblioteca?

— ¡Oh!, muchas veces —exclamó la muchachita alzando la mirada—. La conozco muy bien. Está pintada con curiosas letras negras, y es difícil leerla. Tiene sólo seis versos:

Cuando doncella de oro ganar pueda

plegaria de los labios del pecado,

cuando el almendro estéril fértil sea,

y sus lágrimas vierta un tierno infante,

quietud tendrá toda la casa entonces

y reinará la paz en Canterville.

Pero no sé lo que quieren decir.

—Quieren decir —dijo él tristemente— que debéis llorar conmigo por mis pecados, pues no tengo yo lágrimas, y rogar conmigo por mi alma, pues yo no tengo fe, y luego, si habéis sido siempre dulce y buena y gentil, el ángel de la muerte tendrá piedad de mí. Veréis formas pavorosas en las tinieblas, y susurrarán a vuestro oído voces perversas, mas no os harán daño alguno, pues contra la pureza de una niña no pueden prevalecer los poderes del infierno.

Virginia no dio respuesta alguna, y el fantasma se retorció las manos en loca desesperación, mientras miraba su dorada cabeza inclinada. De pronto, se puso en pie, muy pálida, y con una extraña luz en los ojos.

—No tengo miedo —dijo con firmeza—, y pediré al ángel que tenga compasión de usted.

Se levantó él de su asiento con un débil grito de alegría, y tomándole la mano se inclinó sobre ella con una gracia a la antigua usanza y la besó. Sus dedos eran tan fríos como el hielo y le ardían los labios como el fuego, pero Virginia no desfalleció al conducirla él a través de la estancia oscura. En el verde tapiz desvaído estaban bordados pequeños cazadores; tocaban su cuerno adornado con borlas, y con sus manos diminutas le hacían a ella señas de que volviera.

— ¡Vuelve!, pequeña Virginia —gritaban—, ¡vuelve!

Pero el fantasma le apretó la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles animales con rabo de lagarto y ojos de gárgola le hacían guiños desde la repisa esculpida de la chimenea, y murmuraban:

— ¡Ten cuidado!, pequeña Virginia, ¡ten cuidado!; puede que no volvamos a verte nunca más.

Pero el fantasma se siguió deslizando más aprisa, y Virginia no escuchaba. Cuando llegaron al fondo de la estancia él se detuvo y susurró unas palabras que ella no pudo entender. Abrió los ojos y vio desvanecerse el muro lentamente como si fuera neblina, y vio una gran caverna negra frente a ella. Un frío viento cortante les envolvió, y sintió ella que algo le tiraba del vestido.

— ¡Deprisa, deprisa! —gritó el fantasma—, o será demasiado tarde.

Y en un instante se había cerrado el zócalo tras ellos, y la cámara de los tapices se había quedado vacía.

VI

Aproximadamente diez minutos después sonó la campana para el té, y como Virginia no bajaba, envió mistress Otis a uno de sus lacayos para que la avisara. Volvió al cabo de un rato diciendo que no podía encontrar a Virginia en ninguna parte. Como tenía ella la costumbre de salir al jardín todas las tardes a coger flores para la mesa de la cena, no se alarmó mistress Otis al principio, pero cuando dieron las seis, y Virginia seguía sin aparecer, realmente se puso muy alterada y envió a los muchachos a que la buscaran fuera, mientras ella misma y míster Otis registraban todas las habitaciones de la casa. A las seis y media volvieron los muchachos y dijeron que no podían encontrar ningún rastro de su hermana en parte alguna. Estaban ahora todos en el mayor estado de excitación y no sabían qué hacer, cuando de pronto recordó míster Otis que unos cuantos días antes había dado permiso a una tribu de gitanos para que acampara en su parque. Por consiguiente, partió al punto hacia Blackfell Hollow, donde sabía que estaban, acompañado por su hijo mayor y por dos de los criados de la granja. El pequeño duque de Cheshire, que estaba completamente loco de ansiedad, suplicó insistentemente que se le permitiera ir también, pero míster Otis no quiso permitírselo, ya que temía que pudiera haber refriega. Al llegar al lugar, sin embargo, encontró que los gitanos se habían ido, y era evidente que su marcha había sido bastante repentina, puesto que todavía estaba ardiendo el fuego y había algunos platos sobre la hierba. Habiendo enviado a Washington y a los dos hombres a registrar la comarca, corrió a casa, y despachó telegramas a todos los inspectores de policía del país, diciéndoles que buscaran a una muchachita que había sido raptada por vagabundos o gitanos. Ordenó luego que le llevaran el caballo y, después de insistir con su mujer y los tres muchachos para que se sentaran a cenar, se fue por la carretera de Ascot acompañado por un mozo de cuadra. Apenas había recorrido un par de millas cuando oyó a alguien que galopaba tras él, y mirando hacia atrás vio al pequeño duque que llegaba en su poni, con la cara encendida y sin sombrero.

—Lo siento terriblemente, míster Otis —jadeó el muchacho—, pero no puedo cenar mientras no se encuentre a Virginia. Por favor, no se enfade conmigo; si hubiera consentido usted en que nos prometiéramos el año pasado, no hubiera ocurrido toda esta desgracia. No me hará volver, ¿verdad? ¡No puedo irme! ¡No quiero irme!

El ministro no pudo por menos de sonreír al joven y atractivo pícaro, y estuvo muy conmovido por su devoción a Virginia, así que, inclinándose desde el caballo, le dio amablemente unas palmaditas en los hombros, y le dijo:

—Bien, Cecil, si no quieres volver supongo que has de venir conmigo, pero tengo que comprarte un sombrero en Ascot.

— ¡Oh!, ¡al cuerno el sombrero! ¡Lo que yo necesito es a Virginia! —exclamó el joven duque riendo.

Y siguieron galopando hasta la estación del ferrocarril. Allí preguntó míster Otis al jefe de estación si se había visto en el andén a alguien que respondiera a la descripción de Virginia, pero no pudo conseguir ninguna noticia sobre ella. No obstante, el jefe de estación telegrafió arriba y abajo de la línea, y le aseguró que se establecería una estricta vigilancia para encontrarla; y después de haber comprado un sombrero para el pequeño duque a un lencero, que estaba precisamente echando las trampas, se fue míster Otis a Bexley, un pueblo que estaba a unas cuatro millas de distancia, y que le dijeron que era un lugar muy conocido como frecuentado por los gitanos, ya que había próximo a él un gran terreno comunal. Allí despertó al guarda rural, pero no pudo obtener de él ninguna información, y, después de recorrer a caballo todo el terreno comunal, encaminaron sus monturas hacia casa, y llegaron a la mansión hacia las once, muertos de cansancio y con el corazón casi hecho pedazos. Encontraron a Washington y a los gemelos en la casa del guarda, junto a la verja de entrada, esperándoles con linternas, ya que la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto ni la más ligera huella de Virginia. Habían cogido a los gitanos en los prados de Brockley, pero la muchacha no estaba con ellos, y habían explicado su marcha repentina diciendo que se habían equivocado en la fecha de la feria de Chorton, y que se habían ido a toda prisa por miedo a llegar tarde. A decir verdad, se habían afligido mucho al saber la desaparición de Virginia, ya que estaban muy agradecidos a míster Otis por haberles permitido acampar en su parque, y cuatro de entre ellos se habían quedado para ayudar en la búsqueda. Se había dragado el estanque de las carpas y habían recorrido toda la mansión de cabo a rabo, pero sin resultado alguno. Era evidente que, al menos por esa noche, habían perdido a Virginia. Y en un estado del más profundo abatimiento, míster Otis y los muchachos se encaminaron a la casa, siguiendo el mozo detrás con los dos caballos y el poni. En el vestíbulo encontraron a un grupo de sirvientes asustados, y recostada en un sofá en la biblioteca estaba la pobre mistress Otis, casi fuera de sí por el terror y la ansiedad, y bañándole la frente con agua de colonia estaba la vieja ama de llaves. Míster Otis insistió inmediatamente en que tomara algo de comer, y ordenó que sirvieran la cena a todo el grupo. Fue una comida melancólica, ya que no hablaba casi nadie, e incluso los gemelos estaban sobrecogidos de temor y sumisos, pues tenían gran cariño a su hermana. Cuando hubieron terminado, y a pesar de las súplicas del pequeño duque, míster Otis les ordenó a todos que se fueran a acostar, diciendo que no podía hacerse nada más aquella noche, y que telegrafiaría por la mañana a Scotland Yard para que enviaran algunos detectives inmediatamente.

En el preciso momento en que salían del comedor empezaron a dar las doce campanadas de la medianoche en la torre del reloj, y cuando sonó la última campanada oyeron un crujido y un repentino grito agudo; un trueno terrible sacudió la casa, un arpegio de música no terrenal flotó a través del aire; salió volando un panel de lo alto de la escalera con un fuerte ruido, y en el rellano, muy pálida y muy blanca, estaba Virginia, con un cofrecito en la mano. En un instante todos se precipitaron escaleras arriba hasta ella. Mistress Otis la estrechó apasionadamente en sus brazos, y el duque la ahogó a besos violentos, y los gemelos ejecutaron una salvaje danza guerrera alrededor del grupo.

— ¡Cielo santo!, niña, ¿dónde has estado? —dijo míster Otis, con bastante enfado, pensando que les había estado jugando una broma pesada—. Cecil y yo hemos estado cabalgando por toda la comarca buscándote, y tu madre ha tenido un susto de muerte. No debes volver a gastarnos estas bromas pesadas nunca más.

— ¡Excepto al fantasma!, ¡excepto al fantasma! —chillaron los gemelos, haciendo cabriolas.

—Querida mía, gracias a Dios que te hemos encontrado; nunca debes volver a separarte de mi lado —susurró mistress Otis, mientras besaba a la niña, temblorosa, y alisaba el oro enredado de sus cabellos.

—Papá —dijo Virginia con toda calma—, he estado con el fantasma. Ha muerto, y debéis venir a verle. Había sido perverso, pero estaba realmente contrito por todo lo que había hecho, y me dio esta caja de hermosas joyas antes de morir.

Toda la familia la miró con mudo asombro, pero estaba enteramente seria y grave; y volviéndose les condujo a través de la abertura del zócalo por un estrecho pasadizo secreto, yendo Washington detrás con una vela encendida que había cogido de la mesa. Finalmente, llegaron a una gran puerta de roble tachonada de clavos herrumbrosos. Cuando Virginia la tocó, giró sobre sus pesados goznes, y se encontraron en una pequeña habitación enrejada. Incrustada en el muro había una enorme argolla de hierro, y encadenado a ella estaba un flaco esqueleto, que yacía extendido todo a lo largo en el suelo de losas, y parecía que intentaba coger con sus largos dedos descarnados un cuenco antiguo y un aguamanil que estaban colocados justo fuera de su alcance. La jarra evidentemente había estado en alguna ocasión llena de agua, ya que estaba cubierta por dentro de verdín. No había nada en el cuenco más que un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al esqueleto y, plegando sus pequeñas manos, empezó a rezar en silencio, mientras el resto del grupo contemplaba asombrado la terrible tragedia cuyo secreto ahora se les desvelaba.

— ¡Mirad! —exclamó de pronto uno de los gemelos, que había estado mirando por la ventana para intentar descubrir en qué ala de la casa estaba situada la habitación—. ¡Mirad!, el viejo almendro seco ha florecido. Puedo ver las flores claramente a la luz de la luna.

— ¡Dios le ha perdonado! —dijo Virginia gravemente, mientras se alzaba, y una hermosa luz parecía iluminarle el rostro.

 

— ¡Qué ángel eres! —exclamó el joven duque, y le rodeó el cuello con sus brazos y la besó.

VII

Cuatro días después de estos curiosos incidentes salió un cortejo fúnebre de Canterville Chase a las once de la noche. El coche fúnebre iba tirado por ocho caballos, cada uno de los cuales llevaba a la cabeza un gran penacho de ondulantes plumas de avestruz, y el féretro de plomo estaba cubierto por un rico paño de púrpura, en el que estaba bordado en oro el escudo de armas de los Canterville. A los lados del coche fúnebre y de los carruajes caminaban los criados con antorchas encendidas, y todo el cortejo era asombrosamente impresionante. Lord Canterville era el principal doliente, habiendo llegado expresamente de Gales para asistir al sepelio, e iba sentado en el primer carruaje con la pequeña Virginia. Luego venía el ministro de Estados Unidos y su esposa; después, Washington y los tres muchachos, y en el último carruaje iba mistress Umney. Fue el sentimiento general que, ya que había sido atemorizada por el fantasma durante más de cincuenta años de su vida, tenía derecho a presenciar su final. Se había abierto una tumba profunda en un rincón del cementerio, justamente debajo del viejo tejo, y el responso fue leído del modo más impresionante por el reverendo Augustus Dampier. Cuando concluyó la ceremonia, los sirvientes, según una vieja costumbre observada en la familia Canterville, apagaron sus antorchas, y cuando bajaban el ataúd a la fosa se adelantó Virginia y depositó sobre él una gran cruz hecha con flores de almendro blancas y rosadas. Al hacerlo, salió la luna de detrás de una nube e inundó con su plata silenciosa el pequeño camposanto, y en una arboleda lejana rompió a cantar un ruiseñor. Ella pensó en la descripción que hizo el fantasma del jardín de la muerte y se le llenaron los ojos de lágrimas; apenas dijo una palabra durante el recorrido de vuelta a casa.

A la mañana siguiente, antes de que lord Canterville se fuera a la ciudad, míster Otis celebró una entrevista con él respecto al asunto de las joyas que el fantasma había dado a Virginia. Eran absolutamente magníficas, especialmente cierto collar de rubíes con antiguo engaste veneciano, que era realmente una soberbia muestra del trabajo del siglo XVI, y cuyo valor era tan grande que míster Otis sentía considerables escrúpulos en permitir que lo aceptara su hija.

—Milord —dijo el ministro—, sé que en este país se sostiene que el derecho hereditario ha de aplicarse a las chucherías lo mismo que a la tierra, y está completamente claro para mí que estas joyas son, o debieran ser, un legado de su familia. Debo rogarle, conforme a ello, que se las lleve a Londres y las considere simplemente como una parte de su propiedad que le ha sido devuelta bajo ciertas extrañas circunstancias. En cuanto a mi hija, es sólo una niña, y todavía tiene, me alegra decir, muy poco interés en tales accesorios de lujo vano. He sido también puesto al corriente por mistress Otis, que, puedo decir, es una autoridad no pequeña en arte —habiendo tenido el privilegio de pasar varios inviernos en Boston cuando era muchacha—, que estas gemas tienen un gran valor monetario, y si se ofrecieran a la venta alcanzarían un alto precio. Bajo tales circunstancias, lord Canterville, estoy seguro de que usted reconocerá lo imposible que sería para mí permitir que se quedaran en posesión de algún miembro de mi familia; y, a decir verdad, todos estos vanos adornos vistosos y juguetes, por muy adecuados o necesarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarán completamente fuera de lugar entre los que han sido educados en los severos, y yo creo que inmortales, principios de la sencillez republicana. Quizá debiera mencionar que Virginia está muy deseosa de que le permita usted retener la caja, en recuerdo de su desafortunado y extraviado antepasado. Como es extremadamente vieja y, consecuentemente, está en un estado lamentable, tal vez pueda juzgar usted conveniente complacer su ruego. Por mi parte, confieso que estoy muy sorprendido de encontrar a una hija mía expresando simpatía por cualquier forma de medievalismo, y sólo puede explicarse por el hecho de que Virginia nació en uno de los barrios residenciales de Londres poco después de que mistress Otis volviera de un viaje a Atenas.

Lord Canterville escuchó con toda seriedad el discurso del digno ministro, atusándose de vez en cuando el bigote canoso para ocultar una sonrisa involuntaria y, cuando hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano y dijo:

—Mi querido señor, su encantadora hijita prestó a mi desafortunado antepasado, sir Simon, un servicio muy importante, y mi familia y yo hemos contraído con ella una gran deuda por su admirable valor y presencia de ánimo. Las joyas, claramente, son suyas, y, por Dios, creo que si yo fuera lo bastante despiadado para quitárselas, el malvado y viejo individuo estaría fuera de la tumba dentro de dos semanas, dándome una vida endemoniada. Y en cuanto a que sean un legado familiar, nada es legado familiar si no consta en testamento o en algún documento legal, y la existencia de esas joyas ha sido absolutamente desconocida. Le aseguro que no tengo mayor derecho a reclamarlas que el que tiene su mayordomo; y cuando miss Virginia sea mayor me atrevo a decir que estará encantada de tener cosas bonitas que ponerse. Además, olvida usted, míster Otis, que tomó el mobiliario y el fantasma en el valor estimado, y cualquier cosa que perteneciera al fantasma pasó inmediatamente a su posesión, puesto que, sea cual sea la actividad que haya mostrado sir Simon de noche en el corredor, en lo concerniente a la ley estaba realmente muerto, y usted adquirió su propiedad por compra.

Míster Otis estuvo muy disgustado por la negativa de lord Canterville, y le rogó que reconsiderara su decisión, pero el afable aristócrata se mantuvo firme, y finalmente convenció al ministro para que permitiera que su hija se quedara con el regalo que le había hecho el fantasma. Y cuando en la primavera de 1890 fue presentada la joven duquesa de Cheshire en el salón principal de la reina con ocasión de su boda, sus joyas fueron el tema universal de admiración. Pues Virginia recibió la corona ducal, que es la recompensa de todas las muchachas americanas buenas, y se casó con su enamorado apenas alcanzó éste la mayoría de edad.

Eran los dos tan encantadores y se amaban tanto que todo el mundo estaba encantado con la boda, a excepción de la vieja marquesa de Dumbleton, que había tratado de cazar al duque para una de sus siete hijas solteras, y había dado no menos de tres costosos banquetes con ese propósito, y, por extraño que parezca, del mismo míster Otis. A míster Otis le parecía muy bien el duque personalmente, pero teóricamente ponía objeciones a los títulos y, usando sus propias palabras, «no dejaba de tener aprensión de que entre las influencias enervantes de una aristocracia amante del placer se olvidaran los principios de sencillez republicana». Sus objeciones, no obstante, fueron completamente rechazadas, y yo creo que cuando marchaba a lo largo de la nave central de la iglesia de St. George, en Hanover Square, con su hija apoyada en su brazo, no había un hombre más orgulloso a lo largo y a lo ancho de Inglaterra.

El duque y la duquesa, concluida su luna de miel, fueron a Canterville Chase, y al día siguiente de su llegada dieron un paseo por la tarde hasta el pequeño cementerio situado junto a los pinares. Había habido al principio mucha dificultad respecto a la inscripción de la losa de sir Simon, pero por fin se había decidido grabar en ella simplemente las iniciales del nombre del viejo caballero y el verso de la vidriera de la biblioteca. La duquesa había llevado unas bellas rosas, que esparció sobre la tumba y, después de permanecer los dos algún tiempo junto a la tumba, se encaminaron al presbiterio en ruinas de la vieja abadía. Allí se sentó la duquesa en un pilar caído, mientras su marido estaba echado a sus pies, fumando un cigarrillo y mirando sus hermosos ojos. De pronto, arrojó el cigarrillo, le tomó la mano y le dijo: