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100 Clásicos de la Literatura

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La anciana sonrió, y respondió con la misma voz apagada y misteriosa:



—Es la sangre de lady Eleanore de Canterville, que fue asesinada en ese mismísimo sitio por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1575. Sir Simon le sobrevivió nueve años, y desapareció de repente en circunstancias sumamente misteriosas. Su cuerpo nunca ha sido descubierto, pero su espíritu todavía frecuenta la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por otras gentes, y no puede quitarse.



—Todo eso es una tontería —exclamó Washington Otis—. El quitamanchas Champion de Pinkerton y el detergente Paragon lo limpiarán en un abrir y cerrar de ojos.



Y antes de que pudiera interferir la aterrorizada ama de llaves, se había puesto él de rodillas y estaba rápidamente restregando el suelo con una pequeña barra de algo que parecía un cosmético negro. En unos instantes no podía verse rastro alguno de la mancha de sangre.



—Sabía que Pinkerton lo lograría —exclamó triunfalmente, mirando en torno suyo a su familia, que daba muestras de admiración.



Pero no bien había dicho estas palabras cuando un relámpago terrible iluminó la sombría estancia, un pavoroso trueno les hizo a todos ponerse en pie de un salto, y mistress Umney se desmayó.



— ¡Qué clima tan monstruoso! —dijo el ministro americano manteniendo la calma, mientras encendía un largo cigarro—. Me imagino que el viejo país está tan superpoblado que no tienen tiempo decente para todos. Yo siempre he tenido la opinión de que la emigración era el único remedio para Inglaterra.



—Mi querido Hiram —exclamó mistress Otis—, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?



—Descontárselo del sueldo, como las cosas que rompa —respondió el ministro—; no volverá a desmayarse después de eso.



Y, ciertamente, en unos instantes mistress Umney volvió en sí. Sin embargo, no cabía duda de que estaba extremadamente trastornada, y advirtió severamente a mistress Otis que estuviera alerta porque alguna desgracia se estaba cerniendo sobre la casa.



—Yo he visto cosas con mis propios ojos, señor —dijo—, que pondrían a cualquier cristiano los pelos de punta, y muchísimas noches no he podido pegar un ojo por las cosas terribles que pasan aquí.



Sin embargo, míster Otis y su esposa aseguraron calurosamente a la buena mujer que ellos no tenían miedo a los fantasmas, y, después de invocar las bendiciones de la Providencia para sus nuevos amos y de hacer gestiones para un aumento de salario, la vieja ama de llaves se fue a su habitación tambaleándose.



II



La tormenta descargó con furia aquella noche, pero no ocurrió nada digno de mención. A la mañana siguiente, sin embargo, cuando bajaron a desayunar, encontraron la terrible mancha de sangre una vez más en el suelo.



—No creo que haya que echar la culpa al detergente Paragon —dijo Washington—, pues lo he probado con todo. Debe de ser el fantasma.



Por tanto, quitó la mancha por segunda vez frotando, pero a la segunda mañana volvió a aparecer. También estaba allí la tercera mañana, aunque míster Otis mismo había cerrado con llave la biblioteca por la noche y se había llevado la llave al piso de arriba. Toda la familia estaba ahora muy interesada; míster Otis empezaba a sospechar que había sido demasiado dogmático en su negativa a creer en la existencia de los fantasmas; mistress Otis expresó su intención de hacerse miembro de la Sociedad de Psicología, y Washington preparó una larga carta para míster Myers y míster Podmore sobre el tema de la persistencia de las manchas de sangre relacionadas con el crimen. Aquella noche disipó para siempre toda duda sobre la existencia objetiva de los fantasmas.



El día había sido tibio y soleado y, al frescor del atardecer, la familia entera salió a dar un paseo en carruaje. No volvieron a casa hasta las nueve, y tomaron una cena ligera. La conversación no recayó en modo alguno sobre los fantasmas, de manera que no se dieron ni siquiera esas condiciones primarias de expectativa receptiva que preceden con tanta frecuencia a la presentación de fenómenos psíquicos. Los temas que se trataron, como supe más tarde por míster Otis, fueron meramente los que forman la conversación ordinaria de los americanos cultos de la mejor clase social, tales como la inmensa superioridad de miss Fanny Davenport como actriz sobre Sara Bernhardt; la dificultad de conseguir maíz fresco, bizcocho de alforfón y polenta, incluso en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desarrollo del alma universal; las ventajas del sistema de consigna de equipajes automáticas al viajar por ferrocarril, y la dulzura del acento de Nueva York cuando se le compara con la lenta pronunciación de Londres. No se hizo absolutamente ninguna mención a lo sobrenatural, ni se aludió en modo alguno a sir Simon de Canterville. A las once se retiró la familia, y a las once y media estaban apagadas todas las luces. Al cabo de un rato le despertó a míster Otis un ruido extraño en el pasillo, fuera de su habitación. Sonaba como un sonido metálico y seco, y parecía acercarse por momentos. Se levantó inmediatamente, encendió un fósforo y miró la hora. Era la una en punto. Estaba completamente tranquilo y se tomó el pulso, que no tenía nada de febril. Todavía continuaba el sonido extraño, y con él oía claramente ruido de pasos. Se puso las zapatillas, sacó de su estuche un pequeño frasco oblongo y abrió la puerta. Justo enfrente de él vio, a la pálida luz de la luna, a un viejo de aspecto terrible. Tenía los ojos como rojos carbones encendidos; largos cabellos grises le caían sobre los hombros en guedejas enmarañadas; su ropa, que era de corte antiguo, estaba sucia y harapienta, y de las muñecas y tobillos colgaban pesadas esposas y argollas cubiertas de herrumbre.



—Mi querido señor —dijo míster Otis—, realmente he de insistir en que engrase esas cadenas, y le he traído con ese fin un pequeño frasco de lubricante Tammany Rising Sun. Se dice que es totalmente eficaz con una sola aplicación, y hay en el envase testimonios a ese efecto de varios de los más eminentes teólogos de nuestro país. Se lo dejaré aquí, junto a las velas del dormitorio, y tenga a bien servirse más de ello si lo necesita.



Con estas palabras el ministro de Estados Unidos dejó el frasco en una mesa de mármol y, cerrando la puerta, se retiró a descansar.



Por un instante, el fantasma de Canterville se quedó completamente inmóvil, presa de natural indignación; luego, arrojando violentamente el frasco sobre el suelo pulido, huyó por el pasillo profiriendo gemidos cavernosos y emitiendo una luz verde fantasmal. Sin embargo, precisamente cuando llegaba a lo alto de la gran escalera de roble, se abrió una puerta de repente, aparecieron dos pequeñas figuras vestidas de blanco, ¡y una gran almohada le pasó silbando junto a la cabeza!



Evidentemente no había tiempo que perder, así es que, adoptando apresuradamente como medio de escape la cuarta dimensión espacial, se desvaneció por el zócalo, y la casa se quedó completamente en calma.



Llegado a una pequeña cámara secreta del ala izquierda, se apoyó en un rayo de luna para recobrar el aliento y se puso a hacer el recuento de su situación. Nunca, en una brillante e ininterrumpida carrera de trescientos años, se le había insultado tan groseramente. Pensó en la duquesa viuda, a quien había asustado hasta darle un ataque cuando estaba ante el espejo cubierta de encaje y de diamantes; en las cuatro doncellas a las que había puesto histéricas cuando meramente les hizo muecas a través de las cortinas de uno de los dormitorios de invitados; en el párroco, a quien había apagado la vela una noche cuando volvía tarde de la biblioteca, y que estaba desde entonces bajo tratamiento de sir William Gull, un perfecto mártir de trastornos nerviosos; y en la anciana madame de Tremouillac, que, despertándose una mañana temprano y viendo a un esqueleto sentado en un sillón junto al fuego leyendo su diario, había estado confinada en su lecho durante seis semanas con un ataque de fiebre cerebral, y, al recuperarse, se había reconciliado con la Iglesia, y había roto su relación con aquel notable escéptico monsieur de Voltaire. Recordó la terrible noche en que se encontraron al malvado lord Canterville ahogándose en su vestidor con la sota de diamantes atravesada en mitad de la garganta, y que confesó, justo antes de morir, que había hecho trampas a Charles James Fox estafándole por un valor de cincuenta mil libras, en Crockford, por medio de aquella misma carta, y juró que el fantasma se la había hecho tragar. Todas sus grandes hazañas volvieron de nuevo a su mente; desde el mayordomo que se había disparado un tiro en la despensa porque había visto una mano verde golpeando en el cristal de la ventana, hasta la hermosa lady Stutfield, que estaba siempre obligada a llevar una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello para ocultar la marca de quemadura de cinco dedos sobre su blanca piel, y que finalmente se suicidó ahogándose en el estanque de las carpas al extremo de King’s Walk. Con el egotismo entusiasta del verdadero artista, rememoró sus más famosas actuaciones, y sonrió amargamente en su interior cuando trajo a la memoria su última aparición como «Reuben el Rojo, o el Bebé Estrangulado», su debut como «Gibeon el Flaco, el Vampiro del páramo de Bexley», y el furore que había excitado en un hermoso atardecer de junio, simplemente jugando a los bolos con sus propios huesos en la cancha de tenis. ¡Y después de todo esto, unos miserables americanos modernos iban a venir a ofrecerle el lubricante Rising Sun, y a tirarle almohadas a la cabeza! Era completamente insoportable. Además, a ningún fantasma en la historia se le había tratado nunca de este modo. Por consiguiente, decidió tomar venganza, y permaneció hasta que rompió el día en actitud de reflexión profunda.

 



III



A la mañana siguiente, cuando se reunió la familia Otis para desayunar, trataron bastante extensamente el asunto del fantasma. El ministro de Estados Unidos estaba naturalmente un poco fastidiado al encontrar que no se había aceptado su regalo.



—No tengo ningún deseo —dijo— de hacer al fantasma ningún agravio personal, y debo decir que, considerando la cantidad de tiempo que hace que está en la casa, no creo que sea de ningún modo cortés tirarle almohadas.



Una observación muy justa, a la que, lamento decir, los gemelos estallaron en carcajadas.



—Por otra parte —continuó míster Otis—, si realmente se niega a usar el lubricante Rising Sun, tendremos que quitarle las cadenas. Sería imposible dormir con tal ruido incesante a la puerta de los dormitorios.



Durante el resto de la semana, no obstante, no fueron molestados, siendo lo único que atraía la atención la continua renovación de la mancha de sangre en el suelo de la biblioteca. Eso ciertamente era muy extraño, ya que míster Otis cerraba la puerta con llave cada noche y la ventana se mantenía bien cerrada con aldaba. También el color de camaleón de la mancha suscitaba muchos comentarios. Algunas mañanas era de un rojo apagado, casi de color de indio piel roja, luego solía ser bermellón, después de rico color púrpura, y en una ocasión, cuando bajaron para hacer la oración en familia, según los simples ritos de la Iglesia libre episcopaliana reformada americana, la encontraron verde esmeralda brillante. Estos cambios caleidoscópicos naturalmente divertían muchísimo a la familia, y todas las tardes se hacían libremente apuestas sobre el asunto. La única persona que no tomaba parte en la broma era la pequeña Virginia, que, por alguna razón no explicada, siempre estaba muy angustiada a la vista de la mancha de sangre, y estuvo a punto de gritar la mañana en que era verde esmeralda.



La segunda aparición del fantasma fue el domingo por la noche. Poco después de acostarse fueron repentinamente alarmados por un terrible estrépito en el vestíbulo. Bajando precipitadamente las escaleras, encontraron que una gran armadura antigua se había desprendido de su soporte y se había caído sobre el suelo de piedra, mientras que, sentado en una silla de alto respaldo, estaba el fantasma de Canterville, frotándose las rodillas con expresión de aguda agonía en el rostro. Los gemelos, que habían llevado consigo sus tirachinas, al punto le descargaron dos perdigones, con esa precisión de tiro que sólo puede alcanzarse con larga y cuidadosa práctica sobre un maestro de la caligrafía, mientras el ministro de Estados Unidos le cubría con su revólver y le gritaba, al modo californiano, «¡arriba las manos!». El fantasma se puso en pie de un salto, lanzando un salvaje grito de rabia, y se deslizó entre ellos como una neblina, apagando a su paso la vela de Washington Otis y dejándoles así a todos en total oscuridad. Al llegar a lo alto de la escalera se dominó, y decidió lanzar su famosa carcajada demoníaca. Esto le había resultado extremadamente útil en más de una ocasión. Se decía que había vuelto canosa en una sola noche la peluca de lord Raker, y ciertamente había hecho que tres institutrices francesas se despidieran antes de cumplir el mes. En consecuencia, se rio con su risa más horrible, hasta que retumbó el viejo techo abovedado una y otra vez, pero apenas se había desvanecido el temeroso eco cuando se abrió una puerta y salió mistress Otis con una bata azul claro.



—Me temo que no se encuentre usted nada bien —dijo—, y le he traído una botella de tintura del doctor Dobell. Si es indigestión, encontrará un remedio excelente.



El fantasma la miró enfurecido y empezó al punto a hacer preparativos para convertirse en un gran perro negro, un ogro por el que era célebre con toda justicia, y al que el médico de cabecera siempre atribuía la imbecilidad permanente al tío de lord Canterville, el honorable Thomas Horton. Un ruido de pasos que se acercaban, sin embargo, le hizo vacilar en su feroz propósito, así que se contentó con volverse débilmente fosforescente, y se desvaneció con un profundo gemido de ultratumba, justamente cuando los gemelos se aproximaban a él.



Al llegar a su habitación se sintió completamente derrotado, y fue presa de la más violenta agitación. La vulgaridad de los gemelos y el grosero materialismo de mistress Otis eran naturalmente fastidiosos en extremo, pero lo que en realidad le afligía más era que no había podido ponerse la cota de malla. Había tenido la esperanza de que incluso los americanos modernos estarían estremecidos a la vista de un espectro con armadura, si no por otra razón más sensata, al menos por respeto a su poeta nacional Longfellow, con cuya atractiva y graciosa poesía él mismo había matado muchas horas aburridas cuando los Canterville estaban en la ciudad. Además, era su propia armadura; la había llevado puesta con gran éxito en el torneo de Kenilworth, y había sido cumplimentado nada menos que por la Reina Virgen en persona. Sin embargo, al ponérsela había estado completamente abrumado por el peso del inmenso peto y del yelmo de acero, y se había caído pesadamente sobre el suelo de losas, raspándose mucho las dos rodillas y lastimándose los nudillos de la mano derecha.



Durante algunos días después de esto estuvo extremadamente enfermo, y apenas se movió para nada fuera de su habitación, excepto para mantener la mancha de sangre en propio estado. Sin embargo, cuidándose mucho se restableció, y resolvió hacer un tercer intento para asustar al ministro de Estados Unidos y a su familia. Eligió el viernes diecisiete de agosto para su aparición, y se pasó la mayor parte de ese día examinando su ropero, decidiéndose por fin en favor de un gran sombrero chambergo con el ala vuelta y con una pluma roja, un sudario con chorreras en las muñecas y en el cuello y una daga llena de herrumbre. Hacia el atardecer sobrevino una violenta tormenta de lluvia, y el viento era tan fuerte que todas las ventanas y puertas de la vieja casa se sacudían y golpeaban. De hecho, era exactamente el tiempo que a él le encantaba. Su plan de acción era el siguiente: iba a hacer silenciosamente el camino a la habitación de Washington Otis, a farfullarle algo desde los pies de la cama y a apuñalarle tres veces en la garganta al sonido de una música apagada. Tenía a Washington una inquina especial, siendo absolutamente consciente de que era él quien tenía la costumbre de quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, por medio de su detergente Paragon de Pinkerton. Una vez reducido el joven imprudente y temerario a una condición de abyecto terror, seguiría luego a la habitación ocupada por el ministro de Estados Unidos y su mujer, y allí pondría una mano fría y húmeda sobre la frente de mistress Otis, mientras silbaba al oído de su marido tembloroso los pavorosos secretos del osario. Respecto a la pequeña Virginia, no se había decidido del todo. Ella no le había insultado nunca en modo alguno, y era bonita y gentil. Unos cuantos gemidos desde el armario, pensó, serían más que suficiente, o, si no conseguía despertarla, podía agarrarse a la colcha con los dedos contraídos por la parálisis. En cuanto a los gemelos, estaba completamente decidido a darles una lección: lo primero que había que hacer era, naturalmente, sentarse encima de su pecho, para producir en ellos la sensación sofocante de una pesadilla; luego, como sus camas estaban muy cerca la una de la otra, se quedaría de pie entre ellos en forma de cadáver verde, tan frío como el hielo, hasta que estuvieran paralizados por el miedo y, finalmente, se quitaría el sudario, y se arrastraría por la habitación con los huesos blancos calcinados y el globo de sus ojos dando vueltas, en el personaje de «Dantel el Mudo o el esqueleto suicida», un rôle en el que había producido un gran efecto en más de una ocasión, y que él consideraba exactamente igual a su famoso papel de «Martín el Maníaco o el Misterio de la Máscara».



A las diez y media oyó a la familia que se iba a acostar. Durante algún tiempo le inquietaron las carcajadas de los gemelos, que, con la regocijada alegría de los colegiales, evidentemente se estaban divirtiendo antes de retirarse a descansar; pero a las once y cuarto todo estaba tranquilo, y cuando dieron las doce campanadas de la medianoche salió resueltamente. La lechuza golpeaba los cristales de la ventana, el cuervo graznaba desde el viejo tejo, y el viento vagaba gimiendo alrededor de la casa como ánima en pena; pero la familia Otis dormía inconsciente de su destino, y dominando la lluvia y la tormenta podía él oír los firmes ronquidos del ministro de Estados Unidos. Salió con resolución del zócalo, con una perversa sonrisa en su boca cruel y arrugada, y la luna escondió la cara en una nube al pasar él sigilosamente por el gran ventanal, en cuya vidriera estaban blasonadas en azul y oro sus propias armas y las de su esposa asesinada. Siguió, deslizándose más y más como una sombra perversa, y parecía que la oscuridad misma sentía repugnancia de él cuando pasaba. En una ocasión le pareció que algo le llamaba, y se detuvo; pero era sólo el ladrido de un perro de la granja Red, y siguió murmurando extraños juramentos del siglo XVI y blandiendo de vez en cuando la daga llena de herrumbre en el aire de la medianoche. Finalmente, llegó al recodo del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington. Se paró un momento allí, mientras el viento agitaba los largos mechones grises alrededor de su cabeza y retorcía en pliegues grotescos y fantásticos el horror sin nombre del fúnebre sudario. El reloj dio entonces el cuarto, y él sintió que había llegado la hora. Se rio entre dientes y dobló el recodo; pero, apenas lo había hecho, cayó hacia atrás con un lastimoso gemido de terror, y ocultó el lívido rostro entre sus manos largas y huesudas. ¡Justo delante de él estaba de pie un espectro horrible, inmóvil como una estatua tallada en madera, y monstruoso como el sueño de un loco! Tenía la cabeza calva y reluciente, la cara redonda y gruesa y blanca; y parecía que una risa horrible había retorcido sus facciones en una mueca eterna. De sus ojos brotaban rayos de luz escarlata, la boca era un ancho pozo de fuego, y una prenda espantosa, semejante a la suya, envolvía con sus nieves silenciosas su forma de Titán. En el pecho había un letrero con una extraña escritura en caracteres antiguos, algún rollo de pergamino infamante, parecía, algún documento de pecados demenciales, algún temible calendario de delito, y con la mano derecha sostenía en alto una ancha cimitarra de doble filo de reluciente acero.



No habiendo visto un fantasma antes de éste, tuvo, naturalmente, un susto terrible, y después de una segunda ojeada rápida al temeroso espectro huyó a su habitación, dando traspiés con su larga sábana enrollada mientras recorría el pasillo a toda prisa, y dejando caer finalmente su daga dentro de las fuertes botas del ministro, donde la encontró el mayordomo por la mañana. Una vez en la intimidad de su propio aposento, se arrojó sobre un pequeño jergón y escondió la cara debajo de las sábanas. Después de un rato, sin embargo, se rearmó el bravo y viejo espíritu de los Canterville, y decidió ir a hablar al otro fantasma tan pronto como fuera de día. Por consiguiente, en el momento en que el alba tocaba con plata las colinas, volvió al sitio en que sus ojos habían visto por primera vez al horripilante fantasma, teniendo la sensación de que, al fin y al cabo, dos fantasmas eran mejor que uno, y de que con ayuda de su nuevo amigo podría agarrar sin peligro a los gemelos. Al llegar al lugar, no obstante, su mirada se encontró con una vista terrible: evidentemente algo le había ocurrido al espectro, pues la luz se había apagado enteramente en sus ojos hueros, se le había caído de las manos la reluciente cimitarra y estaba apoyado en la pared en una actitud forzada e incómoda. Avanzó apresuradamente y le cogió en sus brazos, cuando, para horror suyo, se le desprendió la cabeza y rodó por el suelo; el cuerpo se desplomó, y se encontró agarrando una cortina de grueso algodón blanco del baldaquino de una cama, mientras yacían a sus pies una escoba, un cuchillo de cocina y un nabo hueco. Incapaz de entender esta curiosa transformación, cogió el letrero con una prisa febril, y allí, a la luz gris de la mañana, leyó estas tremendas palabras:



EL FANTASMA OTIS



El solo espectro verdadero y original.



Cuídense Vuesas Mercedes de las imitaciones.



Los otros son todos falsificaciones.



Toda la cuestión se hizo luz en él. Había sido engañado, vejado y burlado. Vino a sus ojos la vieja mirada de los Canterville; hizo rechinar una con otra sus encías desdentadas y, alzando sus manos descarnadas muy por encima de la cabeza, juró, con la pintoresca fraseología de la antigua escuela, que cuando Cantecler hubiera hecho sonar dos veces su alegre cuerno, se forjarían hechos de sangre, y el crimen saldría a caminar con silenciosos pies.

 



Apenas había concluido este horrible juramento cuando, en el tejado de tejas rojas de un caserío distante, cantó un gallo. Lanzó una larga carcajada apagada y amarga, y esperó. Esperó hora tras hora, pero el gallo, por alguna extraña razón, no volvió a cantar. Finalmente, a las siete y media, la llegada de las doncellas le hizo renunciar a su vigilia pavorosa, y volvió con paso airado a su habitación pensando en su vano juramento y en su fracasado propósito. Allí consultó varios libros de la antigua caballería, a los que era en extremo aficionado, y averiguó que en todas las ocasiones en que se había hecho uso de este juramento Cantecler había cantado siempre por segunda vez.



— ¡Que la perdición se apodere de la pícara ave! —murmuró—. Conocí el día en que con mi fuerte lanza le hubiera atravesado la garganta, y le hubiera hecho cantar para mí un canto de muerte.



Luego se retiró a un cómodo ataúd de plomo y permaneció allí hasta el atardecer.



IV



Al día siguiente, el fantasma estaba muy débil y muy cansado. La terrible excitación de las cuatro últimas semanas estaba empezando a hacer su efecto. Tenía los nervios completamente destrozados y se sobresaltaba al más leve ruido. Durante cinco días se quedó en su habitación, y por fin decidió renunciar a la mancha de sangre en el suelo de la biblioteca. Si la familia Otis no la quería, claramente no se la merecía. Evidentemente era gente que vivía en un plano de existencia bajo y material, y era completamente incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensoriales. La cuestión de apariciones fantasmales y el desarrollo de los cuerpos celestes era, desde luego, un asunto completamente diferente, y en realidad fuera de su control. Tenía la obligación ineludible de aparecer en el corredor una vez por semana, y farfullar desde el gran ventanal el primer miércoles y el tercero de cada mes, y no veía cómo podía escapar honorablemente de sus deberes. Es muy cierto que su vida había sido malvada, pero, por otro lado, era ahora más consciente de todo lo relacionado con lo sobrenatural. Por tanto, los tres sábados siguientes atravesó el pasillo como de costumbre entre la medianoche y las tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser ni visto ni oído. Se quitó las botas, caminó tan levemente como le fue posible sobre las tarimas carcomidas, se puso un largo manto de terciopelo negro, y tuvo cuidado de usar el lubricante Rising Sun para engrasar sus cadenas, aunque me veo obligado a reconocer que tuvo gran dificultad en convencerse a sí mismo para usar este último modo de protección; una noche, sin embargo, mientras la familia estaba cenando, se había deslizado al dormitorio de míster Otis y se había llevado el frasco. Se sintió bastante humillado al principio, pero después fue lo bastante sensato como para ver que había mucho que decir en favor del invento, y, hasta cierto punto, le servía a su propósito. Pero a pesar de todo no dejaban de molestarle: continuamente extendían cordeles atravesando el pasillo, con los que tropezaba en la oscuridad, y en una ocasión, cuando estaba vestido para representar el papel de «Isaac el Negro, o el Cazador de los bosques de Hogley», tuvo una caída grave al pisar en una pista de mantequilla que habían preparado los gemelos desde la entrada de la cámara de los tapices hasta lo alto de la escalera de roble. Este último agravio le enrabió tanto que resolvió hacer un esfuerzo final para reafirmar su dignidad y posición social, y decidió visitar a los jóvenes e insolentes estudiantes de Eton la noche siguiente en su famoso personaje de «Rupert el Temerario, o el Conde sin cabeza».



Hacía más de setenta años que no aparecía con ese disfraz; de hecho, desde que había asustado tanto por medio de él a la linda lady Barbara Modish, que repentinamente rompió su compromiso con el abuelo del lord Canterville actual y se fugó a Gretna Green con el apuesto Jack Castletown, declarando que nada en el mundo la induciría a entrar por matrimonio en una familia que permitía que un fantasma tan horrible se paseara arriba y abajo por la terraza a la luz del crepúsculo. Al pobre Jack le mató después lord Canterville en un duelo en Wandsworth Common, y lady Barbara murió con el corazón hecho pedazos antes del cabo de año, así es que, por cualquier lado