Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Tengo que ir ahora a Dorcas, donde les leeré su carta tan instructiva. Qué verdad es, querida tía, su idea de que en su nivel de vida debieran llevar cosas que no favorezcan. Yo debo decir que es absurda su preocupación por la ropa, cuando hay tantas cosas más importantes en este mundo y en el otro. Me alegro de que su popelina de flores resultara tan bien y de que su encaje no estuviera desgarrado. Yo voy a llevar mi vestido de raso amarillo, que tan amablemente me regaló usted, a casa del obispo el miércoles, y creo que hará un gran efecto. ¿Usted pondría lazos o no? Jennings dice que todo el mundo lleva lazos ahora y que las enaguas debieran ir encañonadas. Reggie acaba de tener otra explosión, y papá ha ordenado que se mande el reloj a las caballerizas. No creo que a papá le guste tanto como al principio, aunque está muy halagado de que le hayan enviado un juguete tan bonito e ingenioso. Eso prueba que la gente lee sus sermones y que saca de ellos un provecho.

Papá le manda su cariño, a lo que se unen todos: James, Reggie y María. Y esperando que la gota del tío Cecil esté mejor, créame, querida tía, siempre su cariñosa sobrina,

JANE PERCY

Posdata.—Por favor, dígame lo de los lazos; Jennings insiste en que están de moda».

Lord Arthur tenía un aire tan serio y parecía tan desdichado con la carta que la duquesa soltó una carcajada.

—Mi querido Arthur —exclamó—, ¡nunca volveré a enseñarte la carta de una muchacha! Pero ¿qué debo decir en lo referente al reloj? Creo que es un invento estupendo y me gustaría a mí tener uno.

—No creo que me vaya a gustar —dijo lord Arthur con una triste sonrisa.

Y salió de la habitación después de besar a su madre.

Cuando llegó arriba se hundió en un sofá y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había hecho todo lo que estaba de su parte para cometer el crimen, pero en ambas ocasiones había fallado, y no por culpa suya. Había intentado cumplir con su deber, pero parecía como si el destino mismo se hubiera vuelto traidor. Estaba oprimido por el sentido de la esterilidad de las buenas intenciones, de la futilidad de tratar de jugar limpio. Acaso hubiera sido mejor deshacer la boda. Sybil sufriría, es cierto, pero el sufrimiento no podría realmente echar a perder una naturaleza tan noble como la suya. En cuanto a él, ¿qué importaba? Hay siempre alguna guerra en la que un hombre pueda morir, alguna causa a la que un hombre pueda sacrificar la vida; y como la vida no tenía placer alguno para él, tampoco la muerte tenía ningún terror. ¡Que el destino cumpliera su cometido! No movería un dedo para ayudarlo.

A las siete y media se vistió de etiqueta y se fue al club. Allí estaba Surbiton con un grupo de jóvenes, y se vio obligado a cenar con ellos. Su conversación trivial y sus bromas vanas no le interesaban, y tan pronto como sirvieron el café les dejó, inventándose un compromiso para poder marcharse. Al salir del club, el conserje le entregó una carta. Era de herr Winckelkopf, pidiéndole que fuera a verle la tarde siguiente para examinar un paraguas explosivo que estallaba al abrirlo; era el último invento, y acababa de llegar de Ginebra. Rompió la carta en pedazos. Había decidido no probar más experimentos. Luego vagó por los embarcaderos del Támesis, y estuvo sentado durante horas junto al río. La luna se asomaba a través de una crin de nubes leonadas, como si fuera el ojo de un león, e incontables estrellas tachonaban la bóveda hueca, como polvo de oro esparcido en una cúpula de púrpura. De vez en cuando una barcaza se balanceaba en la corriente túrbida, y se iba deslizando con la marea, y las señales del ferrocarril cambiaban de verde a rojo al correr los trenes gritando a través del puente. Al cabo de un tiempo, dieron estrepitosamente las doce en la alta torre de Westminster, y a cada campanada del sonoro reloj la noche parecía estremecerse. Luego se apagaron las luces del ferrocarril, quedando una lámpara solitaria que brillaba como un gran rubí sobre un mástil gigantesco; y el estruendo de la ciudad se hizo más débil.

A las dos se levantó lord Arthur de su asiento y se encaminó hacia Blackfriars. ¡Qué irreal le parecía todo! ¡Qué semejante a un sueño extraño! Las casas del otro lado del río parecían hechas de oscuridad. Se hubiera dicho que la plata y la sombra habían cincelado de nuevo el mundo. La enorme cúpula de St. Paul se vislumbraba como una burbuja a través del aire oscuro.

Cuando llegaba cerca del obelisco de Cleopatra’s Needle, vio a un hombre apoyado en el pretil, y al acercarse más alzó el hombre la vista, dándole la luz de gas de pleno en el rostro.

¡Era míster Podgers, el quiromántico! Eran inconfundibles su cara gruesa y fofa, sus gafas con montura de oro, su débil sonrisa enfermiza, su boca sensual.

Lord Arthur se detuvo. Una idea repentina iluminó su mente, y se deslizó cautelosamente por detrás. En un momento había cogido a míster Podgers por las piernas y le había lanzado al Támesis. Hubo un grosero juramento, un pesado chapoteo, y todo volvió a la calma. Lord Arthur escudriñó con ansiedad, pero no pudo ver nada del quiromántico, a excepción de un sombrero de copa que hacía piruetas en un remolino de agua iluminada por la luna. Al cabo de un rato se hundió también y no fue visible ninguna huella de míster Podgers. En un momento dado pensó lord Arthur que veía la abultada figura deforme luchando por llegar a la escalera que había junto al puente, y una horrible sensación de haber fallado se apoderó de él; pero resultó ser meramente un reflejo, y se disipó cuando brilló la luna apareciendo detrás de una nube. Al fin parecía que había llevado a cabo el decreto del destino. Lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil le vino a los labios.

— ¿Se le ha caído a usted algo, señor? —dijo de pronto una voz a sus espaldas.

Giró en redondo, y vio a un policía con su linterna sorda.

—Nada importante, sargento —respondió sonriente, y llamando a voces a un coche de alquiler que pasaba, entró en él de un salto y le dijo al cochero que le llevara a Belgrave Square.

Durante los días que siguieron a este suceso, lord Arthur pasaba alternativamente de la esperanza al temor. Había momentos en que casi esperaba que míster Podgers entrara en la habitación, y, sin embargo, en otros momentos sentía que el destino no podía ser tan injusto con él. Dos veces fue hasta la casa del quiromántico, en West Moon Street, pero no pudo decidirse a tocar la campanilla. Suspiraba por tener una seguridad, pero la temía.

Por fin llegó esa seguridad. Estando en la sala de fumadores del club, tomando el té y escuchando bastante cansado el relato de Surbiton de la última canción cómica en Gaiety, entró el camarero con los periódicos de la tarde. Cogió el St. James’s, y estaba hojeándolo sin ninguna atención, cuando un encabezamiento extraño atrajo su mirada. Era el siguiente:

SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO

Se puso pálido de excitación y comenzó a leer. El párrafo decía lo siguiente:

«Ayer por la mañana, a las siete, fue devuelto por el agua el cadáver de míster Septimus R. Podgers, quiromántico eminente, en Greenwich, justamente delante del hotel Ship. Hacía días que se había echado en falta al desafortunado señor, y había gran ansiedad respecto a su paradero en círculos quirománticos. Se supone que se suicidó bajo la influencia de alguna perturbación mental pasajera, causada por exceso de trabajo, y los forenses han entregado hoy el dictamen a ese respecto. Míster Podgers acababa de terminar un complicado tratado sobre el tema de la mano humana, que va a ser pronto publicado y sin duda atraerá un gran interés. El fallecido tenía sesenta y cinco años, y parece que no ha dejado parientes».

Lord Arthur salió precipitadamente del club con el periódico todavía en la mano, para inmenso asombro del conserje, que trató en vano de detenerle, y se dirigió en coche en seguida a Park Lane.

Sybil le vio desde la ventana, y algo le dijo que era portador de buenas noticias. Bajó corriendo a su encuentro, y al ver su rostro supo que todo iba bien.

—Mi querida Sybil —exclamó lord Arthur—. ¡Casémonos mañana!

— ¡Tonto! ¡Si no se ha encargado todavía la tarta nupcial! —dijo Sybil, riendo a través de las lágrimas.

VI

Cuando la ceremonia tuvo lugar, unas tres semanas más tarde, St. Peter estaba abarrotado de una multitud perfecta de gente elegante. Las palabras rituales fueron leídas de la manera más impresionante por el deán de Chichester, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que no habían visto nunca más bonita pareja que la que formaban los novios. Eran más que hermosos y, a pesar de ello, eran felices. Nunca, ni por un solo instante, lamentó lord Arthur todo lo que había padecido por amor a Sybil; y ella, por su parte, le dio lo mejor que una mujer puede dar a un hombre: devoción, ternura y amor. Para ellos la realidad no había matado el romance. Seguían sintiéndose jóvenes.

Algunos años después, cuando habían tenido dos hermosos hijos, un niño y una niña, fue a visitarles lady Windermere a Alton Priory, una hermosa propiedad antigua, regalo de boda del duque a su hijo; y una tarde, cuando estaba sentada con lady Arthur en el jardín debajo de un tilo, viendo jugar a los niños en el paseo de los rosales, semejantes a rayos de sol caprichosos, tomó de pronto la mano de su anfitriona entre las suyas y le preguntó:

— ¿Eres feliz, Sybil?

—Querida lady Windermere, ¡claro que soy feliz! ¿Acaso usted no lo es?

—No tengo tiempo de ser feliz, Sybil. Me gusta siempre la última persona que me presentan; pero, por regla general, en cuanto conozco a la gente me canso de ella.

— ¿No le satisfacen sus leones, lady Windermere?

— ¡Oh, no, querida!, los leones sólo sirven para una temporada. Tan pronto como se les corta la melena se vuelven las criaturas más aburridas. Además se portan muy mal si uno es de verdad amable con ellos. ¿Te acuerdas de aquel horrible míster Podgers? Era un terrible impostor. Desde luego, no es que me importara eso en absoluto, e incluso cuando quiso pedirme prestado dinero le perdoné, pero no podía soportar que me cortejara. Realmente me ha hecho odiar la quiromancia. Ahora me interesa la telepatía; es mucho más divertida.

 

—No debe decir aquí nada en contra de la quiromancia, lady Windermere; es el único tema del que no le gusta a Arthur que se burle la gente. Le aseguro que él se lo toma muy en serio.

— ¿No querrás decir que se lo cree, Sybil?

—Pregúnteselo a él, lady Windermere, aquí está.

Y lord Arthur se aproximaba por el jardín, con un gran ramo de rosas amarillas en la mano y sus dos hijos danzando en torno suyo.

— ¿Lord Arthur?

—Dígame, lady Windermere.

— ¿No irá usted a decir que cree en la quiromancia?

—Desde luego que sí —dijo el joven, sonriendo.

—Pero ¿por qué?

—Porque le debo a ella toda la felicidad de mi vida —musitó, lanzándose en una silla de mimbre.

—Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?

—A Sybil —respondió, entregando las rosas a su esposa, y mirando en lo hondo de sus ojos violeta.

— ¡Qué tontería! —exclamó lady Windermere—. No había oído una tontería semejante en toda mi vida.

LA ESFINGE SIN SECRETO

Una tarde, estaba yo sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de pobreza que pasaba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. Me volví y vi que era lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde que íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la mano. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo le estimaba muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. Solíamos decir de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la verdad, pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza. Le encontré muy cambiado. Parecía preocupado y confuso, y daba la impresión de que le inquietaba alguna incertidumbre. Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

—No entiendo suficientemente bien a las mujeres —replicó.

—Mi querido Gerald —dije yo—, las mujeres están para ser amadas, no para ser comprendidas.

—Yo no puedo amar si no puedo confiar —contestó.

—Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald —exclamé—; cuéntamelo todo.

—Vamos a dar un paseo en coche —respondió—; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cualquier otro color… Ese verde oscuro nos valdrá.

Y unos minutos después íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.

— ¿Adónde te parece que vayamos? —pregunté yo.

— ¡Oh, adonde tú quieras! —contestó él—; al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.

—Yo quiero que me hables primero de tu vida —dije—. Cuéntame tu misterio.

Sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel marroquí con cierre de plata y me lo entregó. Lo abrí. Dentro había una fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y extrañamente pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos. Parecía una clairvoyante, y estaba envuelta en ricas pieles.

— ¿Qué piensas de esa cara? —dijo—, ¿te parece sincera?

La examiné cuidadosamente. Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera podido decir si ese secreto era bueno o malo. Su belleza era una belleza moldeada a base de misterios —de hecho, una belleza psicológica, no plástica— y la débil sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.

—Y bien —exclamó impaciente—, ¿qué dices?

—Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina —respondí—. Cuéntame todo lo referente a ella.

—Ahora no —dijo—; después de la cena.

Y se puso a hablar de otras cosas.

Cuando el camarero nos hubo servido el café y los cigarrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la habitación, y arrellanándose en un sillón, me contó la siguiente historia:

«Una tarde, aproximadamente a las cinco —dijo—, estaba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi detenido. Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. Al pasar junto a él se asomó la cara que te mostré esta tarde. Me fascinó inmediatamente. Toda aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y esperando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue y, finalmente, empecé a pensar que no era más que un sueño.

Aproximadamente una semana después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media estábamos todavía esperando en el salón. Por fin, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer a quien había estado yo buscando. Entró muy lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. Después de habernos sentado, observé con la mayor inocencia:

—Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.

Se puso muy pálida y me dijo en voz baja:

—Por favor, no hable tan alto, pueden oírle.

Me sentí desdichado por haber hecho tan malos comienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del teatro francés. Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. Me sentí apasionada y estúpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba excitaba mi más ardiente curiosidad. Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. Ella vaciló un instante, lanzó una mirada alrededor para ver si había alguien cerca de nosotros y luego dijo:

—Sí, mañana, a las cinco menos cuarto.

Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las viudas, poniéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.

Al día siguiente, llegué a Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y muy desconcertado, y después de mucho considerarlo le escribí una carta, preguntándole si podía tener la esperanza de que se me permitiera probar suerte alguna otra tarde. No obtuve respuesta en algunos días, pero finalmente recibí una pequeña nota diciéndome que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria posdata: “Por favor, no vuelva a escribirme aquí; se lo explicaré cuando le vea”. Aquel domingo me recibió, y estuvo sumamente encantadora; pero cuando me iba, me pidió que si en alguna ocasión volvía a escribirle, dirigiera mi carta a mistress Knox, a la atención de la biblioteca Whittaker, de Green Street.

—Hay razones —dijo— por las que no puedo recibir cartas en mi propia casa.

Durante toda la temporada la vi con frecuencia, y la atmósfera de misterio nunca la abandonaba. Yo a veces pensaba que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente muy difícil para mí llegar a ninguna conclusión, pues ella era semejante a uno de esos extraños cristales que se ven en algunos museos, que en un momento son transparentes y en el siguiente son opacos. Finalmente, me decidí a pedirle que fuera mi esposa; estaba harto y cansado del incesante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las pocas cartas que le enviaba. Le escribí con ese fin a la biblioteca para preguntarle si podría recibirme el lunes siguiente a las seis. Respondió que sí, y yo me sentí transportado al séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar de su misterio, pensaba yo entonces —a consecuencia de él, me doy cuenta ahora—. No; era a la mujer en sí a quien amaba. El misterio me turbaba, me enloquecía».

— ¿Por qué me puso el azar en la pista de ese misterio?

— ¿Lo descubriste, entonces? —exclamé.

—Eso me temo —respondió—, puedes juzgar por ti mismo:

«Cuando llegó el lunes fui a almorzar con mi tío, y hacia las cuatro me encontraba en Mary Lebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly, y acorté atravesando muchas viejas callejuelas. De pronto, vi frente a mí a lady Alroy, con el rostro completamente cubierto por un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó un llavín y entró.

“Aquí está el misterio”, me dije.

Y avancé apresuradamente y examiné la casa. Parecía una especie de casa de viviendas de alquiler. En el umbral de la puerta estaba su pañuelo, que se le había caído; lo recogí y me lo metí en el bolsillo. Luego empecé a considerar qué debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía ningún derecho a espiarla, y me dirigí en coche a mi club. A las seis fui a visitarla. Estaba reclinada en un sofá, con un vestido de tarde de tisú de plata sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy bella.

—Me alegro mucho de verle —dijo—; no he salido en todo el día.

La miré lleno de asombro, y sacando el pañuelo de mi bolsillo se lo entregué.

—Se le cayó a usted esto en Cunmor Street esta tarde, lady Alroy —dije con toda calma.

Me miró aterrorizada, pero no hizo ninguna intención de coger el pañuelo.

— ¿Qué estaba haciendo allí? —pregunté.

— ¿Qué derecho tiene usted a hacerme preguntas? —respondió ella.

—El derecho de un hombre que la ama —repliqué—, he venido aquí a pedirle que sea mi esposa.

Ella ocultó el rostro entre las manos y estalló en un mar de lágrimas.

—Debe decírmelo —continué.

Se levantó, y mirándome directamente a la cara, replicó:

—Lord Murchison, no hay nada que decirle.

—Usted fue a reunirse con alguien —exclamé—; ése es su misterio.

Ella se puso terriblemente pálida, y dijo:

—No fui a reunirme con nadie.

— ¿No puede decir la verdad? —exclamé.

—Ya la he dicho —respondió.

Yo estaba loco, furioso; no sé lo que dije, pero le dije cosas terribles. Por último, salí precipitadamente de la casa.

Me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir, y emprendí un viaje a Noruega con Alan Colville. Volví al cabo de un mes, y lo primero que vi en el Morning Post fue la noticia de la muerte de lady Alroy. Había cogido un enfriamiento en la ópera, y había muerto a los cinco días de congestión pulmonar. Yo me encerré y no quise ver a nadie. ¡Tanto la había querido!, ¡tan locamente la había amado! ¡Dios mío, cómo había amado yo a aquella mujer!».

— ¿Fuiste a la casa de aquella calle? —pregunté.

—Sí —respondió.

«Un día fui a Cumnor Street. No pude evitarlo; la duda me torturaba. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aspecto respetable. Le pregunté si tenía habitaciones para alquilar.

—Bueno, señor —replicó—, se supone que los salones están alquilados; pero hace tres meses que no veo a la señora y como debe la renta, puede usted quedarse con ellos.

— ¿Es ésta la señora? —dije, enseñándole la fotografía.

—Es ella, con toda seguridad —exclamó—; ¿y cuándo va a volver, señor?

—La señora ha muerto —repliqué.

— ¡Oh, señor, espero que no sea así! —dijo la mujer—; era mi mejor inquilina. Pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.

— ¿Se reunía con alguien? —pregunté.

Pero la mujer me aseguró que no, que siempre iba sola y no veía a nadie.

 

— ¿Qué demonios hacía aquí? —exclamé.

—Simplemente se estaba sentada en el salón, señor, leyendo libros, y a veces tomaba el té —contestó la mujer.

Yo no sabía qué decir, así que le di una libra y me marché».

—Ahora bien, ¿qué crees tú que significaba todo eso? ¿No irás a creer que la mujer decía la verdad?

—Pues sí lo creo.

—Entonces, ¿por qué iba allí lady Alroy?

—Mi querido Gerard —respondí—, lady Alroy era simplemente una mujer con la manía del misterio. Alquiló aquellas habitaciones por el placer de ir allí con el velo echado, e imaginarse que era un personaje de novela. Tenía pasión por el ocultamiento, pero era meramente una esfinge sin secreto.

— ¿Realmente lo crees así?

—Estoy seguro de ello —repliqué.

Sacó el estuche de piel marroquí, lo abrió y miró la fotografía.

—Sigo cuestionándomelo —dijo al fin.

EL FANTASMA DE CANTERVILLE

UN ROMANCE HILO-IDEALISTA

I

Cuando el ministro americano míster Hiram B. Otis compró Canterville Chase todo el mundo le dijo que estaba haciendo una insensatez, ya que no cabía duda alguna de que había fantasmas en el lugar. En verdad, el mismo lord Canterville, que era hombre con el más puntilloso sentido del honor, había creído su deber mencionar el hecho a míster Otis cuando llegaron a tratar las condiciones.

—A nosotros no nos ha interesado vivir en el lugar —dijo lord Canterville—, desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, se asustó hasta el punto de que le dio un ataque, del que en realidad nunca se recuperó, al apoyarse en sus hombros dos manos de esqueleto cuando se estaba vistiendo para la cena. Y me siento en la obligación de decirle, míster Otis, que al fantasma le han visto varios miembros de mi familia que todavía viven, además del párroco, el reverendo Augustus Dampier, que es profesor del King’s College, de la Universidad de Cambridge. Después del desdichado accidente acaecido a la duquesa no quiso quedarse con nosotros ninguno de los más jóvenes de nuestros sirvientes, y lady Canterville frecuentemente no podía conciliar el sueño por la noche a consecuencia de los ruidos misteriosos procedentes del corredor y de la biblioteca.

— ¡Milord! —respondió el ministro—, tomaré el mobiliario y el fantasma en la tasación. Yo vengo de un país moderno, donde tenemos todo lo que puede comprarse con dinero; y tenemos a todos nuestros activos individuos jóvenes pintando el viejo mundo en rojo, y llevándose a sus mejores actores y prima-donnas. Doy por descontado que si hubiera cosa tal como un fantasma en Europa, lo tendríamos en nuestra patria a muy corto plazo en uno de nuestros museos públicos, o en el camino como espectáculo.

—Me temo que el fantasma existe —dijo lord Canterville, sonriendo—, aunque puede que haya resistido las ofertas de sus empresarios superactivos. Hace tres siglos que es muy conocido, desde 1584, para ser exactos, y siempre hace su aparición antes de la muerte de cualquier miembro de nuestra familia.

—Bueno, también el médico de cabecera en esos casos, lord Canterville. Pero no existe tal cosa como un fantasma, señor, y yo supongo que no van a suspenderse las leyes de la naturaleza para la aristocracia británica.

—Ciertamente ustedes son muy naturales en América —respondió lord Canterville, que no había entendido del todo la última observación de míster Otis—; y si a usted no le importa tener un fantasma en la casa, perfectamente. Sólo que debe usted recordar que yo se lo advertí.

Unas semanas después se había cerrado el trato, y al final de la temporada el ministro y su familia fueron a Canterville Chase. Mistress Otis, que de soltera, como miss Lucretia R. Tappen, de West 53rd Street, había sido una célebre belleza de Nueva York, era ahora una mujer muy hermosa, entrada en años, con bellos ojos y un magnífico perfil. Muchas damas americanas, al salir de su tierra natal, adoptan un aspecto de enfermedad crónica, bajo la impresión de que es una forma de refinamiento europeo; pero mistress Otis no había caído nunca en tal error. Tenía una magnífica constitución y una vitalidad realmente asombrosa. En verdad, en muchos aspectos era completamente inglesa, y un ejemplo excelente del hecho de que realmente lo tenemos todo en común hoy día con América, excepto, desde luego, el idioma. Su hijo mayor, a quien sus padres dieron en el bautismo el nombre de Washington, en un momento de patriotismo, algo que él no dejó jamás de lamentar, era un joven de pelo rubio, bastante bien parecido, que se había cualificado para la diplomacia americana dirigiendo el cotillón a la alemana en el casino de Newport por tres temporadas consecutivas, e incluso en Londres era muy conocido como excelente bailarín. Las gardenias y la nobleza eran sus únicas debilidades; por lo demás, era extremadamente sensato. Miss Virginia E. Otis era una muchacha de quince años, ágil y hermosa como una cervatilla, y con una noble libertad en sus grandes ojos azules. Era una maravillosa amazona, y en una ocasión había hecho una carrera montando su poni con el viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque y ganando por un cuerpo y medio, justo delante de la estatua de Aquiles, para inmenso gozo del joven duque de Chelshire, que se le declaró en el acto, y a quien sus tutores enviaron de nuevo a Eton hecho un mar de lágrimas aquella misma noche. Después de Virginia venían los gemelos, a quienes solían llamar «las estrellas y barras», porque siempre se estaban agitando. Eran unos chicos deliciosos y, a excepción del ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación de ferrocarril más próxima, míster Otis había telegrafiado para que les esperara un carruaje descubierto, y se pusieron en marcha alegremente. Era un hermoso atardecer de julio, y el aire era exquisito con la fragancia de los pinares. De vez en cuando oían una paloma torcaz arrullando con su dulce voz, o veían, en la espesura de los helechos que crujían, el pecho bruñido del faisán. Pequeñas ardillas les miraban curiosas desde las hayas al pasar, y los conejos se deslizaban corriendo a través de la maleza y por encima de los montículos cubiertos de musgo, con el rabo blanco en el aire. Al entrar en el camino de Canterville Chase, sin embargo, el cielo de pronto se entoldó de nubes; una quietud extraña parecía suspender la atmósfera, una gran bandada de grajos pasó silenciosamente por encima de su cabeza y, antes de que llegaran a la casa, cayeron algunas grandes gotas de lluvia.

En la escalinata, de pie para recibirles, estaba una mujer anciana, pulcramente vestida de seda negra, con gorro blanco y delantal. Era mistress Umney, el ama de llaves, a quien mistress Otis, ante las vivas súplicas de lady Canterville, había consentido en conservar en su antiguo puesto. Hizo una profunda reverencia a cada uno según se apeaban y dijo con una fórmula singular y anticuada:

—Le doy la bienvenida a Canterville Chase.

Tras ella atravesaron el hermoso vestíbulo de estilo Tudor y entraron en la biblioteca, una sala larga y baja de techos, con paneles de roble negro, en el fondo de la cual había una gran vidriera de colores. Aquí encontraron el té preparado para ellos, y, después de despojarse de sus ropas de viaje, se sentaron y empezaron a mirar en derredor suyo, mientras les atendía mistress Umney.

De pronto, mistress Otis se fijó en una mancha de un rojo apagado que había en el suelo, justo al lado de la chimenea y, completamente inconsciente de su significado real, dijo a mistress Umney:

—Me temo que se ha derramado algo ahí.

—Sí, señora —replicó la vieja ama de llaves con voz apagada—; se ha derramado sangre en ese lugar.

— ¡Qué horrible! —gritó mistress Otis—; yo no deseo en absoluto tener manchas de sangre en una sala de estar. Debe quitarse inmediatamente.