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100 Clásicos de la Literatura

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Los alocados sentimientos desordenados de la noche anterior habían desaparecido completamente para entonces, y consideró casi con una sensación de vergüenza su demencial vagabundeo de calle en calle, su intensa agonía emocional. La sinceridad misma de sus sufrimientos hacía que ahora le parecieran irreales; se preguntaba cómo podía haber sido tan necio para vociferar y desvariar sobre lo inevitable. La única cuestión que parecía turbarle era a quién eliminar; pues no era ciego ante el hecho de que el crimen, lo mismo que las religiones del mundo pagano, requiere una víctima además de un sacerdote. No siendo un genio, no tenía enemigos, y, a decir verdad, sentía que no era el momento de desquite por ningún resentimiento ni ninguna antipatía personales, siendo la misión en la que estaba involucrado de grande y grave solemnidad. Por consiguiente, hizo una lista de sus amigos y parientes en una hoja de papel de notas y, después de una cuidadosa atención, se decidió en favor de lady Clementina Beauchamp, una dama anciana muy simpática que vivía en Curzon Street y era prima segunda suya por línea materna. Siempre había tenido un gran cariño a lady Clem, como todos la llamaban, y como él era muy rico, habiendo entrado en posesión de los bienes de lord Rugby al cumplir la mayoría de edad, no había la posibilidad de que sacara ninguna vulgar ventaja monetaria con su muerte. De hecho, cuanto más pensaba en el asunto, más le parecía que era la persona adecuada y, sintiendo que cualquier demora sería injusta para Sybil, tomó la determinación de preparar las cosas inmediatamente.



Lo primero que había que hacer, desde luego, era liquidar sus cuentas con el quiromántico, así es que se sentó ante un pequeño escritorio de severo estilo XVIII que había cerca de la ventana, extendió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden de míster Septimus Podgers y, metiéndolo en un sobre, ordenó a su ayuda de cámara que lo llevara a West Moon Street. Telefoneó luego a las caballerizas para que le tuvieran preparado su carruaje, y se vistió para salir. Al dejar la habitación se volvió para mirar la fotografía de Sybil Merton, y juró que ocurriera lo que ocurriese nunca le haría saber lo que estaba haciendo por ella, sino que guardaría el secreto del sacrificio de sí mismo oculto siempre en su corazón.



En el camino a su club de Buckingham se detuvo en una floristería y envió a Sybil una bella cesta de narcisos de hermosos pétalos blancos y ojos abiertos de faisán; y al llegar al club, se fue directamente a la biblioteca, tocó la campanilla y encargó al camarero que le llevara una limonada con soda y un libro sobre toxicología. Había decidido resueltamente que el veneno era el mejor medio que debía adoptar en este molesto asunto. Cualquier cosa que semejara violencia personal le era extremadamente desagradable, y además tenía gran ansiedad por no asesinar a lady Clementina de ningún modo que pudiera atraer la atención pública, pues odiaba la idea de que le trataran en casa de lady Windermere como a una celebridad, o de ver su nombre figurando en las columnas de los vulgares periódicos de sociedad. Tenía también que pensar en los padres de Sybil, que eran personas más bien anticuadas y pudieran poner objeciones a la boda si se produjera algo parecido a un escándalo; aunque tenía la seguridad de que si les daba una cuenta detallada de los hechos serían los primeros en apreciar los motivos que le habían impulsado.



Tenía, pues, todas las razones para decidirse a favor del veneno; era seguro, infalible y sigiloso, y suprimía cualquier necesidad de escenas penosas, a las que, como la mayoría de los ingleses, ponía firmes objeciones.



Sin embargo, no sabía absolutamente nada de la ciencia de los venenos, y como el camarero parecía completamente incapaz de encontrar cosa alguna en la biblioteca, excepto la Guía de Ruff y la Revista de Bailey, examinó las estanterías él mismo y, finalmente, tropezó con una edición hermosamente encuadernada de la Farmacopea y un ejemplar de la Toxicología, de Erskine, editada por sir Mathew Reid, presidente del Real Colegio de Médicos, y uno de los miembros más antiguos del club de Buckingham, habiendo sido elegido por error, en vez de algún otro; un contretemps que puso tan furioso al Comité, que cuando apareció el verdadero candidato le dieron la bola negra del voto en contra por unanimidad.



Lord Arthur estaba muy desconcertado por los términos técnicos empleados en ambos libros, y había empezado a lamentar no haber prestado más atención a sus clásicos en Oxford cuando, en el segundo tomo de Erskine, encontró una relación completa de las propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que era exactamente el veneno que necesitaba; era rápido —a decir verdad, de efecto casi instantáneo—, no producía ningún dolor y, tomado en forma de cápsula de gelatina, la manera recomendada por sir Mathew, no dejaba de ser apetitoso. Visto lo cual, anotó en el puño de la camisa la cantidad necesaria para una dosis fatal, volvió a poner los libros en su sitio y se dirigió a St. James’s Street, a Pestle y Humbey, los grandes farmacéuticos.



Míster Pestle, que siempre despachaba a la aristocracia personalmente, se sorprendió mucho del encargo, y con gran deferencia musitó algo sobre la necesidad de un certificado médico. Sin embargo, tan pronto como le explicó lord Arthur que era para un gran mastín noruego del que estaba obligado a deshacerse, ya que mostraba signos de incipiente rabia y ya había mordido dos veces al cochero en la pantorrilla, expresó que estaba completamente satisfecho, cumplimentó a lord Arthur por sus maravillosos conocimientos de toxicología e hizo inmediatamente la receta.



Lord Arthur metió la cápsula en una bonita bombonière de plata que vio en un escaparate de Bond Street, tiró la fea caja de píldoras de Pestle y Humbey y se fue inmediatamente en su carruaje a casa de lady Clementina.



—Y bien, monsieur le mauvais sujet —exclamó la anciana al entrar él en el salón—, ¿por qué no has venido a verme en todo este tiempo?



—Mi querida lady Clem, no tengo nunca ni un solo momento para mí —dijo lord Arthur, sonriendo.



—Supongo que quieres decir que vas por ahí todo el día con miss Sybil Merton comprando chiffones y diciendo tonterías. No puedo comprender por qué la gente arma tanto jaleo para casarse. En mis tiempos ni en sueños se nos hubiera ocurrido nunca besuquearnos y arrullarnos en público, ni en privado, si vamos a eso.



—Le aseguro que hace veinticuatro horas que no veo a Sybil, lady Clem. Que yo sepa, pertenece por entero a sus modistas y sombrereras.



—Naturalmente, esa es la única razón por la que vienes a ver a una vieja fea como yo. Me maravilla que los hombres no escarmentéis, on a fait des folies pour moi, y aquí estoy, una pobre criatura reumática, con postizos y con mal genio. ¡Mira!, si no fuera por la querida lady Jansen, que me envía todas las peores novelas francesas que puede encontrar, no creo que pudiera lograr pasar el día. Los médicos no sirven para nada en absoluto, excepto para cobrarle a uno los honorarios; ni siquiera pueden curarme la acidez de estómago.



—Le he traído una cura para eso, lady Clem —dijo lord Arthur gravemente—. Es una cosa maravillosa, inventada por un americano.



—No creo que me gusten los inventos americanos, Arthur. Estoy segura de que no. He leído algunas novelas americanas últimamente y eran completamente disparatadas.



— ¡Oh, pero no hay ningún disparate en esto, lady Clem! Le aseguro a usted que es un remedio infalible. Tiene que prometerme que lo probará.



Y lord Arthur sacó su cajita del bolsillo y se la entregó.



—Bueno, la caja es encantadora, Arthur. ¿Es de veras un regalo? Eres muy amable. ¿Y es ésta la medicina maravillosa? Parece un bonbon. Lo voy a tomar ahora mismo.



— ¡Cielo santo!, lady Clem —exclamó lord Arthur, sujetándole la mano—, ¡no debe hacer tal cosa! Es una medicina homeopática, y si la toma sin tener acidez pudiera hacerle un daño incalculable. Espere a tenerla y tómesela entonces. Se quedará atónita del resultado.



—Me gustaría tomarlo ahora —dijo lady Clementina, poniendo a contraluz la pequeña cápsula transparente, con su burbuja flotante de aconitina líquida—. Estoy segura de que es delicioso. El hecho es que, aunque odio a los médicos, me encantan las medicinas. Sin embargo, guardaré ésta hasta mi próximo ataque.



— ¿Y cuándo será eso? —preguntó Arthur ansiosamente—. ¿Será pronto?



—Espero que no sea antes de una semana. Lo pasé muy mal ayer por la mañana por esa causa. Pero nunca se sabe.



— ¿Está usted segura entonces de que va a tener un ataque antes de fin de mes, lady Clem?



—Me temo que sí. Pero ¡qué afectuoso estás hoy, Arthur! Realmente, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte corriendo, pues voy a cenar con gente muy aburrida, que no hablará de escándalos, y yo sé que si no concilio el sueño ahora no podré mantenerme despierta durante la cena. Adiós, Arthur, dale mi cariño a Sybil, y muchas gracias por la medicina americana.



—No se olvide de tomarla, lady Clem, ¿eh? —dijo Arthur, levantándose de su asiento.



—Desde luego que no, tonto. Creo que eres muy amable al pensar en mí. Ya te escribiré diciéndote si necesito más.



Lord Arthur salió de la casa muy contento y con una sensación de inmenso alivio.



Esa noche tuvo una entrevista con Sybil Merton. Le dijo que se le había puesto una situación terriblemente difícil que ni el honor ni el deber le permitirían no afrontar. Le dijo que debía aplazarse la boda de momento, ya que hasta que no se librara de sus terribles embrollos no sería un hombre libre. Le suplicó que confiara en él y no tuviera dudas sobre el futuro; todo resultaría bien, pero era necesario tener paciencia.

 



La escena tuvo lugar en el invernadero de la casa de míster Merton, en Park Lane, donde lord Arthur había cenado, como de costumbre. Sybil no había parecido nunca más feliz, y por un momento había estado tentado lord Arthur de hacer el papel de cobarde, de escribir a lady Clementina en relación con la cápsula, y hacer que siguieran los preparativos de la boda como si no hubiera en el mundo persona tal como míster Podgers. Sin embargo, pronto se reafirmó lo mejor de su naturaleza, y aun cuando Sybil se arrojó en sus brazos llorando, no flaqueó. La belleza que turbaba sus sentidos había conmovido también su conciencia; sentía que hacer naufragar una vida tan hermosa por unos cuantos meses de placer sería hacer una cosa mal hecha.



Se quedó con Sybil hasta casi la medianoche, consolándola y dejándose consolar alternativamente, y a la mañana siguiente temprano salió para Venecia, después de escribir a míster Merton una carta firme y varonil referente a la necesidad de aplazar la boda.



IV



En Venecia encontró a su hermano, lord Surbiton, que a la sazón había llegado en su yate de Corfú. Los dos jóvenes pasaron juntos quince días deliciosos. Por la mañana cabalgaban por el Lido o se deslizaban por los canales verdes en su larga góndola negra; después del almuerzo, generalmente recibían visitas en el yate, y por la tarde cenaban en Florian y fumaban innumerables cigarrillos en la Piazza. Sin embargo, de algún modo lord Arthur no era feliz; todos los días examinaba la columna de defunciones del Times, esperando ver una esquela de la muerte de lady Clementina, pero todos los días tenía una decepción. Empezaba a temer que le hubiera ocurrido algún accidente y lamentaba con frecuencia el haberle impedido que tomara la aconitina cuando estaba tan deseosa de probar su efecto. También las cartas de Sybil, aunque llenas de cariño, de confianza y de ternura, eran a menudo tristes en el tono, y a veces pensaba él insistentemente que se había separado de ella para siempre.



Al cabo de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió navegar a lo largo de la costa hasta Rávena, ya que había oído decir que había un estupendo tiro de gallos en el Pinetum. Lord Arthur, al principio se negó rotundamente a ir, pero Surbiton, a quien quería mucho, le persuadió al fin de que si se quedaba él solo en su hotel de Danielli le iba a entrar un abatimiento de muerte; y partieron el día quince por la mañana, con un fuerte viento Nordeste y un mar bastante picado. El deporte era excelente, y la vida a pleno aire libre devolvió el color a las mejillas de lord Arthur; pero hacia el día veintidós se sintió ansioso respecto a lady Clementina y, a pesar de las protestas de Surbiton, se volvió a Venecia en tren.



Cuando bajaba de la góndola y ponía el pie en las gradas del hotel, salió el dueño a recibirle con un fajo de telegramas. Lord Arthur se los arrebató de la mano y los abrió rasgándolos. Todo había sido un éxito, ¡lady Clementina había muerto de repente en la noche del día diecisiete!



Su primer pensamiento fue para Sybil, y le envió un telegrama anunciando su inmediato regreso a Londres. Luego ordenó a su ayuda de cámara que le hiciera el equipaje para el correo de la noche, envió a los gondoleros aproximadamente cinco veces el precio de sus servicios y subió corriendo a su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí encontró esperándole tres cartas: una era de Sybil, llena de compasión y de condolencia; las otras eran de su madre y del procurador de lady Clementina. Parecía que la anciana señora había cenado con la duquesa la misma noche de su muerte; había dejado a todos encantados con su ingenio y esprit, pero había regresado a casa algo temprano, quejándose de acidez. Por la mañana la encontraron muerta en el lecho, sin haber sufrido aparentemente ningún dolor. Habían llamado inmediatamente a sir Mathew Reid, pero, claro está, no había nada que hacer, e iba a ser enterrada el día veintidós en Beauchamp Chalcote. Unos días antes de su muerte había hecho testamento, y dejaba a lord Arthur su casita de Curzon Street, con todo su mobiliario, efectos personales y cuadros, a excepción de su colección de miniaturas, que pasaba a su hermana, lady Margaret Rufford, y de su collar de amatistas, que heredaba Sybil Merton. La propiedad no era de gran valor, pero el procurador, míster Mansfield, deseaba vehemente que lord Arthur volviera en seguida, si le era posible, ya que había muchas facturas por pagar, y lady Clementina nunca había llevado sus cuentas con regularidad.



A lord Arthur le conmovió mucho que lady Clementina le recordara tan bondadosamente, y pensó que míster Podgers tenía mucho por lo que responder en aquel asunto. Su amor por Sybil, sin embargo, dominó todas las demás emociones, y la conciencia de que había cumplido con su deber le dio paz y sosiego. Al llegar a Charing Cross se sentía completamente feliz.



Los Merton le recibieron con gran afabilidad. Sybil le hizo prometer que nunca más permitiría que nada se interpusiera entre ellos, y se fijó la boda para el siete de junio. La vida le pareció, una vez más, radiante y hermosa, y toda su antigua alegría volvió a él de nuevo.



Un día, sin embargo, cuando estaba dando una vuelta a la casa de Curzon Street en compañía del procurador de lady Clementina y de Sybil, quemando paquetes de cartas desvaídas y volcando cajones de extrañas naderías, la muchacha lanzó de pronto un pequeño grito de placer.



— ¿Qué has encontrado, Sybil? —dijo lord Arthur, alzando la vista de su tarea y sonriendo.



—Esta preciosa pequeña bonbonnière de plata, Arthur. ¿No te parece holandesa y original? ¡Dámela! Yo sé que las amatistas no me irán bien hasta que no tenga más de ochenta años.



Era la caja que había contenido la aconitina.



Lord Arthur se sobresaltó, y un débil sonrojo le subió a las mejillas. Casi se había olvidado por completo de lo que había hecho, y le pareció una curiosa coincidencia que hubiera sido Sybil, por quien había pasado por toda aquella terrible ansiedad, la primera en recordárselo.



— ¡Claro que puedes quedarte con ella, Sybil! Se la regalé yo a la pobre lady Clem.



— ¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y puedo comerme el caramelo también? No tenía ni idea de que a lady Clementina le gustaran los dulces. Pensaba que era demasiado intelectual para eso.



Lord Arthur se puso mortalmente lívido, y una idea terrible cruzó por su mente.



— ¿Un caramelo, Sybil? ¿Qué quieres decir? —preguntó con voz lenta y ronca.



—Hay uno dentro, uno nada más. Parece rancio y lleno de polvo, y no tengo la más leve intención de comérmelo. ¿Qué pasa, Arthur? ¡Estás muy pálido!



Lord Arthur atravesó precipitadamente la habitación y cogió la caja. Dentro estaba la cápsula color de ámbar con su burbuja de veneno. ¡Lady Clementina había muerto de muerte natural al fin y al cabo!



La impresión de ese descubrimiento fue casi superior a sus fuerzas. Arrojó la cápsula al fuego y se hundió en el sofá con un grito de desesperación.



V



Míster Merton se disgustó mucho por el segundo aplazamiento de la boda, y lady Julia, que había encargado ya su vestido para la ceremonia, hizo cuanto estuvo en su mano para inducir a Sybil a que rompiera el compromiso. No obstante, y por mucho que Sybil amara a su madre, había puesto su vida entera en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia le dijera pudo hacerle vacilar en su fidelidad. En cuanto al mismo lord Arthur, tardó días en rehacerse de su tremenda decepción, y durante un tiempo tuvo los nervios completamente trastornados. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se reafirmó, y su mente práctica y sana no le dejó mucho tiempo en dudas sobre lo que tenía que hacer. Habiendo resultado el veneno un fallo absoluto, lo más indicado era obviamente probar la dinamita, o algún otro explosivo.



Por tanto, volvió a examinar la lista de sus amigos y parientes y, después de una cuidadosa consideración, decidió hacer volar por los aires a su tío el deán de Chichester. El deán, que era hombre de gran cultura y sabiduría, tenía una extrema afición por los relojes, y poseía una maravillosa colección de ellos, que abarcaba desde el siglo XV hasta nuestros días; y le pareció a lord Arthur que esta afición del buen deán le ofrecía una excelente oportunidad para llevar a cabo su plan. Otro asunto diferente era, desde luego, dónde procurarse una máquina explosiva. El Directorio de Londres no le dio información alguna sobre este punto, y pensó que valdría de muy poco dirigirse para ello a los de Scotland Yard, ya que aparentemente no se enteraban nunca de los movimientos de los dinamiteros hasta después de que había tenido lugar la explosión, y ni siquiera entonces se enteraban de mucho.



De pronto se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven ruso de tendencias muy revolucionarias a quien había conocido aquel invierno en casa de lady Windermere. Se suponía que el conde Rouvaloff estaba escribiendo una vida de Pedro el Grande y que había ido a Inglaterra como carpintero en la construcción de barcos con el fin de estudiar los documentos relativos a la estancia del zar en el país; pero había la sospecha general de que era un agente nihilista, y no cabía duda de que la embajada rusa no veía bien su presencia en Londres. A lord Arthur le pareció que era exactamente el hombre para su propósito, y se dirigió a su casa de Bloomsbury una mañana para pedirle consejo y ayuda.



— ¿Así que se va a tomar la política en serio? —dijo el conde Rouvaloff, cuando lord Arthur le hubo dicho el objeto de su visita.



Pero lord Arthur, que odiaba cualquier clase de jactancia, se vio obligado a admitir ante él que no tenía el más mínimo interés por las cuestiones sociales, y que simplemente quería el artefacto explosivo para un asunto puramente familiar que no le concernía a nadie más que a él.



El conde Rouvaloff le miró durante unos instantes asombrado, y luego, viendo que hablaba completamente en serio, escribió unas señas en un trozo de papel, puso sus iniciales en él y se lo entregó a través de la mesa.



—Scotland Yard daría muchísimo por saber esa dirección, querido amigo.



—No la tendrá —exclamó lord Arthur, riendo.



Y después de estrechar calurosamente la mano al joven ruso, examinó el papel y dijo al cochero que le llevara a Soho Square.



Allí le despidió, y recorrió Greek Street hasta llegar a un lugar llamado Bayle’s Court. Pasó bajo la arcada y se encontró en un curioso callejón sin salida, un cul-de-sac, aparentemente ocupado por una lavandería francesa, ya que una red perfecta de cuerdas de tender ropa se extendía atravesando de casa a casa, y había un revoloteo de ropa blanca en el aire de la mañana. Fue hasta el fondo y llamó en una pequeña casa verde. Después de alguna demora, durante la cual todas las ventanas del patio se volvieron una masa confusa de caras curiosas, abrió la puerta un extranjero de aspecto bastante rudo, que le preguntó en un inglés chapurreado qué deseaba. Lord Arthur le entregó el papel que le había dado el conde Rouvaloff; cuando el hombre lo vio hizo un saludo con la cabeza e invitó a lord Arthur a que pasara a una sala desaseada de la planta baja, con vistas a la calle, y unos momentos después herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró ruidosamente en la habitación, con una servilleta con muchas manchas de vino alrededor del cuello y un tenedor en la mano izquierda.



—El conde Rouvaloff me ha dado una presentación para usted —dijo lord Arthur, saludando con la cabeza—, y estoy deseoso de tener una breve entrevista con usted sobre un asunto de negocios. Me llamo Smith, míster Robert Smith, y quiero que me proporcione un reloj explosivo.



—Encantado de conocerle, lord Arthur —dijo el afable hombrecillo alemán riéndose—. No se alarme tanto, tengo la obligación de conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una tarde en casa de lady Windermere. Espero que su señoría esté bien. ¿Le importaría sentarse conmigo mientras termino el desayuno? Hay un pâté excelente, y mis amigos son lo bastante amables para decir que mi vino del Rin es mejor que el que les dan en la embajada alemana.



Y antes de que lord Arthur saliera de su sorpresa de que le hubieran reconocido, se encontró sentado en la habitación inferior, paladeando el más delicioso Marcobrünner, servido en una copa de color amarillo pálido, especial para ese vino, que tenía grabado el monograma imperial, y charlando del modo más amistoso posible con el famoso conspirador.



—Los relojes explosivos —dijo herr Winckelkopf— no son muy buenas cosas para exportar al extranjero, pues, aun en el caso en que consigan pasar la aduana, el servicio de trenes es tan irregular que generalmente estallan antes de llegar a su propio destino. Sin embargo, si quiere uno para uso interior del país, puedo proporcionarle un artículo excelente, y garantizarle que quedará satisfecho de los resultados. ¿Puedo preguntarle a quién está destinado? Si es para la policía o para cualquiera que esté conectado con Scotland Yard, me temo que no puedo hacer nada por usted. Los detectives ingleses son en realidad nuestros mejores amigos y siempre me ha parecido que, confiando en su estupidez, podemos hacer exactamente lo que se nos antoje. No me puedo permitir perder a uno de ellos.

 



—Le aseguro —dijo lord Arthur— que no tiene absolutamente nada que ver con la policía. De hecho, el reloj va destinado al deán de Chichester.



— ¡Válgame Dios! No tenía ni idea de que tuviera usted sentimientos tan fuertes en materia religiosa, lord Arthur. Pocos jóvenes los tienen hoy en día.



—Temo que me sobrevalora usted, herr Winckelkopf —dijo lord Arthur sonrojándose—. El hecho es que, en realidad, no sé nada de teología.



— ¿Entonces, es un asunto puramente personal?



—Puramente privado.



Herr Winckelkopf se encogió de hombros y salió de la habitación, volviendo a los pocos minutos con un cartucho redondo de dinamita, del tamaño aproximadamente de un penique, y con un bonito reloj francés, rematado por una figura en bronce sobredorado de la libertad pisoteando a la hidra del despotismo.



El rostro de lord Arthur se iluminó cuando lo vio.



—Eso es justamente lo que yo necesito —exclamó—, y ahora dígame cómo explota.



— ¡Ah, ése es mi secreto! —respondió herr Winckelkopf, contemplando su invento con una mirada de orgullo bien justificada—; dígame cuándo desea que explote y yo pondré el mecanismo para ese instante.



—Bueno, hoy es martes, y si usted pudiera enviarlo inmediatamente…



—Eso es imposible; tengo mucho trabajo importante entre manos para algunos amigos míos de Moscú. Sin embargo, pudiera enviarlo mañana.



— ¡Oh, eso dará bastante tiempo! —dijo lord Arthur cortésmente—, si se entrega mañana por la noche o el jueves por la mañana. En cuanto al momento de la explosión, digamos el viernes a las doce del mediodía, exactamente. El deán siempre está en casa a esa hora.



—El viernes a mediodía —repitió herr Winckelkopf.



Y tomó nota a ese efecto en un gran libro de contabilidad que había en un escritorio cerca de la chimenea.



—Y ahora —dijo lord Arthur, levantándose de su asiento—, le ruego que me diga cuánto le debo.



—Es tan poca cosa, lord Arthur, que no me atrevo a cobrarle nada. La dinamita viene a ser siete chelines y seis peniques, el reloj será tres libras y diez chelines, y los portes, aproximadamente cinco chelines. Estoy muy complacido de servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.



—Pero ¿y sus molestias, herr Winckelkopf?



— ¡Oh, eso no es nada! Es un placer para mí. No trabajo por dinero; vivo enteramente para mi arte.



Lord Arthur dejó sobre la mesa cuatro libras, dos chelines y seis peniques, dio las gracias al hombrecillo alemán por su amabilidad y, habiendo logrado declinar una invitación para reunirse con algunos anarquistas en una fiesta con carne y té el sábado siguiente, salió de la casa y se dirigió al parque.



Los dos días siguientes estuvo en un estado de la mayor agitación, y el viernes a las doce fue en coche a su club de Buckingham para esperar noticias. Toda la tarde estuvo el imperturbable conserje poniendo en el tablón telegramas llegados de diferentes partes del país con los resultados de las carreras de caballos, los veredictos de los procesos de divorcio, el estado del tiempo y cosas similares, mientras la cinta magnética daba pesados detalles sobre una sesión con una duración de toda la noche en la Cámara de los Comunes y de un pequeño pánico en la Bolsa. A las cuatro llegaron los periódicos de la tarde, y lord Arthur desapareció en la biblioteca con el Pall Mall, el St. James’s, el Globe yel Echo, para inmensa indignación del coronel Goodchild, que por una u otra razón tenía fuertes prejuicios contra el Evening News, y que quería leer los informes de un discurso que había pronunciado aquella misma mañana en la Mansion House sobre el tema de las misiones de África del Sur, y lo aconsejable de tener obispos negros en todas las provincias.



Ninguno de los periódicos, sin embargo, contenía ni siquiera la más leve alusión a Chichester, y lord Arthur tuvo la sensación de que debía haber fallado el atentado. Fue un terrible golpe para él, y durante un tiempo estuvo completamente abatido. Herr Winckelkopf, a quien fue a ver al día siguiente, se deshizo en complicadas disculpas y se ofreció a proporcionarle otro reloj gratis, o una caja de bombas de nitroglicerina a precio de coste. Pero él había perdido toda fe en los explosivos, y el mismo herr Winckelkopf reconoció que todo está tan adulterado hoy en día que ni siquiera la dinamita puede conseguirse apenas en estado puro. El hombrecillo alemán, no obstante, aun admitiendo que algo debía haber fallado en el mecanismo, no dejaba de tener esperanzas de que el reloj pudiera explotar todavía, y citó el caso de un barómetro que había enviado en una ocasión a Odessa, al gobernador militar, que, aunque tenía puesto el mecanismo para que explotara a los diez días, había tardado algo así como tres meses. Si bien es verdad que cuando estalló sólo consiguió hacer pedazos a una doncella, habiendo salido de la ciudad el gobernador seis semanas antes; pero al menos demostraba que la dinamita como fuerza destructiva era, bajo control de mecanismo, un agente poderoso, aunque más bien poco puntual. A lord Arthur le consoló algo esta reflexión, pero hasta en esto estaba destinado a una decepción, pues dos días después, cuando subía la escalera, le llamó la duquesa a su salón y le enseñó una carta que acababa de recibir de la casa del deán.



—Jane escribe cartas encantadoras —dijo la duquesa—; realmente debes leer esta última; es tan buena como las novelas que nos envía Mudie.



Lord Arthur tomó la carta de su mano. Decía lo siguiente:



«Casa del deán de Chichester, 27 de mayo.



Queridísima tía:



Muchísimas gracias por la franela para la institución Dorcas, y también por la guinga. Estoy completamente de acuerdo con usted en que es una tontería que quieran llevar cosas bonitas, pero todo el mundo es tan radical y tan poco religioso hoy en día que es difícil hacerles ver que no debieran tratar de vestirse como las clases altas. No sé dónde vamos a llegar. Como dice a menudo papá en sus sermones, vivimos en una época de falta de creencias.



Nos hemos divertido mucho con un reloj que envió a papá algún admirador desconocido el jueves pasado. Llegó de Londres en una caja de madera, a porte pagado; y papá tiene la impresión de que debe haberlo mandado alguien que había leído su famoso sermón. “¿Es el libertinaje libertad?”, pues en lo alto del reloj había una figura femenina llevando a la cabeza lo que papá llama el gorro frigio de la libertad. A mí no me pareció muy decoroso, pero papá dijo que era histórico, así que supongo que estaba bien. Parker deshizo el paquete, y papá lo puso en la repisa de la chimenea de la biblioteca; y estábamos todos sentados allí el viernes por la mañana, cuando exactamente al dar el reloj las doce oímos un ruido como un zumbido, salió una bocanada de humo del pedestal de la figura, ¡y la diosa de la libertad se desprendió y se rompió la nariz contra el guardafuego! María se asustó mucho; pero parecía tan ridículo, que James y yo soltamos la carcajada, e incluso papá estaba divertido. Cuando lo examinamos, encontramos que era una especie de despertador, y que poniéndolo a una hora determinada y colocando algo de pólvora y un fulminante bajo un martillete, se disparaba cuando quisieras. Papá dijo que no debía quedarse en la biblioteca, porque hacía ruido, así es que Reggie se lo llevó a la escuela, y no hace más que dar pequeñas explosiones durante todo el día. ¿Cree que le gustaría uno a Arthur como regalo de boda? Supongo que estarán muy de moda en Londres. Papá dice que debieran hacer mucho bien, ya que muestran que la libertad no puede ser duradera, sino que debe venirse abajo. Papá dice que la libertad se inventó en