Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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De pronto, recorrió la habitación con la mirada llena de ansiedad, y dijo con su clara voz de contralto:

— ¿Dónde está mi quiromántico?

— ¿Su qué, Gladys? —exclamó la duquesa con un sobresalto involuntario.

—Mi quiromántico, duquesa; no puedo vivir sin él ahora.

— ¡Querida Gladys! Usted siempre tan original —musitó la duquesa, tratando de recordar qué era en realidad un quiromántico, y con la esperanza de que no fuera lo mismo que un podólogo.

—Viene a leerme la mano dos veces por semana regularmente —continuó lady Windermere— y es sumamente interesante en sus resultados.

«¡Santo cielo! —se dijo la duquesa para sí—, es una especie de podólogo, al fin y al cabo. ¡Qué terrible! Espero que en cualquier caso sea extranjero. La cosa no sería tan mala entonces».

—Ciertamente debo presentárselo a usted.

— ¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—; ¿no estará usted diciendo que está aquí?

Y se puso a buscar un pequeño abanico de carey y un chal de encaje casi hecho jirones, a fin de estar a punto para irse en el acto.

—Desde luego que está aquí, ni en sueños se me ocurriría dar una fiesta sin él. Me dice que tengo una mano psíquica pura, y que si mi dedo pulgar hubiera sido sólo un poquito más corto sería una pesimista recalcitrante, y me hubiera metido en un convento.

— ¡Ah, ya! —dijo la duquesa, sintiéndose muy aliviada—; ¿dice la buenaventura, supongo?

—Y la malaventura, también —respondió lady Windermere—, en pequeñas y grandes cantidades. El próximo año, por ejemplo, voy a estar en gran peligro, tanto en tierra como por mar, así que me voy a ir a vivir en un globo, y haré que me suban la comida en un cesto todas las tardes. Está todo escrito en mi dedo meñique, o en la palma de la mano; se me ha olvidado en cuál de los dos.

—Pero, con toda seguridad, eso es tentar a la Providencia, Gladys.

—Mi querida duquesa, con toda seguridad la Providencia puede resistir la tentación a estas alturas. Creo que a todo el mundo le debieran leer las manos una vez al mes, para saber qué no se debe hacer. Desde luego, se hace, a pesar de todo, pero ¡es tan agradable que le adviertan a uno! Y bien, si no va alguien inmediatamente a buscar a míster Podgers, tendré que ir yo.

—Permítame que vaya yo, lady Windermere —dijo un joven alto y apuesto que estaba de pie junto a ellas, escuchando su conversación con una sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur; pero me temo que usted no le reconocería.

—Si es tan asombroso como dice, lady Windermere, no podría escapárseme. Dígame cómo es y se lo traeré a usted inmediatamente.

—Bien, no tiene ningún aspecto de quiromántico. Quiero decir que no es misterioso, ni esotérico, ni tiene aire romántico. Es un hombre bajo y grueso, con una cabeza calva y graciosa, y grandes gafas con montura de oro; algo entre un médico de cabecera y un abogado rural. Lo siento mucho, realmente, pero no es culpa mía. ¡La gente es tan fastidiosa! Todos mis pianistas parecen exactamente poetas, y todos mis poetas parecen exactamente pianistas; y recuerdo que la temporada pasada invité a cenar a un temible conspirador, un hombre que había hecho volar por los aires a tanta gente, y que llevaba siempre cota de malla, y un puñal escondido en la manga de la camisa; ¿y sabe que cuando vino parecía un viejo clérigo bonachón, y estuvo haciendo chistes toda la velada? Desde luego, era un hombre muy divertido, y todo eso, pero estuve terriblemente decepcionada; y cuando le pregunté por la cota de malla no hizo más que reírse, y dijo que era demasiado fría para llevarla en Inglaterra. ¡Ah, aquí está míster Podgers! Ahora, míster Podgers, quiero que le lea la mano a la duquesa de Paisley. Duquesa, tiene que quitarse el guante. No, la mano izquierda, no; la otra.

—Querida Gladys, realmente no creo que esté bien —dijo la duquesa desabrochando con desgana un guante de cabritilla bastante sucio.

—Nunca está bien nada que sea interesante —dijo lady Windermere—; así han hecho el mundo. Pero debo presentársele a usted, duquesa: míster Podgers, mi quiromántico favorito; míster Podgers, la duquesa de Paisley, y si le dice que tiene «el monte de la luna» mayor que el que tengo yo, nunca volveré a creer en usted.

—Estoy segura, Gladys, de que no hay nada de eso en mi mano —dijo la duquesa gravemente.

—Su gracia tiene razón —dijo míster Podgers, mirando la mano gordezuela de dedos cortos y cuadrados—, no está desarrollado «el monte de la luna». «La línea de la vida», en cambio, es excelente. Tenga la bondad de doblar la muñeca. Gracias. ¡Tres líneas claras en la rascette! Va a vivir hasta una edad avanzada, duquesa, y va a ser extremadamente feliz. Ambición muy moderada, línea de inteligencia no exagerada, línea del corazón…

—Sea indiscreto ahora, míster Podgers —exclamó lady Windermere.

—Nada me daría mayor placer —dijo míster Podgers, inclinándose—, si la duquesa lo hubiera sido alguna vez, pero siento decir que veo una gran constancia en su afecto, combinada con un fuerte sentido del deber.

—Por favor, siga usted, míster Podgers —dijo la duquesa, mostrándose muy satisfecha.

—El ahorro no es la menor de las virtudes de su gracia —continuó míster Podgers.

Y lady Windermere soltó la carcajada.

—El ahorro es una cosa muy buena —observó la duquesa con complacencia—; cuando me casé con Paisley tenía él once castillos y ni una sola casa adecuada para vivir.

—Y ahora tiene doce casas y ni un solo castillo —exclamó lady Windermere.

—Bueno, querida —dijo la duquesa—, me gusta…

—La comodidad —concluyó míster Podgers—, y las ventajas modernas, y el agua caliente en todos los dormitorios. Su gracia tiene toda la razón. La comodidad es lo único positivo que nuestra civilización puede darnos.

—Ha explicado usted admirablemente el carácter de la duquesa, míster Podgers, y ahora debe decir el de lady Flora.

Y, en respuesta a una señal con la cabeza de la sonriente anfitriona, se adelantó desmañadamente, saliendo de detrás del sofá, una muchacha alta, con pelo color de arena, como suelen tenerlo los escoceses, y altos omóplatos, y extendió una mano larga y huesuda con dedos de espátula.

— ¡Ah!, ¡una pianista!, ya veo —dijo míster Podgers—, una excelente pianista, pero acaso con poco sentido musical. Muy reservada, muy honesta, y con un gran cariño a los animales.

— ¡Completamente cierto! —exclamó la duquesa, volviéndose a lady Windermere—, ¡absolutamente cierto! Flora tiene dos docenas de perros de pastor en Macloskie y convertiría nuestra casa de Londres en una casa de fieras si su padre se lo permitiera.

—Bueno, eso es precisamente lo que hago yo con mi casa todos los jueves por la tarde —exclamó lady Windermere riéndose—. Sólo que me gustan más los leones que los perros de pastor.

—Su único error, lady Windermere —dijo míster Podgers, con una pomposa reverencia.

—Si una mujer no puede hacer que sus propios errores sean encantadores, es sólo una hembra —fue la respuesta—. Pero debe usted leer más manos para nosotros. Venga, sir Thomas, muestre la suya a míster Podgers.

Y un caballero anciano de aspecto afable, con chaleco blanco, se adelantó y extendió una mano gruesa y vigorosa con un dedo corazón muy largo.

—Una naturaleza aventurera; cuatro largos viajes en el pasado, y uno en el futuro. Ha naufragado tres veces. No, sólo dos, pero está en peligro de naufragio en el próximo viaje. Conservador fervoroso, muy puntual y con la pasión de coleccionar curiosidades. Tuvo una enfermedad grave entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una fortuna cuando tenía unos treinta. Gran aversión por los gatos y por los radicales.

— ¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—; realmente debe leer también la mano de mi mujer.

—De su segunda mujer —dijo míster Podgers con calma, manteniendo todavía en la suya la mano de sir Thomas—. De su segunda mujer. Estaré encantado.

Pero lady Marvel, una señora de aspecto melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó rotundamente a que se expusiera su pasado o su futuro. Y nada que pudiera hacer lady Windermere convenció a monsieur de Koloff, el embajador ruso, ni siquiera para quitarse los guantes. De hecho, muchas personas parecían tener miedo a enfrentarse con el extraño hombrecillo de sonrisa estereotipada, de gafas de oro y ojos como dos gotas brillantes; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, precisamente delante de todo el mundo, que no le interesaba la música ni pizca, pero que tenía sumo interés por los músicos, fue el sentir general que la quiromancia era una ciencia sumamente peligrosa, y que no se la debiera fomentar a no ser en un tête-à-tête.

No obstante, lord Arthur Savile, que se había enterado de la desafortunada historia de lady Fermor y que había estado observando a míster Podgers con un vivo interés, se llenó de una inmensa curiosidad por que le leyera la mano y, sintiéndose algo tímido para presentarse él mismo, atravesó la habitación hasta donde estaba sentada lady Windermere y, con un sonrojo encantador, le preguntó si creía que a míster Podgers le importaría hacerlo.

—Claro que no le importará —dijo lady Windermere—; para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones domados y saltan por el aro siempre que se lo ordeno. Pero debo advertirle de antemano que se lo contaré todo a Sybil. Va a venir a comer conmigo mañana para hablar de sombreros, y si míster Podgers averigua que tiene usted mal carácter, o que es propenso a la gota, o que tiene una mujer que vive en Bayswater, dé por seguro que se lo haré saber todo.

Lord Arthur sonrió y meneó la cabeza.

—No me da miedo —respondió—. Sybil me conoce tan bien como yo a ella.

 

— ¡Ah! Lamento un poco oírle decir eso. La base adecuada para el matrimonio es la incomprensión mutua. No, no soy nada cínica, meramente tengo experiencia, lo cual, sin embargo, viene a ser lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Savile se muere de ganas de que le lea la mano. No diga que está prometido a una de las muchachas más bellas de Londres, porque eso hace un mes que apareció en el Evening Post.

—Querida lady Windermere —exclamó la marquesa de Jedburgh—, deje que se quede míster Podgers un poco más. Acaba de decirme que voy a actuar en el teatro, ¡y me interesa tanto!

—Si le ha dicho eso, lady Jedburgh, ciertamente se lo quitaré. ¡Venga inmediatamente, míster Podgers, a leer la mano de lord Arthur!

—Bueno —dijo lady Jedburgh, haciendo un pequeño mohín mientras se levantaba del sofá—, si no se me permite salir al escenario, se me ha de permitir que forme parte del auditorio, en cualquier caso.

—Desde luego, todos vamos a formar parte del auditorio —dijo lady Windermere—; y ahora, míster Podgers, asegúrese de decirnos algo agradable; lord Arthur es uno de mis mayores favoritos.

Pero cuando míster Podgers vio la mano de lord Arthur se puso singularmente pálido y no dijo nada. Pareció que le recorría un escalofrío, y sus grandes cejas pobladas se contrajeron convulsivamente de un modo extraño e irritante, como solía hacerlo cuando estaba perplejo. Luego brotaron de su frente amarilla gruesas gotas de sudor, semejantes a un rocío venenoso, y sus gruesos dedos se tornaron fríos y húmedos.

A lord Arthur no le pasaron inadvertidos estos extraños signos de agitación y, por primera vez en su vida, él mismo tuvo miedo. Su primer impulso fue salir precipitadamente del salón, pero se dominó. Era mejor saber lo peor, fuese lo que fuese, que quedarse con esta horrible incertidumbre.

—Estoy esperando, míster Podgers —dijo.

—Todos estamos esperando —exclamó lady Windermere, con su modo de hablar rápido e impaciente.

Pero el quiromántico no dio respuesta alguna.

—Creo que lord Arthur va a dedicarse al teatro —dijo lady Jedburgh—, y que después de su reprimenda, lady Windermere, a míster Podgers le da miedo decírselo.

De pronto míster Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur y le cogió la izquierda, inclinándose tanto para examinarla que la montura de oro de sus gafas parecía casi tocarle la palma de la mano. Por un instante su rostro se convirtió en la blanca máscara del horror, pero pronto recuperó su sangre fría y, levantando la vista a lady Windermere, dijo con una sonrisa forzada:

—Es la mano de un joven encantador.

— ¡Desde luego que lo es! —exclamó lady Windermere—, pero ¿será un marido encantador? Eso es lo que yo quiero saber.

—Todos los jóvenes encantadores lo son —dijo míster Podgers.

—Yo no creo que un marido debiera ser demasiado fascinante —musitó pensativamente lady Jedburgh—, es demasiado peligroso.

—Mi querida niña, nunca son demasiado fascinantes —exclamó lady Windermere—. Pero lo que yo quiero son detalles; los detalles son lo único que interesa. ¿Qué le va a ocurrir a lord Arthur?

—Bien, en los próximos meses lord Arthur hará un viaje por mar…

— ¡Oh, sí, su viaje de luna de miel, naturalmente!

—Y va a perder a un pariente.

— ¡Espero que no a su hermana! —dijo lady Jedburgh, con un tono de voz lastimero.

—Ciertamente, su hermana no —respondió míster Podgers, haciendo con la mano un gesto de desaprobación—; meramente un pariente lejano.

—Bueno, estoy terriblemente decepcionada —dijo lady Windermere—. No tengo absolutamente nada que decir a Sybil mañana. A nadie le preocupan los parientes lejanos hoy en día; hace años que se pasaron de moda. Sin embargo, supongo que haría bien en tener un vestido de seda negra; siempre resulta adecuado para la iglesia, ya saben. Y ahora vayamos a tomar algo. Seguro que se lo han comido todo, pero puede que encontremos sopa caliente. François hacía antes una sopa excelente, pero ahora está tan agitado por la política que nunca me siento completamente segura con él. ¡Ojalá el general Boulanger se mantuviera en paz! Duquesa, tengo la seguridad de que está usted cansada.

—En absoluto, querida Gladys —respondió la duquesa, andando como un pato hacia la puerta—. He disfrutado inmensamente, y el podólogo, quiero decir el quiromántico, es la mar de interesante. Flora, ¿dónde puede estar mi abanico de carey? ¡Oh, muchas gracias, sir Thomas! ¿Y mi chal de encaje, Flora? ¡Oh, gracias, sir Thomas, ciertamente es usted muy amable!

Y la digna señora se las arregló para bajar la escalera sin dejar caer su esenciero más de dos veces.

Entre tanto, lord Arthur Savile había permanecido de pie junto a la chimenea, embargado por el mismo sentimiento de temor, el mismo sentido enfermizo de amenaza de mal. Sonrió débilmente a su hermana cuando ésta pasó silenciosamente a su lado del brazo de lord Plymdale, muy guapa con su brocado de color rosa y sus perlas, y apenas oyó a lady Windermere cuando le llamó para que la siguiera. Pensaba en Sybil Merton, y la idea de que algo pudiera interponerse entre los dos hacía que se le empañaran los ojos de lágrimas.

Al verle, se hubiera dicho que Némesis había robado el escudo de Palas Atenea y le había mostrado la cabeza de la Gorgona. Parecía petrificado y tenía el rostro como de mármol, en cuanto a melancolía se refiere. Había vivido la vida delicada y lujosa de un joven de buena cuna y fortuna, una vida exquisitamente libre de sórdidos cuidados, una hermosa adolescencia despreocupada; y ahora, por primera vez, era consciente del terrible misterio del destino, del pavoroso significado de la fatalidad.

¡Qué malo y qué monstruoso le parecía todo! ¿Sería posible que estuviera escrito en su mano con caracteres que él mismo no sabía leer, pero que otro podía descifrar, algún terrible secreto de pecado, alguna señal de delito roja de sangre? ¿No había escapatoria posible? ¿No seríamos más que piezas de ajedrez movidas por un poder invisible, vasijas que modela a su antojo el alfarero para honor o vergüenza? Su razón se sublevaba contra ello y, sin embargo, sentía que alguna tragedia se cernía sobre él y que de pronto había sido llamado para llevar una carga intolerable. Los actores son más afortunados a este respecto: pueden elegir entre representar tragedia o comedia, entre sufrir o divertirse, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es diferente: la mayoría de los hombres y de las mujeres están obligados a representar papeles para los que no están cualificados. Nuestros Guidensterns hacen el papel de Hamlet ante nosotros, y nuestros Hamlets tienen que bromear como el príncipe Hal. El mundo es un escenario, pero la obra tiene un mal reparto.

De pronto entró míster Podgers en el salón. Al ver a lord Arthur se sobresaltó y su tosca cara regordeta se puso de un color amarillo verdoso. Se encontraron las miradas de los hombres, y hubo un momento de silencio.

—La duquesa se ha dejado aquí uno de sus guantes, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve —dijo finalmente míster Podgers—. ¡Ah, ya lo veo, está sobre el sofá! ¡Buenas noches!

—Míster Podgers, debo insistir en que me responda sin rodeos a la pregunta que voy a hacerle.

—En otra ocasión, lord Arthur; la duquesa está preocupada. Me temo que he de irme.

—Usted no se irá; la duquesa no tiene ninguna prisa.

—No se debe hacer esperar a las señoras, lord Arthur —dijo míster Podgers con una sonrisa forzada—. El bello sexo tiene propensión a ser impaciente.

Los labios finamente cincelados de lord Arthur se curvaron con impaciente desdén. La pobre duquesa le pareció en aquel momento de muy poca importancia. Cruzó la habitación hasta donde estaba míster Podgers, y extendió la mano ante él.

—Dígame lo que vio aquí —dijo—. Dígame la verdad. Debo saberla; no soy un niño.

Los ojos de míster Podgers parpadearon tras las gafas de montura de oro, y se balanceó incómodo pasando su peso de un pie al otro, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con una reluciente cadena de reloj.

— ¿Qué le hace pensar, lord Arthur, que vi algo en su mano más de lo que dije?

—Sé que lo vio e insisto en que me diga qué era. Le pagaré; le daré a usted un cheque de cien libras.

Los ojos verdes brillaron un momento y luego se volvieron mates otra vez.

— ¿Cien guineas? —dijo al fin míster Podgers en voz baja.

—De acuerdo. Le enviaré un cheque mañana. ¿Cuál es su club?

—No pertenezco a ningún club; es decir, no precisamente ahora. Mis señas son… Pero permítame que le dé mi tarjeta.

Y sacando un trozo de cartulina de canto dorado del bolsillo del chaleco se lo entregó con una profunda reverencia a lord Arthur, que leyó escrito en ella:

Mr. Septimus R. Podgers

Quiromántico profesional

103a West Moon Street

—Mis horas de visita son de diez a cuatro —murmuró míster Podgers de modo mecánico—, y hago un descuento a las familias.

— ¡Dese prisa! —exclamó lord Arthur poniéndose muy pálido y extendiendo la mano.

Míster Podgers miró nerviosamente en torno suyo y corrió la pesada portière a través de la puerta.

—Tardaré un poco de tiempo, lord Arthur; sería mejor que se sentara.

— ¡Dese prisa, señor! —exclamó de nuevo lord Arthur, golpeando airadamente con el pie el suelo pulido.

Míster Podgers sonrió, sacó de su bolsillo superior una pequeña lupa y la limpió cuidadosamente con el pañuelo.

—Estoy dispuesto —dijo.

II

Diez minutos más tarde, con el rostro lívido de terror y los ojos enloquecidos por el dolor, lord Arthur Savile salía precipitadamente de la mansión Bentrinck, abriéndose camino entre la multitud de lacayos con librea adornada de piel que rodeaban la gran marquesina listada. Parecía no ver ni oír nada. La noche era intensamente fría, y las farolas de gas de alrededor de la plaza llameaban y parpadeaban en el viento afilado; pero lord Arthur tenía las manos calientes por la fiebre, y le ardía la frente como el fuego. Seguía y seguía andando casi como un beodo. Un guardia le miró con curiosidad cuando pasaba, y un mendigo, que salió de un soportal arrastrando los pies para pedir limosna, se asustó, viendo una miseria mayor que la suya. En una ocasión, se paró debajo de un farol y se miró las manos. Creyó que podía ver ya en ellas la mancha de sangre, y un débil grito brotó de sus labios temblorosos.

¡Crimen!, eso es lo que el quiromántico había leído en su mano. ¡Crimen! La noche misma parecía saberlo, y el viento desolado parecía aullárselo al oído. Los rincones oscuros de las calles estaban llenos de ese conocimiento, y le hacía muecas desde los tejados de las casas.

Llegó primero al parque, cuya arboleda sombría parecía fascinarle. Se apoyó cansado en la verja, refrescando su frente con el metal húmedo y escuchando el trémulo silencio de los árboles.

¡Crimen!, ¡crimen!, no hacía más que repetir, como si su repetición pudiera mitigar el horror de la palabra. El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y, sin embargo, casi esperaba que le oyera el eco y despertara a la ciudad dormida de sus sueños. Sentía un loco deseo de detener al transeúnte casual y de contárselo todo.

Luego se puso a deambular, atravesando Oxford Street y metiéndose por callejuelas estrechas y vergonzosas. Dos mujeres con la cara pintada le hicieron burla cuando pasó. De un patio oscuro le llegó el ruido de juramentos y de golpes, seguido por agudos chillidos, y apiñadas en el húmedo quicio de una puerta vio a la pobreza y a la vejez con sus espaldas encorvadas, y le embargó una extraña compasión. ¿Estos hijos del pecado y de la miseria estaban predestinados a su destino como él lo estaba al suyo? ¿Eran, como él, meramente marionetas de un espectáculo monstruoso?

Y, sin embargo, lo que le impresionaba no era el misterio del sufrimiento, sino su comedia, su absoluta inutilidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente parecía todo!, ¡qué carente de toda armonía! Estaba asombrado por la discordancia entre el optimismo superficial de su época y la realidad de la vida. ¡Era todavía muy joven!

Al cabo de un tiempo se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle silenciosa semejaba una larga cinta de plata bruñida punteada acá y allá por los oscuros arabescos de las sombras ondulantes. Allá lejos en la distancia se curvaba la línea de las farolas de gas, y delante de una pequeña casa rodeada de una tapia había un coche de alquiler solitario, con el cochero dormido en su interior. Se encaminó apresuradamente en dirección a Portland Place, mirando de vez en cuando en torno suyo, como si temiera que le fueran siguiendo. En la esquina de Rich Street había dos hombres leyendo un pequeño anuncio puesto en una valla. Le entró una extraña sensación de curiosidad y cruzó hasta allí. Cuando se acercó, sus ojos se encontraron con la palabra «Crimen», impresa en letras negras. Se sobresaltó, y un intenso sonrojo le cubrió las mejillas. Era un bando, ofreciendo una recompensa por cualquier información que llevara a la detención de un hombre de mediana estatura, entre treinta y cuarenta años, con sombrero hongo, chaqueta negra y pantalones a cuadros, y con una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur lo leyó una y otra vez, preguntándose si cogerían al malvado, y cómo se habría hecho la cicatriz. Acaso algún día su nombre estaría anunciado en las paredes de Londres; algún día, tal vez, también se pondría precio a su cabeza.

 

Ese pensamiento le hizo sentirse enfermo de terror; giró sobre sus talones y se adentró apresuradamente en la oscuridad.

Apenas sabía adónde iba. Tenía un vago recuerdo de haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, de haberse perdido en una red gigantesca de calles oscuras, y era el alba clara cuando se encontró al fin en Piccadilly Circus. Al encaminarse a su casa, en dirección a Belgrave Square, se encontró con los grandes carromatos que iban camino del mercado de Covent Garden. Los carreteros, con sus blusones blancos, con sus caras agradables curtidas por el sol y su áspero cabello rizado, iban andando vigorosamente a zancadas, haciendo chasquear sus látigos y llamándose a gritos de vez en cuando; a la grupa de un enorme caballo gris, delantero de un tiro ruidoso por el repiqueteo de los cencerros, iba montado un muchacho gordinflón, con un ramillete de prímulas en el sombrero ajado, agarrándose firme a las crines con sus manos menudas y riéndose. Y los grandes montones de hortalizas semejaban montones de jade verde sobre los pétalos rosados de alguna rosa maravillosa. Lord Arthur se sintió extrañamente turbado, sin poder decir por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le parecía inefablemente patético; y pensó en todos los días que nacían en belleza y morían en tormenta. Esos aldeanos de voces ásperas y alegres y de ademanes impasibles ¡qué Londres tan extraño veían! Un Londres libre del pecado de la noche y del humo del día, una ciudad pálida, fantasmal, una desolada ciudad de sepulcros. Se preguntaba qué pensarían de ella, y si sabían algo de su esplendor y de su vergüenza, de sus intensas alegrías de color ardiente, y de su hambre atroz, de todo lo que hace y deshace desde la mañana hasta la noche. Probablemente era para ellos un mercado tan sólo, al que llevaban sus frutos para venderlos y donde se quedaban unas cuantas horas a lo sumo, dejando las calles todavía silenciosas, las casas aún dormidas. Era un placer para él contemplarles según pasaban. Por rudos que fueran, con su pesado calzado con tachuelas y sus andares desmañados, llevaban consigo un poco de la Arcadia. Sentía lord Arthur que habían vivido con la naturaleza, que les había enseñado la paz. Les envidiaba por todo lo que no sabían.

Cuando llegó a Belgrave Square, el cielo era de un azul desvaído, y los pájaros empezaban a gorjear en los jardines.

III

Cuando lord Arthur despertó eran las doce y entraba el sol del mediodía a través de las cortinas de seda de color marfil. Se levantó y miró por la ventana. Una débil neblina de calor se suspendía sobre la gran ciudad, y los tejados de las casas parecían de plata mate. A sus pies, en el verde vibrante de la plaza, revoloteaban unos niños como mariposas blancas, y las aceras estaban abarrotadas de gente que iba camino del parque. Nunca le había parecido más hermosa la vida, nunca le había parecido más remota la maldad.

Entonces su ayuda de cámara le llevó una taza de chocolate en una bandeja. Cuando lo hubo bebido, corrió a un lado una pesada portière de felpa color melocotón y pasó al cuarto de baño. La luz se deslizaba suavemente, cenital, a través de finas láminas de ónice transparente, y el agua de la bañera de mármol brillaba con luz trémula como una adularia. Se sumergió rápidamente hasta que las frescas ondulaciones le tocaron el cuello y el cabello, y entonces metió la cabeza, como si hubiera querido lavar la mancha de algún recuerdo vergonzoso. Cuando salió del baño se sentía casi en paz. El exquisito bienestar físico del momento le había dominado, como ocurre a menudo, a decir verdad, cuando se trata de naturalezas finamente forjadas, pues los sentidos, como el fuego, pueden purificar lo mismo que destruir.

Después del desayuno se arrojó en un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chimenea, enmarcada en primoroso brocado antiguo, había una gran fotografía de Sybil Merton, como la había visto por primera vez en el baile de gala de lady Noel. La pequeña cabeza, exquisitamente moldeada, se inclinaba ligeramente hacia un lado, como si el cuello, delgado como un junco, apenas pudiera soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban un poco entreabiertos y parecían hechos para dulce música; y toda la tierna pureza de la doncellez parecía asomarse maravillada a los ojos soñadores. Con su suave vestido ajustado de crèpe-de-chiney su gran abanico en forma de hoja, se asemejaba a una de esas delicadas figurillas que se encuentran en los olivares de cerca de Tanagra; y había un toque de gracia griega en su postura y actitud. Sin embargo, no era petite, era simple y perfectamente proporcionada, cosa rara en una época en que tantas mujeres o sobrepasan el tamaño natural o son insignificantes.

Y cuando lord Arthur la miró se llenó de la terrible piedad que nace del amor. Le pareció que casarse con ella con el sino del crimen cerniéndose sobre su cabeza sería una traición como la de Judas, un pecado peor que cualquiera de los que los Borgias hubieran soñado nunca en cometer. ¿Qué felicidad podría haber para ellos, cuando en cualquier momento pudiera ser llamado él a llevar a cabo la terrible profecía escrita en su mano? ¿Qué modo de vida sería el de los dos mientras el destino tuviera todavía su terrible suerte en la balanza? Había que aplazar la boda a toda costa; estaba completamente resuelto a ello. Aunque amaba ardientemente a la muchacha, y el solo roce de los dedos de ella, cuando estaban sentados juntos, hacía que se estremecieran todos sus nervios con una alegría exquisita, no por ello dejaba de reconocer claramente dónde estaba su deber, y era plenamente consciente de que no tenía derecho alguno a casarse hasta que no hubiera perpetrado el crimen. Cometido éste, podría ir al altar con Sybil Merton y poner su vida en manos de ella sin terror a hacer el mal. Hecho esto, podría estrecharla entre sus brazos, sabiendo que ella nunca tendría que sonrojarse por su causa, nunca tendría que bajar la cabeza de vergüenza. Pero antes había que llevarlo a cabo; y cuanto más pronto, tanto mejor para ambos.

Muchos hombres en su situación hubieran preferido el camino de rosas de la frivolidad a las alturas escarpadas del deber; pero lord Arthur era demasiado concienzudo para poner el placer por encima de los principios. Había en su amor más que mera pasión, y Sybil simbolizaba para él todo lo que hay de bueno y de noble. Durante un momento tuvo una repugnancia natural contra lo que se le pedía que hiciera, pero pronto se disipó. Su corazón le decía que no se trataba de pecado, sino de sacrificio; su razón le recordaba que no tenía otra alternativa. Tenía que elegir entre vivir para sí o vivir para los demás, y aunque indudablemente fuera terrible la tarea impuesta sobre él, sabía no obstante que no debía permitir que venciera el egoísmo sobre el amor. Tarde o temprano todos estamos llamados a decidir sobre esta misma cuestión, a todos se nos plantea el mismo problema. A lord Arthur le vino a una edad temprana, antes de que se hubiera estropeado su naturaleza por el cinismo calculador de la madurez, o de que se hubiera corroído su corazón por el frívolo culto al yo, tan de moda en nuestros días, y no sintió ninguna vacilación en cumplir con su deber. Afortunadamente para él, además, no era un mero soñador ni un diletante ocioso. De haberlo sido, hubiera titubeado, como Hamlet, y hubiera permitido que la irresolución echara a perder su propósito. Pero era esencialmente práctico; la vida para él significaba acción, más que pensamiento. Tenía la más rara de todas las cosas: sentido común.