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100 Clásicos de la Literatura

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Hay una cámara en el palacio que tiene ocho muros de pórfido rojo y techo con láminas de bronce del que penden lámparas. Tocó el emperador uno de los muros y se abrió, y pasamos a un pasadizo que estaba iluminado con muchas antorchas. En nichos, a ambos lados, había grandes jarros de vino llenos hasta los bordes de monedas de plata. Cuando llegamos a la mitad del pasadizo, el emperador profirió la palabra que no puede proferirse y se abrió de par en par una puerta de granito con un resorte secreto, y él se llevó las manos al rostro para no quedar deslumbrado.

No podrías creer qué lugar tan maravilloso era. Había enormes conchas de tortuga llenas de perlas, y adularias cóncavas de gran tamaño amontonadas con rojos rubíes. El oro estaba almacenado en cofres de piel de elefante, y el oro en polvo en redomas de cuero. Había ópalos y zafiros, aquéllos en copas de cristal, y éstos en copas de jade. Verdes esmeraldas redondas estaban alineadas ordenadamente sobre diáfanas bandejas de marfil, y en un rincón había bolsas de seda repletas, algunas de turquesas y otras de berilos. Los cuerpos de marfil estaban llenos hasta los bordes de amatistas púrpura, y los cuernos de bronce, de calcedonias y cornalinas. Los pilares, que eran de cedro, tenían colgadas hileras de piedras lincurias amarillas. En los planos escudos ovalados había carbunclos, de color de vino y de color de hierba. Y, a pesar de todo lo que te he contado, no te he dicho más que la décima parte de lo que había allí.

Y después de que el emperador hubo retirado las manos de delante del rostro me dijo:

—Ésta es mi cámara del tesoro, y la mitad de lo que hay en ella es tuyo, justamente como te lo prometí. Y te daré camellos y camelleros, y cumplirán tus órdenes y llevarán tu parte del tesoro a cualquier parte del mundo a que desees ir. Y esto se hará esta noche, pues no quisiera que el sol, que es mi padre, viera que hay en la ciudad un hombre al que no puedo matar.

Pero yo le respondí:

—El oro que hay aquí es tuyo, y la plata es tuya también, y tuyas son las joyas preciosas y las cosas de valor. En cuanto a mí, no las necesito. No tomaré nada de ti excepto el pequeño anillo que llevas en el dedo de la mano.

Y el emperador frunció el ceño.

—Es sólo un anillo de plomo —exclamó—, y no tiene ningún valor. Toma por tanto la mitad de mis tesoros y vete de mi ciudad.

—No —respondí—, no cogeré más que ese anillo de plomo, pues sé lo que hay escrito en su interior, y con qué propósito.

Y el emperador tembló, y me suplicó diciendo:

—Toma mis tesoros y vete de mi ciudad. La mitad que era mía será tuya también.

Yo hice una cosa extraña, pero lo que hice no viene al caso, pues en una cueva que está sólo a un día de camino de este lugar he escondido el Anillo de las Riquezas. Está sólo a un día de camino de este lugar, y espera tu llegada. El que posee este anillo es más rico que todos los reyes del mundo. Ven, por tanto, y tómalo, y serán tuyas las riquezas del mundo.

Pero el joven pescador se rio.

—El amor es mejor que las riquezas —exclamó—, y la sirenita me ama.

—No, no hay nada mejor que las riquezas —dijo el alma.

—El amor es mejor —respondió el joven pescador.

Y se sumergió en el abismo, y el alma se fue llorando por las marismas.

Y cuando hubo transcurrido el tercer año bajó el alma a la orilla del mar, y llamó al joven pescador, y él salió del abismo y dijo:

— ¿Por qué me llamas?

Y el alma respondió:

—Acércate más, para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas maravillosas.

Así es que se acercó más, y se tendió en las aguas poco profundas, y apoyó la cabeza en la mano y escuchó.

Y el alma le dijo:

—En una ciudad que yo conozco hay una posada que está junto a un río. Allí me senté con marineros que bebían vino de dos colores diferentes, y que comían pan de cebada y pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre. Y mientras estábamos sentados divirtiéndonos, entró allí un anciano que llevaba una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Y cuando hubo extendido la alfombra en el suelo, pulsó con una púa de pluma de ave las cuerdas de su laúd; y entró corriendo una muchacha con el rostro cubierto por un velo y empezó a danzar delante de nosotros. Tenía el rostro velado con un velo de gasa, pero llevaba los pies desnudos. Desnudos tenía los pies, y se movían sobre la alfombra como pequeñas palomas blancas. Nunca he visto nada tan maravilloso; y la ciudad en la que danza está sólo a un día de camino de esta ciudad.

Y cuando el joven pescador oyó las palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies y no podía bailar. Y se apoderó de él un gran deseo, y se dijo a sí mismo:

«Está sólo a un día de camino, y puedo volver junto a mi amor».

Y rio, y se puso de pie en las aguas poco profundas, y fue a grandes pasos hacia la playa. Y cuando hubo llegado a la orilla seca volvió a reír, y tendió los brazos a su alma. Y su alma dio un gran grito de alegría y corrió a reunirse con él, y entró dentro de él, y el joven pescador vio extendida ante él sobre la arena esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Y su alma dijo:

—No nos detengamos, y salgamos de aquí inmediatamente, pues los dioses del mar son celosos, y tienen monstruos que cumplen sus mandatos.

Así es que se apresuraron, y toda aquella noche viajaron bajo la luna, y todo el día siguiente viajaron bajo el sol, y al atardecer de aquel día llegaron a una ciudad.

Y el joven pescador dijo a su alma:

— ¿Es ésta la ciudad en la que danza aquélla de quien me hablaste?

Y su alma le respondió:

—No es esta ciudad, sino otra. Entremos, no obstante.

Entraron, pues, y atravesaron las calles, y al pasar por la calle de los joyeros el joven pescador vio una hermosa copa de plata que exhibían en un puesto. Y su alma le dijo:

—Coge esa copa de plata y escóndela.

Así que cogió la copa de plata y la escondió entre los pliegues de su túnica, y salieron apresuradamente de la ciudad.

Y cuando hubieron recorrido una legua desde la ciudad, el joven pescador frunció el ceño, arrojó la copa y dijo a su alma:

— ¿Por qué me dijiste que cogiera esa copa y la escondiera, siendo una mala acción?

Pero su alma le respondió:

—No te inquietes, no te inquietes.

Y al atardecer del segundo día llegaron a una ciudad, y el joven pescador dijo a su alma:

— ¿Es ésta la ciudad en la que danza aquélla de quien me hablaste?

Y su alma le respondió:

—No es esta ciudad, sino otra. Entremos, sin embargo.

Entraron, pues, y atravesaron las calles, y al pasar por la calle de los vendedores de sandalias el joven pescador vio a un niño que estaba de pie junto a un cántaro de agua. Y el alma le dijo:

—Pega a ese niño.

Así es que pegó al niño hasta que se echó a llorar, y cuando lo hubo hecho salieron apresuradamente de la ciudad.

Y después de que hubieron recorrido una legua desde la ciudad el joven pescador se puso furioso, y dijo a su alma:

— ¿Por qué me dijiste que pegara al niño, siendo una mala acción?

Pero su alma le respondió:

—No te inquietes, no te inquietes.

Y al atardecer del tercer día llegaron a una ciudad, y el joven pescador dijo a su alma:

— ¿Es ésta la ciudad en la que danza aquélla de quien me hablaste?

Y el alma le respondió:

—Puede que sea esta ciudad, por tanto, entremos.

Entraron, pues, y atravesaron las calles, pero en ninguna parte pudo el joven pescador encontrar el río ni la posada que estaba junto a él. Y la gente de la ciudad le miraba con curiosidad, y él tuvo miedo y dijo a su alma:

—Vayámonos de este lugar, pues no está aquí la que danza con pies blancos.

Pero su alma respondió:

—No, quedémonos, pues está la noche oscura y habrá ladrones en el camino.

Así es que se sentó en la plaza del mercado a descansar, y después de un rato pasó un mercader con cabeza encapuchada que llevaba un manto de paño de Tartaria y una linterna de asta perforada al extremo de una caña nudosa. Y el mercader le dijo:

— ¿Por qué estás sentado en la plaza del mercado, viendo que están cerrados los puestos y encordados los fardos?

Y el joven pescador le respondió:

—No puedo encontrar posada en esta ciudad, ni tengo ningún pariente que pudiera darme albergue.

— ¿No somos todos hermanos? —dijo el mercader—. ¿Y no nos hizo un mismo Dios? Ven, por tanto, conmigo, pues tengo un aposento para invitados.

Así que el joven pescador se levantó y siguió al mercader a su casa. Y cuando hubieron cruzado un jardín de granados y entrado en la casa, el mercader le llevó agua de rosas en una jofaina de cobre para que se lavara las manos, y melones en sazón para que apagara la sed, y puso ante él un cuenco de arroz y un pedazo de cabrito asado.

Y cuando hubo terminado, el mercader le llevó a la alcoba de los invitados, y le pidió que durmiera y descansara. Y el joven pescador le dio las gracias y besó el anillo de su mano, y se dejó caer en las alfombras de pelo de cabra teñido. Y cuando se hubo cubierto con una manta de lana de cordero negro cayó dormido.

Y tres horas antes del alba, y siendo de noche todavía, le despertó su alma y le dijo:

—Levántate y vete al aposento del mercader, al aposento mismo en el que duerme y mátale, y cógele su oro, pues lo necesitamos.

Y el joven pescador se levantó y fue sigilosamente hasta la habitación del mercader, y sobre los pies del mercader había una espada curva, y la bandeja que había al lado del mercader tenía nueve bolsas de oro. Y extendió la mano y tocó la espada, y al tocarla se sobresaltó el mercader y se despertó, y levantándose de un salto agarró la espada y gritó al joven pescador:

 

— ¿Devuelves mal por bien y pagas derramando sangre la bondad que he mostrado contigo?

Y su alma dijo al pescador:

—Golpéale.

Y le golpeó hasta que perdió el conocimiento, y cogió entonces las nueve bolsas de oro y huyó apresuradamente a través del jardín de granados, y orientó su rostro a la estrella que es el lucero del alba.

Y cuando hubieron recorrido una legua desde la ciudad, el joven pescador se dio golpes de pecho y dijo a su alma:

— ¿Por qué me ordenaste que matara al comerciante y cogiera su oro? Tengo por seguro que eres malvada.

Pero su alma le respondió:

—No te inquietes, no te inquietes.

—No —gritó el joven pescador—. No puedo dejar de inquietarme, pues todo lo que me has hecho hacer lo aborrezco. A ti también te aborrezco, y te ordeno que me digas por qué te has portado conmigo de este modo.

Y su alma le respondió:

—Cuando me echaste al mundo no me diste corazón, así que aprendí a hacer todas estas cosas y a amarlas.

— ¿Qué dices? —murmuró el joven pescador.

—Ya lo sabes —respondió su alma—; lo sabes muy bien. ¿Has olvidado que no me diste corazón? Yo creo que no. Así que no te inquietes ni me inquietes, y quédate tranquilo, pues no hay dolor que no hayas de arrojar lejos de ti ni placer que no hayas de gozar.

Y cuando el joven pescador oyó estas palabras se puso a temblar, y dijo a su alma:

—No; eres perversa, y me has hecho olvidar a mi amor, y me has tentado con tentaciones, y has puesto mis pies en las sendas del pecado.

Y su alma le respondió:

—No habrás olvidado que cuando me echaste al mundo no me diste corazón. Ven, vayamos a otra ciudad, y regocijémonos, pues tenemos nueve bolsas de oro.

Pero el joven pescador cogió las nueve bolsas de oro y las tiró al suelo, y las pisoteó.

—No —exclamó—, y no quiero tener nada que ver contigo, ni quiero viajar contigo a ninguna parte, sino que lo mismo que te arrojé lejos de mí antes, te arrojaré ahora, pues no me has hecho ningún bien.

Y se volvió de espaldas a la luna, y con la navajilla que tenía el mango de piel de víbora verde se esforzó en recortar de sus pies la sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Sin embargo, su alma no se movió de él, ni hizo caso de su mandato, sino que le dijo:

—El conjuro que te dijo la hechicera ya no te sirve, pues yo no puedo dejarte, ni me puedes echar tú. Una vez en la vida puede un hombre arrojar su alma lejos de sí, pero el que vuelve a recibir su alma tiene que quedarse con ella para siempre, y éste es su castigo y su recompensa.

Y el joven pescador se puso lívido, y apretando los puños exclamó:

—Era una hechicera falsa, pues no me dijo eso.

—No —respondió su alma—, era fiel a aquel a quien adora, y cuya esclava será para siempre.

Y cuando supo el joven pescador que ya no podría librarse de su alma, y que era un alma perversa, y que moraría siempre con él, se arrojó al suelo llorando amargamente.

Y cuando fue de día se levantó el joven pescador y dijo a su alma:

—Me ataré las manos para no hacer tus mandatos, y cerraré los labios para no decir tus palabras, y volveré al lugar donde tiene su morada la que amo. Al mar es adonde volveré, y a la pequeña bahía en la que acostumbraba ella a cantar, y yo la llamaré y le diré el mal que he hecho y el mal que tú me has hecho.

Y su alma le tentó y dijo:

— ¿Quién es tu amada para que vuelvas a ella? El mundo tiene muchas más hermosas. Están las bailarinas de Samaris, que imitan la danza de todos los pájaros y de todos los animales. Tienen los pies pintados con alheña, y llevan en las manos campanillas de cobre. Ríen al danzar, y su risa es tan clara como la risa del agua. Ven conmigo y te las mostraré. Pues, ¿qué sentido tiene esa inquietud tuya sobre las cosas que son pecado? ¿No se han hecho las cosas sabrosas para el que come? ¿Hay veneno en lo que es dulce al beber? No te inquietes y ven conmigo a otra ciudad. Hay otra pequeña ciudad muy cerca con un jardín de tulíperos. Y habitan en ese lindo jardín pavos reales blancos y pavos reales de pecho azul. Su cola, cuando hacen la rueda al sol, es como un disco de marfil y como un disco de oro. Y la que les da el alimento danza para placer de ellos, y a veces danza sosteniéndose en las manos y otras veces danza sobre los pies. Tiene los ojos sombreados con antimonio y las aletas de su nariz tienen la forma de las alas de una golondrina. Colgada de un ganchito en una de las aletas de su nariz pende una flor tallada en una perla. Ríe mientras danza, y las ajorcas de plata que rodean sus tobillos repican como campanas de plata. Así que no te inquietes más, y ven conmigo a esa ciudad.

Pero el joven pescador no respondió a su alma, sino que selló sus labios con el sello del silencio, y con una cuerda apretada ató sus manos, y emprendió el camino de vuelta al lugar del que había salido, a aquella pequeña bahía en que su amor solía cantar. Y siempre le tentaba su alma en el camino, pero él no le respondía, ni quiso hacer ninguna de las maldades que intentaba que hiciera, ¡tan grande era la fuerza del amor que había dentro de él!

Y cuando hubo llegado a la orilla del mar, desató la cuerda de sus manos, y rompió el sello de silencio de sus labios, y llamó a la sirenita. Pero ella no acudió a su llamada, aunque la llamó durante todo el día suplicándole.

Y su alma se burlaba de él y decía:

—Ciertamente tienes poca alegría con tu amor. Eres semejante a quien en tiempo de escasez vierte agua en una vasija rota; rechazas lo que tienes y no se te da nada a cambio. Más te valdría venir conmigo, pues sé dónde está el Valle del Placer, y las cosas que allí existen.

Pero el joven pescador no respondió a su alma, y en una hendidura de la roca se construyó una casa de zarzo, y habitó allí por espacio de un año. Y cada mañana llamaba a la sirena, y cada mediodía la volvía a llamar, y por la noche pronunciaba su nombre. No obstante, ella nunca salió del mar a su encuentro, ni en ningún lugar del mar pudo encontrarla, aunque la buscó en las grutas y en el agua verde, en los charcos que forma la marea y en los pozos del fondo del abismo.

Y siempre su alma le tentaba con el mal, y le musitaba cosas terribles. Sin embargo, no prevalecía contra él, ¡tan grande era la fuerza de su amor!

Y después de transcurrido el año, pensó el alma en su interior:

«He tentado a mi dueño con el mal, y su amor es más fuerte que yo. Le tentaré ahora con el bien, y puede que quiera venirse conmigo».

Así es que habló al joven pescador y dijo:

—Te he hablado de la alegría del mundo, y me has prestado oídos sordos. Permíteme ahora que te hable del sufrimiento del mundo, y puede que quieras escuchar. Pues, en verdad, el sufrimiento es el señor de este mundo, y no hay nadie que escape de sus redes. Hay quien carece de vestido, y quien carece de pan. Hay viudas que se sientan cubiertas de púrpura, y viudas que se sientan cubiertas de harapos. De acá para allá en las tierras pantanosas van los leprosos y son crueles los unos con los otros. Los mendigos recorren arriba y abajo los caminos con las bolsas vacías. Por las calles de las ciudades pasea el hambre, y a sus puertas se sienta la plaga. Ven, vayamos a poner remedio a esas cosas, y a hacer que no existan. ¿Por qué habrías de quedarte aquí llamando a tu amor, viendo que ella no acude a tu llamada? ¿Y qué es el amor para que no pongas esta noble causa por encima de él?

Pero el joven pescador no le respondió, ¡tan grande era la fuerza de su amor! Y cada mañana llamaba a la sirena, y cada mediodía volvía a llamarla, y de noche pronunciaba su nombre. Sin embargo, nunca salió ella del mar a su encuentro, ni en ningún lugar del mar pudo encontrarla, aunque la buscó en los ríos del mar, y en los valles que están bajo las olas, en el mar que la noche convierte en púrpura, y en el mar que el alba torna gris.

Y después de transcurrido el segundo año, dijo el alma al joven pescador una noche, cuando estaba solo sentado en su hogar de zarzo:

— ¡Mira!, te he tentado con el mal y te he tentado con el bien, y tu amor es más fuerte que yo. Por tanto, no te tentaré más, pero te ruego que me permitas entrar en tu corazón para que sea uno contigo como era antes.

—Ciertamente puedes entrar —dijo el joven pescador—, pues en los días en que fuiste sin corazón por el mundo debiste sufrir mucho.

— ¡Ay! —exclamó el alma—, no puedo encontrar ninguna entrada, tan cercado por el amor está este corazón tuyo.

—Y, sin embargo, quisiera poder ayudarte —dijo el joven pescador.

Y cuando así hablaba vino del mar un grito de duelo, semejante al grito que oyen los hombres cuando muere uno de los que habitan en el mar. Y el joven pescador se puso en pie de un salto, y salió de su casa de zarzo y bajó corriendo a la orilla. Y las negras olas se apresuraron hacia la playa, llevando consigo una carga que era más blanca que la plata. Blanca como el rompiente de las olas era, y como una flor se movía en las aguas. Y el rompiente la tomó de las olas, y la espuma la tomó del rompiente, y la recibió la playa; y, yaciendo a sus pies, el joven pescador vio el cuerpo de la sirenita. Muerto a sus pies yacía.

Llorando como quien ha sido herido por el dolor se lanzó junto a ella, y besó el rojo frío de su boca, y jugueteó con el ámbar húmedo de sus cabellos. Se lanzó junto a ella en la arena, llorando como quien tiembla de alegría, y en sus brazos morenos la sostuvo junto a su pecho.

Fríos eran los labios, no obstante él los besaba. Salada era la miel de los cabellos; sin embargo la saboreaba con amarga alegría. Besaba los párpados cerrados, y la espuma bravía que había sobre las cuencas de sus ojos era menos salada que sus lágrimas.

Y al cadáver hizo él su confesión. En las conchas de sus oídos vertió el vino acerbo de su historia. Puso las pequeñas manos en torno a su cuello, y tocó con sus dedos la esbelta caña de su garganta. Amargo, amargo era su gozo, y lleno de extraña alegría era su dolor.

El negro mar vino más cerca, y la blanca espuma gemía como un leproso. Con blancas garras de espuma buscaba el mar a tientas en la playa. Desde el palacio del rey del mar llegaba de nuevo el grito de duelo, y a lo lejos, en alta mar, los grandes tritones tocaban broncamente sus caracolas.

— ¡Huye! —dijo su alma—, pues cada vez se acerca más el mar, y si te detienes te matará. ¡Huye!, que tengo miedo, viendo que tu corazón está cerrado para mí por razón de la grandeza de tu amor. Huye a un lugar seguro. ¿No querrás ciertamente mandarme al otro mundo sin corazón?

Pero el joven pescador no escuchaba a su alma, sino que llamaba a la sirenita y decía:

—El amor es mejor que la sabiduría, y de más precio que las riquezas, y más hermoso que los pies de las hijas de los hombres. Las llamas no pueden destruirlo ni pueden las aguas apagarlo. Te llamé al alba, y tú no acudiste a mi llamada. La luna oyó tu nombre; sin embargo, tú no me hiciste caso. Pues con maldad te abandoné yo, y para mi propio daño me fui a merodear. No obstante, siempre tu amor permaneció conmigo, y siempre fue fuerte y no prevaleció nada contra él, aunque contemplé el mal y contemplé el bien. Y ahora que has muerto, te digo en verdad que moriré yo también contigo.

Y su alma le suplicó que se fuera, pero él no quiso, ¡tan grande era su amor! Y el mar llegó más cerca, y trató de cubrirle con sus olas, y cuando él supo que el final estaba próximo besó con labios enloquecidos los labios fríos de la sirena, y su corazón se hizo pedazos. Y cuando por la plenitud de su amor se rompió su corazón, encontró el alma una entrada, y entró, y fue una con él igual que antes.

Y el mar cubrió con sus olas al joven pescador.

Y a la mañana siguiente fue el sacerdote a bendecir el mar, pues había estado turbulento. Y con él fueron los monjes, y los músicos, y los que portaban los cirios, y los que hacían oscilar los incensarios, y una gran concurrencia.

Y cuando el sacerdote llegó a la orilla del mar vio al joven pescador que yacía ahogado en el rompiente de las olas y, estrechado entre sus brazos, el cuerpo de la sirenita. Y retrocedió frunciendo el ceño y, después de hacer la señal de la cruz, gritó con voz sonora y dijo:

—No quiero bendecir el mar ni a nada de lo que hay en él. ¡Malditos sean los que habitan en el mar, y sean malditos los que trafican con ellos! Y en cuanto a aquél que por amor abandonó a Dios y yace aquí con su amada, y a quien el juicio de Dios dio muerte, llevaos su cuerpo y el cuerpo de su amada, y enterradlos en el rincón del Campo de los Bataneros, y no pongáis marca alguna sobre ellos ni señal de ninguna clase; que no sepa nadie el lugar de su descanso, pues fueron malditos en su vida y serán también malditos en su muerte.

 

E hicieron lo que ordenó; y en el rincón del Campo de los Bataneros, donde no crecen hierbas frescas, cavaron una honda fosa y dejaron en ella los cadáveres.

Y transcurrido el tercer año, y un día que era sagrado, subió el sacerdote a la capilla para mostrar al pueblo las llagas del Señor y hablarle de la ira de Dios.

Y cuando vestido con los ornamentos sagrados hubo entrado y se hubo prosternado ante el altar, vio que estaba el altar cubierto de extrañas flores que nunca había visto antes. Extrañas eran a la mirada y de extraña belleza, y su belleza le turbó, y su fragancia era dulce a su olfato. Y se sentía alegre, y no comprendía por qué estaba alegre.

Y después de haber abierto el sagrario, e incensado el viril de la custodia que había en él, y mostrado al pueblo la blanca hostia, y de haberla ocultado de nuevo tras el velo de los velos, empezó a hablar al pueblo, deseando hablarles de la ira de Dios. Pero la belleza de las flores blancas le turbaba, y la fragancia era dulce a su olfato; y otra palabra vino a sus labios, y habló, no de la ira de Dios, sino del Dios cuyo nombre es Amor. Y por qué hablaba así, no lo sabía.

Y cuando hubo terminado su homilía lloraba el pueblo; y el sacerdote volvió a la sacristía, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Y los diáconos entraron y empezaron a despojarle de sus ornamentos, y le quitaron el alba y el cíngulo, el manípulo y la estola. Y él estaba como quien está en sueños.

Y después de que le hubieron despojado de los ornamentos, les miró y dijo:

— ¿Cuáles son las flores que están en el altar, y de dónde vienen?

Y le respondieron:

—Qué flores son no podemos decirlo, pero proceden del rincón del Campo de los Bataneros.

Y el sacerdote se puso a temblar, y regresó a su casa y oró.

Y a la mañana siguiente, cuando era todavía el alba, fue con los monjes, y los músicos, y los que portaban los cirios, y los que hacían oscilar los incensarios, y una gran concurrencia; llegó a la orilla del mar y bendijo el mar y a todos los seres libres que hay en él. A los faunos también los bendijo, y a los pequeños seres que danzan en el bosque, y a las criaturas de ojos brillantes que miran a través de las hojas. A todas las cosas del mundo del Señor bendijo, y la gente estaba llena de alegría y de asombro. No obstante, nunca en el rincón del Campo de los Bataneros brotaron otra vez flores de ninguna especie, sino que el campo se volvió estéril lo mismo que era antes. Ni vinieron los habitantes del mar a la bahía como solían hacer, pues se fueron a otra parte del mar.

EL NIÑO-ESTRELLA

Había una vez dos pobres leñadores que volvían a su casa a través de un gran pinar. Era invierno, y hacía una noche de intenso frío. Había una espesa capa de nieve en el suelo y en las ramas de los árboles; la helada hacía chasquear continuamente las ramitas a ambos lados a su paso; y cuando llegaron a la cascada de la montaña la encontraron suspendida inmóvil en el aire, pues la había besado el rey del hielo.

Tanto frío hacía que ni siquiera los pájaros ni los demás animales entendían lo que ocurría.

— ¡Uf! —gruñía el lobo, mientras iba renqueando a través de la maleza con el rabo entre las patas—, hace un tiempo enteramente monstruoso. ¿Por qué no toma medidas el gobierno?

— ¡Uit!, ¡uit!, ¡uit! —gorjeaban los verdes pardillos—, la vieja tierra se ha muerto, y la han sacado afuera con su blanca mortaja.

—La tierra se va a casar, y éste es su traje de novia —se decían las tórtolas una a otra cuchicheando.

Tenían las patitas rosas llenas de sabañones, pero sentían que era su deber tomar un punto de vista romántico sobre la situación.

— ¡Tonterías! —refunfuñó el lobo—. Os digo que la culpa la tiene el gobierno, y si no me creéis os comeré.

El lobo tenía una mente completamente práctica, y siempre tenía a punto un buen razonamiento.

—Bueno, por mi parte —dijo el picoverde, que era un filósofo nato— no me interesa una teoría pormenorizada de explicaciones. Las cosas son como son, y ahora hace un frío terrible.

Y un frío terrible hacía, ciertamente. Las pequeñas ardillas, que vivían en el interior del alto abeto, no hacían más que frotarse mutuamente el hocico para entrar en calor, y los conejos se hacían un ovillo en sus madrigueras, y no se aventuraban ni siquiera a mirar afuera. Los únicos que parecían disfrutar eran los grandes búhos con cuernos. Tenían las plumas completamente tiesas por la escarcha, pero no les importaba, y movían en redondo sus grandes ojos amarillos, y se llamaban unos a otros a través del bosque:

— ¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Tu-uit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos!

Los dos leñadores seguían su camino, soplándose con fuerza los dedos y golpeando con sus enormes botas con refuerzos de hierro la nieve endurecida. En una ocasión se hundieron en un ventisquero profundo y salieron tan blancos como molineros cuando las muelas están moliendo; y una vez resbalaron en el hielo duro y liso donde estaba helada el agua de la tierra pantanosa, y se les cayeron los haces de su carga, y tuvieron que recogerlos y volverlos a atar; y otra vez pensaron que habían perdido el camino, y se apoderó de ellos un gran terror, pues sabían que la nieve es cruel con los que duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza en el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y volvieron sobre sus pasos, y caminaron con cautela, y al fin llegaron al lindero del bosque, y vieron allá abajo en el valle, a sus pies, las luces del pueblo en el que vivían.

Tan gozosos estaban de haber salido, que se pusieron a reír a carcajadas, y la tierra les pareció como una flor de plata, y la luna como una flor de oro. Sin embargo, después de haberse reído se pusieron tristes, pues recordaron su pobreza, y uno de ellos dijo al otro:

— ¿Por qué nos hemos alegrado, viendo que la vida es para los ricos, y no para los que son como nosotros? Más valdría que nos hubiéramos muerto de frío en el bosque, o que alguna bestia salvaje hubiera caído sobre nosotros y nos hubiera matado.

—Verdaderamente —contestó su compañero—, mucho se les da a unos y poco se les da a otros. La injusticia ha parcelado el mundo, y nada está dividido por igual, si no es el sufrimiento.

Pero mientras estaban lamentándose mutuamente de su miseria ocurrió una cosa extraña: cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa. Se deslizó por el firmamento, dejando atrás a las otras estrellas en su curso, y, mientras la miraban asombrados, les pareció que se hundía detrás de un bosquecillo de sauces que había muy cerca de un pequeño redil, no más que a un tiro de piedra de distancia.

— ¡Mira! ¡Vaya una vasija llena de oro para el que la encuentre! —gritaron.

Y se echaron a correr, ¡tanta ansia tenían por el oro!

Y uno de ellos corrió más deprisa que su compañero, y le adelantó, y abriéndose paso a través de los sauces salió al otro lado, y ¡qué maravilla!; había de verdad algo que era de oro sobre la nieve blanca. Así que se fue aprisa hacia ello, y agachándose puso las manos encima, y era un manto de tisú de oro, extrañamente tejido con estrellas y doblado en muchos pliegues. Y gritó a su camarada que había encontrado el tesoro que había caído del cielo; y cuando llegó su compañero se sentaron en la nieve y deshicieron los dobleces del manto para repartirse las monedas de oro. Pero ¡ay!, dentro no había oro, ni plata, ni en verdad ningún tesoro de ninguna clase, sino sólo un niño pequeño que estaba dormido.