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100 Clásicos de la Literatura

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A medianoche llegaron las brujas volando por el aire como murciélagos.



— ¡Fiuu! —gritaban, cuando se posaban en el suelo—; ¡hay alguien a quien no conocemos!



Y olfateaban alrededor y parloteaban unas con otras y se hacían señas. La última de todas fue la joven hechicera, con sus cabellos rojos ondeando al viento. Llevaba un vestido de tisú de oro con bordado de ojos de pavo real, y tenía en la cabeza un gorrito de terciopelo.



— ¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas cuando la vieron.



Pero ella sólo reía, y corrió al carpe, y tomando al pescador de la mano le sacó a la luz de la luna, y empezó a danzar.



Giraban y giraban dando vueltas y más vueltas, y la joven hechicera saltaba tan alto que podía ver él los tacones escarlata de sus zapatos. Luego llegó, precisamente a través de los bailarines, el ruido del galope de un caballo, pero no se veía caballo alguno, y él sintió miedo.



— ¡Más deprisa! —gritó la hechicera.



Y le echó los brazos alrededor del cuello, y él sintió sobre su rostro el cálido aliento de ella.



— ¡Más deprisa, más deprisa! —gritaba.



Y parecía que la tierra daba vueltas bajo sus pies, y se le turbó el cerebro, y le sobrecogió un gran terror, como una sensación de algo perverso que le estuviera vigilando; y al fin fue consciente de que bajo la sombra de un peñasco había una figura que no estaba allí antes. Era un hombre vestido con un traje de terciopelo negro, cortado a la moda española. Su rostro era extrañamente pálido, pero tenía los labios como una altiva flor roja. Parecía cansado, y apoyaba la espalda, jugueteando de un modo lánguido con el pomo de su daga. En la hierba, a su lado, había un sombrero con un airón de plumas y un par de guanteletes de montar con puño de encaje dorado, y con un extraño emblema bordado con aljófares. Colgaba de su hombro una capa corta forrada de piel de cebellina, y sus delicadas manos blancas estaban enjoyadas con anillos. Caían sobre sus ojos unos párpados pesados.



El joven pescador se le quedó mirando, como quien está atrapado en un conjuro. Finalmente, cruzaron la mirada, y dondequiera que bailara le parecía que los ojos del hombre estaban fijos sobre él. Oyó reír a la hechicera, y la tomó por el talle y giró con ella dando vueltas y más vueltas.



De pronto, aulló un perro en el bosque, y los que bailaban se detuvieron y, yendo de dos en dos, se arrodillaron y besaron las manos del hombre. Según lo hacían, una pequeña sonrisa tocaba sus labios orgullosos, a la manera que el ala de un pájaro roza el agua y la hace reír. Pero había desdén en aquella sonrisa. No hacía más que mirar al joven pescador.



— ¡Ven, adorémosle! —susurró la hechicera.



Y le llevó; y a él le entró un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca, y sin saber por qué lo hacía, hizo sobre su pecho la señal de la cruz, e invocó el nombre santo.



Apenas lo había hecho, cuando chillaron las brujas como halcones y huyeron, y el pálido rostro que había estado observándole se retorció en un espasmo de dolor. El hombre se dio la vuelta hacia un bosquecillo y silbó. Un caballo ligero de raza española corrió a su llamada. Al saltar a la silla se volvió y miró al joven pescador con tristeza.



Y la hechicera de cabello rojo intentó escapar también, pero el pescador la cogió por las muñecas y la sujetó.



— ¡Suéltame —gritaba ella—, y deja que me vaya! Pues tú has nombrado lo que no se debe nombrar, y has mostrado la señal que no se puede mirar.



—No —replicó él—, no dejaré que te vayas hasta que no me hayas dicho el secreto.



— ¿Qué secreto? —dijo la hechicera, forcejeando con él como un gato salvaje, y mordiéndose los labios salpicados de espuma.



—Ya lo sabes —respondió él.



Sus ojos del color de la hierba verde se enturbiaron por las lágrimas, y dijo al pescador:



—Pídeme cualquier cosa menos ésa.



Él se rio y la sujetó con más fuerza.



Y cuando vio ella que no podría liberarse, le susurró:



—Con toda seguridad yo soy tan hermosa como las hijas del mar, y tan gentil como las que moran en las aguas azules.



Y le acarició, y puso la cara junto a la suya.



Pero él la apartó frunciendo el ceño, y le dijo:



—Si no cumples la promesa que me hiciste, te mataré por bruja falsa.



Ella se volvió gris como una flor del árbol que unos llaman de Judas y otros del amor, y se estremeció.



—Sea —musitó—. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que quieras.



Y sacó de su cinto una navajilla con mango de piel de víbora verde, y se la dio.



— ¿De qué me servirá esto? —le preguntó él, sorprendido.



Se quedó ella silenciosa durante unos instantes, y se extendió sobre su rostro un aire de terror. Luego se apartó el cabello de la frente, y sonriendo de un modo extraño le dijo:



—Lo que llamáis los hombres la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino que es el cuerpo del alma. Ponte en pie en la playa de espaldas a la luna y recorta alrededor de tus pies tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y pide a tu alma que te abandone, y lo hará.



El joven pescador tembló.



— ¿Es verdad eso? —murmuró.



—Es verdad, y preferiría no habértelo dicho —exclamó ella.



Y se abrazó a las rodillas de él llorando.



Él la apartó de sí y la dejó sobre la hierba tupida, y yendo hasta la pendiente de la montaña se puso la navaja en el cinturón y empezó a descender.



Y su alma, que estaba en su interior, le llamaba y le decía:



— ¡Ay! He vivido contigo todos estos años, y he sido sierva tuya. No me arrojes de ti ahora, pues ¿qué mal te he hecho?



Y el joven pescador reía.



—No me has hecho ningún mal, pero no te necesito para nada —respondía—. El mundo es ancho, y hay un cielo además y un infierno, y esa morada en tenue penumbra que está entre los dos. Ve donde quieras, pero no me molestes, pues mi amor me está llamando.



Y su alma le suplicaba lastimeramente, pero él no le hacía caso, sino que iba saltando de risco en risco, siendo como era de pies firmes como una cabra montés y, finalmente, llegó a la tierra llana y al borde amarillo del mar.



Fornido y con miembros de bronce, como una estatua esculpida por un griego, estaba en la arena de espaldas a la luna, y de la espuma salían brazos blancos que le llamaban haciéndole señas, y de las olas emergían formas difuminadas que le rendían homenaje. Ante él yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás de él estaba la luna suspendida en el aire color de miel.



Y su alma le dijo:



—Si de verdad tienes que arrojarme lejos de ti, no me envíes sin darme un corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para llevarlo conmigo.



Él sacudió la cabeza y sonrió.



— ¿Con qué amaría a mi amor si te diera el corazón? —exclamó.



—Sé compasivo —dijo su alma—; dame tu corazón, pues el mundo es cruel y tengo miedo.



—Mi corazón es de mi amada —respondió—; por tanto, no te hagas la remolona y vete.



— ¿No debiera yo también amar? —preguntó su alma.



— ¡Vete!, pues no te necesito —exclamó el joven pescador.



Y cogió la navajita con el mango de piel de víbora verde, y recortó la sombra alrededor de sus pies, y la sombra se puso en pie y se plantó ante él y le miró, y era exactamente igual a él.



Él se echó lentamente hacia atrás, y se puso rápidamente la navaja en el cinto, y le embargó un sentimiento de pavor.



— ¡Vete! —murmuró—, ¡y que no vea más tu cara!



—No; debemos volver a vernos —dijo el alma.



Su voz era apagada y parecida a la de la flauta, y apenas movía los labios para hablar.



— ¿Cómo nos encontraremos? —exclamó el joven pescador—. ¿No irás a seguirme a las profundidades del mar?



—Una vez al año vendré a este lugar, y te llamaré —dijo el alma—. Puede ocurrir que me necesites.



— ¿Para qué voy a necesitarte? —exclamó el joven pescador—; pero sea como deseas.



Y se sumergió en el agua, y los tritones hicieron sonar sus caracolas, y la sirenita emergió para recibirle, y le echó los brazos al cuello y le besó en la boca.



Y el alma se quedó en la playa solitaria y los miró. Y cuando se sumergieron en el agua se fue llorando por las marismas.



Y al cabo de un año bajó el alma a la orilla del mar y llamó al joven pescador, y éste salió del abismo y dijo:



— ¿Por qué me llamas?



Y el alma respondió:



—Acércate más, para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas asombrosas.



Así que se acercó y se tendió en las aguas poco profundas, y apoyó la cabeza en la mano y escuchó.



Y el alma le dijo:



—Cuando me separé de ti volví el rostro hacia el oriente y emprendí el camino. Del oriente viene todo lo que es sabio. Seis días viajé, y en la mañana del séptimo día llegué a una colina del país de los tártaros. Me senté a la sombra de un tamarindo para resguardarme del sol. La tierra estaba reseca y requemada por el calor. Las gentes iban de acá para allá en la llanura semejantes a moscas arrastrándose sobre un disco de cobre bruñido.



Cuando llegó el mediodía subió del borde llano de la tierra una nube de polvo rojo. Al verla, los tártaros tensaron sus arcos pintados y, después de saltar a sus pequeños caballos, galoparon a su encuentro. Las mujeres huyeron gritando a las carretas, y se ocultaron detrás de las cortinas de fieltro.



Al crepúsculo regresaron los tártaros, pero faltaban cinco, y de los que volvían no pocos habían sido heridos. Engancharon los caballos a las carretas y se fueron apresuradamente.



Salieron tres chacales de una cueva y se pusieron a mirar detrás de ellos; y olfatearon el aire y se fueron trotando en dirección opuesta.

 



Cuando salió la luna vi un fuego de campamento que ardía en la llanura, y fui hacia él. Alrededor había un grupo de mercaderes sentados sobre alfombras. Detrás de ellos estaban sus camellos atados a estacas, y los negros que tenían por siervos estaban armando sobre la arena tiendas de piel curtida, y haciendo una alta cerca con nopales.



Al acercarme a ellos, el jefe de los mercaderes se levantó y sacó la espada, y me preguntó qué me llevaba allí.



Yo respondí que era príncipe en mi propia tierra, y que había escapado de los tártaros, que habían intentado hacerme su esclavo. El jefe se sonrió, y me mostró cinco cabezas clavadas en largas cañas de bambú.



Luego me preguntó quién era el profeta de Dios, y le respondí que era Mahoma.



Cuando oyó el nombre del falso profeta, inclinó la cabeza y me tomó de la mano, y me colocó a su lado. Un negro me llevó leche de yegua en una escudilla de madera, y un pedazo de carne de cordero asada.



Al rayar el día proseguimos el viaje. Yo cabalgaba en un camello de pelo rojizo, junto al jefe, y un corredor corría delante de nosotros llevando una lanza. Iban los guerreros a ambos lados, y seguían las mulas con la mercancía. Había cuarenta camellos en la caravana, y el número de mulas era dos veces cuarenta.



Del país de los tártaros fuimos al país de los que maldicen a la luna. Vimos a los grifos guardando su oro sobre las rocas blancas, y a los dragones durmiendo en sus cavernas. Al pasar por las montañas conteníamos la respiración para que no cayeran las nieves sobre nosotros, y todos los hombres se anudaban un velo de gasa delante de los ojos. Cuando pasábamos por los valles, los pigmeos nos disparaban flechas desde las concavidades de los árboles, y de noche oíamos a los salvajes que redoblaban los tambores. Al llegar a la Torre de los Monos pusimos frutas ante ellos, y no nos hicieron daño. Cuando llegamos a la Torre de las Serpientes, les dimos leche caliente en cuencos de latón, y nos dejaron pasar. Tres veces en nuestro viaje llegamos a las orillas del Oxo; lo cruzamos en balsas de madera con grandes vejigas de pellejo hinchado. Los hipopótamos se llenaban de rabia contra nosotros e intentaban matarnos, y al verlos los camellos temblaban.



Los reyes de todas las ciudades nos hacían pagar impuestos, pero no solían tolerar que entráramos por sus puertas. Nos arrojaban pan por encima de las murallas, bollitos de maíz cocidos con miel y bizcochos de flor de harina rellenos de dátiles. Por cada cien cestos les dábamos una cuenta de ámbar.



Al vernos llegar, los habitantes de los pueblos envenenaban las fuentes y huían a las cumbres de las colinas. Luchamos con los magadenses, que nacen viejos y se vuelven jóvenes cada año que pasa y mueren cuando son niños pequeños; y con los lactros, que se dicen hijos de los tigres, y se pintan de negro y amarillo; y con los aurantes, que entierran a sus muertos en las copas de los árboles, y viven ellos en cavernas oscuras para que no los mate el sol, que es su dios; y con los crimnianos, que adoran a un cocodrilo, y le regalan pendientes de cristal verde, y le alimentan con mantequilla y aves recién matadas; y con los agazombanos, que tienen cara de perro; y con los sibanos, que tiene pies de caballo, y corren más raudos que ellos. Un tercio de nuestro grupo murió en el combate, y un tercio murió de necesidad. El resto murmuraba contra mí, y decía que yo les había llevado una fortuna adversa. Saqué a una víbora con cuernos de debajo de una piedra y dejé que me picara, y cuando vieron que no enfermaba les entró miedo.



Al cuarto mes llegamos a la ciudad de Illel. Era de noche cuando llegamos a la arboleda que hay fuera de sus muros, y el aire era sofocante, pues la luna estaba en su curso por Escorpión. Cogimos las granadas maduras de los árboles, y las abrimos y bebimos su dulce jugo. Luego nos echamos en nuestras alfombras y esperamos al alba.



Y al alba nos levantamos y llamamos a las puertas de la ciudad. Eran de bronce rojo y llevaban esculpidos dragones marinos y dragones con alas. Los centinelas nos miraron desde las almenas y nos preguntaron qué queríamos. El intérprete de la caravana respondió que habíamos llegado de la isla de Siria con abundante mercancía. Tomaron rehenes, y nos dijeron que nos abrirían la puerta a mediodía, y nos pidieron que nos quedáramos allí hasta entonces.



Al mediodía abrieron la puerta, y cuando entramos salió la gente en tropel de las casas para mirarnos; y un pregonero recorrió la ciudad voceando a través de una caracola. Nosotros estábamos en la plaza del mercado, y los negros desataron los fardos de tela estampada con figuras y abrieron los cofres tallados de madera de sicomoro. Y cuando hubieron terminado su tarea, sacaron los mercaderes sus extrañas mercancías: el lino encerado de Egipto y el lino pintado del país de los etíopes, las esponjas púrpura de Tiro y los tapices azules de Sidón, las copas de frío ámbar y las finas vasijas de cristal y las curiosas vasijas de arcilla cocida y quemada. Desde la azotea de una casa un grupo de mujeres nos observaba. Una de ellas llevaba una máscara de cuero sobredorado.



Y el primer día vinieron los sacerdotes y comerciaron con nosotros, y el segundo día vinieron los nobles, y el tercer día, los artesanos y los esclavos. Y esta es la costumbre que tienen respecto a todos los mercaderes mientras están en la ciudad.



Y permanecimos allí durante una luna, y cuando la luna estaba en el cuarto menguante, me cansé y me puse a vagar por las calles de la ciudad, y llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes, con sus túnicas amarillas, se movían silenciosamente entre los verdes árboles, y sobre un pavimento de mármol negro se levantaba la casa de color rojo rosado en la que el dios tenía su morada. Sus puertas estaban revestidas de laca, y toros y pavos reales estaban esculpidos en ellas en relieves de oro pulido. El tejado era de tejas de porcelana verde mar, y las cornisas, muy salientes, están festoneadas de campanillas. Al pasar volando las palomas, sus alas tropezaban con las campanas y las hacían repiquetear.



Delante del templo había un estanque de agua clara pavimentado con ónice veteado. Yo me recosté junto a él, y con mis dedos pálidos toqué las anchas hojas. Uno de los sacerdotes vino hasta donde yo estaba y se quedó de pie detrás de mí. Tenía sandalias en los pies, una de suave piel de serpiente y la otra de plumas de ave. En la cabeza llevaba una mitra de fieltro negro adornado con dibujos de la media luna en plata. Siete tonos diferentes de amarillo estaban tejidos en su túnica, y su cabello crespo estaba teñido con antimonio.



Después de una breve pausa me habló, y me preguntó qué deseaba.



Le dije que mi deseo era ver al dios.



—El dios está cazando —dijo el sacerdote, mirándome con extrañeza con sus pequeños ojos oblicuos.



—Dime en qué bosque y cabalgaré con él —respondí. Él peinó los suaves flecos de su túnica con sus largas uñas puntiagudas.



—El dios está dormido —susurró.



—Dime en qué lecho, y velaré junto a él —respondí yo.



—El dios está en el festín —exclamó.



—Si el vino es dulce lo beberé con él, y si es amargo, lo beberé con él también —fue mi respuesta.



Inclinó la cabeza admirado y, tomándome de la mano, me alzó, y me condujo al templo.



Y en la primera cámara vi un ídolo sentado en un trono de jaspe bordeado de grandes perlas orientales. Estaba tallado en ébano, y su estatura era la estatura de un hombre. En su frente había un rubí, y óleo espeso goteaba de su cabello hasta los muslos. Tenía los pies enrojecidos con la sangre de un cabrito recién sacrificado y la cintura ceñida con un cinturón de cobre tachonado con siete berilos.



Y dije al sacerdote:



— ¿Es este el dios?



Y él me respondió:



—Éste es el dios.



—Enséñame el dios —grité—, o ten por seguro que te mataré.



Y le toqué la mano y ésta se secó.



Y el sacerdote me rogaba diciendo:



—Que mi señor cure a su siervo y le mostraré el dios.



Así que exhalé mi aliento sobre su mano, y volvió a estar sana, y él, temblando, me condujo a la segunda cámara, y vi un ídolo en pie sobre un loto de jade del que pendían grandes esmeraldas. Estaba tallado en marfil y su tamaño era dos veces la estatura de un hombre. En la frente tenía una gema olivina, y sus pechos estaban ungidos con mirra y canela. En una mano sostenía un cetro de jade en forma de gancho, y en la otra un redondo cristal. Llevaba coturnos de bronce, y su grueso cuello estaba rodeado por un collar de selenitas.



Y dije al sacerdote:



— ¿Es este el dios?



Y me respondió:



—Éste es el dios.



—Muéstrame el dios —grité—, o ten por seguro que te mataré.



Y le toqué los ojos y se quedó ciego.



Y el sacerdote me suplicó, diciendo:



—Que mi señor cure a su siervo y le mostraré el dios.



Así que exhalé mi aliento sobre sus ojos, y volvió a ellos la vista, y él tembló de nuevo, y me condujo a la tercera cámara, y, ¡qué sorpresa!, no había ídolo alguno en ella, ni imagen de ninguna clase, sino sólo un espejo de metal redondo puesto sobre un altar de piedra.



Y dije al sacerdote:



— ¿Dónde está el dios?



Y me respondió:



—No hay más dios que este espejo que ves, pues éste es el Espejo de la Sabiduría, y refleja todas las cosas del cielo y de la tierra, excepto solamente el rostro del que mira en él. Éste no lo refleja, de modo que el que mira en él puede ser sabio. Otros muchos espejos hay, pero son espejos de opinión. Éste sólo es el Espejo de la Sabiduría, y quienes poseen este espejo conocen todo, no hay nada que les esté oculto. Y los que no lo poseen no tienen sabiduría. Por tanto, es el dios, y nosotros lo adoramos.



Y miré en el espejo, y era exactamente como me había dicho.



E hice una cosa extraña, pero lo que hice no viene al caso, pues en un valle que está no más que a un día de viaje de este lugar he escondido yo el Espejo de la Sabiduría. Permíteme sólo que entre de nuevo en ti y que sea tu sierva, y serás el más sabio de todos los sabios, y la sabiduría será tuya. Permíteme que entre en ti, y nadie será tan sabio como tú.



Pero el joven pescador se rio.



—El amor es mejor que la sabiduría —exclamó—, y la sirenita me ama.



—No, no hay nada mejor que la sabiduría —dijo el alma.



—El amor es mejor —respondió el joven pescador.



Y se sumergió en el abismo, y el alma se fue llorando por las marismas.



Y cuando hubo transcurrido el segundo año bajó el alma a la orilla del mar y llamó al joven pescador, y él salió del abismo y dijo:



— ¿Por qué me llamas?



Y el alma respondió:



—Acércate más para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas maravillosas.



Así que se acercó más y se tendió en las aguas poco profundas, y apoyó la cabeza en la mano y escuchó.



Y el alma le dijo:



—Cuando me separé de ti volví mi rostro hacia el Sur y emprendí el camino. Del Sur viene todo lo que es precioso. Seis días viajé a lo largo de las rutas que conducen a la ciudad de Aster, a lo largo de los caminos polvorientos teñidos de rojo por los que van los peregrinos viajé yo; y en la mañana del séptimo día levanté los ojos, y, ¡oh sorpresa!, la ciudad yacía a mis pies, pues está en un valle.



Hay nueve puertas en esta ciudad, y delante de cada puerta hay un caballo de bronce que relincha cuando bajan los beduinos de las montañas. Las murallas están revestidas de cobre, y las torres vigía de las murallas están cubiertas con tejado de latón. En cada torre hay un arquero con un arco en la mano. Y a la salida del sol percute con una flecha sobre un gong, y a la puesta del sol sopla en un cuerno de asta.



Cuando traté de entrar, los centinelas me detuvieron y me preguntaron quién era. Yo les respondí que era un derviche, en camino a la Meca, donde había un velo verde en el que estaba bordado el Corán con letras de plata por manos de los ángeles. Se llenaron de asombro, y me rogaron que entrara.



Dentro, la ciudad es semejante a un bazar. Ciertamente debieras haber estado conmigo. A través de las calles estrechas, alegres farolillos de papel revolotean como grandes mariposas; cuando sopla el viento sobre los tejados se alzan y caen como burbujas pintadas. Delante de sus puestos se sientan los mercaderes sobre alfombras de seda. Llevan barba negra lacia, y el turbante cubierto de lentejuelas doradas, y largas sartas de ámbar y huesos de melocotón se deslizan entre sus dedos fríos. Algunos vendes gálbano y nardo, y extraños perfumes de las islas del océano Índico; y el bálsamo denso de rosas rojas y mirra y clavo menudo. Cuando se para uno a hablar con ellos, echan una pizca de incienso en un brasero de carbón vegetal y perfuman el aire. Vi a un sirio que tenía en las manos una varilla delgada como una caña, hebras grises de humo salían de ella, y su fragancia al arder era la fragancia de la flora rosa del almendro en primavera. Otros venden brazaletes de plata cubiertos de turquesas azul cremoso engastadas en relieve todo por encima, y ajorcas para los tobillos de hilo de bronce bordeado de perlas, y garras de tigre engarzadas en oro, y garras de ese felino de oro, el leopardo, montadas también en oro, y pendientes de esmeraldas taladradas, y anillos de jade hueco. De las casas de té llega el son de la guitarra, y los fumadores de opio, con sus blancos rostros sonrientes, miran a los transeúntes.

 



—En verdad debieras haber estado conmigo. Los vendedores de vino se abren paso a codazos entre la multitud, llevando grandes odres negros sobre los hombros. La mayoría de ellos venden vino de Chiraz, que es dulce como la miel. Lo sirven en pequeñas tazas de metal y esparcen pétalos de rosa sobre él. En la plaza del mercado están en pie los vendedores de fruta, y la venden de todas clases: higos maduros, con su pulpa púrpura magullada; melones, oliendo a almizcle y amarillos como topacios; cidras y pomarrosas, y racimos de uvas blancas; redondas naranjas de oro rojizo, y limones ovalados de oro verde. En una ocasión vi pasar a un elefante; llevaba la trompa pintada de bermellón y cúrcuma, y sobre las orejas llevaba una red de cordón de seda carmesí. Se paró delante de uno de los puestos y empezó a comerse las naranjas, y el hombre no hizo otra cosa que reírse. No puedes imaginarte qué gente tan extraña es. Cuando están alegres van a los que venden pájaros y les compran un pájaro enjaulado y lo ponen en libertad para que aumente su alegría, y cuando están tristes se azotan con espinas para que su dolor no decrezca.



Una tarde encontré a unos negros que llevaban un pesado palanquín a través del bazar. Era de bambú sobredorado, y las varas eran de laca bermellón tachonadas con pavos reales de bronce. De las ventanillas colgaban finos visillos de muselina bordada con alas de escarabajo y con aljófares diminutos, y al pasar, una circasiana de pálido rostro se asomó y me sonrió. Yo la seguí, y los negros apresuraron el paso y fruncieron el ceño. Pero no me importó. Sentía una gran curiosidad. Al fin se detuvieron ante una casa blanca cuadrada. No tenía ventanas, sólo una puerta pequeña como la puerta de una tumba. Dejaron en el suelo el palanquín y golpearon tres veces con un martillo de cobre. Un armenio con caftán de cuero verde miró por el postigo, y al verles les abrió, y extendió una alfombra en el suelo, y la mujer salió. Al entrar se volvió y volvió a sonreírme. Nunca había visto a nadie tan pálido.



Cuando salió la luna regresé al mismo lugar y busqué la casa, pero ya no estaba allí. Al ver eso supe quién era la mujer y por qué me había sonreído.



Ciertamente deberías haber estado conmigo. En la fiesta de la luna nueva salió el joven emperador de su palacio y entró en la mezquita para orar. Tenía los cabellos y la barba teñidos con pétalos de rosa, y las mejillas empolvadas con fino polvo de oro. Las palmas de sus pies y de sus manos estaban amarillas por el azafrán.



A la salida del sol salió de palacio con túnica de plata, y al ocaso volvió a él de nuevo con túnica de sol. La gente se lanzaba a tierra y escondía el rostro, pero yo no quise hacerlo. Me quedé de pie junto al puesto de un vendedor de dátiles y esperé. Cuando me vio el emperador alzó las cejas pintadas y se detuvo. Yo estaba completamente inmóvil, y no le rendí pleitesía. La gente se maravilló de mi osadía y me aconsejó que huyera de la ciudad. No les hice caso alguno, sino que fui a sentarme con los que vendían dioses extranjeros, que a causa de su negocio son abominados. Cuando les conté lo que había hecho me dieron un dios cada uno y me rogaron que me apartara de ellos.



Aquella noche, cuando estaba recostado en un cojín en la casa de té que está en la calle de las Granadas, entrar