Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Pero ¿dónde estaba ella? Preguntó a la rosa blanca, y ésta no le respondió. Todo el palacio parecía dormido, e incluso donde no habían cerrado las contraventanas, habían corrido pesados cortinajes sobre las ventanas para que no entrara la luz deslumbradora. Dio vueltas todo alrededor buscando algún sitio por el que poder entrar, y al fin vio una pequeña puerta de servicio que estaba abierta. La atravesó cautelosamente, y se encontró en un salón espléndido, mucho más espléndido, se temía, que el bosque, pues había muchas más cosas doradas por todas partes, y hasta el suelo estaba hecho de grandes piedras de colores, dispuestas en una especie de dibujo geométrico. Pero la pequeña infanta no estaba allí; sólo había unas maravillosas estatuas blancas que le miraban desde sus pedestales de jaspe, con tristes ojos vacíos y labios que sonreían de modo extraño.

Al fondo del salón pendía un cortinaje de terciopelo negro ricamente bordado, recamado de soles y estrellas, los emblemas favoritos del rey, y bordados en su color preferido. ¿Quizá estaba ella escondida detrás? Probaría, de todos modos.

Así es que llegó hasta allí sigilosamente y descorrió el cortinaje. No, había sólo otra estancia, aunque más bonita, pensó, que la que acababa de dejar. Los muros estaban cubiertos con tapices de Arras, hechos a trabajo de aguja, con muchas figuras que representaban una cacería, obra de artistas flamencos que habían empleado más de siete años en su confección. Había sido antaño el aposento de Juan el Loco, como llamaban a aquel rey demente, tan enamorado de la caza, que a menudo había intentado en su delirio montar en los enormes caballos encabritados y abatir al ciervo sobre el que estaban saltando los grandes podencos, haciendo sonar su cuerno de caza y clavándole la daga al pálido ciervo que huía. Se usaba ahora de sala del Consejo, y en la mesa del centro estaban las carpetas de los ministros, selladas con los tulipanes de oro de España y con las armas y emblemas de la casa de Habsburgo.

El enanito miraba asombrado todo a su alrededor, y estaba medio asustado de seguir. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban tan velozmente por los largos claros sin hacer ruido le parecían como los terribles fantasmas de los que había oído hablar a los carboneros —los comprachos—, que cazan sólo de noche y que si encuentran a un hombre le convierten en ciervo, y le cazan. Pero pensó en la bonita infanta, y se armó de valor. Quería encontrarla sola y decirle que él también la amaba. Tal vez estaría en la sala contigua.

Corrió sobre las mullidas alfombras morunas y abrió la puerta. ¡No! No estaba allí tampoco. La estancia estaba completamente vacía.

Era el salón del trono, que servía para la recepción de embajadores extranjeros, cuando el rey, cosa que no ocurría con frecuencia últimamente, accedía a concederles una audiencia personal; la misma estancia en que, muchos años antes, se habían presentado legados venidos de Inglaterra para hacer los acuerdos concernientes a las nupcias de su reina, entonces una de las soberanas católicas de Europa, con el hijo primogénito del emperador. Las colgaduras eran de cordobán trabajado en oro, y una pesada araña sobredorada con brazos para trescientas velas colgaba del techo blanco y negro. Bajo un gran dosel de tejido de oro, en el que estaban bordados en aljófares los castillos y leones de Castilla, estaba el trono mismo, cubierto con un rico dosel de terciopelo negro recamado de tulipanes de plata y orlado con una complicada cenefa de plata y perlas. En la segunda grada del trono estaba colocado el escabel de la infanta, con su cojín forrado de tisú de plata y, por debajo de éste y fuera del dosel, estaba el asiento del nuncio del Papa, el único que tenía derecho a sentarse en presencia del rey con ocasión de ceremonias públicas, y cuyo capelo cardenalicio estaba colocado delante, en un taburete de púrpura, con su maraña de borlas escarlata. En el muro, frente al trono, colgaba un retrato de tamaño natural de Carlos V en traje de caza, con un gran mastín a su lado, y un retrato de Felipe II recibiendo el homenaje de los Países Bajos ocupaba el centro de otro de los muros. Entre las ventanas había un bargueño de negro ébano, con incrustaciones de placas de marfil, en las que estaban grabadas las figuras de La danza de la muerte, de Holbein —de mano, se decía, del famoso maestro mismo.

Pero al enanito no le interesaba nada toda esta magnificencia. Él no hubiera dado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo blanco de su rosa por el trono mismo. Lo que él quería era ver a la infanta antes de que bajase al pabellón y decirle que se fuera con él cuando hubiera terminado su baile. Aquí, en el palacio, el aire era denso y pesado, pero en el bosque el viento soplaba libre, y el sol apartaba con manos errantes de oro las hojas trémulas. Había flores también en el bosque, no tan espléndidas acaso como las flores del jardín, pero más dulcemente perfumadas, en cambio: jacintos al comienzo de la primavera, que inundaban de púrpura ondulate las frescas cañadas y los oteros cubiertos de hierba, velloritas amarillas, que se apretaban en pequeños ramilletes alrededor de las raíces retorcidas de los robles, brillante celidonia, y verónica azul, e iris color lila y oro. Había amentos grises sobre los avellanos, y las dedaleras azules se inclinaban por el peso de sus corolas moteadas llenas de abejas. El castaño tenía sus capiteles de estrellas blancas, y el espino sus pálidas lunas de belleza. ¡Sí, seguro que ella iría, con tal de que pudiera encontrarla! Iría con él al hermoso bosque, y todo el día bailaría él para delicia suya. Una sonrisa le iluminó los ojos al pensar en ello, y pasó al salón siguiente.

De todas las estancias ésta era la más radiante y la más hermosa. Los muros estaban cubiertos de damasco de Lucca estampado en tono rosa con un diseño de pájaros y salpicado de delicadas flores de plata, los muebles eran de plata maciza, festoneada con guirnaldas de flores y Cupidos meciéndose; delante de las dos grandes chimeneas había magníficos guardafuegos con loros y pavos reales bordados, y el suelo, que era de ónice verde mar, parecía extenderse a lo lejos en la distancia. No estaba él solo. De pie, bajo la sombra del quicio de la puerta, al fondo de la habitación, vio una pequeña figura que le estaba mirando. Su corazón tembló, un grito de alegría se escapó de sus labios, y se movió, poniéndose en la zona iluminada por los rayos del sol. Al hacerlo, la figura se movió también y la vio claramente.

¡Sí, sí, la infanta! Era un monstruo, el monstruo más grotesco que había visto él en su vida. Sin forma apropiada, como la de las demás personas, sino jorobado y de piernas torcidas, con una enorme cabeza que colgaba y crines de pelo negro. El enanito frunció el ceño, y el monstruo lo frunció también. Se rio, y rio con él, y se puso en jarras exactamente como él lo estaba haciendo. Le hizo una inclinación burlesca, le devolvió una profunda reverencia. Fue hacia él, y vino a su encuentro, copiando cada paso que daba, y parándose cuando se paraba él. Gritó divertido, y echó a correr hacia adelante, y extendió la mano, y la mano del monstruo tocó la suya, y estaba tan fría como el hielo. Le entró miedo, e hizo un movimiento con la mano, y la mano del monstruo lo siguió rápidamente. Trató de empujarlo, pero algo liso y duro le detuvo. La cara del monstruo estaba ahora pegada a la suya y parecía llena de terror. Se apartó el pelo de los ojos. Le imitó. Lo golpeó, y le devolvió golpe por golpe. Le dio muestras de que lo abominaba, y le hizo a él horribles muecas. Se echó hacia atrás y el monstruo retrocedió.

¿Qué era aquello? Reflexionó un momento y miró en derredor suyo el resto del salón. Era extraño, pero parecía que todo tenía su doble en ese muro invisible de agua clara. Sí, cuadro por cuadro estaba repetido, y sofá por sofá. El fauno dormido que yacía en su hornacina junto al umbral de la puerta tenía su hermano gemelo que dormitaba, y la Venus de plata iluminada por la luz del sol tendía los brazos a una Venus tan hermosa como ella misma.

¿Era el eco? Él le había llamado una vez en el valle, y le había contestado palabra por palabra. ¿Podría hacer burla a los ojos lo mismo que hacía burla a la voz? ¿Podría hacer un mundo de imitación exactamente igual al mundo real? ¿Podría tener color y vida y movimiento la sombra de las cosas? ¿Podría ser que…?

Se sobresaltó, y sacando del pecho la hermosa rosa blanca se dio la vuelta y la besó. ¡El monstruo tenía una rosa suya, igual, pétalo a pétalo! La besaba con besos parecidos y la apretaba contra el corazón con gestos horribles.

Cuando la verdad se hizo luz en él, dio un grito salvaje de desesperación y cayó al suelo sollozando. ¡Así que era él el deforme y jorobado, insoportable a la vista y grotesco! Él mismo era el monstruo, y era de él de quien todos los niños se habían estado riendo; y la princesita que él había creído que le amaba, también ella había estado simplemente burlándose de su fealdad y regocijándose por sus miembros torcidos. ¿Por qué no le habían dejado en el bosque donde no había espejos que le dijeran lo repugnante que era? ¿Por qué no le había matado su padre antes que venderle para vergüenza suya? Lágrimas abrasadoras rodaron por sus mejillas, e hizo pedazos la rosa blanca. El monstruo tumbado en el suelo hizo lo mismo y diseminó en el aire los delicados pétalos. Se arrastró por el suelo, y, cuando el enanito lo miró, se le quedó mirando con una cara contraída por el dolor. Se apartó arrastrándose para no verlo, y se cubrió los ojos con las manos. Avanzó a rastras, como una criatura herida, hasta la sombra, y se quedó allí tendido gimiendo.

Y en ese momento entró la propia infanta con sus compañeros por la puerta-ventana abierta, y cuando vieron al feo enanito tendido en el suelo y golpeándolo con los puños cerrados, del modo más fantástico y exagerado, estallaron en alegres carcajadas, y rodeándole se le quedaron mirando.

 

—Su baile era divertido —dijo la infanta—; pero su manera de actuar es más divertida aún. Verdaderamente es casi tan bueno como las marionetas, sólo que, desde luego, no es tan natural.

E hizo revolotear su abanico y aplaudió.

Pero el enanito no alzaba nunca la vista, y sus sollozos iban siendo cada vez más débiles y, de pronto, dio una curiosa boqueada y se apretó el costado. Y volvió a caer hacia atrás y se quedó completamente inmóvil.

— ¡Eso es magnífico! —dijo la infanta, después de una pausa—; pero ahora tienes que bailar para mí.

—Sí —gritaron todos los niños—, tienes que levantarte y bailar, pues eres tan hábil como los monos de Berbería, y mucho más ridículo.

Pero el enanito no se movía.

Y la infanta golpeó el suelo con el pie, y llamó a su tío, que estaba paseando en la terraza con el chambelán, y leía unos despachos que acababan de llegar de México, donde se había establecido recientemente el Santo Oficio.

—Mi divertido enanito está mohíno —exclamó—, tenéis que despertarle y decirle que baile para mí.

Cruzaron una sonrisa, y entraron con calma, y don Pedro se inclinó y dio un golpecito al enano en la mejilla con su guante bordado.

—Tienes que bailar —dijo—, pequeño monstruo. Tienes que bailar. La infanta de España y de las Indias desea que se la divierta.

Pero el enanito no se movió a pesar de todo.

—Debieran llamar al encargado de los azotes —dijo con talante molesto.

Y se volvió a la terraza.

Pero el chambelán tomó un aire grave, y se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Y después de unos instantes se encogió de hombros y se levantó, y habiendo hecho una profunda reverencia a la infanta, dijo:

—Mi bella princesa, vuestro divertido enanito nunca volverá a bailar. Es lástima, pues es tan feo que puede que hubiera hecho sonreír al rey.

— ¿Pero por qué no volverá a bailar? —preguntó la infanta, riendo.

—Porque se le ha roto el corazón —respondió el chambelán.

Y la infanta frunció el ceño, y sus delicados labios de hoja de rosa se curvaron en un bonito gesto de desdén.

—En el futuro, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón —exclamó.

Y salió corriendo al jardín.

EL PESCADOR Y SU ALMA

Todas las tardes salía al mar el joven pescador y arrojaba sus redes al agua. Cuando el viento soplaba de tierra, no cogía nada, o poca cosa, en el mejor de los casos, pues era un viento cortante de alas negras, y olas encrespadas subían a su encuentro. Pero cuando soplaba el viento hacia la costa, salían los peces de las profundidades y entraban nadando en la trampa de sus redes, y él los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes salía al mar, y una tarde la red pesaba tanto que apenas podía arrastrarla para subirla a la barca. Y riéndose se dijo:

—Seguramente he cogido todos los peces que nadan, o he atrapado a algún monstruo torpe que será una cosa asombrosa para los hombres, o algo horroroso que la reina deseará tener.

Y juntando todas sus fuerzas tiró de las ásperas cuerdas hasta que, como líneas de esmalte azul alrededor de un jarrón de bronce, resaltaron las largas venas de sus brazos. Tiró de las cuerdas delgadas, y más y más se acercaba el círculo de corchos planos, y la red subió al fin a la superficie del agua.

Pero no había dentro pez alguno, ni monstruo ni cosa que diera horror, sino solamente una sirenita profundamente dormida.

Tenía los cabellos como húmedo vellón de oro, y era cada cabello por separado como un hilo de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo parecía de blanco marfil, y su cola era de plata y perla.

Plata y perla era su cola, y las verdes algas marinas se enroscaban en ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios como el coral del mar. Las frías olas rompían sobre sus pechos fríos, y brillaba la sal sobre sus párpados.

Tan bella era, que cuando el joven pescador la vio se llenó de asombro, y extendió la mano y atrajo la red junto a él, y apoyándose en la borda la cogió en sus brazos. Y, al tocarla, lanzó ella un grito como una gaviota asustada y despertó, y le miró aterrorizada con sus ojos de amatista malva, y forcejeó para escapar. Pero él la tenía sujeta, y no consintió que se marchara.

Y cuando vio ella que no podía escapar en modo alguno de él, se echó a llorar y dijo:

—Te suplico que me dejes que me vaya, pues soy la hija única de un rey, y mi padre es anciano y está solo.

Pero el joven pescador respondió:

—No te dejaré ir a no ser que me hagas la promesa de que siempre que te llame vendrás a cantar para mí, pues a los peces les deleita escuchar el canto de los que habitan en el mar, y así se llenarán mis redes.

— ¿De verdad dejarás que me vaya si te lo prometo? —exclamó la sirena.

—De verdad que dejaré que te vayas —dijo el joven pescador.

Así es que ella le prometió lo que él deseaba, y lo juró con el juramento de los habitantes del mar. Y él aflojó los brazos en torno de ella, y la sirena se sumergió en el agua, temblando con un extraño temor.

Todas las tardes salía al mar el joven pescador y llamaba a la sirena; y salía ella del agua y cantaba para él. Dando vueltas y más vueltas en torno suyo nadaban los delfines, y las ariscas gaviotas hacían círculos por encima de su cabeza.

Y ella cantaba un canto maravilloso, pues cantaba acerca de los habitantes del mar que conducen a sus rebaños de cueva en cueva, y llevan a los ternerillos sobre los hombros; de los tritones de largas barbas verdes y pecho velludo, que tocan caracolas retorcidas cuando pasa el rey; del palacio del rey, todo de ámbar, con tejado de esmeralda clara y suelo de perla reluciente; y de los jardines del mar, donde los grandes abanicos de filigrana de coral ondean todo el día, y los peces pasan raudos como pájaros de plata, y se abrazan las anémonas a las rocas, y florecen los claveles en la arena amarilla festoneada. Cantaba, y su canción era sobre las grandes ballenas que bajan de los mares del Norte y llevan agudos carámbanos colgándoles de las aletas; de las sirenas, que cuentan cosas hasta tal punto maravillosas que los mercaderes tienen que taponarse los oídos con cera, pues si las oyeran saltarían al agua y se ahogarían; y era también su canción sobre los galeones hundidos con sus altos mástiles, y los marineros congelados adheridos a las jarcias, y las caballas entrando y saliendo a nado por las portillas; sobre las pequeñas lapas, que son grandes viajeras y se adhieren a las quillas de los barcos y van dando vueltas alrededor del mundo; y sobre las jibias que viven en los flancos de los acantilados y extienden sus largos brazos negros, y pueden hacer que venga la noche cuando quieren. Cantó al nautilo, que tiene su propia barca, talada en un ópalo, y está propulsada por una vela de seda; a los felices tritones que tocan el arpa y pueden hacer dormir por encantamiento al gran Kraken; a los niños pequeños que sujetan a las resbaladizas marsopas y cabalgan sobre ellas riendo; a las sirenas que se acuestan en la espuma blanca y tienden los brazos a los marineros; y a los leones de mar con sus colmillos curvos, y a los hipocampos con sus crines flotantes.

Y, mientras cantaba, todos los atunes llegaban desde las profundidades a escucharla, y el joven pescador arrojaba las redes en torno a ellos y los cogía, y a otros los capturaba con un arpón. Y cuando su barca estaba bien cargada, la sirena se sumergía en el mar, sonriéndole.

No obstante, nunca quiso acercarse a él tanto que pudiera tocarla. Él a menudo la llamaba y le rogaba, pero ella no se acercaba; y cuando intentaba cogerla se zambullía en el agua como pudiera hacerlo una foca, y no volvía a verla ese día. Y cada día el sonido de su voz se hacía más dulce a sus oídos. Tan dulce era su voz que olvidaba sus redes y su astucia, y no se cuidaba de su oficio.

Con aletas bermellón y ojos tachonados de oro pasaban en bancos los atunes, pero él no les prestaba atención: su arpón yacía a su lado sin uso alguno, y estaban vacías sus nasas de mimbre trenzado. Con los labios abiertos y los ojos empañados por el asombro, se quedaba sentado ocioso en su barca y escuchaba; escuchaba hasta que la neblina del mar se arrastraba en torno suyo, y la luna merodeadora teñía de plata sus miembros morenos.

Y un atardecer la llamó y le dijo:

—Sirenita, sirenita, te amo. Acéptame por esposo, pues te amo.

Pero la sirenita negó con la cabeza.

—Tú tienes un alma humana —respondió—. Si quisieras arrojar tu alma lejos de ti, podría amarte.

Y el joven pescador se dijo: «¿De qué me sirve el alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco. Ciertamente la arrojaré lejos de mí, y será mía una gran alegría».

Y estalló en sus labios un grito de júbilo y, poniéndose en pie en su barca pintada, tendió sus brazos a la sirena.

—Arrojaré mi alma lejos de mí —gritó—, y tú serás mi novia y yo seré tu novio en los esponsales, y juntos viviremos en lo profundo del mar, y todo aquello que has cantado me lo mostrarás, todo lo que tú desees yo lo haré, y nuestras vidas no habrán de separarse.

Y la sirenita rio de placer y ocultó el rostro entre las manos.

—Pero ¿cómo arrojaré el alma fuera de mí? —exclamó el joven pescador—. Dime cómo puedo hacerlo, y ¡hala!, lo haré.

— ¡Ay! No lo sé —dijo la sirenita—; los habitantes del mar no tienen alma.

Y se sumergió en la profundidad, mirándole anhelante.

Y a la mañana siguiente temprano, antes de que el sol hubiera recorrido el espacio de la mano de un hombre por encima del collado, el joven pescador fue a casa del sacerdote y llamó tres veces a la puerta.

El novicio miró por el postigo, y, cuando vio quién era, descorrió el pestillo y dijo:

—Entra.

Y entró el joven pescador, y se puso de rodillas en los junquillos del suelo, que exhalaba un suave olor, y dijo a gritos al sacerdote, que estaba leyendo el libro sagrado:

—Padre, estoy enamorado de una que habita en el mar y mi alma me impide realizar mi deseo. Decidme cómo puedo arrojar mi alma lejos de mí, pues en verdad no la necesito para nada. ¿Qué valor tiene mi alma para mí? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

Y el sacerdote se dio golpes de pecho y exclamó:

— ¡Ay, ay! Tú estás loco o has comido alguna hierba venenosa, pues el alma es la parte más noble del hombre, y nos la dio Dios para que la usáramos noblemente. No existe cosa de más precio que un alma humana, y no hay cosa terrena con la que pueda ponerse en la misma balanza. Vale lo que todo el oro que hay en el mundo, y es de más precio que los rubíes de los reyes. Por tanto, hijo mío, no pienses más en este asunto, pues es un pecado que no puede ser perdonado. Y en cuanto a los que habitan en el mar, están condenados, y los que mantienen trato con ellos están perdidos también. Son como las bestias del campo que no distinguen el bien del mal, y por ellos no ha muerto el Señor.

Al joven pescador se le llenaron los ojos de lágrimas al oír las amargas palabras del sacerdote, y se puso en pie y le dijo:

—Padre, los faunos viven en el bosque y están alegres, y en las rocas se sientan los tritones con sus arpas de oro de ley. Dejadme que sea como ellos, os lo suplico, pues sus días son como los días de las flores. Y en cuanto a mi alma, ¿de qué me aprovecha, si se interpone entre lo que amo y yo?

—El amor del cuerpo es vil —exclamó el sacerdote, frunciendo las cejas—, y viles y perversas son esas cosas que Dios tolera que vaguen por el mundo suyo. ¡Malditos sean los faunos del bosque, y sean malditas las que cantan en el mar! Las he oído de noche y han intentado ser un señuelo que me apartara de mi rosario. Dan quedos golpes a la ventana y ríen. Musitan en mi oído la historia de sus gozos peligrosos. Me inducen con tentaciones y, cuando quiero rezar, me hacen muecas. Están condenadas, te digo, están condenadas. Para ellas no hay cielo ni hay infierno, y en ninguno de los dos alabarán el nombre de Dios.

—Padre —exclamó el joven pescador—, no sabéis lo que decís. Una vez atrapé en mi red a la hija de un rey. Es más hermosa que el lucero del alba, y más blanca que la luna. A cambio de su cuerpo daría mi alma, y por su amor renunciaría al cielo. Decidme lo que os pregunto, y dejad que vaya en paz.

— ¡Fuera! ¡Fuera! —gritó el sacerdote—; tu amada está condenada, y tú te condenarás con ella.

 

Y sin darle su bendición le condujo fuera de su puerta.

Y el joven pescador bajó a la plaza del mercado, y caminaba lentamente y con la cabeza baja, como quien está abatido por el dolor.

Y cuando le vieron llegar los mercaderes, empezaron a cuchichear unos con otros, y uno de ellos avanzó a su encuentro, le llamó por su nombre y le dijo:

— ¿Qué tienes que vender?

—Te venderé mi alma —respondió—. Te ruego que la compres y te la lleves lejos de mí, pues estoy harto de ella. ¿De qué me sirve el alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

Pero los mercaderes se burlaban de él, y decían:

— ¿Para qué queremos un alma humana? No vale lo que una moneda hendida de plata. Véndenos tu cuerpo como esclavo, y te vestiremos de púrpura marina y te pondremos un anillo en el dedo, y te haremos favorito de la gran reina. Pero no hables del alma, pues no es nada para nosotros, ni tiene valor alguno para nuestro servicio.

Y el joven pescador se dijo por lo bajo:

«¡Qué cosa tan extraña es ésta! El sacerdote me dice que el alma vale todo el oro del mundo y los mercaderes dicen que no vale ni una moneda de plata hendida».

Y salió de la plaza del mercado y bajó a la playa del mar, y se puso a meditar en lo que debía hacer.

Y a mediodía recordó cómo uno de sus compañeros, que recogía hinojo marino, le había hablado de cierta hechicera joven que vivía en una cueva a la entrada de la bahía y era muy ingeniosa en sus hechicerías. Y se encaminó allí echándose a correr, tan ansioso estaba de librarse de su alma; y una nube de polvo le seguía cuando iba presuroso por la arena de la playa. Por el picor de la palma de su mano supo la joven bruja su llegada, y rio y se soltó la roja cabellera. Con su roja cabellera cayendo en torno suyo, estaba en pie a la entrada de la cueva, y en la mano tenía una ramita de cicuta silvestre que estaba floreciendo.

— ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? —gritó, mientras él subía la pendiente jadeante, y se inclinaba ante ella—. ¿Peces para tu red, cuando el viento es insoportable? Tengo un pequeño caramillo hecho con una caña, y cuando lo toco los salmonetes vienen nadando a la bahía. Pero tiene un precio, hermoso muchacho, tiene un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? ¿Una tormenta que haga zozobrar los barcos y arrastre a la playa los cofres de ricos tesoros? Yo tengo más tormentas de las que tiene el viento, pues sirvo a uno que es más fuerte que el viento, y con un cedazo y un cubo de agua puedo enviar a las grandes galeras al fondo del mar. Pero tengo un precio, hermoso muchacho, tengo un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el valle, y nadie la conoce más que yo. Tiene hojas de púrpura y una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocaras con esa flor los labios endurecidos de la reina, te seguiría por todo el mundo. Del lecho del rey se levantaría y saldría, y por el mundo entero te seguiría. Y tiene un precio, hermoso muchacho, tiene un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Puedo machacar un sapo en un mortero, y hacer caldo con él, y dar vueltas al caldo con la mano de un hombre muerto. Rocía con ello a tu enemigo mientras duerme, y se convertirá en víbora negra, y su propia madre le matará. Con una rueda puedo arrastrar la luna del firmamento, y en un cristal puedo mostrarte a la muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo, y yo te lo concederé; y tú me pagarás un precio, hermoso muchacho, me pagarás un precio.

—Mi deseo es tan sólo una cosa muy pequeña —dijo el joven pescador—; sin embargo, el sacerdote se ha enojado conmigo y me ha echado. No es más que una cosa pequeña, y los mercaderes se han burlado de mí y me la han negado. Por tanto, he venido a ti, aunque los hombres te llaman perversa, y sea cual sea el precio lo pagaré.

— ¿Qué es lo que quieres? —preguntó la hechicera, acercándose a él.

—Quisiera arrojar mi alma lejos de mí —respondió el joven pescador.

La hechicera se puso pálida y se estremeció, y ocultó el rostro en su manto azul.

—Hermoso muchacho, hermoso muchacho —musitó—, ésa es una cosa terrible de hacer.

Él sacudió sus rizos castaños y se rio.

—Mi alma no es nada para mí —respondió—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

— ¿Qué me darás si te lo digo? —preguntó la hechicera, bajando a él la mirada de sus bellos ojos.

—Cinco monedas de oro —dijo él—, y mis redes, y la casa de zarzo en que vivo, y la barca pintada en que navego. Dime sólo cómo librarme de mi alma, y te daré todo lo que poseo.

Ella se rio mofándose de él, y le dio un golpecito con la rama de cicuta.

—Puedo convertir las hojas de otoño en oro —respondió—, y puedo tejer con los pálidos rayos de la luna un tejido, si quiero. Aquel a quien sirvo es más rico que todos los reyes de este mundo y posee los dominios de ellos.

— ¿Qué debo darte entonces —exclamó él—, si tu precio no es oro ni plata?

La hechicera le rozó el cabello con su delgada mano blanca.

—Debes danzar conmigo, hermoso muchacho —murmuró.

Y le sonrió mientras le hablaba.

— ¿Nada más que eso? —exclamó el joven pescador lleno de asombro, y se puso en pie.

—Nada más que eso —repuso ella, y volvió a sonreírle.

—Entonces, a la puesta del sol bailaremos juntos en algún lugar secreto —dijo él—, y después de haber bailado me dirás la cosa que deseo saber.

Ella negó con la cabeza.

—Cuando haya plenilunio, cuando haya plenilunio —musitó.

Luego escudriñó todo en derredor suyo, y escuchó. Un pájaro azul se levantó chillando de su nido e hizo círculos sobre las dunas, y tres aves moteadas hicieron crujir la hierba gris y áspera y se silbaron una a otra. No había otro sonido, salvo el sonido de una ola que desgastaba los lisos guijarros abajo. Así que extendió ella la mano, y le atrajo cerca de él y puso sus labios secos junto a su oído.

—Esta noche has de venir a la cima de la montaña —cuchicheó—. Hay aquelarre, y él estará allí.

El joven pescador se sobresaltó y la miró, y ella le mostró sus dientes blancos al reírse.

— ¿De quién hablas cuando dices «él»? —preguntó.

—No importa —respondió ella—. Ve esta noche, y ponte bajo las ramas del carpe, y espera mi llegada. Si corre hacia ti un perro negro, golpéale con una vara de sauce, y se irá. Si te habla una lechuza, no le des respuesta alguna. Cuando llene la luna estaré contigo, y danzaremos juntos sobre la hierba.

— ¿Pero quieres jurarme que me dirás cómo puedo arrojar mi alma lejos de mí? —inquirió él.

Se movió ella, poniéndose a plena luz del sol, y a través de su cabellera roja susurraba el viento.

—Por las pezuñas del macho cabrío lo juro —dijo ella como respuesta.

—Eres la mejor de las brujas —exclamó el joven pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cima de la montaña. Preferiría verdaderamente que me hubieras pedido oro o plata. Pero tal y como es tu precio lo tendrás, pues es muy poca cosa.

Y se descubrió ante ella, quitándose la gorra, e inclinó la cabeza en un profundo saludo, y volvió corriendo a la ciudad lleno de gran alegría.

Y la hechicera le contempló mientras se iba, y cuando le hubo perdido de vista entró en su cueva, y sacando un espejo de una caja de madera de cedro tallada, lo puso en alto en un marco, y quemó ante él flor de verbena sobre carbones encendidos, y examinó las volutas del humo. Y después de un rato apretó los puños llena de ira.

—Debiera haber sido mío —musitó—; yo soy tan hermosa como ella.

Y aquel atardecer, cuando salió la luna, subió el joven pescador a la cima de la montaña, y se puso bajo las ramas del carpe. Como un escudo de metal bruñido, el mar redondo yacía a sus pies, y las sombras de las barcas pesqueras se movían en la pequeña bahía. Una lechuza, de amarillos ojos de sulfuro, le llamó por su nombre, pero él no le dio respuesta alguna. Corrió hacia él un perro negro y gruñó. Le golpeó con una vara de sauce, y se fue quejumbroso.