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100 Clásicos de la Literatura

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Sí, Ernest, lo que el espíritu crítico tiene que ofrecer es la vida contemplativa, la vida cuyo objetivo no es hacer sino ser, y no solo ser, sino llegar a ser. Así viven los dioses: meditando sobre su propia perfección, como nos dice Aristóteles, o, como imaginó Epicuro, contemplando con la mirada impasible del espectador la tragicomedia que han creado en el mundo. Nosotros también podemos ser como ellos y convertirnos, con las emociones adecuadas, en testigos de las variadas escenas que ofrecen el hombre y la naturaleza. Podemos volvernos espirituales al apartarnos de la acción, y llegar a ser perfectos mediante el rechazo de la energía. A menudo he tenido la impresión de que Browning sentía algo parecido. Shakespeare arroja a Hamlet a la vida activa, y le hace llevar a cabo su misión mediante el esfuerzo. Browning podría habernos dado un Hamlet que habría realizado su misión mediante el pensamiento. Los incidentes y los sucesos le parecían irreales y carentes de sentido. Hizo del alma la protagonista de la tragedia de la vida y consideró la acción el elemento menos dramático de la obra. Para nosotros, en todo caso, la βίος θεωρητικός es el verdadero ideal. Desde la elevada torre del pensamiento podemos observar el mundo. Tranquilo, equilibrado y completo, el crítico estético contempla la vida, y ninguna flecha lanzada al azar puede atravesar las juntas de su armadura. Al menos él está a salvo. Ha descubierto cómo vivir.

¿Es inmoral semejante modo de vida? Sí, todas las artes lo son, a excepción de esas formas más viles de arte didáctico o sensual que buscan impulsar la acción hacia el bien o el mal. Cualquier acción pertenece a la esfera de la ética. El objetivo del arte es solo crear un estado de ánimo. ¿Es poco práctico semejante modo de vida? ¡Ah! Ser poco práctico no es tan fácil como creen los filisteos ignorantes. Qué más quisiera Inglaterra. No hay país en el mundo que esté tan necesitado de gente poco práctica como está el nuestro. Entre nosotros, el pensamiento está degradado por su constante asociación con la práctica. ¿Quiénes de los que pululan entre la confusión y la tensión de la vida real, qué ruidoso político, o reformista alborotador, qué cura estrecho de miras cegado por los sufrimientos de esa parte insignificante de la comunidad a la que ha consagrado su destino puede formarse seriamente una idea desinteresada e intelectual sobre cualquier cosa? Toda profesión implica un prejuicio. La necesidad de hacer carrera obliga a todo el mundo a tomar partido. Vivimos en una era de trabajo excesivo y de muy poca educación; una época en que la gente trabaja tanto que se ha vuelto totalmente estúpida. Y, por implacable que pueda parecer, he de decir que lo tiene bien merecido. La mejor manera de no entender la vida es esforzarse en ser útil.

ERNEST: Bonita doctrina, Gilbert.

GILBERT: No sé si lo es, pero por lo menos tiene la pequeña virtud de ser cierta. El menor de los males del afán de hacer el bien a los demás es que produce una abundante cosecha de mojigatos. El mojigato es una interesante figura de estudio, y aunque, de todas las poses, la del moralista sea la más perniciosa, adoptar una pose ya es algo. Supone el reconocimiento formal de la importancia de estudiar la vida desde un punto de vista definido y razonado. Esa simpatía humanitaria, que lucha con la naturaleza asegurando la supervivencia del fracaso, puede hacer que el hombre de ciencia acabe aborreciendo sus fáciles virtudes. El economista político puede clamar contra ella por poner a los no previsores al mismo nivel que los previsores y privarnos del mayor, por más sórdido, incentivo para la industria. Pero, para el pensador, el verdadero daño que causa la simpatía emocional es limitar el conocimiento e impedir de ese modo que podamos solucionar un solo problema social. Intentamos posponer la crisis inminente (la revolución inminente, como la llaman mis amigos fabianos) con subsidios y limosnas. El resultado será que, cuando llegue la revolución de la crisis, nos hallará impotentes, porque no sabremos nada. No nos engañemos, Ernest. Inglaterra no será civilizada hasta que Utopía forme parte de sus dominios. A cambio de un lugar tan bello podría renunciar a más de una de sus colonias. Lo que nos hace falta es gente poco práctica que vea más allá del presente y que piense a largo plazo. Quienes intentan dirigir a la gente solo pueden hacerlo siguiendo a la turba. Los caminos de los dioses se preparan con el grito de alguien que clama en el desierto.

Pero tal vez pienses que en la observación por el mero placer de la observación, y en la contemplación por el mero placer de la contemplación, hay algo puramente egoísta. En tal caso, no lo digas. Solo una época egoísta como la nuestra podría consagrar así el sacrificio personal. Solo una época tan codiciosa como esta en la que vivimos, pondría por encima de las más delicadas virtudes intelectuales esas virtudes superficiales y emocionales que constituyen una ventaja práctica e inmediata. Se equivocan también esos filántropos y sentimentales de nuestro tiempo que se pasan el día parloteando sobre nuestro deber con el prójimo, pues el desarrollo de la raza depende del desarrollo del individuo y cuando el cultivo de uno mismo deja de ser el ideal, los niveles intelectuales caen de inmediato y acaban por perderse. Si conoces en una cena a alguien que ha pasado la vida educándose (un espécimen raro en nuestro tiempo, lo reconozco, pero con el que todavía se encuentra uno de vez en cuando) te levantas de la mesa enriquecido y consciente de que, por un instante, un ideal elevado ha rozado y santificado tus días. Pero ¡ay! Mi querido Ernest, qué vivencia tan terrible es sentarse al lado de alguien que se ha pasado la vida tratando de educar a los demás. ¡Qué espantosa es esa ignorancia que es el resultado inevitable de la funesta costumbre de impartir opiniones! ¡Qué limitada es la inteligencia de esa criatura! ¡Cómo nos aburre, y debe de aburrirse a sí misma con sus infinitas reiteraciones y sus repulsivas repeticiones! ¡Qué carente de todo elemento de crecimiento intelectual! ¡En qué círculo vicioso se mueve constantemente!

ERNEST: Hablas con un extraño apasionamiento, Gilbert. ¿Acaso has tenido hace poco esa espantosa vivencia, como tú la llamas?

GILBERT: Muy pocos se libran de ella. La gente dice que el maestro de escuela está de capa caída. Y espero de todo corazón que así sea. Pero el arquetipo del que, al fin y al cabo, no es más que un ejemplo, y sin duda el menos importante, me parece estar dominando nuestra vida; e igual que el filántropo es un incordio en la esfera ética, el incordio en la esfera intelectual es quien está tan ocupado en instruir a los demás que no ha tenido tiempo de instruirse a sí mismo. No, Ernest, el cultivo de uno mismo es el verdadero ideal del hombre. Goethe lo entendió así, y la deuda que contrajimos con él es mayor que la que tenemos con cualquier otra persona desde la época de los griegos. Los griegos también lo entendieron del mismo modo y han dejado, como legado al pensamiento moderno, la idea de la vida contemplativa y el método crítico, que es el único con el que la vida puede comprenderse de verdad. Eso fue lo que hizo grande el Renacimiento, y nos dio el Humanismo. Es lo único que podría hacer grande nuestra época, pues la verdadera debilidad de Inglaterra radica no en la falta de armamento o de fortificaciones en sus costas, no en la pobreza que repta por las callejas oscuras, ni en la ebriedad que vocifera en tabernas repugnantes, sino en el hecho de que sus ideales son emocionales y no intelectuales.

No niego que el ideal intelectual sea difícil de conseguir, y menos aún que sea, y probablemente continúe siendo muchos años, impopular entre las masas. Es fácil sentir compasión por los que sufren, pero muy difícil simpatizar con quienes piensan. De hecho, la gente común entiende tan poco lo que es verdaderamente el pensamiento que parece convencida de que decir que una teoría es peligrosa, basta para condenarla, cuando esas son precisamente las únicas teorías que tienen verdadero valor intelectual. Una idea que no es peligrosa apenas merece ese nombre.

ERNEST: Gilbert, me desconciertas. Antes has dicho que todo arte es, en esencia inmoral. ¿Pretendes decirme ahora que todo pensamiento es, en esencia, peligroso?

GILBERT: Sí, en la esfera práctica, así es. La seguridad de la sociedad reside en la costumbre y el instinto inconsciente, y la base de la sociedad, como un organismo sano, es la completa ausencia de inteligencia entre sus miembros. La mayoría de la gente es consciente de ello y se pone naturalmente de parte de ese maravilloso sistema que la eleva a la dignidad de máquina, y clama de manera tan airada contra la intrusión de la facultad intelectual en cualquier cuestión referente a la vida, que tengo la tentación de definir al hombre como un animal racional que se enfada siempre que se le pide que actúe de acuerdo con los dictados de la razón. Pero dejemos la esfera práctica y no hablemos más de los malvados filántropos que merecen quedar a merced del sabio de ojos almendrados del río Amarillo, Zhuang Zi, el sabio, que ha demostrado que esos entrometidos dañinos y bienintencionados han destruido la virtud sencilla y espontánea que hay en el hombre. Es un asunto muy aburrido, y estoy deseando volver a la esfera donde la crítica es libre.

ERNEST: ¿La esfera del intelecto?

GILBERT: Sí. Recordarás que he dicho que el crítico era, a su manera, tan creativo como el artista, cuya obra, de hecho, solo tiene valor si proporciona al crítico una idea para un nuevo modo de pensamiento y sentimiento que pueda llevar a cabo con idéntica, o tal vez mayor, distinción en la forma, y al que, mediante el uso de un nuevo medio de expresión, proporcionará una belleza distinta y más perfecta. En fin, pareces un tanto escéptico a propósito de la teoría. ¿No te habrás ofendido?

 

ERNEST: En realidad, no se trata de escepticismo, aunque debo admitir que tengo la sensación de que una obra como la que dices que produce el crítico (que indudablemente es creativa) debe ser necesariamente subjetiva, mientras que las grandes obras son siempre objetivas e impersonales.

GILBERT: La diferencia entre una obra objetiva y otra subjetiva es solo externa. Es accidental, no esencial. Toda creación artística es totalmente subjetiva. El propio paisaje que contempló Corot fue, como él dijo, una impresión de su mente; y esas grandes figuras del teatro griego inglés que dan la impresión de tener existencia propia e independiente de la de los poetas que los crearon, son, en último extremo, los propios poetas no como creían ser, sino como creían no ser, y como extrañamente llegaron a ser, aunque solo fuese un momento, gracias a dicha creencia. Y es que no podemos salir de nosotros mismos, ni puede haber en la creación nada que no esté ya en el creador. Es más, diría que, cuanto más objetiva parece ser una creación, más subjetiva es en realidad. Shakespeare podría haberse encontrado a Rosencrantz y Guildenstern en las blancas calles de Londres, o haber visto a los criados de dos casas rivales desafiarse en la plaza pública; pero Hamlet surgió de su alma y Romeo de su pasión. Había elementos en su naturaleza a los que dio forma visible, impulsos que se agitaron con tanta fuerza en su interior que se vio, por así decirlo, forzado a dejarse llevar por su energía, no en el plano más bajo de la vida real, donde se habrían visto entorpecidos y limitados, y por tanto habrían sido imperfectos, sino en el plano imaginativo del arte, donde el amor puede encontrar su plenitud en la muerte, donde uno puede apuñalar al que escucha detrás de una cortina, debatirse en una tumba recién excavada y hacer beber su propio veneno a un rey culpable, o ver entre los destellos de la luna al espíritu de su padre pasando con su armadura de una muralla neblinosa a otra. El carácter limitado de la acción habría dejado a Shakespeare insatisfecho y no le habría permitido expresarse; y precisamente porque no hizo nada ha podido hacerlo todo; precisamente porque no nos habla de sí mismo en sus obras, estas nos lo muestran de manera absoluta y dejan ver su temperamento y su verdadera naturaleza de forma mucho más completa incluso que esos extraños y exquisitos sonetos en los que desnuda de manera cristalina el secreto de su corazón. Sí, la forma objetiva es la más subjetiva. El hombre nunca es sincero cuando interpreta su propio personaje. Dale una máscara y te dirá la verdad.

ERNEST: Entonces el crítico, al estar limitado a la forma subjetiva, no podrá expresarse de manera plena con tanta facilidad como el artista, que tiene a su disposición las formas impersonales y objetivas.

GILBERT: Eso no es cierto necesariamente, y desde luego no si admite que cualquier forma de crítica es, en su más elevado desarrollo, solo un estado de ánimo, y que nunca somos más sinceros con nosotros mismos que cuando somos inconsecuentes. El crítico artístico, fiel solo al principio de la belleza en todas las cosas, siempre buscará nuevas impresiones y conseguirá de diversas escuelas el secreto de su encanto, tal vez humillándose ante altares extranjeros, o sonriendo, si así lo desea, a dioses nuevos y desconocidos. Lo que los demás llaman pasado tiene, sin duda, mucho que ver con ellos, pero absolutamente nada que ver con él. Quien considera su pasado no merece tener un futuro por delante. Una vez encontramos la forma de expresar un estado de ánimo, deja de interesarnos. Ríete si quieres, pero te aseguro que así es. Ayer era el realismo lo que nos encandilaba. Gracias a él obtuvimos ese nouveau frisson que era su principal finalidad. Después de analizarlo, acabó por cansarnos. Al atardecer llegó el Luministe en pintura y el Simboliste en poesía, y el espíritu de la Edad Media, ese espíritu que no pertenece al tiempo sino al temperamento, despertó de pronto en la Rusia herida y nos estremeció por un instante con la terrible fascinación del dolor. Hoy se aplaude a la novela romántica y ya tiemblan las hojas en el valle, y sobre las cimas purpúreas pasa la belleza con pies dorados y esbeltos. Los antiguos modos de creación permanecen, claro. Los artistas imitan a otros o a sí mismos con cansina reiteración. En cambio la crítica siempre sigue adelante y el crítico no deja de desarrollarse.

Y no es que el crítico esté verdaderamente limitado por la forma de expresión subjetiva. Suyos son el método del teatro y el de la epopeya. Puede recurrir al diálogo, como hizo quien puso a conversar a Milton y Marvell sobre la naturaleza de la comedia y la tragedia, o a disertar a Sidney y lord Brooke sobre las cartas, bajo los robles de Penshurst, u optar por la narración, como tanto le gusta hacer al señor Pater, cuyos Retratos imaginarios (¿no es ese el título del libro?) nos presentan, bajo la forma de la ficción, algunos refinados y exquisitos ejemplos de crítica, uno sobre el pintor Watteau, otro sobre la filosofía de Spinoza y el último, y en algunos aspectos el más sugestivo, sobre las fuentes de esa Aufklärung o ilustración que surgió en Alemania el siglo pasado y a la que tanto debe nuestra cultura. Sin duda, el diálogo, esa maravillosa forma literaria que, de Platón a Luciano, de Luciano a Giordano Bruno y de Bruno al distinguido y antiguo Pagano que tanto le gustaba a Carlyle, han utilizado siempre los críticos creativos del mundo, nunca perderá para el pensador su atractivo como forma de expresión. Gracias a él puede revelarse y ocultarse, dar forma a cualquier capricho y hacer realidad cualquier estado de ánimo. Gracias a él puede exhibir el objeto desde todos los puntos de vista y mostrárnoslo desde diversos ángulos, como hace el escultor, para conseguir así toda la riqueza y realidad de efecto que se obtiene de esas cuestiones secundarias que sugiere de pronto en su avance la idea principal y que la iluminan de manera más completa, o de esas ideas que se nos ocurren a posteriori y que ayudan a completar el esquema central y le proporcionan el delicado encanto del azar.

ERNEST: Gracias al diálogo puede inventar un antagonista imaginario y convencerlo a voluntad mediante algún argumento absurdo y sofístico.

GILBERT: ¡Ah! Es tan fácil convencer a los demás. Y tan difícil convencerse uno mismo. Para llegar a lo que uno cree en realidad, debemos hablar con labios diferentes a los nuestros. Para conocer la verdad, debemos imaginar millares de falsedades. Pues ¿qué es la verdad? Tratándose de religión, no es más que la opinión que ha sobrevivido. En cuestiones científicas, es solo la última sensación. En las artísticas, nuestro último estado de ánimo. Comprenderás ahora, Ernest, que el crítico tiene a su disposición tantas formas de expresión objetivas como el artista. Ruskin dio a su crítica la forma de una prosa imaginativa y soberbia en sus cambios y contradicciones; Browning optó por el verso blanco e hizo que el pintor y el poeta confesaran su secreto; el señor Renan utiliza el diálogo; el señor Pater la ficción y Rossetti tradujo en musicales sonetos el color de Giorgione y el dibujo de Ingres, y también su propio dibujo y color, intuyendo, con el instinto de quien tenía muchos modos de expresarse, que la literatura es el arte definitivo y que no hay medio mejor y más pleno que el de las palabras.

ERNEST: Bueno, ahora que has dejado claro que el crítico tiene a su disposición todas las formas objetivas, quisiera que me aclararas qué cualidades deberían caracterizar al verdadero crítico.

GILBERT: ¿Cuáles te parece a ti que deberían ser esas cualidades?

ERNEST: Pues diría que, ante todo, debe ser imparcial.

GILBERT: ¡No!, imparcial no. Un crítico no puede ser imparcial en el sentido habitual de la palabra. Sobre lo único que es posible dar una opinión verdaderamente imparcial es sobre las cosas que carecen de importancia, razón por la cual las opiniones imparciales siempre son inútiles. Quien ve las dos caras de una cuestión no ve nada. El arte es una pasión y, en cuestiones artísticas, el pensamiento está inevitablemente teñido de emoción, es más fluido que fijo, y, como depende de estados de ánimo y de momentos exquisitos, no puede constreñirlo la rigidez de una fórmula científica o de un dogma teológico. El arte dialoga con el alma, y el alma puede ser prisionera del espíritu igual que del cuerpo. Por supuesto, uno no debería tener prejuicios; pero, como dijo hace cien años un gran francés, en cuestiones así es imprescindible tener preferencias; y, cuando uno tiene preferencias, deja de ser imparcial. Solo el subastador puede admirar con imparcialidad y ecuanimidad todas las escuelas artísticas. No, la imparcialidad no es una de las cualidades del verdadero crítico. Ni siquiera es una condición para la crítica. Cada forma de arte nos domina desde el mismo momento en que entramos en contacto con ella y excluye todas las demás. Debemos rendirnos absolutamente a la obra en cuestión, sea cual sea, si queremos conocer su secreto. Por un tiempo no debemos, y de hecho no podemos, pensar en otra cosa.

ERNEST: En todo caso, el verdadero crítico deberá ser racional, ¿no?

GILBERT: ¿Racional? Hay dos maneras de no amar el arte, Ernest. La primera es no amarlo. La segunda, amarlo de manera racional. El arte (como supo ver Platón a regañadientes) causa en el oyente y el espectador una especie de locura divina. No emana de la inspiración, pero inspira a los demás. No apela a la razón. Si uno ama el arte, debe amarlo por encima de cualquier otra cosa, y la razón, si le prestáramos oídos, clamaría contra ese amor. No hay la menor cordura en el culto a la belleza. Es demasiado generoso para ser cuerdo. Aquellos para quienes constituye la nota dominante en su vida siempre parecerán al mundo puros visionarios.

ERNEST: Bueno, al menos tendrá que ser sincero.

GILBERT: Un poco de sinceridad es peligrosa y mucha resulta fatal. El verdadero crítico será siempre sincero en su devoción por el principio de belleza, pero buscará la belleza en todas las épocas y escuelas y nunca dejará que lo limiten el pensamiento establecido o un modo estereotipado de ver las cosas. Se hará realidad de muchas formas y de mil maneras diferentes, y siempre sentirá curiosidad por las nuevas sensaciones y los puntos de vista novedosos. Solo mediante el cambio constante encontrará la verdadera unidad. No consentirá ser esclavo de sus opiniones. Pues ¿qué es la inteligencia sino el movimiento en la esfera intelectual? La esencia del pensamiento, como la de la vida, es el crecimiento. No te dejes impresionar por las palabras, Ernest. Lo que la gente llama falta de sinceridad no es más que un método con el que multiplicar nuestras personalidades.

ERNEST: Me temo que no he sido muy afortunado en mis sugerencias.

GILBERT: De las tres cualidades que has citado, dos (la sinceridad y la imparcialidad) son, si no morales, casi morales, y la primera condición de la crítica es que el crítico sea capaz de comprender que la esfera del arte y la esfera de la ética son totalmente distintas y separadas. Cuando se confunden, vuelve a irrumpir el caos. Hoy en día se confunden con demasiada frecuencia en Inglaterra y, aunque nuestros modernos puritanos no pueden destruir una cosa bella, su extraordinaria lascivia casi llega a mancillar la belleza por un instante. Lamento decir que dicha gente encuentra un medio de expresión en la prensa. Y lo lamento porque el periodismo moderno tiene muchas cosas buenas. Al darnos la opinión de las clases iletradas nos mantiene en contacto con la ignorancia de la comunidad. Al detallar minuciosamente los acontecimientos cotidianos de la vida contemporánea nos confirma la escasísima importancia de dichos acontecimientos. Al discutir invariablemente lo innecesario, nos hace entender qué cosas son un requisito para la cultura y qué cosas no lo son. Pero no debería permitir que el pobre Tartufo escribiera artículos sobre arte moderno. Al hacerlo se pone en ridículo. Y, sin embargo, los artículos de Tartufo y las notas de Chadband sirven al menos para demostrar lo extremadamente limitada que es el área sobre la que pueden ejercer su influencia la ética y las consideraciones éticas. La ciencia está fuera del alcance de la moral, pues tiene la mirada fija en las verdades eternas. El arte también lo está, porque tiene la mirada fija en las cosas bellas, inmortales y en cambio constante. Solo las esferas más bajas y menos intelectuales pertenecen a la moral. Pero dejemos a un lado a esos puritanos chillones, que también tienen su lado cómico. ¿Cómo contener la risa cuando un vulgar periodista propone seriamente limitar los temas a los que puede dedicarse el artista? A quienes habría que poner límites, y espero que se los pongan pronto, es a algunos periódicos y periodistas. Pues nos ofrecen los hechos más descarnados, sórdidos y repugnantes de la vida. Relatan, con degradante avidez, los pecados de la gente mediocre y detallan con la minuciosidad del iletrado las prosaicas andanzas de personas totalmente carentes de interés. En cambio, ¿quién podrá poner límites al artista, que acepta los hechos de la vida, y aun así les proporciona la forma de la belleza, los convierte en vehículos de la compasión o el espanto, muestra su colorido, su maravilla y también su verdadera trascendencia ética, y construye con ellos un mundo más real que la propia realidad y con un sentido más noble y altivo? No serán los apóstoles de ese nuevo puritanismo, que no es más que el gimoteo del hipócrita tan mal escrito como hablado. La mera idea resulta ridícula. Dejemos a esos malvados y sigamos hablando de las cualidades artísticas del verdadero crítico.

 

ERNEST: ¿Y cuáles son? Dímelo tú.

GILBERT: El temperamento es el requisito primordial para el crítico, un temperamento exquisitamente sensible a la belleza y a las diversas impresiones que nos ofrece. De momento, no hablaremos de bajo qué condiciones y por qué medios surge dicho temperamento en la raza o en el individuo. Baste con destacar que existe, y que tenemos un sentido de la belleza, superior a los demás sentidos y distinto de todos ellos, distinto y más noble que la razón, distinto y con igual valor que el alma, un sentido que induce a unos a crear y a otros, en mi opinión los más refinados, solo a contemplar. No obstante, para purificarse y llegar a ser perfecto, dicho sentido requiere un ambiente exquisito. Sin él, acaba famélico o embotado. Recordarás el delicioso pasaje en que Platón describe cómo debería educarse un joven griego, y con qué insistencia repite la importancia del entorno, diciéndonos que el muchacho debe educarse entre cosas y sonidos hermosos, a fin de que la belleza de las cosas materiales prepare su alma para la recepción de la belleza espiritual. Insensiblemente, y sin saber por qué, desarrollará así el auténtico amor por la belleza que, como Platón no se cansa de recordar, es el verdadero objetivo de la educación. Poco a poco, se irá engendrando en él un temperamento que, de forma natural, le llevará a preferir lo bueno a lo malo, a rechazar lo vulgar y discordante y a seguir con un gusto instintivo todo lo que tiene gracia y encanto. Por fin, a su debido momento, ese gusto se volverá crítico y consciente, pero al principio debe existir meramente como un instinto cultivado, y «aquel que haya recibido esta verdadera educación del hombre interior percibirá con visión clara y certera las omisiones y defectos en el arte y la naturaleza y, con un gusto infalible, alabará y encontrará contento en las cosas buenas, las recibirá en su alma y llegará a ser bueno y noble, y despreciará y odiará las malas, incluso en su juventud y antes de que pueda saber por qué». Y así cuando, más tarde, se desarrolle en él el espíritu crítico consciente «lo reconocerá y recibirá como a un amigo con quien su educación lo ha familiarizado desde hace mucho tiempo». No necesito decir, Ernest, lo lejos que estamos de este ideal en Inglaterra, e imagino la sonrisa que iluminaría el rostro sudoroso del filisteo si alguien se atreviera a insinuarle que el verdadero objetivo de la educación es el amor a la belleza, y que los métodos que deberían utilizarse para conseguirlo son el desarrollo del temperamento, el cultivo del gusto y la creación del espíritu crítico.

Sin embargo, aún nos queda cierta belleza en el ambiente y poco importa la estupidez de profesores y catedráticos cuando uno puede pasear por los grises claustros de Magdalen y escuchar una voz atiplada que canta en la capilla de Waynfleete, o tumbarse en el prado entre las mariposas extrañamente moteadas como serpientes y ver cómo el sol ardiente de mediodía convierte en oro aún más fino las veletas doradas de la torre, o subir por la escalera de Christ Church bajo los umbríos abanicos del techo abovedado, o pasar por la puerta esculpida del edificio de Laud, en Saint John’s College. Y no solo en Oxford o en Cambridge puede formarse, ejercitarse y perfeccionarse ese sentido de la belleza. En toda Inglaterra se está produciendo un Renacimiento de las artes decorativas. La fealdad ha pasado de moda. Hasta las casas de los ricos están decoradas con buen gusto, y los hogares de quienes no lo son se han vuelto elegantes y delicados y es agradable vivir en ellos. Calibán, el desdichado y ruidoso Calibán, cree que cuando deja de burlarse de una cosa, la cosa deja de existir. Pero si ya no se burla es porque ha topado con una chanza más fina y aguda que la suya que, por un momento, le ha enseñado la amarga lección de un silencio que debería sellar para siempre sus labios toscos y deformes. Hasta ahora no se ha hecho más que despejar el camino. Siempre es más difícil destruir que crear, y cuando lo que uno tiene que destruir es la vulgaridad y la estupidez, la tarea requiere no solo valor sino desprecio. Sin embargo, creo que en parte se ha conseguido. Nos hemos librado de lo que era malo. Ahora tenemos que crear lo bello. Y, aunque la misión del movimiento estético es encandilar a la gente para que se dedique a contemplar y no animarla a crear, dado que el instinto creador es fuerte en el celta y que es él quien lidera hoy el arte, no hay razón por la que, en el futuro, este extraño Renacimiento no llegue a ser tan poderoso a su manera como el nuevo nacimiento del arte que despertó hace muchos años en las ciudades de Italia.

Sin duda, para cultivar el temperamento, debemos recurrir a las artes decorativas: a las artes que nos conmueven y no a las que nos enseñan. Las pinturas modernas son, sin duda, deliciosas de contemplar. Al menos algunas. Pero resulta imposible convivir con ellas, son demasiado inteligentes, demasiado asertivas, demasiado intelectuales. Su significado es demasiado obvio, y su método está demasiado bien definido. Su mensaje se agota demasiado pronto y se vuelven tan aburridas como unos parientes. Me gusta mucho la obra de algunos pintores impresionistas de París y Londres. La sutileza y la distinción no han abandonado todavía esa escuela. Ciertas de sus disposiciones y armonías recuerdan la belleza inalcanzable de la inmortal Symphonie en Blanc Majeur de Gautier, esa obra maestra de color y música que podría haber sugerido tanto el tema como el título de muchos de sus mejores cuadros. Para tratarse de gente que acoge al incompetente con comprensivo entusiasmo, que confunde lo extraño con lo bello y la vulgaridad con la verdad, están muy bien dotados. Sus grabados tienen la brillantez de un epigrama, sus pasteles son tan fascinantes como una paradoja y sus retratos, por mucho que diga el vulgo, no se puede negar que poseen el encanto único y maravilloso de las obras de pura ficción. Pero ni siquiera los impresionistas, por muy serios e industriosos que sean, sirven para nuestro propósito. Me gustan. Me atrae su predominancia del blanco y esas variaciones del lila que hicieron época en su colorido. Aunque el momento no haga al hombre, ciertamente hace al impresionista y ¿qué diremos del momento en el arte, y del «monumento del momento», como dijo Rossetti? También son sugerentes. Aunque no hayan devuelto la vista a los ciegos, al menos han sido un estímulo para los cortos de vista, y a pesar de que sus maestros posean la inexperiencia de la vejez, los jóvenes son demasiado inteligentes para ser sensatos. Aun así siguen insistiendo en abordar la pintura como si fuese un modo de autobiografía inventado para uso de los incultos, y no hacen más que parlotear en sus lienzos toscos y crudos sobre sus innecesarias personalidades y sus no menos innecesarias opiniones, y echan a perder con una vulgar insistencia ese bello desprecio por la naturaleza que es su mejor mérito y el único modesto de los que poseen. Al final, uno se cansa de la obra de unos individuos cuya individualidad es siempre ruidosa y por lo general carece de interés. Hay mucho más que decir a favor de esa nueva escuela parisina, los Archaicistes, como se hacen llamar, que se niegan a dejar al artista enteramente a merced de la meteorología y no ven el ideal del arte en un mero efecto atmosférico, sino que buscan la belleza imaginativa del dibujo y la hermosura del color, rechazan el tedioso realismo de quienes se limitan a pintar lo que ven y se esfuerzan en ver algo que valga la pena, no solo con la visión física y real, sino con la más noble visión del alma que es más vasta en el sentido espiritual y más generosa desde el punto de vista de los propósitos artísticos. Al menos ellos trabajan de acuerdo con las condiciones decorativas que todo arte requiere para su perfección y tienen el suficiente instinto estético para lamentar esas sórdidas y estúpidas limitaciones de la absoluta modernidad de la forma, que han llevado a la perdición a tantos impresionistas. En cualquier caso, el arte puramente decorativo es aquel con el que es posible convivir. Es, de todas las artes visibles, la única que crea en nosotros temperamento y estados de ánimo. El mero color, antes de que lo eche a perder el significado o se combine con una forma definida, puede hablarle al alma de mil maneras distintas. La armonía que reside en las delicadas proporciones de líneas y volúmenes se refleja en el espíritu. Las repeticiones de motivos nos procuran paz. Las maravillas del dibujo agitan la imaginación. En el mero encanto de los materiales utilizados hay elementos latentes de cultura. Y eso no es todo. Con su rechazo deliberado de la naturaleza como ideal de belleza y del método imitativo del pintor vulgar, el arte decorativo no solo prepara el alma para recibir las obras verdaderamente imaginativas, sino que desarrolla en ella ese sentido de la forma que es la base de cualquier logro crítico o creativo. Pues el verdadero artista es el que pasa no del sentimiento a la forma, sino de la forma al pensamiento y a la pasión. No concibe una idea y luego se dice: «Expondré mi idea en un complejo metro de catorce versos», sino que comprende la belleza del soneto y concibe ciertos modos de música y rima y la mera forma le sugiere lo que hay que añadir para hacerlo emocional e intelectualmente completo. De vez en cuando, el mundo clama contra algún encantador poeta artístico porque, por usar su manida y estúpida frase, «no tiene nada que decir». Si lo tuviera, probablemente lo diría, y el resultado sería aburrido. Precisamente porque no tiene nada que decir, su obra puede ser hermosa. Recibe la inspiración de la forma y solo de la forma, como debería hacer cualquier artista. Una pasión verdadera lo echaría a perder. Cualquier cosa que ocurra en realidad ya no sirve para el arte. Toda la mala poesía emana de sentimientos genuinos. Ser natural es ser evidente, y ser evidente es no ser artístico.