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100 Clásicos de la Literatura

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Pero veo que es hora de cenar. Cuando hayamos dado cuenta del Chambertin y de unos escribanos hortelanos, pasaremos a la cuestión del crítico considerado como intérprete.

ERNEST: ¡Ah! Conque admites que a veces se permite al crítico ver las cosas tal como son en realidad.

GILBERT: No estoy tan seguro. Puede que lo admita después de cenar. La cena ejerce una sutil influencia.

Segunda parte

con algunas observaciones sobre la importancia

de discutirlo todo

ERNEST: Los escribanos hortelanos estaban deliciosos y el Chambertin era perfecto, volvamos al punto donde dejamos la discusión.

GILBERT: ¡Ah! No. La conversación debería versar sobre cualquier cosa, pero sin concentrarse en nada. Hablemos de La indignación moral, sus causas y su cura, cuestión acerca de la que estoy pensando en escribir alguna cosa; o sobre La supervivencia de Tersites tal como se revela en los periódicos satíricos ingleses; o de cualquier otro asunto que se nos ocurra.

ERNEST: No; quiero hablar de la crítica y de los críticos. Has dicho que la crítica más elevada considera el arte no como algo expresivo, sino puramente emocional, y que es tan creativa como independiente, que es, de hecho, un arte en sí mismo y que tiene la misma relación con el trabajo creativo que este con el mundo visible de la forma y el color, o con el invisible de la pasión y el pensamiento. Pues bien, dime ahora, ¿no será a veces el crítico un verdadero intérprete?

GILBERT: Sí; lo será siempre que quiera. Puede pasar de su impresión sintética de la obra de arte en su conjunto, a un análisis o exposición de la obra en sí misma, y en esa esfera más baja, pues eso es lo que me parece, hay muchas cosas buenas que hacer y que decir. Sin embargo, su objeto no siempre será explicar la obra de arte. Puede más bien tratar de ahondar su misterio, alzar en torno a él, y a su creador, esa neblina de asombro que aprecian tanto los dioses como los devotos. La gente normal se siente «muy a gusto en Sión». Cree ir del brazo de los poetas y tiene una elocuente e ignorante manera de decir: «¿Por qué vamos a leer lo que se ha escrito sobre Shakespeare y Milton? Podemos leer sus obras y sus poemas. Con eso basta». Pero, como dijo una vez el difunto rector de Lincoln College, la apreciación de Milton es fruto de una erudición consumada. Y quien quiera entender de verdad a Shakespeare debe entender su relación con el Renacimiento y la Reforma, con la época isabelina y la de Jacobo; debe estar familiarizado con la historia de la lucha por la supremacía entre las viejas formas clásicas y el nuevo espíritu romántico, entre la escuela de Sydney, Daniel y Jonson, y la escuela de Marlowe y el más grande de los hijos de este; debe conocer los materiales que Shakespeare tenía a su disposición, el método con que los utilizó y las condiciones de la representación teatral en los siglos XVI y XVII, sus limitaciones y la libertad que ofrecían, y la crítica literaria en época de Shakespeare, sus objetivos, modos y cánones; debe estudiar la evolución de la lengua inglesa, y el verso blanco o rimado en sus diversas formas; debe estudiar el teatro griego y la relación entre el arte del creador del Agamenón y el arte del creador de Macbeth; en una palabra, debe poder relacionar el Londres isabelino con la Atenas de Pericles, y conocer la verdadera posición que ocupa Shakespeare en la historia del teatro europeo y mundial. El crítico será sin duda un intérprete, pero no tratará el arte como una esfinge enigmática, cuyo frívolo secreto solo pueda descubrir y revelar alguien con los pies llagados que ignora su propio nombre. Más bien, considerará el arte como una diosa cuyo misterio él está llamado a aumentar y cuya majestuosidad tiene el privilegio de magnificar ante sus semejantes.

Entonces, Ernest, será cuando ocurra eso tan extraño. El crítico será ciertamente un intérprete, pero no en el sentido de quien repite de forma distinta un mensaje que alguien ha puesto en sus labios. Pues, igual que el arte de un país solo adquiere esa vida individual e independiente que llamamos nacionalidad gracias al contacto con el arte de otras naciones, por una curiosa inversión, el crítico solo puede interpretar la personalidad y la obra de otros acentuando su propia personalidad y, cuanto más intervenga ésta en su interpretación, tanto más real, satisfactoria, convincente y auténtica será dicha interpretación.

ERNEST: Yo hubiera dicho que la personalidad sería un elemento perturbador.

GILBERT: No; es un elemento revelador. Si quieres entender a los demás, debes acentuar tu propia individualidad.

ERNEST: ¿Con qué resultado?

GILBERT: Te lo diré, aunque tal vez sea mejor explicártelo con ejemplos concretos. Tengo para mí que, aunque el crítico literario sea quien, por descontado, abarca un rango más vasto, posee una visión más amplia y dispone de materiales más nobles, todas las artes tienen, por así decirlo, asignado su crítico. El actor es un crítico teatral. Muestra la obra del poeta bajo condiciones nuevas mediante un método que le es propio. Parte de la palabra escrita y convierte la acción, la voz y la gestualidad en los medios de revelación. El cantante, o el intérprete de laúd o viola es el crítico musical. El grabador de un cuadro despoja a la pintura de sus bellos colores, pero nos muestra, mediante el uso de un material nuevo, la verdadera calidad del color, sus tonos y valores, y las relaciones entre los volúmenes, y así, a su manera, es un crítico, pues el crítico es quien nos muestra una obra de arte en una forma diferente a la de la propia obra, y la utilización de un material nuevo es un elemento tan propio de la crítica como creativo. La escultura también tiene su crítico, que puede ser alguien que se dedique a pulir piedras preciosas, como ocurría en época de los griegos, o un pintor como Mantegna, que buscaba reproducir en el lienzo la belleza de la línea plástica y la dignidad sinfónica y procesional del bajorrelieve. Y en el caso de todos esos críticos artísticos creativos es evidente que la personalidad es totalmente esencial para cualquier verdadera interpretación. Cuando Rubinstein interpreta para nosotros la Sonata appasionata de Beethoven, no solo nos da a Beethoven, sino también a sí mismo, y por esa misma razón nos da un Beethoven completo, un Beethoven reinterpretado por una naturaleza rica y artística, vivificado gracias a una personalidad nueva e intensa. Cuando un gran actor interpreta a Shakespeare nos encontramos ante la misma situación: su propia individualidad se convierte en parte vital de la interpretación. La gente se queja a veces de que los actores nos ofrecen su propio Hamlet y no el de Shakespeare, y lamento tener que decir que esa falacia (pues de eso se trata) la repite ese elegante y delicioso escritor que últimamente ha abandonado la confusión de la literatura por la paz de la Cámara de los Comunes; me refiero al autor de Obiter dicta. De hecho, no hay un Hamlet de Shakespeare. Aunque Hamlet posea algo de la claridad de una obra de arte, también tiene toda la oscuridad propia de la vida. Hay tantos Hamlets como melancolías.

ERNEST: ¿Tantos Hamlets como melancolías?

GILBERT: Sí, y puesto que el arte surge de la personalidad, solo a ella puede revelarse, y del encuentro de las dos cosas surge la verdadera crítica interpretativa.

ERNEST: Entonces el crítico, considerado intérprete, ¿dará tanto como recibe y prestará tanto como pide?

GILBERT: Siempre nos mostrará la obra de arte en una nueva relación con nuestro tiempo. Siempre nos recordará que las grandes obras de arte son cosas vivas y que, de hecho, son las únicas cosas vivas. Tanto es así, que estoy convencido de que, a medida que progrese la civilización y nos volvamos más y más organizados, los espíritus elegidos de cada época, los espíritus críticos y cultivados, se interesarán cada vez menos por la vida real e intentarán extraer sus impresiones de lo que haya tocado el arte. Desde el punto de vista formal, la vida es muy defectuosa. Sus catástrofes ocurren de manera equivocada y a la gente equivocada. Sus comedias tienen un horror grotesco y sus tragedias dan la impresión de culminar en farsa. Cuando uno se le acerca siempre sale malparado. Las cosas o no duran lo suficiente o duran demasiado.

ERNEST: ¡Pobre vida! ¡Pobre vida humana! ¿Ni siquiera te conmueven esas lágrimas que el poeta romano dice que son parte de su esencia?

GILBERT: Temo que me conmuevan demasiado. Cuando uno repasa una vida tan intensa en sus emociones y con momentos tan fervientes de éxtasis y alegría, todo parece un sueño y una ilusión. ¿Qué es lo irreal sino pasiones que nos quemaron como fuego? ¿Qué es lo increíble sino lo que uno ha creído? ¿Qué es lo improbable sino lo que uno ha hecho? No, Ernest, la vida nos engaña con sombras como un maestro de marionetas. Le pedimos placer y nos lo da, pero con un acompañamiento de amargura y decepción. Topamos con un noble pesar que creemos que prestará la purpúrea dignidad de la tragedia a nuestros días, pero pasa de largo y otras cosas menos nobles ocupan su lugar, y una mañana gris y ventosa, o una tarde plateada y silenciosa, nos vemos mirando con insensible asombro, o un corazón de piedra, la trenza de cabello dorado, que en otro tiempo adoramos y besamos con locura.

ERNEST: ¿Así que la vida es un fracaso?

GILBERT: Desde el punto de vista artístico, sin duda. Y lo que hace que lo sea es lo que presta a la vida su sórdida seguridad, el hecho de que uno no pueda repetir nunca la misma emoción. ¡Qué diferencia con el mundo del arte! En el estante que hay a tus espaldas tienes la Divina Comedia, y sé que, si abro el libro por una página determinada, sentiré un profundo odio por alguien que nunca me ha ofendido o un gran amor por alguien a quien jamás veré. No hay estado de ánimo o pasión que el arte no pueda proporcionarnos, y quienes hemos descubierto su secreto podemos prever de antemano cuáles habrán de ser nuestras vivencias. Podemos elegir el día y la hora. Podemos decir: «Mañana, al amanecer, caminaremos con el solemne Virgilio por el valle de las sombras de la muerte», y hete aquí que el alba nos sorprende en el oscuro bosque con el de Mantua a nuestra vera. Atravesamos las puertas con el lema fatídico para la esperanza y con pesar o alegría contemplamos el horror del otro mundo. Vemos pasar a los hipócritas, con las caras pintadas y sus cogullas de plomo dorado. Entre el viento incesante que los empuja, nos miran los concupiscentes, y vemos a los herejes desgarrar sus carnes y a los glotones fustigados por la lluvia. Rompemos las ramas secas del árbol del bosque de las arpías, y de cada rama oscura y ponzoñosa mana sangre roja y surgen amargos gritos. Ulises nos habla por un cuerno de fuego y cuando el gran gibelino se levanta de su sepulcro en llamas, compartimos por un instante el orgullo que triunfa sobre el tormento de su lecho. A través del aire oscuro y purpúreo vuelan quienes han mancillado el mundo con la belleza de su pecado, y en el pozo de una enfermedad detestable, hidrópico y con el cuerpo hinchado como un laúd monstruoso, yace Adamo di Brescia, el acuñador de moneda falsa. Nos pide que prestemos oídos a su desgracia; nos detenemos y con los labios secos y entreabiertos nos cuenta que día y noche sueña con los arroyos de agua cristalina que recorren las verdes colinas casentinas. Sinón, el falso griego de Troya, se burla de él. Le golpea en la cara y se ponen a pelear. Nos fascina su desdicha y nos quedamos allí hasta que Virgilio nos regaña y nos conduce a la ciudad almenada por gigantes donde el gran Nemrod hace sonar su trompa. Cosas terribles nos esperan, y vamos a su encuentro con el corazón y la ropa del Dante. Atravesamos las marismas de la Estigia, y Argenti nada hasta la barca entre las olas viscosas. Nos llama y lo apartamos. Nos alegra oír sus gritos agónicos y Virgilio alaba la amargura de nuestro desprecio. Hollamos el frío cristal del Cocito, donde están sumergidos los traidores como pajas en un vaso. Nuestro pie golpea la cabeza de Bocca. Se niega a decirnos su nombre y le arrancamos el cabello a puñados del cráneo vociferante. Alberico nos ruega que rompamos el hielo que cubre su cara para que pueda llorar un poco. Se lo prometemos y cuando termina de contarnos su triste historia faltamos a nuestra palabra y nos alejamos convencidos de que semejante crueldad es una cortesía, pues ¿qué hay más vil que apiadarse de quien Dios ha condenado? Entre las mandíbulas de Lucifer vemos al hombre que vendió a Cristo y también a quienes asesinaron a César. Temblorosos, seguimos adelante para volver a contemplar las estrellas.

 

En el purgatorio el aire es más libre y la montaña sagrada se alza hacia la pura luz del día. Hay paz para nosotros y para quienes han de pasar allí una temporada, aunque, pálida por el veneno de Maremma, pase ante nosotros Madonna Pia, y también Ismena, con el pesar de la tierra todavía tras ella. Alma tras alma, compartimos algún arrepentimiento o alguna alegría. Aquel a quien el luto de su viuda enseñó a beber el dulce ajenjo del dolor, nos cuenta la historia de los rezos de Nella en su lecho solitario, y de boca de Buonconte aprendemos que una sola lágrima puede salvar de su enemigo a un pecador agonizante. Sordello, el noble y desdeñoso lombardo, nos mira desde lejos como un león acostado. Cuando descubre que Virgilio es ciudadano de Mantua, le salta al cuello y, cuando se entera de que es el cantor de Roma, cae a sus pies. En ese valle cuyas flores y hierbas son más bellas que el sándalo y las esmeraldas hendidas, y más luminosas que la plata, cantan los que fueron reyes del mundo, pero los labios de Rodolfo de Habsburgo no siguen la música, Felipe de Francia se da golpes en el pecho y Enrique de Inglaterra se sienta a un lado. Seguimos adelante por las maravillosas escaleras y las estrellas se vuelven más grandes que de costumbre, el canto de los reyes se apaga y por fin llegamos a los siete árboles de oro y al jardín del Paraíso terrenal. En un carruaje tirado por grifos aparece una mujer cuya frente está ceñida de hojas de olivo, lleva un velo blanco, un manto verde y una túnica que parece de fuego. La antigua llama se enciende en nuestro pecho. El pulso se nos acelera de forma terrible. La reconocemos. Es Beatriz, la mujer a quien hemos adorado. El hielo que congelaba nuestro corazón se derrite. Lágrimas de angustia brotan de nuestros ojos y humillamos la frente contra el suelo porque nos sabemos pecadores. Después de hacer penitencia, nos purificamos, bebemos de la fuente del Leteo, nos bañamos en la fuente de Eunoe y la dueña de nuestra alma nos conduce al Paraíso celestial. Desde esa perla eterna que es la luna, el rostro de Piccarda Donati se inclina hacia nosotros. Su belleza nos turba un instante y, cuando pasa de largo como arrastrada por la corriente, la miramos con gesto melancólico. El dulce planeta de Venus está lleno de enamorados. Cunizza, la hermana de Ezzelin, la dueña del corazón de Sordello está allí, y Folco, el apasionado cantor de Provenza, que dejó el mundo por su dolor por Azalais, y la prostituta cananea cuya alma fue la primera que redimió Cristo. Joachim de Flora está en el sol, donde Tomás de Aquino narra la historia de san Francisco y Buenaventura la de santo Domingo. Entre los ardientes rubíes de Marte se acerca Cacciaguida. Nos habla de la flecha disparada desde el arco del exilio, de lo salado que sabe el pan ajeno y de lo empinadas que son las escaleras de la casa de un desconocido. En Saturno el alma no canta y ni siquiera la que nos guía se atreve a sonreír. En una escalera de oro se alzan y caen las llamas. Por fin, vemos el desfile de la Rosa Mística. Beatriz fija la mirada en el rostro de Dios para no apartarla jamás. Se nos concede la visión beatífica; conocemos el amor que impulsa el sol y todas las estrellas.

Sí, podemos retrasar la tierra seiscientas vueltas y ser uno con el gran florentino, arrodillarnos ante el mismo altar que él y compartir sus éxtasis y sus desdenes. Y, si nos cansamos de una época antigua y deseamos habitar en nuestro propio tiempo con todas sus fatigas y pecados, ¿acaso no hay libros capaces de hacernos vivir más en una hora que la vida en veinte penosos años? Ahí al lado tienes un pequeño volumen encuadernado en tafilete verde que ha sido empolvado con nenúfares dorados y suavizado con duro marfil. Es el libro que amó Gautier, la obra maestra de Baudelaire. Ábrelo por el triste madrigal que empieza: «Que m’importe que tu sois sage? / Sois belle! et sois triste!» y te encontrarás adorando la tristeza como nunca has adorado la alegría. Pasa al poema del hombre que se tortura a sí mismo, deja que su música sutil se cuele en tu cerebro y coloree tus pensamientos y, por un instante, te convertirás en quien lo escribió; es más, no será solo por un instante, sino que muchas noches yermas e iluminadas por la luna y muchos días estériles y sin sol habitará en ti una desesperación ajena y la tristeza de otro te corroerá el corazón. Lee el libro entero, deja que le cuente a tu alma uno solo de sus secretos y deseará saber más, se alimentará de miel venenosa, querrá arrepentirse de extraños crímenes de los que no es culpable y expiar terribles placeres que no ha conocido. Y luego, cuando te canses de esas flores del mal, vuelve a las que crecen en el jardín de Perdita, y deja que sus cálices empapados de rocío refresquen tu frente febril, y que su belleza sane y restablezca tu alma; o despierta de su tumba olvidada al dulce sirio, Meleagro, y pide al amante de Heliodora que toque música para ti, pues él también tiene flores en su canción, rojas flores de granado e iris que huelen a mirra, anillados narcisos, jacintos azules, mejoranas y fruncidas margaritas. El aroma de los campos de judías al atardecer era tan de su agrado como el perfume del nardo que crecía en las colinas sirias, del tomillo verde y fresco y de las encantadoras campanillas. Los pies de su amada cuando paseaba por el jardín eran como lirios sobre lirios, sus labios eran más suaves que los pétalos cargados de sueño de las amapolas, más suaves que las violetas e igual de perfumados. El azafrán asomaba como llamas entre la hierba para mirarla. El esbelto narciso recogía para ella la lluvia fresca, y las anémonas olvidaban por su causa los vientos sicilianos que las cortejaban. Y no había azafrán, anémona ni narciso tan hermoso como ella.

Es rara esta transferencia de emociones. Contraemos las mismas enfermedades que los poetas y el rapsoda nos presta su dolor. Los labios muertos tienen cosas que decirnos y los corazones caídos en el polvo pueden comunicar su alegría. Corremos a besar la boca sangrante de Fantine y seguimos a Manon Lescaut por el mundo entero. Nuestra es la locura amorosa del tirio y también el horror de Orestes. No hay pasión que no podamos sentir, ni placer que no podamos satisfacer, y podemos escoger el momento de nuestra iniciación y también la hora de nuestra libertad. ¡La vida! ¡La vida! No acudamos a ella para satisfacer nuestra experiencia. Está limitada por las circunstancias, es incoherente en sus formulaciones y carece de esa hermosa correspondencia entre la forma y el espíritu que es lo único que puede satisfacer al temperamento crítico y artístico. Nos hace pagar un precio demasiado alto por sus mercaderías y compramos el más mezquino de sus secretos a un coste monstruoso e infinito.

ERNEST: Así pues, ¿debemos recurrir al arte para todo?

GILBERT: Para todo. Porque el arte no nos hiere. Las lágrimas que vertemos en una obra de teatro son una de esas emociones estériles y exquisitas que el arte tiene por misión despertar. Lloramos sin estar heridos. Nos afligimos sin amargura. En la vida real del hombre, la tristeza, como dice Spinoza en alguna parte, es un paso hacia una perfección menor. Pero la tristeza que nos inspira el arte es purificadora e iniciática, si se me permite citar una vez más al gran crítico artístico de los griegos. Es a través del arte, y solo a través de él, como podemos alcanzar la perfección, con el arte y solo con él, podemos protegernos de los sórdidos peligros de la existencia real. Y ello se debe no solo al hecho de que no vale la pena hacer nada que podamos imaginar (y todo es imaginable) sino a esa ley tan sutil que determina que las fuerzas emocionales, como las de la esfera física, estén limitadas en su extensión y energía. Podemos sentir hasta cierto punto y no más. ¿Qué importancia pueden tener los placeres con que intente tentarnos la vida, o los dolores con que trate de mutilar y mancillar nuestra alma, si hemos encontrado el verdadero secreto de la alegría en el espectáculo de las vidas de quienes nunca existieron y llorado lágrimas por la muerte de quienes, como Cordelia y la hija de Brabantio, no pueden morir?

ERNEST: Para un momento. Creo que hay algo radicalmente inmoral en lo que llevas dicho.

GILBERT: Todo arte es inmoral.

ERNEST: ¿Todo arte?

GILBERT: Sí, porque el objetivo del arte es la emoción por la emoción, mientras que el de la vida, y el de esa organización práctica de la vida que llamamos sociedad, es la emoción por la acción. La sociedad es el inicio y la base de la moral y existe sencillamente por la concentración de energía humana y para garantizar su propia continuidad; su saludable estabilidad exige, sin duda con razón, que cada uno de los ciudadanos contribuyan con alguna forma de trabajo productivo al bien común y que trabajen fatigosamente para que pueda llevarse a cabo la tarea cotidiana. La sociedad perdona a menudo al criminal, pero nunca al soñador. Las hermosas emociones estériles que el arte inspira en nosotros le son odiosas, y la gente está tan dominada por la tiranía de ese terrible ideal social que a menudo se te acerca con el mayor descaro en las exposiciones privadas y en otros sitios abiertos al público en general y te espeta con voz estentórea: «¿Qué está usted haciendo?», cuando la única pregunta que un ser civilizado debiera poder susurrarle a otro debería ser: «¿En qué está usted pensando?». Sin duda, esas personas honradas y radiantes tienen buena intención. Tal vez por eso resulten tan tediosas. Pero alguien debería enseñarles que aunque, para la sociedad, la contemplación sea el peor pecado que un ciudadano puede cometer, desde el punto de vista de la cultura más elevada, se trata de la ocupación propia del hombre.

ERNEST: ¿La contemplación?

GILBERT: La contemplación. Ya te he dicho que era mucho más difícil hablar de algo que hacerlo. Permite que te diga ahora que no hacer nada es lo más difícil de este mundo, lo más difícil y lo más intelectual. Para Platón, con su pasión por la sabiduría, era la forma más noble de energía. Para Aristóteles, con su pasión por el conocimiento, también. Y a eso fue adonde llevó la pasión por la santidad a los santos y místicos de la Edad Media.

 

ERNEST: ¿Entonces existimos para no hacer nada?

GILBERT: Los elegidos existen para no hacer nada. La acción es limitada y relativa. La visión de quien se sienta cómodamente a observar y de quien anda solo y en sueños es ilimitada y absoluta. Pero nosotros, que hemos nacido al final de esta época maravillosa, somos demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles e inteligentes y estamos demasiado ansiosos de placeres exquisitos para aceptar cualquier especulación acerca de la vida a cambio de la vida misma. Para nosotros la città divina es insípida y la fruitio Dei carece de sentido. La metafísica no satisface nuestro temperamento y el éxtasis religioso nos parece pasado de moda. El mundo mediante el cual el filósofo académico se convierte en «espectador de todo tiempo y toda existencia» no es en realidad un mundo ideal sino solo un mundo de ideas abstractas. Cuando entramos en él, nos morimos de hambre entre las gélidas matemáticas del pensamiento. Los palacios de la ciudad de Dios no están abiertos para nosotros. Sus puertas están guardadas por la ignorancia y para atravesarlas debemos entregar la parte más divina de nuestra naturaleza. Es suficiente con que nuestros padres creyeran. Ellos han agotado la capacidad de fe de la especie. Su legado es el escepticismo que tanto temían. Si lo hubiesen expresado en palabras no habría sobrevivido en nosotros como pensamiento. No, Ernest, no. No podemos volver al santo. Hay mucho más que aprender del pecador. No podemos regresar al filósofo y el místico extravía nuestros pasos. ¿Quién, como sugiere en alguna parte el señor Pater, cambiaría la curva de un pétalo de rosa por el Ser informe e intangible que tanto valora Platón? ¿Qué se nos da a nosotros la iluminación de Philo, el abismo de Eckhart, la visión de Böhme, o incluso el cielo monstruoso que se reveló a los ojos ciegos de Swedenborg? Ninguna de esas cosas valen lo que el cáliz amarillo de un narciso en el prado, y menos aún que la más vil de las artes visibles; pues, igual que la naturaleza es la materia debatiéndose por abrirse paso en el espíritu, el arte es el espíritu expresándose bajo las condiciones de la materia, y así, incluso en la más baja de sus manifestaciones, apela tanto a las sensaciones como al alma. Al temperamento estético lo vago siempre le resulta repulsivo. Los griegos eran una nación de artistas, porque carecían del sentido del infinito. Al igual que Aristóteles y que Goethe después de leer a Kant, deseamos lo concreto y nada que no sea concreto puede satisfacernos.

ERNEST: Entonces, ¿qué es lo que propones?

GILBERT: Opino que, con el desarrollo del espíritu crítico, podremos comprender, no solo nuestras propias vidas, sino la vida colectiva de la raza, y hacernos así absolutamente modernos, en el verdadero sentido de la palabra modernidad. Pues aquel para quien el presente es lo único presente nada sabe de la época en que vive. Para comprender el siglo XIX es preciso comprender todos los siglos que le han precedido y que han contribuido a formarlo. Para saber algo sobre uno mismo hay que saberlo todo sobre los demás. No hay estado de ánimo con el que no se pueda simpatizar, ni ningún modo de vida extinguido que no se pueda resucitar. ¿Es esto imposible? No lo creo. Al revelarnos el mecanismo absoluto de cualquier acción, y liberarnos así de la carga autoimpuesta y entorpecedora de la responsabilidad moral, el principio científico de la herencia se ha convertido, por así decirlo, en el garante de la vida contemplativa. Nos ha demostrado que nunca somos menos libres que cuando intentamos actuar. Ha tejido a nuestro alrededor la red del cazador y ha escrito en el muro la profecía de nuestra perdición. No podemos verlo porque está dentro de nosotros. No podemos verlo como no sea en un espejo que refleje el alma. Es Némesis sin su máscara. Es la última de las Parcas y la más terrible. Es el único dios cuyo verdadero nombre conocemos.

Y aun así, aunque en la esfera de la vida práctica y externa haya despojado a la energía de su libertad y a la actividad de su capacidad de elección, en la esfera subjetiva, donde actúa el alma, esa sombra terrible acude ante nosotros cargada de regalos: extraños temperamentos, sutiles susceptibilidades, alocados ardores y gélidas indiferencias, dones complejos y multiformes de pensamientos discrepantes y pasiones contradictorias. No es nuestra vida la que vivimos, sino la de los muertos, y el alma que habita en nuestro interior no es una única entidad espiritual que nos haga individuales y personales, creada para nuestro servicio y que nos haya invadido para alegría nuestra. Es algo que ha estado en lugares temibles y que ha tenido por morada antiguos sepulcros. Ha contraído muchas enfermedades y recuerda extraños pecados. Es más sabia que nosotros, y su sabiduría es amarga. Nos colma de deseos imposibles y nos hace perseguir lo inalcanzable. No obstante, hay una cosa que puede hacer por nosotros, Ernest: puede alejarnos de lugares cuya belleza esté velada por la neblina de la familiaridad, o cuya innoble fealdad y sórdidas aspiraciones estén echando a perder la perfección de nuestro desarrollo. Puede ayudarnos a dejar atrás la época en que nacimos y pasar a otras épocas sin que nos sintamos como exiliados en ellas. Puede enseñarnos a escapar de nuestra experiencia y comprender las vivencias de otros más grandes que nosotros. El dolor de Leopardi clamando contra la vida se convierte en nuestro dolor. Teócrito toca la flauta y reímos con los labios de la ninfa y el pastor. Huimos de la jauría cubiertos con la piel de lobo de Pierre Vidal, salimos a caballo del pabellón de la reina con la armadura de Lanzarote. Hemos susurrado el secreto de nuestro amor bajo la capucha de Abelardo y convertido en canción nuestra vergüenza bajo el raído ropaje de Villon. Podemos ver el amanecer con los ojos de Shelley, y, cuando vagamos con Endimión, la luna se enamora de nuestra juvenil belleza. Nuestra es la angustia de Atis y nuestras la débil rabia y los nobles pesares del danés. ¿Crees que es la imaginación la que nos permite vivir esas vidas innúmeras? Sí, es la imaginación; y la imaginación es el resultado de la herencia. Es la experiencia de la raza concentrada, ni más ni menos.

ERNEST: Pero ¿cuál es aquí la función del espíritu crítico?

GILBERT: La cultura propiciada por dicha transmisión de experiencias raciales solo puede perfeccionarse mediante el espíritu crítico, y puede decirse que son una misma cosa. ¿Quién sino el verdadero crítico lleva en su interior los sueños, las ideas, y los sentimientos de miles de generaciones, sin que ninguna forma de pensamiento le sea ajena, ni le parezca extraño ningún impulso emocional? ¿Y quién es el verdadero hombre de cultura sino aquel que, con una extremada erudición y un minucioso rechazo, ha conseguido que su instinto sea consciente e inteligente y pueda separar la obra que posee distinción de la que no la tiene, y que, mediante el contacto y la comparación, ha llegado a dominar los secretos de estilo de las distintas escuelas y a comprender sus significados, escuchar sus voces y desarrollar ese espíritu de curiosidad desinteresada que es la verdadera raíz, y la verdadera flor, de la vida intelectual, para conseguir así la claridad intelectual, y, tras aprender «lo mejor que se sabe y piensa en el mundo», vivir (no es exagerado decirlo) en compañía de los inmortales?