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100 Clásicos de la Literatura

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ERNEST: Hablas de la crítica como una parte esencial del espíritu creativo y me has convencido de tu teoría. Pero ¿qué me dices de la crítica fuera de la creación? Tengo la absurda costumbre de leer periódicos, y mi impresión es que la mayor parte de la crítica moderna es totalmente inútil.

GILBERT: Igual que la mayor parte de las obras creativas modernas. La mediocridad pone a la mediocridad en el fiel de la balanza y la incompetencia aplaude a su hermana: he ahí el espectáculo que nos ofrece de vez en cuando la actividad artística en Inglaterra. Sin embargo, tengo la sensación de estar siendo un poco injusto. Por lo general, los críticos (y me refiero, claro, a los mejores, a los que escriben para los periódicos de seis peniques) son más cultos que la gente cuya obra deben criticar. Lo cual es lógico, pues el ejercicio de la crítica exige muchísima más cultura que la creación.

ERNEST: ¿De verdad?

GILBERT: Desde luego. Cualquiera puede escribir una novela en tres volúmenes. Lo único que hace falta tener es una ignorancia absoluta de la vida y la literatura. La dificultad a la que imagino que debe enfrentarse el crítico es la de mantener la calidad. Allí donde no hay estilo la calidad es imposible. Los pobres críticos se ven reducidos a meros gacetilleros de los tribunales de la literatura, simples cronistas de los delitos de los delincuentes habituales del arte. A veces se dice de ellos que no leen las obras que deben criticar. No lo hacen. O no deberían. Si lo hicieran, acabarían convirtiéndose en misántropos empedernidos, o, si se me permite tomar prestada la frase de una preciosa estudiante de Newham, serían misóginos empedernidos el resto de su vida. Además ni siquiera es necesario. Para conocer la cosecha y calidad de un vino no es necesario beberse el tonel entero. Con media hora es suficiente para saber si un libro vale algo o no vale nada. Diez minutos bastarían si uno tuviese el instinto de la forma. ¿Quién quiere fatigarse leyendo un volumen aburrido? Con catarlo es suficiente…, incluso más que suficiente, diría yo. Sé que hay muchos trabajadores honrados tanto en la pintura como en la escritura que se oponen por completo a la crítica. Y tienen razón. Su obra no guarda la menor relación intelectual con su época. No nos aporta ningún elemento placentero novedoso. No sugiere ningún nuevo punto de partida para el pensamiento, la pasión o la belleza. No debería hablarse de ella. Habría que dejar que cayera en el olvido como se merece.

ERNEST: Mi querido amigo, perdona que te interrumpa, pero tengo la impresión de que estás llevando tu pasión por la crítica demasiado lejos. No irás a negarme que hacer algo es mucho más difícil que hablar de ello.

GILBERT: ¿Más difícil hacer algo que hablar de ello? Ni mucho menos. Ese es un error muy burdo y extendido. Es infinitamente más difícil hablar de una cosa que hacerla. En la esfera de la vida real esto no puede ser más evidente. Cualquiera puede hacer historia, pero solo los grandes pueden escribirla. No hay acto ni emoción que no compartamos con los animales inferiores. Lo único que nos eleva por encima de ellos, y de nuestros semejantes, es el lenguaje, que es padre y no hijo del pensamiento. La acción, de hecho, siempre es fácil, y cuando se presenta ante nosotros en su forma más irritante, por insistente, que a mi entender es la del trabajo laborioso, se convierte sencillamente en el refugio de quienes no tienen nada que hacer. No, Ernest, no me hables de la acción. Es algo ciego que depende de las circunstancias exteriores y lo mueve un impulso de cuya naturaleza es inconsciente. Es, en esencia, incompleto, porque está limitado por lo accidental e ignora su dirección porque cambia constantemente de objetivo. Se basa en la falta de imaginación. Es el último recurso de quienes no saben soñar.

ERNEST: Gilbert, hablas del mundo como si fuese una bola de cristal que sostuvieras en la mano y a la que dieras vueltas a voluntad. Lo único que haces es reescribir la historia.

GILBERT: Nuestro único deber para con la historia es reescribirla. Y no es tarea pequeña entre los afanes reservados al espíritu crítico. Cuando hayamos descubierto las leyes científicas que rigen la vida, veremos que la única persona más ilusa que el soñador es el hombre de acción. De hecho, desconoce tanto el origen como el resultado de sus actos. Hemos recogido nuestra cosecha en el campo que él creía haber sembrado de espinas y la higuera que plantó para nuestro solaz es estéril como el cardo y aún más amarga. Si la humanidad ha sabido abrirse camino es porque desconocía adónde se dirigía.

ERNEST: ¿Así que crees que en la esfera de la acción todo fin es una ilusión?

GILBERT: Es peor aún. Si viviéramos el tiempo suficiente para ver el resultado de nuestras acciones podría ocurrir que quienes se tienen por buenos enfermaran de remordimiento y que aquellos a quienes el mundo tilda de malvados sintieran una noble alegría. Hasta el más pequeño de nuestros actos pasa por la maquinaria de la vida, que puede triturar nuestras virtudes y volverlas inútiles, o transformar nuestros pecados en elementos de una nueva civilización más espléndida y maravillosa que ninguna que se haya visto antes. Pero los hombres son esclavos de las palabras. Claman contra el materialismo, como ellos lo llaman, y olvidan que no ha habido ninguna mejora material que no haya espiritualizado el mundo, y también que apenas ha habido un despertar espiritual, si es que ha habido alguno, que no haya malgastado las esperanzas del mundo en esperanzas estériles, aspiraciones infructuosas, y creencias hueras e inoportunas. Lo que llamamos pecado no es sino un elemento esencial del progreso. Sin él, el mundo se estancaría, envejecería o se volvería insípido. Con su curiosidad, el pecado incrementa las vivencias de la raza. Mediante su afirmación intensificada del individualismo, nos libra de la monotonía del arquetipo. En su rechazo de las ideas al uso acerca de la moralidad, coincide con la ética más elevada. Y por lo que se refiere a las virtudes… ¿qué son las virtudes? A la naturaleza, nos dice el señor Renan, le trae sin cuidado la castidad, y es posible que las Lucrecias modernas estén libres de mancha gracias a la deshonra de la Magdalena y no a su propia pureza. La caridad, como se han visto obligados a reconocer incluso aquellos para quienes constituye una parte formal de su religión, crea una multitud de males. La mera existencia de la conciencia, esa facultad de la que tanto habla y se enorgullece la gente hoy en día a pesar de ignorarla, es un indicio de nuestro desarrollo imperfecto. Debe mezclarse con el instinto antes de dar sus frutos. La abnegación es solo un método de detener nuestro avance, y el sacrificio de uno mismo no es sino una reliquia de las mutilaciones rituales de los salvajes, forma parte de esa antigua adoración al dolor que constituye un factor tan terrible en la historia del mundo, y que incluso hoy causa víctimas y tiene altares en todo el país. ¡Las virtudes! ¿Quién sabe qué son las virtudes? Ni tú, ni yo, ni nadie. Ejecutamos al criminal para satisfacer nuestra vanidad, pues, si lo dejáramos con vida, podría mostrarnos lo que habíamos obtenido con su crimen. Y el santo tiene suerte de ir al martirio, pues así se ahorra presenciar el horror de su cosecha.

ERNEST: Te estás poniendo un poco histriónico, Gilbert. Volvamos a los amenos campos de la literatura. ¿Qué estabas diciendo? ¿Que era más difícil hablar de algo que hacerlo?

GILBERT (tras una pausa): Sí, creo que he osado insinuar esa sencilla verdad. Sin duda estarás de acuerdo conmigo. Cuando alguien actúa, es solo una marioneta. Cuando describe, es un poeta. Ahí radica todo el secreto. En las llanuras arenosas de la ventosa Ilión era fácil lanzar la cortada flecha con el arco pintado, o arrojar contra el escudo de cuero y reluciente latón el largo venablo de asta de fresno. Era fácil para la reina adúltera tender las alfombras tirias para su señor, y luego, mientras yacía en el baño de mármol, echarle encima la purpúrea red y pedir a su lampiño amante que apuñalara a través de la malla aquel corazón que habría debido partirse en la Áulide. Incluso para Antígona, a quien esperaba la muerte como esposo, debió de ser fácil pasar por el aire corrompido a mediodía, subir a lo alto de la colina y cubrir con amable tierra el desdichado cadáver desnudo e insepulto. Pero ¿qué hay de quienes escribieron esas cosas? ¿Qué hay de quienes las hicieron realidad y las hicieron vivir eternamente? ¿Acaso no son más grandes que los hombres y mujeres a quienes cantaron? «Héctor, ese dulce guerrero, ha muerto», y Luciano nos cuenta que entre la negrura del otro mundo Menipo vio el cráneo blanqueado de Helena y se maravilló de que por tan triste recompensa se hicieran a la mar las curvas naves, murieran todos aquellos bellos jóvenes con sus cotas de malla y se redujeran a polvo esas ciudades y sus torreones. Sin embargo, la hija de Leda se asoma a diario como un cisne a las almenas y contempla la marea de la guerra. Los ancianos se maravillan ante su belleza y ella se planta al lado del rey. En sus aposentos de marfil pintado está su amante. Bruñe la delicada armadura y peina la pluma escarlata. Acompañado de su paje y su escudero, su marido va de tienda en tienda. Ella ve su cabello rubio y oye, o cree oír, su voz clara y fría. En el patio de abajo, el hijo de Príamo se ciñe la coraza de bronce. Los blancos brazos de Andrómaca rodean su cuello. Deja el yelmo en el suelo para no asustar a su hijo. Tras las cortinas bordadas de su tienda se sienta Aquiles, con ropajes perfumados, mientras su amigo del alma con su armadura de oro y plata se prepara para ir al combate. De un curioso arcón que su madre Tetis cargó en su nave, el señor de los mirmidones saca el cáliz místico que jamás han rozado labios humanos, lo frota con azufre y lo enfría con agua fresca, y, después de lavarse las manos, llena de vino tinto la copa bruñida y asperja la espesa sangre de la uva sobre el suelo en honor de aquel a quien adoraban profetas desnudos en Dodona, le ruega y no sabe que sus rezos son en vano y que Patroclo, el camarada entre los camaradas, va a encontrar su destino a manos de dos guerreros troyanos, el hijo de Pántoo, Euforbo, cuyos rizos están ceñidos de oro, y el hijo de Príamo. ¿Acaso son fantasmas? ¿Héroes de montaña y niebla? ¿Sombras en una canción? No, son reales. ¡Acción! ¿Qué es la acción? Se consume en el momento de su energía. Es una vulgar concesión a los hechos. El mundo está hecho por el poeta para el soñador.

 

ERNEST: Oyéndote lo parece.

GILBERT: Y así es. En la desmoronada ciudadela de Troya descansa el lagarto como si fuese de bronce verdoso. El búho ha construido su nido en el palacio de Príamo. Sobre la llanura desierta vaga el pastor con su rebaño de cabras y en ese mar oleaginoso y de color de vino, οἶνοψ πόντος, como lo llama Homero, que surcaron las grandes galeras de proa de cobre pintada de bermellón, el solitario pescador de atunes se sienta en su bote y ve balancearse los corchos de la red. Sin embargo, cada mañana las puertas de la ciudad se abren de par en par, y a pie, o en carros tirados por caballos, los guerreros salen a la batalla y se burlan de sus enemigos tras sus máscaras de hierro. El combate dura todo el día y, cuando cae la noche, las antorchas brillan en las tiendas y el fanal arde en la gran sala. Quienes viven en el mármol o en los paneles pintados, viven solo un exquisito instante, eterno en su belleza, pero limitado a una nota de pasión o un momento de calma. Aquellos a quienes da vida el poeta tienen mil emociones de terror y alegría, de valor y desesperación, de placer y sufrimiento. Las sensaciones van y vienen en alegre o triste desfile y los años pasan, alados o con pies de plomo, ante sus ojos. Tienen su juventud y su edad viril, son niños y envejecen. Para santa Helena amanece siempre, tal como la vio el Veronese al lado de la ventana. En el tranquilo aire matutino, los ángeles le muestran el símbolo del dolor divino. La fresca brisa de la mañana le alza el velo dorado de la frente. En la colina cercana a Florencia donde se tumban los enamorados del Giorgione, siempre es el solsticio de mediodía, un mediodía que ha languidecido tanto bajo los soles estivales que la esbelta joven desnuda apenas puede meter en la cisterna de mármol la límpida burbuja de vidrio y los largos dedos del laudista no descansan ociosos sobre las cuerdas. Siempre atardece para las ninfas danzantes que Corot liberó entre los álamos plateados de Francia. Esas figuras frágiles y diáfanas, cuyos pies trémulos parecen no rozar la hierba humedecida de rocío, se mueven en un eterno crepúsculo. En cambio quienes transitan por la epopeya, el teatro o la novela, ven crecer y menguar la luna con el laborioso transcurso de los meses, contemplan la noche desde la estrella vespertina a la matutina, y ven cambiar el día con su oro y sus sombras desde el amanecer hasta la puesta de sol. Para ellos, como para nosotros, las flores florecen y se marchitan, y la Tierra, esa diosa de verdes trenzas como la llama Coleridge, cambia de vestido para complacerles. La estatua se concentra en un momento de perfección. La imagen pintada en el lienzo carece del menor elemento espiritual de cambio o crecimiento. Si lo ignoran todo de la muerte, es porque apenas saben nada de la vida, pues los secretos de la vida y la muerte pertenecen solo a aquellos que se ven afectados por el paso del tiempo, y que poseen no solo el presente sino el futuro y pueden alzarse o caer de un pasado de gloria o deshonra. Solo la literatura puede reproducir verdaderamente el movimiento, ese problema de las artes visuales. Es la literatura la que nos muestra la agitación del cuerpo y la turbación del alma.

ERNEST: Sí, entiendo a lo que te refieres. Pero, sin duda, cuanto más alto sitúes al artista creativo, menos importancia tendrá el crítico.

GILBERT: ¿Por qué?

ERNEST: Porque todo lo que puede ofrecer es un eco de una música compleja, una sombra de una forma bien trazada. Sin duda es posible que, tal como afirmas, la vida sea un caos; que el martirio sea mezquino y el heroísmo innoble, y que la función de la literatura sea crear, a partir de la materia prima de la vida real, un mundo nuevo más maravilloso, duradero y auténtico que el que contemplan nuestros ojos, a través del cual las naturalezas vulgares aspiren a conseguir la perfección. Pero es evidente que, si este mundo nuevo se ha construido gracias al toque y el espíritu de un gran artista, será tan completo y perfecto que al crítico no le quedará nada por hacer. Ahora entiendo, y estoy dispuesto a admitirlo sin tapujos, que es más difícil hablar de algo que hacerlo. Pero me parece que esa máxima tan lógica y sensata, que resulta extremadamente tranquilizadora y que deberían adoptar todas las academias literarias del mundo, se refiere solo a las relaciones existentes entre el arte y la vida, y no a las que pueda haber entre el arte y la crítica.

GILBERT: Pero es que la crítica es, en sí misma, un arte. E, igual que la creación artística implica la intervención de la facultad crítica y no puede existir sin ella, la crítica también es creativa en el sentido más elevado de la palabra. La crítica es, de hecho, tanto creativa como independiente.

ERNEST: ¿Independiente?

GILBERT: Sí, independiente. La crítica ya no debe juzgarse por un vulgar patrón de imitación o semejanza, como tampoco puede juzgarse así la obra del poeta o el escultor. El crítico ocupa el mismo lugar con respecto a la obra de arte que el artista con respecto al mundo visible de la forma y el color, o el invisible de la pasión y el pensamiento. Ni siquiera requiere para la perfección de su arte recurrir a los mejores materiales. Cualquier cosa puede servir a su propósito. E igual que los amores sórdidos y sentimentales de la estúpida mujer de un médico de provincias en el pueblucho de Yonville-l’Abbay, cerca de Ruán, sirvieron a Gustave Flaubert para crear un clásico y una obra maestra de estilo, partiendo de cuestiones de poca o ninguna importancia, como los cuadros expuestos este o cualquier otro año en la Royal Academy, los poemas del señor Lewis Morris, las novelas del señor Ohnet o las obras de teatro del señor Henry Arthur Jones, el verdadero crítico puede, si opta por dedicar o malgastar en ellas su facultad de contemplación, producir una obra impecable desde el punto de vista de la belleza y el instinto y llena de sutileza desde el punto de vista intelectual. ¿Por qué no? El aburrimiento siempre ha sido una tentación irresistible para la inteligencia, y la estupidez es la constante Bestia Trionfans que tienta a la sabiduría a salir de su cueva. Para un artista tan creativo como el crítico ¿qué importancia tiene el asunto que trate? Ni más ni menos que la misma que para el novelista y el pintor. Al igual que ellos puede encontrar la inspiración en cualquier parte. La piedra de toque será el tratamiento que le dé. No hay nada que no posea sugestión y atractivo.

ERNEST: Pero ¿de verdad es la crítica un arte creativo?

GILBERT: ¿Y por qué no iba a serlo? Trabaja con materiales y les da una forma nueva y placentera. ¿En qué se diferencia en eso de la poesía? De hecho, diría que la crítica es una creación dentro de una creación. Pues, igual que los grandes artistas, desde Homero y Esquilo hasta Shakespeare y Keats, no se inspiraron directamente en la vida, sino que recurrieron al mito y las leyendas y narraciones antiguas, el crítico trata con materiales que, por así decirlo, otros han purificado para él y a los que ya se han añadido color y forma imaginativos. Es más, diría que la crítica más elevada, al ser la forma más pura de impresión personal, es en cierto sentido más creativa que la creación, pues guarda menos relación con un patrón exterior y es, de hecho, su propia razón de existencia, y, como dirían los griegos, un fin en sí y para sí misma. Ciertamente no se ve entorpecida por las trabas de la verosimilitud. Ni la afectan las innobles consideraciones de la probabilidad, esa cobarde concesión a las tediosas repeticiones de la vida pública o doméstica. Se puede apelar a los hechos desde la ficción, pero no desde el alma.

ERNEST: ¿Desde el alma?

GILBERT: Sí, desde el alma. En eso consiste la crítica más elevada, en el registro de la propia alma. Es más fascinante que la historia, pues se refiere solo a uno mismo. Es más placentera que la filosofía, pues el tema del que se ocupa es concreto y no abstracto, es real y no vago. Es la única forma civilizada de autobiografía, pues trata no de los acontecimientos, sino de los pensamientos de la propia vida, y no de los accidentes físicos impuestos por las circunstancias, sino de los estados de ánimo espirituales y las pasiones imaginativas de la inteligencia. Siempre me ha divertido esa tonta vanidad de los escritores y artistas de nuestro tiempo que parecen imaginar que la función primordial del crítico es parlotear sobre sus obras de segunda categoría. Lo mejor que puede decirse de la mayor parte del arte creativo moderno es que es un poco menos vulgar que la realidad, por eso el crítico, con su fino sentido de la distinción y su instinto por el refinamiento delicado, preferirá mirar en el espejo plateado u observar a través del velo entretejido y apartará los ojos del caos y el clamor de la vida real, aunque el espejo esté empañado o el velo rasgado. Su único objetivo es relatar sus propias impresiones. Es para él para quien se pintan los cuadros, se escriben los libros y se da forma al mármol.

ERNEST: Me parece haber oído otra teoría sobre la crítica.

GILBERT: Sí, alguien cuyo refinado recuerdo reverenciamos todos, que encandiló con su música a Proserpina y le hizo abandonar la campiña siciliana para que sus pies blancos agitaran, y no en vano, las prímulas de Cumnor, dijo que el verdadero objetivo de la crítica es ver el objeto como es en realidad. Pero es un error gravísimo y no reconoce la forma más perfecta de la crítica que, en esencia, es puramente subjetiva y busca revelar su propio secreto y no uno ajeno. Pues la crítica más elevada trata del arte no como algo expresivo sino puramente emocional.

ERNEST: ¿Y es así en realidad?

GILBERT: Por supuesto. ¿Qué más da si las opiniones del señor Ruskin sobre Turner son acertadas o no? Su prosa majestuosa y poderosa, tan ferviente y apasionada en su noble elocuencia, tan rica en su elaborada música sinfónica, tan decidida y segura de sí misma en la sutil elección de cada palabra y epíteto, es al menos una obra de arte tan grande como cualquiera de los maravillosos atardeceres que amarillean o se deshacen en los marcos podridos de los museos ingleses; y más aún, se siente uno tentado de pensar a veces, no solo porque su belleza es más duradera, sino porque es más evocadora, y porque el alma dialoga con el alma en esas líneas de larga cadencia, no solo a través de la forma y el color, aunque también lo haga a través de ellos, y de una forma plena y sin fallos, sino mediante una elocuencia intelectual y emocional, con elevadas pasiones y aún más elevados pensamientos, con una perspicacia imaginativa y un objetivo poético; mayor, al cabo, porque la literatura es la mayor de las artes. ¿Qué importancia tiene que el señor Pater haya puesto en el retrato de la Mona Lisa algo con lo que jamás soñó Leonardo? Puede que el pintor fuese meramente el esclavo de una arcaica sonrisa, como muchos han imaginado, pero cada vez que recorro las frescas galerías del Louvre y me planto ante esa extraña figura «sentada en su asiento de mármol en un círculo de rocas fantásticas como si la iluminara una tenue luz submarina», murmuro para mis adentros: «Es más antigua que esas rocas entre las que se encuentra; como el vampiro, ha muerto muchas veces y ha aprendido los secretos de la tumba; se ha sumergido en mares profundos y conserva en torno a sí la débil luz de esos lugares; ha comerciado con extrañas telas con mercaderes orientales; y, como Leda, ha sido madre de Helena de Troya, y, como santa Ana, la madre de María; y todo eso ha sido para ella como el sonido de la lira y la flauta, y vive solo en la delicadeza con que ha moldeado los cambiantes rasgos y en el tono de los párpados y las manos». Y le digo a mi amigo: «La presencia que tan extrañamente se alzó junto a las aguas expresa lo que ha llegado a desear el hombre en un millar de años», y él me responde: «En su cabeza se “concentra hasta el último confín del mundo” y sus párpados están un poco cansados».

Y así el cuadro se vuelve para nosotros más maravilloso de lo que es en realidad, y nos revela un secreto del que, de hecho, nada sabe, y la música de la prosa mística suena tan dulce en nuestros oídos como la música del flautista que prestó a los labios de la Gioconda esas curvas sutiles y venenosas. ¿Quieres saber qué habría respondido Leonardo a cualquiera que le hubiese dicho de su cuadro que «en él se habían grabado y modelado todos los pensamientos y vivencias del mundo capaces de refinar y dar expresión a la forma externa, la animalidad griega, la lujuria de Roma, el ensueño de la Edad Media, con su ambición espiritual y su amor imaginativo, el regreso del paganismo y los pecados de los Borgia»? Probablemente que no había pensado en nada de eso, sino que se había limitado a considerar la disposición de ciertas líneas y volúmenes y una nueva y curiosa armonía de color entre azules y verdes. Por eso mismo la crítica de la que te hablo es la más elevada. Aborda la obra de arte solo como un punto de partida para una nueva creación. No se limita —supongámoslo al menos por un momento— a descubrir la verdadera intención del artista y a aceptarla como definitiva. Y no le falta razón, pues el significado de cualquier cosa bella creada está al menos tanto en el alma de quien la contempla como en el alma de quien la creó. E incluso es más bien el que la contempla quien le aporta un millar de significados, quien hace que nos parezca maravillosa y quien la coloca en una nueva relación con la época, de manera que se convierte en una porción vital de nuestra vida, y en un símbolo de aquello por lo que rezamos o tal vez de aquello que tememos que pueda concedérsenos en respuesta a nuestros rezos. Cuanto más lo considero, Ernest, con más claridad veo que la belleza de las artes visibles es, como la de la música, ante todo emocional, y que puede echarse a perder, como ocurre a menudo, por un exceso de intención intelectual por parte del artista. Pues, una vez terminada, la obra adquiere, por así decirlo, una vida independiente, y puede expresar algo muy distinto de lo que le habían encargado que dijera. A veces, cuando escucho la obertura de Tannhäuser, me parece ver realmente a ese apuesto caballero pisando la hierba esmaltada de flores y oír la voz de Venus que le llama desde la gruta en la montaña. Pero en otras ocasiones me dice un millar de cosas diferentes, sobre mí, y sobre mi vida, o sobre la vida de otros a los que uno ha querido y se ha cansado de querer, o de las pasiones que el hombre ha conocido, o de las que no ha conocido y ha buscado con ahínco. Esta noche puede llenarnos de ese ἔρως τῶν ἀδυνάτων, ese Amour de l’Impossible que se abate como una locura sobre muchos que creen estar seguros y a salvo y hace que enfermen de pronto con el veneno del deseo ilimitado, y que, en la persecución infinita de lo inalcanzable, desfallezcan, tropiecen y languidezcan. Mañana, como la música de la que nos hablan Platón y Aristóteles, la noble música dórica de los griegos, puede ejercer el oficio de médico y proporcionarnos un analgésico contra el dolor, y sanar el espíritu herido y «hacer que el alma armonice con todas las cosas justas». Y, lo que es cierto de la música, también lo es de las demás artes. La belleza tiene tantos significados como estados de ánimo tiene el hombre. La belleza es el símbolo de los símbolos. La belleza lo revela todo porque no expresa nada. Cuando se revela, nos muestra el mundo entero con todo su colorido.

 

ERNEST: Pero ¿una obra así es verdaderamente crítica?

GILBERT: Es la más elevada, pues no solo se ocupa de la obra de arte individual, sino de la propia belleza y completa con toda clase de maravillas una forma que el artista puede haber dejado vacía, o no haber comprendido, o no haber comprendido del todo.

ERNEST: De manera que, según dices, la crítica más elevada es más creativa que la creación, y el objetivo primordial del crítico es ver el objeto tal como no es, ¿no es así?

GILBERT: Sí, esa es mi teoría. La obra de arte se limita a sugerirle al crítico una obra propia y personal que no tiene por qué guardar necesariamente ningún parecido con lo que critica. La principal característica de cualquier forma bella es que uno puede verter en ella cuanto desee y ver en ella todo lo que quiera ver; y la belleza, que proporciona a la creación su elemento estético y universal, hace que el crítico sea creador a su vez, y le susurra miles de cosas que no se le pasaron por la imaginación a quien talló la estatua, pintó el panel o pulió la gema.

A veces, quienes no entienden la naturaleza de la crítica más elevada ni el encanto del arte superior afirman que los cuadros sobre los que prefiere escribir el crítico son los pertenecientes al anecdotario de la pintura, que reproducen escenas tomadas de la literatura o de la historia. Pero no es así. De hecho, esos cuadros son demasiado inteligibles. Podemos incluirlos en el mismo género que las ilustraciones y fracasan incluso desde ese punto de vista, pues en lugar de despertar la imaginación le ponen límites bien definidos. Y es que, como he dicho antes, el dominio del pintor y el del poeta son diferentes. A este último le corresponde la vida en su absoluta totalidad; no solo la que se ve, sino la que se oye; no solo la gracia momentánea de la forma o la alegría transitoria del color, sino toda la esfera del sentimiento, el ciclo perfecto del pensamiento. El pintor está tan limitado que solo a través de la máscara del cuerpo puede mostrarnos el misterio del alma; solo mediante las imágenes convencionales puede tratar las ideas; solo a través de sus equivalentes físicos puede abordar la psicología. ¡Y con qué torpeza nos pide que tomemos el turbante rasgado del moro por la noble cólera de Otelo, o a un viejo decrépito en plena tormenta por la terrible locura de Lear! Sin embargo, da la impresión de que nada puede detenerle. Nuestros pintores ingleses más ancianos dilapidan su malévola existencia predicando la supremacía de los poetas, echando a perder sus cuadros con un tratamiento torpe y esforzándose por reproducir, con el medio visible del color, la maravilla de lo invisible, el esplendor de lo que no se ve. La consecuencia es que sus cuadros son insufriblemente aburridos. Han degradado las artes invisibles hasta hacerlas obvias, y lo obvio carece por completo de interés. No digo que el poeta y el pintor no puedan tratar el mismo asunto. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Pero, así como el poeta puede optar entre ser pictórico o no serlo, al pintor no le queda otro remedio porque está limitado, no por lo que ve en la naturaleza, sino por lo que puede mostrarse en un lienzo.

Por eso, mi querido Ernest, ese tipo de cuadros no fascinarán verdaderamente al crítico. Se apartará de ellos para fijarse en obras que le hagan pensar y soñar y se encaprichará de aquellas que posean la sutil cualidad de la sugerencia y parezcan decirle que incluso de ellas es posible escapar a un mundo más vasto. A veces se afirma que la tragedia de la vida del artista es que no puede hacer realidad su ideal. Pero la verdadera tragedia que extravía los pasos del artista es que su ideal se haga realidad de manera demasiado absoluta. Pues, al hacer realidad el ideal, se le despoja de su asombro y de su misterio, y pasa a ser un mero punto de partida para otro ideal diferente. Por eso la música es el arte perfecto, porque jamás puede revelar su secreto. Y esa es también la explicación del valor de las limitaciones en el arte. El escultor renuncia alegremente al color imitativo, y el pintor a las verdaderas dimensiones de la forma, porque así evitan una representación demasiado definida de lo real y caer en la mera imitación, y en una realización demasiado definida del ideal, que sería puramente intelectual. El arte se completa en la belleza precisamente porque es incompleto y se dirige no a la capacidad de reconocimiento ni a la facultad de la razón, sino solo al sentido estético, que, aunque acepta a ambas cosas como fases de la aprehensión, las subordina a la pura impresión sintética de la obra de arte como un todo, toma cualquier elemento emocional ajeno a ella que pueda poseer y aprovecha su propia complejidad como medio para añadir una unidad más variada a la impresión definitiva. Entenderás ahora por qué el crítico estético rechaza las formas más evidentes de arte, que solo tienen una cosa que decir y que, una vez dicha, se quedan mudos y estériles, y busca otras formas que sugieran ensoñaciones y estados de ánimo, cuya belleza imaginativa haga ciertas todas las interpretaciones e impida que ninguna sea definitiva. Sin duda, la obra creativa del crítico guardará algún parecido con la obra que le ha inspirado, aunque no como el que se da entre la naturaleza y el espejo que supuestamente le ofrece el pintor de paisajes o personas, sino el que vemos entre la naturaleza y la obra del artista decorativo. Igual que en las alfombras persas no hay una sola flor pero nos parece ver tulipanes y rosas floridas aunque no estén reproducidas con líneas visibles; igual que vemos un eco de la perla y la púrpura de la concha marina en la iglesia de San Marcos en Venecia; igual que el techo abovedado de la maravillosa capilla de Rávena resplandece con el oro, el verde y el zafiro de la cola del pavo real, aunque los pájaros de Juno no vuelen en ella; el crítico reproduce la obra que critica de un modo que nunca es imitativo, su encanto radica en parte en esa renuncia al parecido, nos muestra así no solo el significado, sino también el misterio de la belleza y, al transformar todas las artes en literatura, resuelve de una vez para siempre el problema de la unidad del arte.