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100 Clásicos de la Literatura

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GILBERT: ¿Y lo estaba?



ERNEST: Eres incorregible. Pero, hablando en serio, ¿de qué sirve la crítica de arte? ¿Por qué no dejar tranquilo al artista para que cree un mundo nuevo, si así lo desea, o en caso contrario, prefigurar el mundo que ya conocemos y que tengo para mí que nos aburriría soberanamente si el arte con su fino espíritu y su delicado instinto de selección no lo purificase, por así decirlo, para nosotros y no le otorgara una perfección momentánea? Mi impresión es que la imaginación extiende, o debería extender, la soledad a su alrededor y que trabaja mejor aislada y en silencio. ¿Por qué ha de perturbar al artista el clamor estridente de la crítica? ¿Por qué quienes son incapaces de crear se dedican a juzgar el valor del trabajo creativo? ¿Qué saben ellos de eso? Si la obra de alguien es fácil de entender, sobran las explicaciones…



GILBERT: Y si su obra es incomprensible, cualquier explicación es perniciosa.



ERNEST: Yo no he dicho eso.




GILBERT: Pues deberías. Hoy en día quedan tan pocos misterios que no podemos permitirnos perder ninguno. Creo que los miembros de la Browning Society, como los teólogos de la Broad Church Party, o los autores de la Colección Grandes Escritores de Walter Scott, pasan el tiempo intentando explicar a su divinidad. Uno tenía la esperanza de que Browning fuese un místico y ellos se han esforzado en demostrar que tan solo era incoherente. Uno pensaba que tenía algo que ocultar y ellos han demostrado que apenas tenía nada que enseñar. Pero hablo solo de su obra incoherente. Considerado en conjunto, fue un gran hombre. No formaba parte de los olímpicos y tenía los defectos de un titán. No era amplio de miras y rara vez pudo cantar. Su obra está lastrada por la lucha, la violencia y el esfuerzo, y no pasó de la emoción a la forma, sino del pensamiento al caos. Pero aun así sigue siendo grande. Se ha dicho de él que fue un pensador, y ciertamente se pasaba el día pensando, y además en voz alta; pero no era el pensamiento lo que le fascinaba, sino más bien el proceso por el que actúa el pensamiento. Era la máquina lo que amaba, no lo que la máquina produce. El método por el que el loco llega a su locura le interesaba tanto como el supremo conocimiento del sabio. De hecho, tanto le fascinaba el sutil mecanismo de la inteligencia que despreciaba el lenguaje, o lo consideraba un instrumento de expresión incompleto. La rima, ese eco exquisito con el que la hueca montaña de la Musa crea y responde a su propia voz; la rima, que en manos del verdadero artista, se convierte no solo en un elemento material de belleza rítmica, sino también en un elemento espiritual de pensamiento y pasión, capaz de despertar nuevos estados de ánimo, de sugerir nuevas asociaciones de ideas o de abrir por la mera dulzura de su sonido una puerta dorada a la que la imaginación hubiera estado llamando en vano; la rima, que puede convertir los balbuceos humanos en el habla de los dioses; la rima, la única cuerda que hemos añadido a la lira griega, se convirtió en manos de Robert Browning en algo grotesco y deforme que a veces le llevó a esconderse tras la poesía como un mal comediante y a cabalgar con demasiada frecuencia en tono de broma a lomos de Pegaso. Hay momentos en que nos hiere con su música monstruosa. Es más, si solo puede producirla rompiendo las cuerdas de su laúd, las rompe con chasquidos desacordes, y ninguna cigarra ateniense de alas trémulas y melodiosas se posa sobre el cuerno de marfil para hacer que el ritmo sea perfecto o la pausa menos brusca. Aun así fue grande y, pese a que convirtió el lenguaje en un fango inmundo, modeló con él hombres y mujeres vivos. Es la criatura más shakespeareana desde Shakespeare. Si Shakespeare sabía cantar con una miríada de labios, Browning sabía balbucear con mil bocas. Incluso ahora, mientras hablo no en su contra sino a su favor, veo pasar por la habitación todo el cortejo de sus personajes. Ahí está fra Lippo Lippi con las mejillas todavía ardientes por el beso apasionado de una muchacha. Ahí, el temible Saúl con los viriles zafiros centelleando en su turbante. Ahí están Mildred Tresham y el monje español, amarillo de odio, y Blougram, y Ben Ezra, y el obispo de Santa Práxedes. El hijo de Setebos farfulla en un rincón, y Sebald pasa de largo al oír a Pippa, contempla el rostro ajado de Ottima y la odia y se odia a sí mismo y su pecado. Pálido como el blanco satén de su jubón, el melancólico rey observa con ojos traicioneros al fidelísimo Strafford que va a enfrentarse a su destino, y Andrea se estremece al oír a los primos silbar en el jardín y ordena a su esposa que baje. Sí, Browning fue grande. ¿Y cómo se le recordará? ¿Como poeta? ¡Ah, como poeta no! Pasará a la historia como escritor de ficción, puede que como el mejor escritor de ficción que hayamos tenido. Su sentido de la situación dramática no tenía parangón y, aunque no supiera responder a sus propias preguntas, al menos sabía plantearlas. ¿Y qué otra cosa debe hacer un artista? Como creador de personajes está a la altura de quien creó a Hamlet. Si hubiese sido más coherente habría podido sentarse a su lado. El único que le llega a la altura del zapato es George Meredith. Meredith es Browning en prosa, igual que el propio Browning, que utilizó la poesía como medio para escribir en prosa.



ERNEST: Tienes parte de razón, pero también eres injusto.



GILBERT: Es difícil no serlo con las cosas que uno ama. Pero volvamos a lo que estábamos hablando. ¿Qué es lo que decías?



ERNEST: Solo que en los mejores tiempos del arte, no había críticos de arte.



GILBERT: Me parece haber oído antes esa observación, Ernest. Tiene la vitalidad de un error y es tan aburrida como un antiguo amigo.



ERNEST: Pues es cierto. Sí, no hace falta que muevas la cabeza con tanta petulancia. Es cierto. En los mejores tiempos del arte no había críticos de arte. El escultor tallaba en el bloque de mármol blanco el gran Hermes de miembros blancos que dormía en su interior. Los fundidores y doradores de imágenes, daban tono y textura a la estatua, y el mundo, al verla, la adoraba en silencio. El artista vertía el bronce reluciente en el molde de arena, y el río de rojo metal se enfriaba formando nobles curvas y adoptaba la forma del cuerpo de un dios. Luego daba vida a sus ojos ciegos con la ayuda del esmalte o las piedras preciosas. Los ondulados cabellos de jacinto se rizaban bajo su cincel. Y cuando el hijo de Leto se alzaba en su pedestal en algún templo sombrío decorado con pinturas al fresco o en un pórtico con una columnata iluminada por el sol, los viandantes, ἁβρῶς βαίνοντες διὰ λαμπροτάτου αἰθέρος, eran conscientes de que había aparecido una nueva influencia en sus vidas, y soñolientos, o con una sensación de extraña y vivaz alegría, iban a sus casas o al trabajo diario, o puede que atravesaran las puertas de la ciudad para ir a ese prado frecuentado por las ninfas donde el joven Fedro se mojaba los pies, y, tumbados entre la hierba, bajo los altos plátanos que susurraban movidos por la brisa y los agnus castus floridos, se pusieran a pensar en la belleza y guardaran un sobrecogido silencio. En esos días el artista era libre. Cogía la arcilla fina con sus propias manos de la orilla del río que corría por el valle, y con una tosca herramienta de madera o hueso le daba formas tan exquisitas que la gente las ofrendaba a los muertos, y todavía hoy las encontramos en las tumbas polvorientas de las amarillentas colinas de Tanagra, con el oro apagado y la púrpura deslucida todavía presentes en los ojos, los cabellos y el ropaje. En una pared de cal fresca, teñida de brillante almagre o una mezcla de leche y azafrán, pintaba una figura que hollaba con pies cansados los purpúreos campos de asfódelos salpicados de blanco, una figura «tras cuyos párpados se ocultaba toda la guerra de Troya», Polixena, la hija de Príamo; o a Ulises, sabio y artero, atado con fuertes cabos al mástil para poder escuchar sin peligro el canto de las sirenas, o vagando junto al cristalino río Aqueronte, sobre cuyo lecho pedregoso centellean los peces como fantasmas; o a los persas con falda y mitra batiéndose en retirada ante los griegos en Maratón, o las galeras haciendo entrechocar sus espolones metálicos en la bahía de Salamina. Dibujaba con carboncillo y punta de plata en pergamino y corteza de cedro. Sobre el marfil y la rosada terracota pintaba con cera mezclada con aceite de oliva, que luego endurecía con un hierro al rojo. Los paneles, el mármol y el lienzo de lino se volvían maravillosos cuando los rozaba su pincel; y la vida al ver reflejada su propia imagen, callaba, sin atreverse a decir nada. De hecho, todo le pertenecía, desde los comerciantes sentados en la plaza del mercado, hasta el pastor envuelto en su manto en las montañas; desde la ninfa oculta entre los laureles y el fauno que toca la siringa a mediodía, hasta el rey a quien unos esclavos de hombros aceitados transportaban en una litera con largos cortinajes verdes y abanicaban con plumas de pavo real. Los hombres y las mujeres pasaban ante él con gesto de placer o de dolor. Él los observaba y hacía suyo su secreto. Mediante la forma y el color, recreaba un mundo.



Eran suyas hasta las artes más sutiles. Sostenía la gema contra el disco giratorio, y la amatista se convertía en el purpúreo lecho de Adonis, y a través de las vetas del sardónice corría Artemisa con sus perros. Moldeaba el oro en rosas y las enhebraba para hacer un collar o un brazalete. Lo moldeaba para hacer guirnaldas para el casco del vencedor, palmas para la túnica tiria o máscaras para los muertos de la familia real. En el reverso del espejo plateado, grababa a Tetis transportada por sus nereidas, o a Fedra enamorada con su aya, o a Perséfone, hastiada de sus recuerdos, enhebrándose amapolas en los cabellos. El alfarero se sentaba en su cobertizo y el jarro brotaba del torno entre sus manos como una flor. Decoraba la base, el tallo y las asas con un dibujo de delicadas hojas de olivo, con hojas de acanto o con ondas curvas y encrespadas. Luego pintaba de rojo o de negro efebos que corrían o combatían; caballeros con armadura, con extraños escudos heráldicos y curiosas viseras, inclinados en sus carros con forma de concha hacia los corceles encabritados; dioses que celebraban banquetes u obraban milagros; héroes victoriosos o doloridos. A veces dibujaba con finas líneas de color bermellón sobre fondo blanco al lánguido esposo con la esposa y a Eros revoloteando a su alrededor, un eros como los ángeles de Donatello, un niñito sonriente con alas doradas o azules. En la parte curva escribía el nombre de su amigo ΚΑΛΟΣ ΑΛΚΙΒΙΑΔΗΣ o ΚΑΛΟΣ ΧΑΡΜΙΔΗΣ y nos contaba la historia de sus días. En el borde de la ancha copa dibujaba ciervos paciendo, o un león dormido, según le dictara su capricho. En el pomo de perfume sonreía Afrodita acicalándose; Dionisos danzaba en torno a la jarra de vino con los pies manchados de posos, seguido de un séquito de ménades de miembros desnudos; mientras, igual que un sátiro, el viejo Sileno se tumbaba entre los odres llenos o agitaba la mágica vara rematada por una piña y adornada de oscura hiedra. Nadie perturbaba al artista en su trabajo. Ninguna cháchara irresponsable le molestaba. No le preocupaban las opiniones. A orillas del Iliso, dice Arnold en alguna parte, no había nadie con nombres tan vulgares como Higginbotham. A orillas del Iliso, mi querido Gilbert, no había estúpidos congresos de arte que llevaran el provincianismo a las provincias y dieran voz a los mediocres. A orillas de Iliso no había tediosas revistas de arte en las que unos cuantos menestrales parlotearan de cosas que no entienden. Por las orillas cubiertas de juncos de ese río no se pavoneaba un periodismo ridículo que se erige en juez cuando debería estar pidiendo clemencia en el banco de los acusados. Los griegos no tenían críticos de arte.

 



GILBERT: Ernest, eres encantador, pero tus opiniones son muy poco sólidas. Me temo que has estado prestando oídos a la conversación de alguien mayor que tú. Lo cual nunca está exento de peligros y, si lo tomas por costumbre, descubrirás que es funesto para cualquier desarrollo intelectual. En cuanto al periodismo moderno no seré yo quien lo defienda. Justifica su propia existencia por el gran principio darwiniano de la supervivencia del más vulgar. A mí solo me atañe la literatura.



ERNEST: Pero ¿qué diferencia hay entre literatura y periodismo?



GILBERT: ¡Oh! El periodismo es ilegible y la literatura no se lee. A eso se reduce todo. Pero créeme que tu afirmación de que los griegos no tenían críticos de arte es absurda. Sería más acertado decir que los griegos eran una nación de críticos de arte.



ERNEST: ¿Ah, sí?



GILBERT: Sí, una nación de críticos de arte. Pero no quisiera echar por tierra el cuadro deliciosamente irreal que has trazado de la relación del artista helénico con el espíritu intelectual de su época. Proporcionar una descripción detallada de algo que nunca ha ocurrido no es solo la verdadera ocupación del historiador, sino el privilegio inalienable de cualquier hombre culto y de talento. Y menos aún querría dármelas de erudito. La conversación erudita es la pose del ignorante o la profesión de los mentalmente desocupados. En cuanto a lo que suele llamarse «conversación moralizante» es solo el método absurdo con el que unos filántropos no menos absurdos intentan desactivar el justo rencor de las clases criminales. No; deja que toque para ti una alocada pieza escarlata de Dvorák. Las pálidas figuras del tapiz nos sonríen y los pesados párpados de mi Narciso de bronce están dominados por el sueño. No hablemos de nada solemne. Soy consciente de que hemos nacido en una época en la que solo se habla con seriedad de cosas aburridas y me aterroriza ser malinterpretado. No hagas que me rebaje a darte información útil. La educación es admirable, pero de vez en cuando no está mal recordar que nada que valga la pena conocer puede ser enseñado. A través del hueco de las cortinas veo la luna como una moneda de plata recortada. Las estrellas se apiñan en torno a ella como abejas doradas. El cielo es un zafiro hueco y duro. Salgamos a disfrutar de la noche. El pensamiento es maravilloso, pero la aventura aún lo es más. ¿Quién sabe si encontraremos al príncipe Florizel de Bohemia o si oiremos decir a la bella cubana que no es lo que parece?



ERNEST: Qué obstinado eres. Insisto en que sigas discutiendo el asunto conmigo. Has dicho que los griegos eran una nación de críticos de arte. ¿Qué crítica nos han dejado?



GILBERT: Mi querido Ernest, aunque no hubiese llegado hasta nosotros un solo fragmento de crítica artística de los tiempos helénicos o helenísticos, no por eso sería menos cierto que los griegos eran una nación de críticos de arte, y que inventaron la crítica artística, igual que inventaron la crítica en general. Después de todo, ¿cuál es la principal deuda que hemos contraído con los griegos? Sencillamente, el espíritu crítico. Y dicho espíritu, que ellos aplicaban a la religión, la ciencia, la ética, la metafísica, la política y la educación, también lo aplicaban a las cuestiones artísticas, y, de hecho, nos han legado el sistema crítico más perfecto que ha conocido el mundo respecto a las dos artes supremas.



ERNEST: Pero ¿cuáles son las dos artes supremas?



GILBERT: La vida y la literatura, la vida y la expresión perfecta de la vida. Los principios de la primera, tal y como los expusieron los griegos, no pueden ponerse en práctica en una época tan contaminada por falsos ideales como la nuestra. Los de la segunda son en muchos casos tan sutiles que apenas podemos entenderlos. Si admitimos que el arte más perfecto es el que refleja mejor al hombre en su infinita variedad, llevaron la crítica del lenguaje, considerado a la luz del mero arte material, hasta unos extremos que nosotros, con nuestro sistema de acentos de énfasis razonables o emocionales, apenas podemos conseguir; al desarrollar, por ejemplo, el ritmo métrico de la prosa de un modo tan científico como un músico moderno estudia armonía y contrapunto, y, huelga decirlo, con un instinto estético mucho más agudo. Y en eso tenían razón, como en todo. Desde la aparición de la imprenta, y la funesta introducción del hábito de la lectura entre la clase media y baja de este país, se ha producido una tendencia en la literatura a apelar cada vez más a la vista y cada vez menos al oído, que es justo el sentido que, según el arte puro, debería intentar satisfacer y por cuyos cánones debería regirse siempre. Incluso la obra del señor Pater, que es, sin duda, el mejor maestro de la prosa inglesa contemporánea, parece a menudo más un mosaico que un pasaje musical, y, aquí y allá, tiene uno la sensación de que le falta la verdadera vida rítmica de las palabras y la elegante libertad y riqueza de efectos que dicha vida rítmica produce. De hecho, hemos convertido la escritura en un modo de composición y la hemos tratado como una forma de diseño elaborado. Los griegos, por su parte, consideraban la escritura un simple método de levantar acta. Su piedra de toque era la palabra hablada en sus relaciones métricas y musicales. La voz era el medio y el oído el crítico. A veces he pensado que la ceguera de Homero podía ser en realidad un mito artístico, creado en unos tiempos de crítica, para recordarnos no solo que el verdadero poeta es siempre un adivino que ve menos con los ojos del cuerpo que con los del alma, sino que también es un auténtico cantor que construye su canción con música, repitiendo cada verso para sí una y otra vez hasta capturar el secreto de su melodía, salmodiando en la oscuridad las palabras aladas de luz. Sea como fuere, no hay duda de que la ceguera fue la ocasión, si no la causa, a la que un gran poeta inglés debe gran parte del ritmo majestuoso y el esplendor sonoro de sus últimos versos. Cuando Milton no pudo seguir escribiendo empezó a cantar. ¿Quién osaría comparar la métrica de Comus con la de Sansón agonista, El Paraíso perdido o El Paraíso recobrado? Cuando Milton se quedó ciego, compuso como debería componer todo el mundo: solo con la voz, y así la siringa de sus primeros días se convirtió en el poderoso órgano cuya música reverberante tiene toda la elegancia del verso homérico, aunque no pretenda tener su ligereza, y es la única herencia imperecedera de la literatura inglesa que pasa por encima de los siglos y vivirá con nosotros eternamente porque su forma es inmortal. Sí: la escritura ha hecho mucho daño a los escritores. Debemos volver a la voz. Esa debería ser nuestra piedra de toque, y así tal vez podríamos apreciar algunas de las sutilezas de la crítica artística griega.



Tal como están ahora las cosas resulta imposible. A veces, cuando he escrito un texto en prosa que he tenido la modestia de considerar totalmente irreprochable, se me ocurre la terrible idea de que podría haber incurrido en la inmoral afectación de utilizar ritmos trocaicos y tribráquicos, un delito por el cual un erudito de la época de Augusto censura con la mayor severidad al brillante, aunque paradójico, Hegesias. Me quedo helado solo de pensarlo y me pregunto si el admirable efecto ético de la prosa del encantador escritor que, con alocada generosidad hacia la parte menos cultivada de nuestra comunidad, proclamó la monstruosa doctrina de que la conducta equivale a las tres cuartas partes de la vida, no se verá aniquilado algún día por el descubrimiento de que sus peanes están mal medidos.



ERNEST: ¡Ah! Ahora estás siendo frívolo.



GILBERT: ¿Cómo no serlo ante la solemne afirmación de que los griegos no tenían críticos de arte? Podría entender que dijeses que el genio constructivo de los griegos se extravió en la crítica, pero no que la raza a la que debemos el espíritu crítico se negara a ponerlo en práctica. No querrás que te haga un resumen de la crítica de arte en Grecia desde Platón a Plotino. Hace una noche demasiado agradable, y la luna, si nos oyera, cubriría su rostro con más cenizas de las que ya tiene. Piensa solo en una obrita perfecta de crítica estética, la Poética, de Aristóteles. Formalmente no es perfecta, pues está mal escrita y tal vez consista solo en notas tomadas a vuelapluma para una conferencia sobre arte, o en fragmentos aislados pensados para un libro más extenso, pero su tono y su concepción sí lo son. Los efectos éticos del arte, su importancia en la cultura y su papel en la formación de la personalidad ya los había estudiado Platón, pero aquí se trata del arte no desde el punto de vista moral, sino desde el puramente estético. Platón, por supuesto, había abordado muchas cuestiones artísticas concretas, como la importancia de la unidad en la obra de arte, la necesidad del tono y la armonía, el valor estético de las apariencias, la relación de las artes visibles con el mundo externo y de la ficción con la realidad. Tal vez fuese el primero en despertar en el alma del hombre ese deseo que aún no hemos satisfecho de conocer la relación entre la belleza y la verdad, y el lugar de la belleza en el orden moral e intelectual del cosmos. Los problemas del idealismo y el realismo pueden parecer estériles en la esfera metafísica de la existencia abstracta donde él los sitúa, pero si los trasladamos a la esfera del arte, veremos que siguen vivos y llenos de significado. Puede que Platón esté destinado a sobrevivir como crítico de la belleza, y que cambiando el nombre de la esfera de sus especulaciones descubramos una nueva filosofía. En cambio Aristóteles, como Goethe, trata antes que nada del arte en sus manifestaciones concretas, toma la tragedia, por ejemplo, e investiga el material que utiliza, que no es otro que el lenguaje; su asunto, que es la vida misma; el método con que trabaja, que no es sino la acción; las condiciones bajo las que se revela, que son las de la representación teatral; su estructura lógica, que es la trama; y su objetivo estético final, que es el sentido de la belleza hecho realidad a través de las pasiones de la lástima y el espanto. Esa purificación y espiritualización de la naturaleza que llama κάθαρσις es, como vio Goethe, esencialmente estética, y no moral, como imaginó Lessing. Dedicado en primer lugar a la impresión que produce el arte, Aristóteles se dedica a analizar dicha impresión, a investigar sus fuentes y dilucidar cómo se engendra. Como fisiólogo y psicólogo, sabe que la salud de una función se basa en la energía. Tener la capacidad de sentir una pasión y no llevarla a cabo es ser incompleto y limitado. El espectáculo de imitación de la vida que proporciona la tragedia limpia el alma de muchas «cosas peligrosas» y, al presentar objetos dignos y elevados para ejercer las emociones purifica y espiritualiza al hombre; es más, no solo lo espiritualiza, sino que también lo inicia en sentimientos nobles que de otro modo podría no haber llegado a conocer nunca, la palabra κάθαρσις contiene, o eso me parece a veces, una clara alusión al rito iniciático, si es que no se refiere solo a eso, como en ocasiones estoy tentado de pensar. Este es, claro está, un mero bosquejo del libro. Pero ya te habrás dado cuenta de que es un ejemplo perfecto de crítica estética. ¿Quién, sino un griego, habría podido analizar tan bien el arte? Después de leerlo, no es de extrañar que Alejandría se consagrara a la crítica artística y que los espíritus artísticos de la época se dedicaran a investigar hasta la última cuestión de modo y estilo, discutiendo las grandes escuelas académicas de pintura, por ejemplo, como la escuela de Sicione, que buscaba conservar las dignas tradiciones del estilo antiguo, o las escuelas realistas e impresionistas, que intentaban reproducir la vida real; o los elementos de idealismo en los retratos; o el valor artístico de la épica en una era tan moderna como la suya; o el asunto más apropiado para el artista. De hecho, mucho me temo que los espíritus inartísticos de aquel tiempo también debían ocuparse de la literatura y el arte, pues las acusaciones de plagio eran incontables, y dichas acusaciones proceden de los labios finos y lívidos de la impotencia o de las bocas grotescas de quienes no tienen nada que decir y creen poder obtener una reputación gritando que les han robado. Y te aseguro, mi querido Ernest, que los griegos charlaban sobre pintores tanto como hoy, que tenían galerías privadas, exposiciones de pago, gremios de artes y oficios, movimientos prerrafaelitas y movimientos realistas, que daban conferencias y escribían ensayos sobre arte, que tenían historiadores del arte, arqueólogos y demás. Pero si hasta los empresarios de las compañías ambulantes llevaban de gira a sus propios críticos teatrales y les pagaban un buen sueldo para que escribieran críticas elogiosas. En realidad, debemos a los griegos todo lo que es moderno en nuestra vida. Igual que debemos al medievalismo todo lo que es anacrónico en ella. Son los griegos quienes nos han legado nuestro sistema de crítica del arte, y la finura de su instinto crítico puede apreciarse en el hecho de que el material que criticaron con más cuidado fuese, como he dicho, el lenguaje. Pues el material que utiliza el pintor o el escultor es pobre comparado con las palabras. Las palabras no solo tienen una música tan dulce como la del laúd o la viola, unos colores tan ricos y vivos como los que hacen que los lienzos de venecianos y españoles resulten tan encantadores y unas formas plásticas tan firmes y decididas como las que se revelan en el mármol o el bronce, sino que también poseen pensamiento, pasión y espiritualidad. Si los griegos se hubiesen limitado a criticar solo el lenguaje, seguirían siendo los mayores críticos artísticos del mundo. Conocer los principios de la más elevada de las artes equivale a conocer los principios de todas ellas.

 



Pero veo que la luna se oculta tras una nube de color de azufre. Brilla como el ojo de un león entre una neblina o melena parda y teme que te hable de Luciano y Longino, de Quintiliano y Dionisio, de Plinio, Frontón y Pausanias, de todos los que en el mundo antiguo escribieron o disertaron sobre cuestiones artísticas. No tiene por qué asustarse. Estoy cansado de esta incursión en el sórdido y aburrido abismo de los hechos. No me queda más que el divino μονόχρουος ἡδουή de fumarme otro cigarrillo. Los cigarrillos al menos tienen el encanto de dejarlo a uno insatisfecho.



ERNEST: Prueba uno de los míos. Son muy buenos. Me los envían directamente de El Cairo. La única utilidad de nuestros agregados de embajada es proveer a los amigos de excelente tabaco. Y, ya que se ha ocultado la luna, hablemos un rato más, estoy dispuesto a admitir que estaba equivocado en lo que he dicho de los griegos. Eran, como has señalado, una nación de críticos de arte. Lo reconozco y lo siento por ellos, porque la facultad creadora es más elevada que la facultad crítica. En realidad, no creo que se puedan comparar.



GILBERT: La antítesis entre ambas es totalmente arbitraria. Sin facultad crítica no hay creación artística que merezca ese nombre. Hace un rato has hablado del delicado instinto de selección con el que el artista hace realidad la vida para nosotros y le concede una perfección momentánea. Pues bien, ese espíritu de elección, ese sutil acto de omisión, es en realidad la facultad crítica en una de sus facetas más características, y nadie que carezca de ella puede crear nada en arte alguno. La definición que hizo Arnold de la literatura como una crítica de la vida no fue muy afortunada en la forma, pero demuestra hasta qué punto reconocía la importancia del elemento crítico en toda obra creativa.



ERNEST: Yo habría dicho que los grandes artistas trabajan de manera inconsciente, que eran «más sabios de lo que pensaban», como creo que afirma Emerson en alguna parte.



GILBERT: En realidad no es así, Ernest. Toda obra imaginativa de calidad es consciente y deliberada. Ningún poeta canta porque tiene que cantar. O al menos no es así en el caso de ningún gran poeta. Un gran poeta canta porque elige cantar. Así es ahora y así ha sido siempre. A veces nos tienta pensar que las voces que sonaban en el alborear de la poesía eran más sencillas frescas y naturales que las nuestras y que el mundo que contemplaban los primeros poetas y que hollaban sus pies tenía una cualidad poética propia que podía pasar casi sin cambios a la canción. Hoy la nieve se acumula en el Olimpo y sus pronunciadas laderas son yermas y desoladas, pero imaginamos que en otra época los blancos pies de las musas se salpicaban del rocío de las anémonas por la mañana y que Apolo cantaba a los pastores del valle al atardecer. En realidad nos estamos limitando a atribuir a otras épocas lo que deseamos, o creemos desear, para la nuestra. Nuestro sentido histórico se equivoca. Cualquier siglo que produce poesía es un siglo artificial, y la obra que nos parece tan natural y un simple producto de su tiempo es, en realidad, resultado de un proceso consciente y la conciencia y la facultad crítica son una misma cosa.



ERNEST: Entiendo lo que dices y creo que no te falta razón. Pero sin duda admitirás que los grandes poemas de los albores del mundo, los poemas primitivos, anónimos y colectivos, fueron el resultado de la imaginación de las razas, más que de la de los individuos.



GILBERT: No cuando se convirtieron en poesía ni cuando cobraron una forma bella. Pues, así como no hay arte sin estilo, no hay estilo donde no hay unidad, y la unidad es propia del individuo. Por supuesto que Homero partió de viejas baladas y narraciones, igual que Shakespeare se basó en relatos, crónicas y obras de teatro, pero solo fueron su materia prima. Él las adaptó y les dio forma para convertirlas en una canción. Pasaron a ser suyas, porque las hizo bellas. Estaban hechas de música, «Así sin crearse / se crearon para siempre». Cuanto más estudia uno la vida y la literatura, más se convence de que detrás de todo lo que es bello está el individuo, y de que no es el momento lo que crea al hombre, sino este quien crea la época. De hecho, me inclino a pensar que todos los mitos y leyendas que parecen brotar del asombro, el terror o el capricho de una tribu o una nación fueron en su origen la invención de un único espíritu. El número curiosamente limitado de mitos parece confirmar esa conclusión. Pero no entremos en la cuestión de la mitología comparada. Debemos ceñirnos a la crítica. Y lo que quiero señalar es lo siguiente: una época sin crítica es o bien una época en la que el arte es inmóvil y hierático, y está confinado a la reproducción de arquetipos formales, o una época sin arte. Ha habido eras críticas que no han sido creativas en el sentido habitual de la palabra, épocas en las que el espíritu del hombre ha optado por poner orden en la cámara del tesoro, por separar el oro de la plata, y la plata del plomo, por recontar sus joyas y poner nombres a las perlas. Pero nunca ha habido una época creativa que no haya sido también crítica, pues la facultad crítica es necesaria para crear formas nuevas. La creación tiende a repetirse. Y debemos al espíritu crítico cada nueva escuela y cada nuevo molde que el arte encuentra a su disposición. En realidad, no hay una sola forma utilizada hoy en día por el arte que no proceda del espíritu crítico de Alejandría, donde dichas formas o bien se convirtieron en estere