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100 Clásicos de la Literatura

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«Lo que debemos hacer, lo que en todo caso constituye nuestra obligación, es resucitar el antiguo arte de la mentira. Por supuesto, los aficionados pueden hacer una gran labor en los círculos familiares, los almuerzos literarios y los tés de media tarde para educar al público. Pero esa es meramente la faceta frívola y elegante de la mentira, parecida a la que probablemente se oyera en las cenas cretenses. Hay muchas otras formas: por ejemplo, mentir para conseguir alguna ventaja personal (con un propósito moral, como suele decirse) está un poco mal visto en nuestros tiempos, pero era muy popular en el mundo antiguo. Atenea se ríe cuando Ulises le dice “sus palabras astutas y arteras”, como lo expresó el señor William Morris, y la gloria de la mendacidad ilumina el pálido ceño del héroe intachable de la tragedia de Eurípides y coloca entre las nobles mujeres del pasado a la joven novia de una de las odas más exquisitas de Horacio. Después, lo que al principio había sido solo un instinto natural, se elevó a una ciencia consciente. Se desarrollaron complicadas normas para guiar a la humanidad, y se formó una importante escuela literaria para estudiar la cuestión. De hecho cuando uno recuerda el excelente tratado filosófico de Sánchez sobre esta cuestión, no puede sino lamentar que a nadie se le haya ocurrido publicar una edición barata y resumida de las obras de ese gran casuista. Un breve manual titulado Cuándo y cómo mentir, si se publicara de forma atractiva y no demasiado cara, sería sin duda un éxito de ventas y resultaría muy práctico para mucha gente seria y sesuda. La mentira para mejorar a la juventud, que constituye la base de la educación familiar, sigue practicándose entre nosotros y sus ventajas están expuestas de un modo tan admirable en los primeros libros de la República de Platón que no vale la pena detenerse en ellas. Es una forma de mentira para el que todas las buenas madres están de sobra capacitadas, aunque todavía podría mejorarse y por desgracia la junta escolar la ha pasado por alto. Mentir por un salario mensual es, por supuesto, práctica bien conocida en Fleet Street, y la profesión de escritor y líder político tiene sus ventajas, aunque se la tenga por una ocupación aburrida, y, ciertamente, no vaya mucho más allá de una especie de oscuridad ostentosa. La única forma de mentira irreprochable es la mentira por la mentira, cuya expresión más elevada es, como ya hemos señalado, la mentira en el arte. Igual que quienes aprecian menos a Platón que a la verdad no pueden cruzar el umbral de la Academia, quienes no aman a la belleza más que a la verdad jamás conocerán el altar más íntimo del arte. El sólido e impasible intelecto británico yace en las arenas del desierto como la Esfinge en el maravilloso cuento de Flaubert, mientras la fantasía, la Chimère, baila en torno a él y le llama con su voz falsa y aflautada. Puede que ahora no la oiga, pero sin duda algún día, cuando todos estemos mortalmente aburridos de la vulgaridad de la ficción moderna, la escuche y procure tomar prestadas sus alas.



»Y cuando alboree ese día, o se tiña de rojo ese atardecer, ¡cuál no será nuestro regocijo! Los hechos se considerarán deshonrosos, la verdad llorará encadenada y lo fabuloso y la capacidad de maravilla volverán del exilio. El aspecto del mundo cambiará ante nuestra atónita mirada. Behemoth y Leviatán surgirán del océano y nadarán en torno a las galeras de altas popas, como hacían en los preciosos mapas de las épocas en que todavía eran legibles los libros de geografía. Los dragones vagarán por los desiertos y el fénix alzará el vuelo desde su nido de fuego. Atraparemos al basilisco y veremos la joya que hay en la cabeza del sapo. El hipogrifo ronzará la dorada avena en nuestros establos y sobre nuestras cabezas volará el pájaro azul cantando cosas hermosas e imposibles, cosas bellas que nunca ocurren, que no son y que deberían ser. Pero antes de que eso suceda tenemos que cultivar el arte perdido de la mentira».



CYRIL: En tal caso habrá que cultivarlo cuanto antes. Aunque, para no cometer errores, querría que me indicaras brevemente cuáles son las doctrinas de la nueva estética.



VIVIAN: Pues helas aquí brevemente explicadas: el arte solo se expresa a sí mismo. Tiene vida independiente, igual que el pensamiento, y se desarrolla según sus propias normas. No tiene por qué ser realista en una época realista, ni espiritual en una época de fe. Lejos de ser fruto de su época, suele estar en oposición directa con ella, y la única historia que conserva para nosotros es la de su propio progreso. A veces vuelve sobre sus pasos y renace en alguna forma antigua, como sucedió antaño con el movimiento arcaizante del último arte griego y ocurre hoy con el movimiento prerrafaelita. En otras épocas se anticipa totalmente a su tiempo y produce obras que no es posible entender, apreciar y disfrutar hasta pasado un siglo. En ningún caso reproduce su tiempo. Pasar del arte de una época a la época misma es el gran error de los historiadores.



La segunda doctrina es la siguiente: todo el arte malo procede de la vuelta a la vida y la naturaleza y de elevar ambas cosas a ideales. La vida y la naturaleza pueden utilizarse a veces como parte de la materia prima del arte, pero antes de que le sean de verdadera utilidad deben transformarse en convenciones artísticas. En cuanto el arte renuncia a su medio imaginativo renuncia a todo. Como método, el realismo es un completo fracaso y las dos cosas que todo artista debería evitar son la modernidad de la forma y la modernidad del asunto. Para quienes vivimos en el siglo XIX, cualquier siglo excepto el nuestro constituye un asunto válido desde el punto de vista artístico. Lo único bello es lo que no nos concierne. Por citarme a mí mismo, Hécuba constituye un asunto tan apropiado para una tragedia porque su desdicha nos es indiferente. Además, solo el arte moderno pasa de moda. El señor Zola quiso pintar un retrato del Segundo Imperio. ¿A quién le interesa hoy el Segundo Imperio? Está pasado de moda. La vida va más deprisa que el realismo, en cambio el romanticismo se adelanta siempre a la vida.



La tercera doctrina es que la vida imita al arte mucho más que el arte a la vida, lo cual es resultado no solo del instinto imitativo de esta, sino del hecho de que su objetivo consciente es encontrar un modo de expresión, y de que el arte ofrece ciertas formas hermosas mediante las cuales puede poner en práctica dicha energía. Es una teoría que nunca se había enunciado antes, pese a ser extremadamente fructífera y arrojar una luz totalmente nueva sobre la historia del arte.



Como corolario, se deduce que la naturaleza también imita al arte. Los únicos efectos que puede mostrarnos son los que hemos visto antes en la poesía o la pintura. He ahí el secreto del hechizo de la naturaleza y la explicación de sus debilidades.



La revelación final es que la mentira, la expresión de cosas falsas y bellas, constituye el verdadero objetivo del arte. Pero de eso creo haber hablado ya suficientemente. Y ahora salgamos a la terraza donde «el lechoso pavo real se inclina como un fantasma» mientras la estrella vespertina «inunda de plata el atardecer». Al caer el sol, la naturaleza ofrece un efecto sugerente y maravilloso no carente de encanto, aunque puede que su uso principal sea ilustrar citas de poetas. ¡Vamos! Ya hemos hablado demasiado.





PREFACIO A «EL RETRATO DE DORIAN GRAY»





El artista es el creador de cosas bellas.



El objetivo del arte es revelar el arte y ocultar al artista.



El crítico es quien puede traducir de otro modo o en un nuevo material su impresión de las cosas bellas.



La forma de crítica más elevada y más rastrera es un modo de autobiografía.



Quienes ven un significado antiestético en las cosas hermosas están corrompidos y carecen de encanto. Lo cual es un defecto.



Quienes ven un significado bello en las cosas bellas son los cultivados. Para ellos hay esperanza.



Los elegidos son aquellos para quienes el único significado de las cosas bellas es la belleza.



No hay libros morales ni inmorales.



Los libros están bien o mal escritos. Nada más.



El desagrado decimonónico por el realismo es la rabia de Calibán al ver su rostro reflejado en un espejo.



El desagrado decimonónico por el romanticismo es la rabia de Calibán al no ver su rostro reflejado en un espejo.



La vida moral del hombre forma parte del asunto del artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto.



Ningún artista quiere demostrar nada. Incluso las cosas ciertas pueden demostrarse.



Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista es un manierismo de estilo imperdonable.



Ningún artista es morboso. El artista puede expresarlo todo.



El pensamiento y el lenguaje son para el artista instrumentos de un arte.



El vicio y la virtud son para el artista materiales para un arte.



Desde el punto de vista de la forma, el arquetipo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el arquetipo es el arte del actor.



Todo arte es al mismo tiempo superficie y símbolo.



Quienes se internan debajo de la superficie lo hacen por su cuenta y riesgo.



Quienes interpretan el símbolo lo hacen por su cuenta y riesgo.



Es el espectador, y no la vida, lo que refleja realmente el arte.



La diversidad de opiniones sobre una obra de arte prueba que la obra es novedosa, compleja y vital.



Cuando los críticos están en desacuerdo, el artista está de acuerdo consigo mismo.



Podemos perdonar a alguien que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer algo inútil es que uno lo admire intensamente.

 



Todo arte es inútil.





EN DEFENSA DE «DORIAN GRAY»





Al director de la St. James’s Gazette



25 de junio 1890 16 Tite Street



Estimado señor:



He leído su crítica de mi novela El retrato de Dorian Gray y no necesito decirle que no voy a discutir aquí sus méritos o deméritos ni su personalidad o falta de personalidad. Inglaterra es un país libre y la crítica inglesa ordinaria es totalmente libre e independiente. Además, debo admitir que, ya sea por gusto o por temperamento, o por ambas cosas a la vez, soy incapaz de comprender cómo se puede criticar una obra de arte desde un punto de vista moral. La esfera del arte y la esfera de la ética son totalmente distintas y separadas, y a la confusión de las mismas debemos la aparición de la señora Grundy, esa divertida anciana, que representa la única forma original de humor que ha sabido producir la clase media de este país. Lo que me molesta sobremanera es que haya usted cubierto la ciudad de carteles en los que han impreso con gruesos caracteres:



EL ÚLTIMO RECLAMO PUBLICITARIO DEL SEÑOR OSCAR WILDE:



UN CASO PERDIDO



Ignoro si la expresión «Un caso perdido» se refiere a mi libro o a la situación actual del gobierno. Lo tonto e innecesario ha sido el uso de las palabras «reclamo publicitario».



Creo poder decir sin asomo de presunción —aunque no quisiera dar la impresión de estar menospreciándola— que de todos los hombres de Inglaterra soy el menos necesitado de publicidad. Estoy harto de ver mi nombre anunciado por todas partes. Ya no me impresiona ver mi nombre en letras de molde. Los críticos han dejado de interesarme. He escrito este libro por mi propio placer, y me ha causado un gran placer escribirlo. Que llegue a ser popular o no me es totalmente indiferente. Me temo, señor, que el único reclamo publicitario es su inteligente artículo. El público inglés, en su conjunto, no se interesa por una obra de arte hasta que se le dice que la obra en cuestión es inmoral, y sin duda su reclame aumentará mucho las ventas de la revista. Y lamento decir que en dichas ventas no tengo ningún interés pecuniario.



Queda de usted, su atento servidor,



OSCAR WILDE



*



Al director de la St. James’s Gazette



26 de junio 1890 16 Tite Street



En el número de hoy de su diario afirma usted que mi breve carta publicada en sus columnas es la «mejor respuesta» que puedo dar a su artículo sobre Dorian Gray. No es cierto. No tengo la intención de discutir aquí la cuestión de manera exhaustiva, pero me siento obligado a decir que su artículo contiene el ataque más injustificable que se haya hecho contra cualquier hombre de letras en muchos años. Su autor es incapaz de ocultar su malevolencia, lo cual anula en cierta medida el efecto que pretende causar, y no parece tener la menor idea de la actitud con que debe uno aproximarse a una obra de arte. Decir que un libro como el mío debería «arrojarse al fuego» es una estupidez. Eso es lo que se hace con los periódicos.



Ya me he referido en otras ocasiones al valor de la crítica pseudoética de las obras de arte. Pero, puesto que su colaborador se ha aventurado en el peligroso terreno de la crítica literaria, le ruego me permita, y no solo a mí sino a cualquiera para quien la literatura sea una de las bellas artes, decir unas palabras sobre su método crítico.



Empieza por atacarme con gran y ridícula virulencia porque los principales personajes de mi relato son «petimetres». Y lo son. ¿Acaso cree que la literatura se fue al garete cuando Thackeray habló de petimetres? A mi entender, los petimetres son interesantísimos, tanto desde el punto de vista psicológico como artístico. Desde luego son mucho más interesantes que los mojigatos; y opino que lord Henry Wotton es un excelente correctivo para el tedioso ideal anunciado en las novelas semiteológicas de nuestro tiempo.



Luego hace vagas y temibles insinuaciones sobre mi gramática y mi erudición. Pues bien, por lo que se refiere a la gramática, soy de la opinión de que, al menos en la prosa, la corrección debe estar subordinada al efecto artístico y la cadencia musical; por lo que todas y cada una de las peculiaridades sintácticas que pueda haber en Dorian Gray se han introducido de forma deliberada a fin de demostrar el valor de dicha teoría artística. Su colaborador no proporciona ningún ejemplo de dichas peculiaridades. Lo lamento, porque no creo que las haya.



En lo que respecta a la erudición, siempre resulta difícil, incluso para el más modesto de nosotros, recordar que hay quien no sabe tanto como uno mismo. Admito con franqueza que no acierto a imaginar cómo una referencia casual a Suetonio y a Petronio Árbitro puede utilizarse como prueba de un deseo de impresionar a un público iletrado e inocente. Yo diría que hasta el colegial más vulgar está totalmente familiarizado con las Vidas de los doce césares y con el Satiricón. Vidas de los doce césares, en cualquier caso, es una de las lecturas obligatorias para los estudiantes de filología clásica en Oxford que aspiran al premio extraordinario; y en cuanto al Satiricón, es popular incluso entre quienes aprueban por los pelos, aunque supongo que tendrán que leerlo traducido.



El autor del artículo sugiere a continuación que, al igual que el conde Tolstói, ese gran y noble artista, disfruto escribiendo sobre un asunto solo porque es peligroso. A propósito de semejante sugerencia solo cabe decir una cosa y es que el arte romántico trata de la excepción y de lo individual. Las buenas personas forman parte del tipo normal, y por tanto vulgar, por lo que carecen de interés artístico. Los malvados constituyen, desde el punto de vista del arte, un fascinante objeto de estudio. Representan el colorido, la variedad y lo extraño. Las buenas personas exasperan a la razón, los malvados estimulan la imaginación. Su crítico, suponiendo que sea merecedor de un título tan honorable, afirma que los personajes de mi historia no tienen correlato en la vida real, y que son, por utilizar su frase enérgica, aunque también algo vulgar, «meras revelaciones baratas de lo inexistente». Nada más cierto. Si existieran no valdría la pena escribir sobre ellos. La función del artista es inventar, no levantar acta. No hay gente así. Si la hubiera, no escribiría sobre ellos. La vida, con su realismo, siempre estropea el asunto del arte. El placer supremo de la literatura es hacer realidad lo inexistente.



Por último, permítame decirle lo siguiente: ha reproducido usted, en forma periodística, la comedia Mucho ruido y pocas nueces, y, como era de esperar, la ha echado usted a perder. Los pobres lectores, al enterarse por una voz tan autorizada como la suya, de que se trata de un libro perverso que debería ser prohibido y censurado por un gobierno conservador, correrán, sin duda, a comprarlo y leerlo. Pero ¡ay!, descubrirán que es una historia con moraleja. Y la moraleja es la siguiente: todo exceso, igual que toda renuncia, lleva aparejado su propio castigo. El pintor Basil Hallward, al adorar, como hacen la mayoría de los pintores, en exceso la belleza física, muere a manos de alguien en cuya alma ha creado una vanidad absurda y monstruosa. Dorian Gray, tras llevar una vida sensual de meros placeres, intenta acallar su conciencia y en ese momento se mata. Lord Henry Wotton pretende asistir a la vida como mero espectador y descubre que quienes se niegan a tomar parte en la batalla sufren peores heridas que quienes participan en ella. Sí, hay una terrible moraleja en Dorian Gray, una moraleja que no sabrán ver los rijosos, pero que se revelará a todos los que lo lean con la mente limpia. ¿Es eso un error artístico? Me temo que sí. Es el único error en todo el libro.



*



Al director de la St. James’s Gazette



27 de junio 1890 16 Tite Street



Estimado señor:



Puesto que insiste usted, aunque de manera más moderada, en sus ataques contra mí y contra mi libro, no solo me otorga el derecho, sino que me impone el deber de la réplica.



Afirma usted, en su número de hoy, que he tergiversado sus palabras al decir que, en su opinión, un libro tan perverso como el mío debería ser «prohibido y censurado por un gobierno conservador». Pero lo cierto es que, aunque no lo haya propuesto, sí lo ha insinuado. Cuando declara que no sabe si el gobierno tomará o no medidas contra mi libro, y añade que a otros autores de libros mucho menos perversos se les ha procesado legalmente, la insinuación no puede ser más evidente. Por ello me da la sensación de que no obra usted de buena fe, cuando me acusa de tergiversar sus palabras. En cualquier caso, por lo que a mí respecta, la insinuación carece de importancia. Lo que sí la tiene es que el director de un periódico como el suyo parezca defender la monstruosa teoría de que el gobierno de un país deba ejercer la censura en la literatura de ficción. Se trata de una teoría contra la que yo, y todos los literatos que conozco, protestamos con la mayor energía; y cualquier crítico que justifique por razonable semejante teoría demuestra en el acto ser incapaz de entender qué es y qué derechos asisten a la literatura. Tan absurdo es que un gobierno les diga a los pintores cómo pintar, o a los escultores cómo modelar, como que intente entrometerse en el estilo, el asunto o el tratamiento del artista literario; y ningún escritor, ni desconocido ni eminente, debería admitir jamás una teoría que degradaría la literatura mucho más que cualquier libro didáctico o supuestamente inmoral.



A continuación manifiesta usted su sorpresa de que un «caballero literario tan experimentado» como yo imagine que el crítico pueda actuar movido por malevolencia personal. Lo de «caballero literario» es una vileza, pero dejémoslo estar. Estoy dispuesto a aceptar que su colaborador se limitó a criticar una obra de arte como mejor sabía; pero me siento en mi derecho de haberme formado de él la opinión antes citada. Su artículo empezaba con un grosero ataque contra mi persona. No cabe ninguna excusa que no sea la inquina personal, y usted, señor, no debería haberlo permitido. A los críticos hay que enseñarles a criticar una obra de arte sin hacer la menor alusión a la personalidad del autor. Ese, de hecho, es el principio fundamental de la crítica. En cualquier caso, no fue solo su ataque personal lo que me hizo pensar que actuaba movido por la inquina. Lo que realmente me confirmó mi primera impresión fue su insistencia en que mi libro era tedioso y aburrido. Si tuviese que criticar mi propio libro, cosa que estoy tentado de hacer, creo que consideraría mi deber señalar que en él se abusa de los incidentes extraordinarios y que su estilo es demasiado paradójico, al menos en lo que se refiere a los diálogos. Creo que, desde el punto de vista artístico, son los dos defectos del libro. Pero tedioso y aburrido no es. Su crítico ha defendido su inocencia de los cargos de malevolencia personal, y su negativa y la de usted son suficientes en eso, pero él lo ha hecho mediante el reconocimiento tácito de que carece de instinto crítico acerca de la literatura y la labor literaria, lo que, tratándose de alguien que se gana la vida escribiendo sobre literatura, es obviamente un defecto mucho peor que cualquier tipo de inquina.



Por último, señor, permítame decirle lo siguiente: un artículo como el que ha publicado me lleva a desesperar de que en Inglaterra sea posible una cultura general. Si yo fuese un autor francés y mi libro se hubiese publicado en París, ni a un solo crítico, ni a un solo periódico de prestigio, se les habría ocurrido criticarlo desde un punto de vista ético. De haberlo hecho, se habrían puesto en ridículo no solo ante todos los hombres de letras, sino ante la mayoría de los lectores. A menudo ha escrito usted contra el puritanismo. Créame, señor, que el puritanismo nunca es tan ofensivo y destructivo como cuando trata de cuestiones artísticas. Ahí reside lo radicalmente pernicioso de su influencia. El mismo puritanismo al que ha dado voz su crítico es el que echa a perder el instinto artístico de los ingleses. Así que, en lugar de darle pábulo, debería usted enfrentarse a él y tratar de enseñar a sus críticos la diferencia esencial entre el arte y la vida. El caballero que criticó mi libro confunde totalmente las dos cosas, y su intento de ayudarle proponiendo que se limiten los asuntos de las obras de arte no contribuye a mejorar las cosas. Es necesario poner límites a nuestros actos, pero no al arte. El arte abarca todo lo que existe y lo que no existe, y ni siquiera el director de un periódico londinense tiene derecho a restringir la libertad del arte a la hora de escoger el tema que desea tratar.



Confío, señor, en que cesen cuanto antes estos ataques contra mí y contra mi libro. Hay formas de publicidad que son injustificadas e injustificables.

 



Queda de usted su atento servidor,



OSCAR WILDE





EL CRÍTICO COMO ARTISTA





Primera parte



con algunas observaciones sobre la importancia



de no hacer nada





Un diálogo



PERSONAJES: Gilbert y Ernest.



ESCENARIO: la biblioteca de una casa de Piccadilly, con vistas a Green Park.



GILBERT (al piano): Mi querido Ernest, ¿de qué te ríes?



ERNEST (alzando la mirada): De una historia muy graciosa que acabo de leer en este libro de Memorias que he encontrado sobre tu mesa.



GILBERT: ¿Qué libro? ¡Ah, sí! Aún no lo he leído. ¿Es bueno?



ERNEST: Lo he estado hojeando mientras tocabas y me ha parecido divertido, aunque, por lo general, no me gustan los libros modernos de memorias. La mayoría los ha escrito gente que o bien ha perdido por completo la memoria o bien no ha hecho nada que valga la pena recordar; lo cual, sin duda, explica su popularidad, pues el público inglés nunca se encuentra tan a sus anchas como cuando le habla algún mediocre.



GILBERT: Sí, el público es maravillosamente tolerante. Lo perdona todo menos el genio. Aunque debo confesar que me gustan los libros de memorias. Me interesan tanto por la forma como por el fondo. En la literatura el mero egotismo es delicioso. Eso es lo que hace fascinantes las cartas de personalidades tan distintas como Cicerón y Balzac, Flaubert y Berlioz, Byron y madame de Sévigné. Siempre que topamos con él, y, curiosamente, no ocurre muy a menudo, no podemos sino darle la bienvenida y no lo olvidamos con facilidad. La humanidad siempre adorará a Rousseau por haber confesado sus pecados no a un cura, sino al mundo, y las ninfas recostadas que Cellini esculpió en bronce para el castillo del rey Francisco, e incluso el Perseo verde y oro que muestra a la luna en la Logia de Florencia el terror que antes convertía la vida en piedra, no le han producido más placer que la autobiografía en que ese distinguido sinvergüenza renacentista narra la historia de su esplendor y su deshonra. Las opiniones, el carácter y los logros del personaje apenas tienen importancia. Puede tratarse de un escéptico como el gentil señor de Montaigne, o de un santo como el amargado hijo de Mónica, pero cuando nos revela sus secretos siempre nos hechiza y nos obliga a aguzar el oído y no despegar los labios. La manera de pensar representada por el cardenal Newman (suponiendo que resolver los problemas intelectuales negando la supremacía del intelecto pueda considerarse una manera de pensar), no creo que deba ni pueda sobrevivir. Pero el mundo nunca se cansará de observar el alma perturbada en su avance de una oscuridad a otra. La iglesia solitaria en Littlemore, donde «el hálito de la mañana es húmedo y son escasos los fieles», siempre será de su agrado, y, cada vez que vea florecer la boca de dragón amarilla en las paredes de Trinity, pensará en aquel cortés estudiante que vio en la recurrencia de la flor una profecía de que viviría siempre con la benigna madre de sus días, una profecía que la fe, en su locura o su sabiduría, no permitió que se cumpliera. Sí, la autobiografía es irresistible. El pobre, simple y vanidoso señor Pepys ha entrado por su charlatanería en el círculo de los inmortales, y, consciente de que la indiscreción es lo más valioso, se mueve entre ellos con esa «harapienta toga purpúrea con botones dorados y encaje deshilachado», que tanto disfruta describiendo; totalmente a sus anchas, parlotea para su propio placer y para el nuestro a propósito de las enaguas azul índigo que le compró a su mujer; de las «asaduras de cerdo» y el «delicioso estofado de ternera» que le gustaba comer; de la partida de bolos que echó con Will Joyce y «sus correrías en busca de beldades»; de sus recitados de Hamlet los domingos y de los conciertos de viola los días de diario; y de otras cosas perversas o triviales. Incluso en la vida real el egotismo tiene su atractivo. Cuando la gente habla de los demás, suele ser aburrida. Cuando habla de sí misma casi siempre resulta interesante, y, si se la pudiera hacer callar, cuando se pone aburrida, como cuando cerramos un libro, sería totalmente perfecta.



ERNEST: Hay mucha virtud en ese «si», como diría Touchstone. Pero ¿de verdad propones que cada cual se convierta en su propio Boswell? ¿Qué sería de nuestros industriosos compiladores de vidas y memorias en ese caso?



GILBERT: ¿Qué ha sido de ellos? Son la plaga de nuestro tiempo, ni más ni menos. Hoy en día todo gran hombre tiene sus discípulos, y siempre es Judas el encargado de