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100 Clásicos de la Literatura

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Y ahora deja que te lea otro pasaje que, en mi opinión, zanja por completo el asunto.

«No siempre fue así. Es innecesario hablar de los poetas, porque, con la desdichada excepción del señor Wordsworth, no cabe duda de que han sido fieles a su elevada misión y todo el mundo admite que son poco de fiar. Pero en las obras de Heródoto, quien, a pesar de los superfluos y egoístas intentos de los eruditos a la violeta por comprobar sus historias, puede llamarse con justicia “el padre de las mentiras”, en los discursos de Cicerón y las biografías de Suetonio, en las mejores obras de Tácito, en la Historia natural de Plinio, en el Periplus de Hanno, en todas las crónicas antiguas, en las Vidas de los santos, en Froissart y en sir Thomas Mallory, en los Viajes de Marco Polo, en Olaus Magnus, y en Aldrovandi, y en Conrad Lycosthenes, con su magnífico Prodigiorum et ostentorum chronicon, en la Autobiografía, de Benvenuto Cellini, en las Memorias, de Casanova, en el Diario del año de la peste, de Defoe, en la Vida del doctor Johnson, de Boswell, en los despachos de Napoleón y en las obras de nuestro Carlyle, cuya Revolución francesa es una de las novelas históricas más fascinantes que jamás se han escrito, los hechos ocupan el lugar subordinado que les corresponde o se descartan sin más por tediosos. Ahora todo es distinto. Los hechos no solo se han abierto un hueco en la historia, sino que usurpan el dominio de la fantasía y han invadido el reino de la ficción. Su toque gélido se percibe en todas partes. Están vulgarizando a la humanidad. El brutal mercantilismo de Norteamérica, su espíritu materialista, su indiferencia por el lado poético de las cosas y su falta de imaginación y de ideales elevados e inalcanzables, se deben sobre todo a que el país haya adoptado como héroe nacional a un hombre que, según su propia confesión, era incapaz de contar una mentira, y no es exagerado decir que la historia de George Washington y el cerezo ha hecho más daño y en un plazo más corto que ningún otro cuento moral.»

CYRIL: ¡Amigo mío!

VIVIAN: Te aseguro que así es, y lo más gracioso es que la historia del cerezo es un mito. En cualquier caso no vayas a creer que desespero totalmente del futuro artístico de Norteamérica o nuestro país. Escucha:

«No me cabe la menor duda de que antes de que concluya el siglo habrá de producirse un cambio. Aburrida por la tediosa y moralizante conversación de quienes carecen tanto de ingenio para exagerar como de genio para inventar, hastiada de las personas inteligentes cuyos recuerdos están siempre basados en la memoria y cuyas afirmaciones están invariablemente limitadas por la probabilidad y pueden ser corroboradas por cualquier filisteo, la sociedad, antes o después, tendrá que volver a su líder perdido, el mentiroso cultivado y fascinante. Ignoramos quién fue el primero que, sin haber participado jamás en la violenta partida de caza, contó al cavernícola, al atardecer, cómo había arrancado al megaterio de la oscuridad purpúrea de su caverna de jaspe, o cómo había matado al mamut en singular combate para arrancarle los colmillos dorados, y ninguno de nuestros antropólogos modernos, a pesar de toda su ciencia presuntuosa, ha tenido el valor de decírnoslo. Fuese cual fuese su nombre y su raza, sin duda fue el verdadero fundador de las relaciones sociales, pues el objetivo del mentiroso no es otro que cautivar, entretener y deleitar. Es la base de la sociedad civilizada, y sin él una cena, aunque sea en las mansiones más ilustres, es tan aburrida como una conferencia en la Royal Society, un debate en la Sociedad de Autores o una de las comedias del señor Burnand.

»Y no solo la sociedad le dará la bienvenida. El arte, tras escapar de la prisión del realismo, correrá a saludarle, y besará sus falaces y hermosos labios, sabiendo que solo él está en posesión del gran secreto de todas sus manifestaciones, el secreto de que la verdad es entera y totalmente una cuestión de estilo; mientras que la vida (la previsible, aburrida e insulsa vida humana), cansada de repetirse a sí misma en beneficio del señor Herbert Spencer, los historiadores científicos y los recopiladores de estadísticas en general, le seguirá humildemente y tratará de reproducir, a su manera sencilla e indocta, algunas de las maravillas de las que habla.

»No hay duda de que habrá críticos que, al igual que cierto escritor en la Saturday Review, censurarán solemnes al narrador de los cuentos de hadas por su deficiente conocimiento de la historia natural, calibrarán las obras imaginativas por su propia falta de toda facultad imaginativa y alzarán horrorizados las manos manchadas de tinta si algún honrado caballero que no haya ido más allá de los tejos de su jardín, escribe un libro de viajes fascinante, como sir John Mandeville, o si, como hizo el gran Raleigh, escribe una historia universal, sin saber nada del pasado. Para excusarse, buscarán cobijo bajo el escudo de quien hizo mago a Próspero y le dio a Calibán y a Ariel como criados, de quien oyó a los tritones soplar sus caracolas en los arrecifes de coral de la isla Encantada, y a las hadas canturrear en un bosque cerca de Atenas, de quien llevó a los reyes fantasmas en lúgubre procesión por los neblinosos páramos escoceses y ocultó a Hécate en una caverna con las tres brujas. Invocarán a Shakespeare, como siempre, y citarán ese pasaje tan trillado en que el arte ofrece un espejo a la naturaleza, olvidando que este desafortunado aforismo sirve precisamente para que Hamlet demuestre a los presentes que sus opiniones artísticas son totalmente descabelladas».

CYRIL: ¡Ejem! Otro cigarrillo, por favor.

VIVIAN: Mi querido amigo, digas lo que digas, no es más que una mera expresión escénica y no representa las verdaderas opiniones de Shakespeare sobre el arte más de lo que los parlamentos de Yago puedan representar su verdadera opinión sobre la moral. Pero déjame llegar al final del pasaje:

«El arte encuentra su propia perfección dentro y no fuera de sí mismo. No debe juzgársele según un patrón de apariencia externo. Es un velo más que un espejo. Tiene flores jamás vistas en bosque alguno, pájaros que no hay en ningún campo. Hace y deshace muchos mundos y puede arrancar a la luna del cielo con un hilo escarlata. Suyas son las “formas más reales que los hombres vivos” y suyos son los grandes arquetipos de las que todo lo existente no es más que una copia incompleta. Para él la naturaleza carece de leyes y uniformidad. Puede obrar milagros a voluntad y cuando convoca a monstruos del abismo, le obedecen. Puede pedir al almendro que florezca en invierno y cubrir de nieve los trigales maduros. A sus órdenes, la escarcha posa su dedo plateado sobre la boca ardiente de junio, y los leones alados salen de sus madrigueras en las colinas lidias. Las dríades se asoman entre las ramas al verlo pasar y los pardos faunos sonríen extrañamente cuando se les acerca. Lo adoran dioses con cara de halcón y los centauros galopan a su lado».

CYRIL: Me gusta. Me parece estar viéndolo. ¿Es el final?

VIVIAN: No. Hay otro párrafo, pero es puramente práctico. En él sugiero varios métodos con los que podría resucitarse el arte perdido de la mentira.

CYRIL: Bueno, antes de que me lo leas, querría hacerte una pregunta. ¿A qué te refieres al decir que la previsible, aburrida e insulsa vida humana tratará de reproducir las maravillas del arte? Entiendo tu objeción a que se considere el arte como un espejo porque eso reduciría el genio a un mero espejo roto. Pero ¿no irás a decirme en serio que crees que la vida imita al arte y que la vida es el espejo y el arte la realidad?

VIVIAN: Por supuesto que sí. Por paradójico que pueda parecer, y las paradojas siempre son peligrosas, no deja de ser cierto que la vida imita al arte mucho más que el arte a la vida. Todos hemos visto en estos tiempos en Inglaterra cómo cierta belleza curiosa y fascinante, inventada y recalcada por dos pintores imaginativos, ha influido tanto en la vida que siempre que uno va a una exposición privada o a un salón artístico encuentra aquí los ojos místicos del sueño de Rossetti, el esbelto cuello marfileño, la mandíbula extrañamente recta, el cabello suelto y sombrío que tanto amaba, allí la dulce castidad de «La escalera dorada», la boca florida y la cansada belleza del «Laus amoris», la lividez del rostro de Andrómeda, las manos finas y la ágil belleza de la Vivian de «El sueño de Merlín». Y siempre ha sido así. Un gran artista inventa un tipo, y la vida se esfuerza en copiarlo y reproducirlo bajo una forma popular, igual que un editor emprendedor. Ni Holbein ni Van Dyck encontraron en Inglaterra lo que nos han legado. Trajeron consigo sus tipos, y la vida, con su marcada facultad imitativa, se dedicó a proporcionar al maestro sus modelos. Los griegos lo comprendieron, merced a su agudo instinto artístico, y colocaron en la cámara nupcial estatuas de Hermes o de Apolo para que la novia diera a luz hijos tan bellos como las obras de arte que contemplaba en sus momentos de éxtasis o dolor. Sabían que la vida no solo obtiene del arte espiritualidad, profundidad de juicio y paz o tormento del alma, sino que también puede formarse a partir de las líneas y colores del arte y reproducir la dignidad de Fidias y la elegancia de Praxíteles. De ahí surgió su objeción al realismo. Les disgustaba por razones puramente sociales. Intuían que, inevitablemente, afea a la gente y no les faltaba razón. Intentamos mejorar la situación de la raza proporcionándole aire fresco, sol, agua limpia y esos horribles y austeros edificios donde se alojan las clases inferiores. Pero esas cosas solo producen salud y no belleza. Para eso hace falta el arte, y los verdaderos discípulos del gran artista no son los imitadores de su taller, sino aquellos que llegan a ser como sus obras de arte, sean plásticas, como en época de los griegos, o pictóricas como en nuestro tiempo; en una palabra la vida es el único y el mejor alumno del arte.

 

Lo mismo que ocurre con las artes visuales, sucede con la literatura. El ejemplo más obvio y vulgar es el caso de esos muchachos medio estúpidos que, después de leer las aventuras de Jack Sheppard o Dick Turpin, saquean el puesto de una pobre vendedora de manzanas, entran a robar de noche en una confitería y asustan a los ancianos que vuelven a casa de la City abordándoles en callejuelas con antifaces negros y revólveres descargados. Este interesante fenómeno que ocurre siempre tras la aparición de una nueva edición de cualquiera de los libros a los que acabo de referirme, suele atribuirse a la influencia de la literatura sobre la imaginación. Pero es un error. La imaginación es esencialmente creativa y siempre busca formas nuevas. El muchacho bandido es sencillamente el resultado inevitable del instinto imitativo de la vida. Es un hecho, ocupado, como suelen estarlo los hechos, en reproducir la ficción, y lo que vemos en él se repite a mayor escala en la vida entera. Schopenhauer ha analizado el pesimismo que caracteriza el pensamiento moderno, pero Hamlet lo inventó. El mundo se ha vuelto triste porque una marioneta se puso melancólica. El nihilista, ese extraño mártir carente de fe, que va a la picota sin entusiasmo y muere por algo en lo que no cree, es un producto puramente literario. Lo inventó Turguéniev y lo perfeccionó Dostoievski. Robespierre surgió de las páginas de Rousseau igual que el Palacio del Pueblo surgió del débris de una novela. La literatura siempre se anticipa a la vida. No la copia, sino que la moldea a voluntad. El siglo XIX, tal como lo conocemos, es en gran parte una invención de Balzac. Nuestros Lucien de Rubempré, nuestros Rastignac y De Marsay hicieron su primera aparición en el escenario de La comedia humana. Nosotros no hacemos más que llevar a la práctica (con notas a pie de página y añadidos innecesarios) el capricho, la fantasía o la visión creativa de un gran novelista. Una vez pregunté a una señora que conocía íntimamente a Thackeray, si se había inspirado en alguien para crear a Becky Sharp. Me contestó que Becky era inventada, pero que la idea del personaje se la había dado una institutriz que vivía cerca de Kensington Square como dama de compañía de una anciana muy rica y egoísta. Le pregunté qué había sido de la institutriz y me respondió que, curiosamente, pocos años después de la publicación de La feria de las vanidades, se había fugado con el sobrino de la dama con quien vivía, y durante un tiempo había causado sensación en sociedad, muy al estilo de la señora Rawdon Crawley y totalmente de acuerdo con sus métodos. Luego había caído en desgracia, se había marchado al continente y de vez en cuando se dejaba ver en Montecarlo y otros lugares de juego. El noble caballero en quien se inspiró ese mismo gran sentimental para crear al coronel Newcome falleció, unos meses después de que viera la luz la cuarta edición de The Newcomes, con la palabra «Adsum» en los labios. Poco después de que el señor Stevenson publicara su curioso relato psicológico de transformación, un amigo mío, llamado Hyde, se encontraba en el norte de Londres e, impaciente por llegar a una estación de ferrocarril, tomó lo que creyó que era un atajo, se perdió y acabó en un laberinto de calles sórdidas y de aspecto siniestro. Nervioso, empezó a andar más deprisa cuando de pronto un niño salió corriendo de unas arcadas y se le metió entre las piernas, cayó el suelo y le hizo tropezar. Asustado y dolorido, el niño se puso a gritar y en unos segundos la calle se llenó de gente que salía de las casas como hormigas. Le rodearon y le preguntaron su nombre. Estaba a punto de dárselo cuando de pronto recordó el incidente con que empieza el relato del señor Stevenson. Se quedó tan aterrorizado por haber vivido personalmente esa escena terrible y tan bien escrita, y de haber hecho por accidente lo que el Hyde de ficción había hecho a propósito, que salió corriendo a toda velocidad. No obstante lo siguieron de cerca y por fin se refugió en la consulta de un médico cuya puerta estaba abierta y donde le explicó a un joven enfermero lo que le había sucedido. Por fin convenció a la turba de que se marchara pagándole una pequeña suma de dinero y en cuanto la calle quedó despejada se fue. Al salir reparó en el nombre que había grabado en la placa de latón de la consulta. Era «Jekyll». O al menos debería haberlo sido.

En ese caso la imitación fue, por supuesto, accidental. En el ejemplo siguiente la imitación fue consciente. En 1879, justo después de salir de Oxford, conocí en una recepción en casa de un embajador a una mujer de exótica belleza. Nos hicimos muy amigos y pasamos mucho tiempo juntos. Y, no obstante, lo que me interesaba de ella no era tanto su belleza como su carácter, o más bien la absoluta vaguedad de su carácter. Parecía no tener personalidad, sino solo la capacidad de adoptar muchas diferentes. A veces se dedicaba por completo al arte, convertía su salón en un estudio y pasaba dos o tres días a la semana en museos y galerías pictóricas. Luego le daba por ir a las carreras, llevar ropa típica de los aficionados a los caballos y no hablar más que de apuestas. Abandonó la religión por el mesmerismo, el mesmerismo por la política y la política por las melodramáticas emociones de la filantropía. De hecho era una especie de Proteo, y sus transformaciones eran tan infructuosas como las de aquel portentoso dios marino cuando cayó en manos de Ulises. Un día empezó a publicarse un folletín por entregas en una revista francesa. En esa época yo tenía afición a los folletines y recuerdo muy bien mi sorpresa cuando llegué a la descripción de la protagonista. Se parecía tanto a mi amiga que le llevé la revista y ella se reconoció inmediatamente y pareció quedarse fascinada por el parecido. Debería aclararte que la historia era una traducción del relato de un autor ruso fallecido unos años antes, por lo que el autor no había podido inspirarse en mi amiga. En fin, por decirlo brevemente, unos meses después viajé a Venecia, encontré la revista en el salón del hotel y la leí para saber qué había sido de la protagonista. Era una historia muy triste, pues la joven terminaba fugándose con un hombre totalmente inferior a ella, y no solo en posición social, sino también en inteligencia y personalidad. Escribí a mi amiga esa tarde para contarle mis opiniones sobre Bellini, los admirables helados del Florián y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para advertirle que su doble se había comportado de manera muy estúpida. No sé por qué lo hice, pero recuerdo que temí que pudiera hacer lo mismo. Antes de que le llegase mi carta, se fugó con un hombre que la abandonó al cabo de seis meses. Volví a verla en 1884, en París, donde estaba viviendo con su madre, y le pregunté si la historia había tenido algo que ver con sus actos. Me contó que había tenido el impulso irresistible de seguir paso a paso a la protagonista en su extraño y fatídico destino y que había sentido auténtico pavor al leer los últimos capítulos. Cuando se publicaron, pensó que su obligación era reproducirlos en la vida real, y así lo hizo. Fue un clarísimo ejemplo de ese instinto imitativo del que te hablaba y además muy trágico.

No obstante, no quiero entretenerme más con ejemplos concretos. Las vivencias personales son un círculo vicioso y muy limitado. Lo único que quiero subrayar es el principio general de que la vida imita al arte mucho más que el arte a la vida, y estoy convencido de que, si lo piensas seriamente, verás que es cierto. La vida ofrece un espejo al arte y o bien reproduce un arquetipo extraño imaginado por un pintor o un escultor, o pone en práctica lo que se ha soñado en la ficción. Científicamente hablando, la base de la vida (la energía de la vida, que diría Aristóteles) no es más que el deseo de expresarse, y el arte siempre presenta varias formas a través de las cuales puede conseguirse dicha expresión. La vida se adueña de ellas y las utiliza aunque sea en perjuicio propio. Hay jóvenes que se han suicidado porque Rolla lo hizo, y que se han quitado la vida porque Werther también se la quitó. Piensa en lo que debemos a la imitación de Cristo o a la de César.

CYRIL: Ciertamente, es una teoría muy curiosa, pero para completarla tendrías que demostrar que la naturaleza, igual que la vida, es una imitación del arte. ¿Estás dispuesto?

VIVIAN: Mi querido amigo, estoy dispuesto a demostrar cualquier cosa.

CYRIL: Entonces, ¿la naturaleza imita al paisajista y le copia sus efectos?

VIVIAN: Desde luego. ¿A quién, si no a los impresionistas, debemos esas maravillosas nieblas parduzcas que se arrastran por nuestras calles, oscurecen la luz de las farolas y convierten las casas en sombras monstruosas? ¿A quién, si no a ellos y a su maestro, debemos las encantadoras nieblas plateadas que flotan sobre nuestro río y convierten en vagas formas el puente elegantemente curvo y las gabarras mecidas por el agua? El extraordinario cambio que se ha producido en el clima de Londres en los últimos diez años se debe totalmente a esa escuela artística. Veo que sonríes. Considera la cuestión desde un punto de vista científico o metafísico y verás que tengo razón. Pues ¿qué es al cabo la naturaleza? No es una madre que nos haya dado a luz. Es creación nuestra. Cobra vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos. Y lo que vemos y cómo lo vemos depende de las artes que nos hayan influenciado. Contemplar una cosa es muy distinto de verla. Uno no ve nada hasta que no repara en su belleza. Entonces, y solo entonces, cobra existencia. Hoy en día la gente ve nieblas no porque las haya, sino porque los poetas y los pintores le han enseñado el maravilloso encanto de dichos efectos. Es posible que haya habido nieblas en Londres desde hace siglos. Me atrevo a decir que así es. Pero nadie las vio y nada sabemos de ellas. No existieron hasta que el arte las inventó. Hay que reconocer que ahora se han llevado al exceso. Se ha convertido en el mero manierismo de una camarilla, y el realismo exagerado de su método causa bronquitis a los obtusos. Allí donde las personas cultivadas captan un efecto, los iletrados cogen un resfriado. Seamos, pues, compasivos y pidamos al arte que vuelva sus maravillosos ojos hacia otra parte. En realidad, ya lo ha hecho. Esa luz brillante y temblorosa que se ve hoy en Francia con sus extraños manchurrones malva y sus incansables sombras violetas es su último capricho y, en conjunto, la naturaleza lo reproduce de manera admirable. Donde antes nos ofrecía Corot y Daubigny, ahora nos da exquisitos Monet y fascinantes Pissarro. De hecho, hay momentos ciertamente raros, aunque pueden observarse de vez en cuando, en los que la naturaleza se vuelve absolutamente moderna. Por supuesto, no siempre es de fiar. La verdad es que está en una mala situación. El arte crea un efecto único e incomparable y después pasa a ocuparse de otras cosas. La naturaleza, en cambio, olvida que la imitación puede ser una forma de insulto, y sigue repitiendo el efecto hasta que acaba hastiándonos. Nadie verdaderamente cultivado, por ejemplo, alaba hoy la belleza de una puesta de sol. Están pasadas de moda. Pertenecen a una época en la que Turner era el último grito en cuestiones artísticas. Admirarlas es un claro indicio de provincianismo del carácter, por más que sigan teniendo su público. Ayer por la tarde, la señora Arundel insistió en que me acercara a la ventana y contemplara un cielo «espléndido», como lo llamó ella. Por supuesto, tuve que complacerla. Es una de esas filisteas absurdamente guapas a las que no se les puede negar nada. ¿Y qué fue lo que vi? Tan solo un Turner de segunda, un Turner de una mala época, con los peores defectos del pintor subrayados y exagerados. Por supuesto, estoy dispuesto a admitir que la vida a menudo comete el mismo error. Produce René falsos y copias de Vautrin, igual que la naturaleza nos ofrece un día un dudoso Cuyp y otro un más que cuestionable Rousseau. Aun así, cuando hace estas cosas, la naturaleza resulta más irritante, pues nos parece estúpida, obvia e innecesaria. Un Vautrin falso puede ser delicioso, pero un Cuyp dudoso es insoportable. De todos modos, no quisiera ser demasiado exigente con la naturaleza. Preferiría que el canal de la Mancha, sobre todo en Hastings, no se pareciera con tanta frecuencia a un Henry Moore, gris perla con luces amarillas, pero seguro que, cuando el arte sea más variado, también lo será la naturaleza. Que imita al arte no creo que pueda negarlo ni su peor enemigo. Es lo único que la mantiene en contacto con el hombre civilizado. ¿He conseguido demostrar mi teoría de forma satisfactoria?

CYRIL: La has demostrado de manera insatisfactoria, que es aún mejor. Pero, aun admitiendo ese extraño instinto imitativo en la vida y la naturaleza, sin duda reconocerás que el arte expresa el temperamento de su época, el espíritu de su tiempo y las condiciones morales y sociales que lo rodean y bajo cuya influencia se producen.

 

VIVIAN: ¡Por supuesto que no! El arte nunca expresa nada que no sea a sí mismo. En ese principio se basa mi nueva estética; y es esa vital relación entre la forma y la sustancia, en la que tanto insiste el señor Pater, la que convierte a la música en el arquetipo de todas las artes. Por supuesto, las naciones y los individuos, con esa saludable vanidad natural que constituye el secreto de la existencia, siempre tienen la impresión de que las Musas hablan de ellos y tratan de encontrar en la serena dignidad del arte imaginativo un espejo de sus turbias pasiones, olvidando que el cantor de la vida no es Apolo sino Marsias. Alejado de la realidad, y apartando la mirada de las sombras de la cueva, el arte revela su propia perfección, y la multitud asombrada que observa cómo se abren los pétalos de la incomparable rosa cree que le están contando su propia historia y que su espíritu ha hallado su expresión en una forma nueva. Pero no es así. El arte más elevado rechaza la carga del espíritu humano y saca mayor provecho de un medio nuevo o un material desconocido que de cualquier entusiasmo por el arte, cualquier pasión elevada o gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla según su propio plan. No simboliza época alguna. Las épocas son sus símbolos.

Incluso quienes defienden que el arte es representativo de una época, un lugar y un pueblo, no pueden sino admitir que cuanto más imitativo es el arte, menos representa el espíritu de su época. Los malvados rostros de los emperadores romanos nos miran desde el repulsivo pórfido y el jaspe moteado en que les gustaba trabajar a los artistas realistas de aquel tiempo y creemos poder adivinar en esos labios crueles y esas mandíbulas sensuales el secreto de la ruina del Imperio. Pero no fue así. Los vicios de Tiberio no podían destruir esa civilización suprema, como tampoco podían salvarla las virtudes de los Antoninos. Cayó por otras razones menos interesantes. Las sibilas y los profetas de la capilla Sixtina pueden servir para interpretar ese nuevo nacimiento del espíritu libre que llamamos Renacimiento, pero ¿qué nos dicen los palurdos borrachos y los campesinos pendencieros del arte holandés del alma de Holanda? Cuanto más abstracto e ideal es el arte, mejor revela el temperamento de la época. Si queremos entender una nación a través de su arte, estudiemos su música o su arquitectura.

CYRIL: En eso estoy de acuerdo contigo. El espíritu de una época puede expresarse mejor en las artes abstractas e ideales, puesto que el propio espíritu es abstracto e ideal. Por otro lado, si queremos apreciar el aspecto visible de una época, su apariencia, por así decirlo, debemos recurrir a las artes imitativas.

VIVIAN: No lo creo. Después de todo, lo que nos ofrecen las artes imitativas no son más que los diversos estilos de los artistas concretos, o de ciertas escuelas artísticas. Supongo que no creerás que la gente de la Edad Media guardaba el menor parecido con las figuras de las vidrieras medievales, las esculturas en piedra o madera medievales, la forja medieval, los tapices o los manuscritos miniados. Probablemente fuesen gente de aspecto normal, sin nada grotesco, notable o descabellado en su apariencia. La Edad Media, como la conocemos a través del arte, es solo una forma de estilo, y no hay razón por la que un artista con ese estilo no pudiera aparecer en el siglo XIX. Ningún gran artista ve las cosas como son en realidad. Si lo hiciera, dejaría de ser un artista. Tomemos un ejemplo de nuestros días. Sé que te gustan los objetos japoneses. ¿De verdad imaginas que los japoneses, tal como se representan en su arte, existen en realidad? En ese caso es que no has entendido lo más mínimo el arte japonés. Los japoneses son la creación intencionada de ciertos artistas individuales. Si comparas una estampa de Hokusai o de Hokkei, o de cualquiera de los grandes pintores de aquel país, con un caballero o una dama japonesa de verdad, verás que no hay el menor parecido entre ellos. La gente de verdad que vive en Japón no es muy distinta de los ingleses normales; es decir, es extremadamente vulgar y no tiene nada de extraordinario. De hecho todo Japón es una pura invención. No existe ese país, ni ese pueblo. Uno de nuestros pintores más fascinantes viajó hace poco al país del crisantemo con la descabellada esperanza de ver a los japoneses. Lo único que vio y tuvo ocasión de pintar fueron unos cuantos farolillos y unos abanicos. No logró descubrir a sus habitantes, tal como demuestra claramente su preciosa exposición en la galería Dowdeswell. Ignoraba que los japoneses son, como he dicho, tan solo una forma de estilo, un exquisito capricho del arte. Y por eso, cuando uno quiere ver un efecto japonés, no viaja a Tokio como un turista cualquiera, sino que se queda en casa y se empapa de la obra de ciertos artistas japoneses, y luego, después de absorber el espíritu de su estilo y captar su visión imaginativa, va a sentarse una tarde en el parque o a pasear por Piccadilly, y, si no ve allí un efecto absolutamente japonés, es que no lo verá en ninguna parte. O, por volver a hablar del pasado, tomemos otro ejemplo de los antiguos griegos. ¿Crees que el arte griego nos dice cómo eran los griegos? ¿Acaso piensas que las mujeres atenienses eran como esas figuras dignas y elegantes de los frisos del Partenón, o como esas diosas maravillosas que se sientan en los pedimentos triangulares de dicho edificio? A juzgar por su arte, así era. Pero lee a una autoridad como, por ejemplo, Aristófanes. Descubrirás que las mujeres atenienses se emperifollaban mucho, llevaban zapatos de tacón, se teñían el pelo de amarillo, se maquillaban y abusaban del colorete, y eran exactamente iguales que cualquier mujer estúpida de nuestros días caída en desgracia o víctima de la moda. El hecho es que contemplamos el pasado solo a través del arte, y el arte, por suerte, nunca nos dice la verdad.

CYRIL: Pero ¿qué me dices de los retratos modernos de los pintores ingleses? ¿No irás a negarme que son como la gente a quien pretenden representar?

VIVIAN: Desde luego. Se parecen tanto que, dentro de cien años, nadie los creerá. Los únicos retratos creíbles son aquellos que apenas tienen nada del retratado y sí mucho del artista. Los dibujos de Holbein de los hombres y mujeres de su época nos parecen absolutamente reales. Pero eso es solo porque Holbein obligó a la vida a aceptar sus condiciones y sus límites, a reproducir su arquetipo y a mostrarse como él quería. Lo que nos hace creer en algo es solo el estilo. La mayoría de nuestros pintores modernos están condenados a caer en el más absoluto de los olvidos. No pintan lo que ven. Pintan lo que ve el público y el público nunca ve nada.

CYRIL: Bueno, después de esto, estoy deseando oír el final de tu artículo.

VIVIAN: Será un placer. Aunque no sé si servirá de algo. El nuestro es sin duda el siglo más aburrido y prosaico que se pueda imaginar. Pero si hasta el sueño nos ha engañado y ha cerrado las puertas de marfil y abierto las de hueso. Los sueños de las grandes clases medias de este país, recogidos por el señor Myers en dos gruesos volúmenes, y en las Actas de la Sociedad Psíquica, son lo más deprimente que he leído en mi vida. No hay ni siquiera entre ellos una pesadilla que valga la pena. Son aburridos, sórdidos y tediosos. En cuanto a la Iglesia, no se me ocurre nada mejor para la cultura de un país que la presencia en ella de un cuerpo de individuos cuya obligación es creer en lo sobrenatural, llevar a cabo milagros diarios y mantener con vida esa facultad creadora de mitos tan esencial para la imaginación. Pero en la Iglesia de Inglaterra uno triunfa no por su capacidad para creer, sino por la de no creer. La nuestra es la única Iglesia en la que el escéptico ocupa un lugar en el altar y se considera a santo Tomás el apóstol ideal. Muchos clérigos venerables, que se pasan la vida haciendo admirables obras de caridad, viven y mueren desapercibidos y desconocidos; pero basta con que algún estudiante mediocre de cualquier universidad suba al púlpito y exprese sus dudas sobre el Arca de Noé, el burro de Balaam o Jonás y la ballena, para que medio Londres acuda en tropel a escucharle y se quede boquiabierto de admiración ante su soberbio intelecto. El avance del sentido común en la Iglesia de Inglaterra es ciertamente lamentable. Supone en realidad una degradante concesión a la forma más baja de realismo. Y además es estúpido. Emana de una absoluta ignorancia de la psicología. El hombre puede creer lo imposible, pero nunca lo improbable. Pero más vale que te lea el final de mi artículo: