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100 Clásicos de la Literatura

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CYRIL: Bueno, tampoco hace falta que contemples el paisaje. Puedes tumbarte en la hierba a fumar y charlar.

VIVIAN: Pero la naturaleza es muy incómoda. La hierba es dura, áspera y húmeda y está llena de insectos negros y espantosos. Hasta el más torpe de los artesanos de Morris podría fabricar un asiento más cómodo que ninguno que pudiera hacer la naturaleza. La naturaleza palidece ante el mobiliario de «la calle que de Oxford ha tomado el nombre», como lo enunció de manera infame ese poeta que tanto te gusta. Aunque no me quejo. Si la naturaleza hubiese sido cómoda, la humanidad nunca habría inventado la arquitectura, y me gustan más las casas que el campo abierto. En una casa, siempre se tiene la sensación de estar ante las proporciones correctas. Todo está supeditado a nosotros, concebido para nuestro uso y disfrute. El propio egoísmo, tan necesario para el sentido correcto de la dignidad humana, es resultado de vivir bajo techo. Al aire libre uno se vuelve abstracto e impersonal. Pierde totalmente su individualidad. Además la naturaleza es tan indiferente, tan desagradecida. Siempre que paseo por la finca tengo la sensación de que le importo tan poco como el ganado que pace en la ladera o la bardana que florece en la cuneta. Nada hay más evidente que el hecho de que la naturaleza odia a la inteligencia. Pensar es lo menos saludable del mundo, y la gente muere de eso tanto como de otras enfermedades. Por suerte, al menos en Inglaterra, el pensamiento no es contagioso. Nuestro espléndido físico como pueblo se debe a nuestra estupidez nacional. Solo espero, por nuestro bien, que podamos mantener muchos años este gran baluarte histórico, aunque me temo que empezamos a estar más educados de la cuenta; ahora se dedican a la enseñanza todos los que eran incapaces de aprender, hasta ahí ha llegado nuestro entusiasmo por la educación. Conque vuelve a tu fatigosa e incómoda naturaleza, y deja que siga corrigiendo estas galeradas.

CYRIL: ¡Estás escribiendo un artículo! No me parece muy coherente con lo que acabas de decir.

VIVIAN: ¿Y quién quiere ser coherente? Los zoquetes y los doctrinarios, los aburridos que llevan amargamente sus principios a la acción y a la reductio ad absurdum de la práctica. Yo, no. Al igual que Emerson, he grabado la palabra «Capricho» en el dintel de mi biblioteca. Además, mi artículo es, en realidad, una saludable y valiosa advertencia. Si me hiciesen caso, podría producirse un nuevo renacimiento del arte.

CYRIL: ¿De qué trata?

VIVIAN: Pienso titularlo: «La decadencia de la mentira. Protesta».

CYRIL: ¡La mentira! Creía que los políticos se ocupaban de conservar esa tradición.

VIVIAN: Te aseguro que no. Nunca se alzan más allá del nivel de la tergiversación y condescienden a demostrar, discutir y argumentar. ¡Qué diferencia con el temperamento del verdadero mentiroso, con sus afirmaciones francas y audaces, su soberbia irresponsabilidad, su saludable desdén natural por cualquier demostración! Al fin y al cabo, ¿qué es una buena mentira? Sencillamente la que es evidente en sí misma. Si alguien tiene tan poca imaginación que necesita aportar pruebas en defensa de una mentira, más le valdría decir la verdad de inmediato. No, los políticos no mienten. Tal vez pudiera decirse algo en favor de la abogacía. El manto del sofista ha caído sobre sus miembros. Su fingida vehemencia y su falsa retórica resultan encantadores. Pueden hacer que la peor causa parezca la mejor, como si acabaran de salir de las escuelas Leontinas y se sabe que han arrancado a jurados reticentes veredictos absolutorios para sus clientes, incluso cuando, como ocurre a menudo, eran clara e inconfundiblemente inocentes. Pero son partidarios de lo prosaico y no reparan en apelar a los precedentes. A pesar de sus logros, la verdad acaba por salir a la luz. Incluso los periódicos han degenerado. Hoy son absolutamente fiables. Se nota al recorrer sus columnas. Lo que sucede es siempre lo ilegible. Me temo que no se puede decir mucho a favor del abogado o el periodista. Además, lo que defiendo es la mentira en el arte. ¿Quieres que te lea lo que llevo escrito? Podría hacerte mucho bien.

CYRIL: Desde luego, siempre que me des un cigarrillo. Gracias. A propósito, ¿a qué revista piensas enviarlo?

VIVIAN: A la Retrospective Review. Creo que ya te conté que los elegidos le habían dado nuevos bríos.

CYRIL: ¿Quiénes son esos elegidos?

VIVIAN: ¡Oh! Los Hedonistas Cansados, claro. Es un club al que pertenezco. Tenemos que llevar rosas marchitas en el ojal de la solapa cuando nos reunimos, y profesar una especie de culto a Domiciano. Me temo que tú no podrías ser miembro. Te gustan demasiado los placeres sencillos.

CYRIL: Supongo que me rechazarían por mis instintos animales.

VIVIAN: Probablemente. Además, eres un poco viejo. No admitimos a nadie de edad corriente.

CYRIL: Bueno, imagino que debéis de aburriros mucho mutuamente.

VIVIAN: Desde luego. Es uno de los objetivos del club. En fin, si prometes no interrumpirme demasiado, te leeré mi artículo.

CYRIL: Soy todo oídos.

VIVIAN (leyendo con voz muy clara): «La decadencia de la mentira. Protesta: Una de las causas principales a las que puede atribuirse el carácter particularmente vulgar de casi toda la literatura de nuestro tiempo es sin duda la decadencia de la mentira considerada como arte, ciencia y placer social. Los historiadores antiguos nos dieron ficciones deliciosas en forma de hechos, el novelista moderno nos ofrece hechos aburridos bajo la forma de la ficción. El Diario de Sesiones se está convirtiendo rápidamente en su ideal tanto en el método como en el modo. Tiene su tedioso document humain, su mísero y minúsculo coin de la création que escudriña con su microscopio. Puede vérsele en la Biblioteca Nacional Francesa, o en el Museo Británico, buscando desvergonzadamente sus temas. Ni siquiera tiene el valor de copiar las ideas ajenas, sino que insiste en inspirarse en la vida para todo, y por fin, entre enciclopedias y vivencias personales, fracasa estrepitosamente, después de sacar sus tipos del círculo familiar o inspirarse en la señora de la limpieza, y de adquirir un montón de información útil de la que nunca, ni siquiera en sus momentos más meditativos, acierta a liberarse del todo.

»Es imposible exagerar la pérdida que causa a la literatura en general este falso ideal de nuestro tiempo. La gente habla con tanta frivolidad del “mentiroso nato”, como del “poeta nato”. Pero en ambos casos se equivoca. La mentira y la poesía son artes que, como intuyó Platón, están relacionadas entre sí y requieren un estudio cuidadoso y una devoción desinteresada. De hecho, tienen su técnica, igual que las artes más materiales de la pintura y la escultura tienen los sutiles secretos de la forma y el color, los misterios del oficio y sus métodos artísticos y deliberados. Igual que se reconoce al poeta por su música, se puede reconocer al mentiroso por el ritmo de sus frases, y en ninguno de los dos casos basta con la mera inspiración del momento. En eso, como en todo, la práctica precede a la perfección. Pero en nuestros días, así como la moda de escribir poesía se ha extendido demasiado y de ser posible debería ponérsele coto, la moda de mentir ha caído casi en el descrédito. Muchos jóvenes se inician en la vida con un don natural de la exageración que, cultivado en un ambiente adecuado y comprensivo, o mediante la imitación de los mejores modelos, podría llegar a ser algo grande y maravilloso. Pero, por lo general, acaban quedándose en nada. O bien cae en la descuidada costumbre de la precisión…».

CYRIL: ¡Mi querido amigo!

VIVIAN: Por favor, no me interrumpas a mitad de frase. «O bien cae en la descuidada costumbre de la precisión, o empiezan a frecuentar la compañía de los enterados y la gente de edad. Ambas cosas son igual de fatales para su imaginación, como lo serían para la de cualquiera, y al poco tiempo desarrollan una facultad enfermiza y nada saludable de decir la verdad, empiezan a comprobar las afirmaciones que se hacen en su presencia, no dudan en contradecir a gente mucho más joven, y a menudo terminan escribiendo novelas tan parecidas a la vida misma que es imposible que nadie se las crea. Y no es este un ejemplo aislado, sino uno entre muchos. Y, si no se hace algo para impedir, o al menos modificar, nuestra monstruosa adoración a los hechos, el arte se volverá estéril y la belleza desaparecerá de la faz de la tierra.

»Incluso el señor Robert Louis Stevenson, ese delicioso maestro de la prosa delicada y fantasiosa, se ha dejado corromper por ese vicio moderno, que no merece otro calificativo. Es posible despojar una historia de su realidad al intentar hacerla demasiado verídica, y La flecha negra es tan poco artística que no contiene ni un solo anacronismo del que pueda jactarse su autor, mientras que la transformación del doctor Jekyll se parece peligrosamente a la descripción de un experimento en la revista The Lancet. En cuanto al señor Rider Haggard, que sin duda tiene, o tuvo una vez, dotes de auténtico mentiroso, ahora está tan asustado de que lo tilden de genio que, cuando nos cuenta algo verdaderamente maravilloso, se siente obligado a inventar una reminiscencia personal y a incluirla en una nota al pie a modo de cobarde confirmación. El resto de nuestros novelistas no son mucho mejores. El señor Henry James cultiva la ficción como si fuese un deber penoso y desperdicia su pulcro estilo literario, sus frases acertadas y su sátira ágil y cáustica con motivos mezquinos e imperceptibles «puntos de vista». Es cierto que el señor Hall Caine apunta a lo grandioso, pero escribe a voz en grito. Es tan ruidoso que apenas se entiende nada de lo que dice. El señor James Payn es aficionado al arte de ocultar cosas que no vale la pena encontrar. Persigue lo evidente con el entusiasmo de un detective corto de miras. A medida que uno va pasando páginas, el suspense del autor se vuelve casi insoportable. Los caballos del faetón del señor William Black no se remontan hacia el sol. Tan solo espantan al cielo nocturno con efectos violentamente cromolitográficos. Al verlos llegar, los campesinos se enrocan en el dialecto. La señora Oliphant parlotea agradablemente sobre vicarios, partidos de tenis en el césped, la domesticidad y otras cosas fatigosas. El señor Marion Crawford se ha inmolado en el altar del colorido local. Es como esa señora de una comedia francesa que no para de hablar de “le beau ciel d’Italie”. Además ha adquirido la mala costumbre de repetir obviedades morales. Se pasa el día diciéndonos que ser bueno es ser bueno, y que ser malo es ser perverso. De vez en cuando casi resulta edificante. Robert Elsmere es, por supuesto, una obra maestra…, pero una obra maestra del genre ennuyeux, un género literario al parecer muy apreciado por el pueblo inglés. Un pensativo amigo nuestro dijo una vez que le recordaba esas conversaciones que tienen lugar en las casas de las familias no ritualistas mientras toman un caldo. No hay duda de que un libro así solo podía producirse en Inglaterra, el hogar de las ideas desaprovechadas. En cuanto a la gran y cada vez más numerosa escuela de los novelistas para quienes el sol siempre se alza en el East End, lo único que puede decirse acerca de ellos es que la vida les parece cruda y la dejan sin cocer.

 

»En Francia, aunque no se haya publicado nada tan deliberadamente tedioso como Robert Elsmere, las cosas no están mucho mejor. El señor Guy de Maupassant, con su mordaz ironía y su vívido estilo, despoja a la vida de los pocos harapos que aún la cubren y nos muestra una herida infectada y purulenta. Escribe escabrosas tragedias en las que todo el mundo parece ridículo y comedias amargas en las que uno no puede reírse por culpa de las lágrimas. El señor Zola, fiel al elevado principio literario que expuso en uno de sus pronunciamientos sobre la literatura (“L’homme de génie n’a jamais d’esprit”), está decidido a demostrar que, aunque carezca de genio, al menos sabe ser aburrido. ¡Y vaya si lo consigue! Aunque energía no le falta. De hecho, a veces, como en Germinal, hay en su obra algo casi épico. Sin embargo, dicha obra es mala de principio a fin, y no por motivos morales sino artísticos. Desde el punto de vista ético todo es como debería ser. El autor es totalmente sincero, y describe las cosas tal como ocurren. ¿Qué más puede desear cualquier moralista? No coincidimos con la indignación moral de nuestro tiempo contra el señor Zola. Es solo la indignación de Tartufo al verse descubierto. En cambio, desde el punto de vista del arte, ¿qué podemos decir a favor del autor de La taberna, Nana y Pot-Bouille? Nada. El señor Ruskin describió una vez a los personajes de las novelas de George Eliot diciendo que eran como esa gente de la peor ralea que viaja en el ómnibus de Pentonville, pero los personajes del señor Zola son mucho peores. Tienen vicios aburridos y virtudes aún más aburridas. La historia de sus vidas carece totalmente de interés. ¿A quién le importa lo que les ocurra? En literatura hacen falta distinción, encanto, belleza y capacidad imaginativa. No queremos que nos aflijan y asqueen con un relato de la vida de las clases bajas. El señor Daudet es mejor. Tiene ingenio, un toque ligero y un estilo divertido. Pero hace poco que ha cometido un suicidio literario. A nadie puede interesarle ya Delobelle, con su “Il faut lutter pour l’art”, o Valmajour, con su eterno estribillo sobre el ruiseñor, o el poeta de Jack, con sus mots cruels, ahora que hemos sabido por sus Veinte años de vida literaria que todos esos personajes se sacaron directamente de la vida real. La impresión que nos da es que han perdido de pronto toda su vitalidad y las pocas cualidades que tuvieron alguna vez. Las únicas personas reales son las que no han existido nunca, y si un novelista es lo bastante vulgar para inspirarse en la vida real, debería al menos fingir que son creaciones y no jactarse de que sean copias. La justificación de un personaje en una novela no es que otras personas sean como él, sino que el autor es lo que es. De lo contrario, la novela no es una obra de arte. En cuanto al señor Paul Bourget, el maestro del roman psychologique, comete el error de imaginar que los hombres y las mujeres de nuestros días pueden ser analizados infinitamente en una serie innumerable de capítulos. Lo cierto es que lo único interesante de la gente de la buena sociedad (y el señor Bourget raras veces sale del Faubourg Saint-Germain, excepto para venir a Londres) es la máscara que lleva cada uno de ellos, no la realidad que se oculta detrás de la máscara. Es una confesión humillante; pero todos estamos hechos igual. En Falstaff hay algo de Hamlet, y en Hamlet no poco de Falsfaff. El caballero gordo tiene sus momentos melancólicos y el joven príncipe tiene sus momentos de humor grosero. En lo que nos distinguimos de los demás es en las cosas puramente accidentales: en el vestir, en los modales, en el tono de voz, en las opiniones religiosas, en la apariencia personal, en las costumbres y otras cosas por el estilo. Cuanto más analiza uno a la gente, más desaparecen las razones para analizarlos. Antes o después, se topa uno con ese hecho terrible y universal llamado naturaleza humana. De hecho, como cualquiera que haya trabajado entre los pobres sabe muy bien, la hermandad entre los hombres no es solo el sueño de un poeta, sino una realidad de lo más deprimente y humillante; y, si un escritor insiste en analizar a las clases superiores, lo mismo podría escribir sobre cerilleras o vendedoras ambulantes.» En cualquier caso, mi querido Cyril, no te entretendré más con este asunto. Admito que las novelas modernas tienen muchas cosas buenas. Me limito a insistir en que, como género, son ilegibles.

CYRIL: No cabe duda de que es una acusación muy grave, aunque debo decir que algunas de tus críticas me parecen bastante injustas. Me gustan The Deemster, y A Daughter of Heth, y Le Disciple, y Mr. Isaacs, y, en cuanto a Robert Elsmere, he de decir que me encanta. Aunque no me parece una obra seria. Como formulación de los problemas a los que se enfrenta el cristiano sincero, es ridícula y anticuada. Es como Literature and Dogma de Arnold, pero sin la literatura. Y va tan por detrás de su época como las Evidencias de Paley, o el método de exégesis bíblica de Colenso. No se me ocurre nada menos impresionante que el desdichado protagonista cuando anuncia solemnemente un amanecer que alboreó hace ya tiempo y tan carente de significado como cuando se propone seguir con el antiguo negocio con otro nombre. No obstante, contiene varias caricaturas inteligentes y muchas citas deliciosas; y la filosofía de Green edulcora agradablemente la amarga píldora de la ficción del autor. No puedo sino expresar mi sorpresa de que no te hayas referido a dos novelistas que te pasas la vida leyendo: Balzac y George Meredith. ¿No irás a negarme que los dos son realistas?

VIVIAN: ¡Ah, Meredith! ¿Quién podría definirle? Su estilo es un caos iluminado por el destello del rayo. Como escritor lo ha dominado todo, excepto el lenguaje; como novelista es capaz de cualquier cosa, menos de contar una historia; como artista es todo, menos claro. Hay un personaje de Shakespeare (creo que Touchstone) que habla de alguien que trepa sobre su propio ingenio, y me parece que eso podría servir como base para criticar el método de Meredith. Pero, sea lo que sea, no es un realista. Más bien diría que es un hijo del realismo, que ha reñido con su padre. Por elección deliberada se ha hecho romántico. Se ha negado a doblar la rodilla ante Baal, y, después de todo, aunque su inteligencia no se hubiese rebelado contra las ruidosas afirmaciones del realismo, su estilo sería suficiente en sí mismo para mantener la vida a una prudente distancia. Eso le ha permitido plantar en torno a su jardín un seto lleno de espinas y maravillosas rosas rojas. En cuanto a Balzac, era una sorprendente combinación de temperamento artístico y espíritu científico. Sus discípulos han heredado solo lo último. La diferencia entre un libro como La taberna, de Zola, y las Ilusiones perdidas, de Balzac, es la que hay entre un realismo nada imaginativo y una realidad imaginativa. «Todos los personajes de Balzac —dijo Baudelaire— están dotados del mismo vitalismo que lo animaba a él. Todas sus ficciones están tan profundamente coloreadas como sus sueños. Cada inteligencia es un arma cargada de voluntad hasta la boca. Hasta sus marmitones están tocados por el genio.» La lectura continuada de Balzac reduce a nuestros amigos de carne y hueso a sombras y a nuestros conocidos a sombras de sombras. Sus personajes tienen una especie de existencia ferviente y orgullosa. Nos dominan y desafían cualquier escepticismo. Una de las mayores tragedias de mi vida es la muerte de Lucien de Rubempré. Es un dolor del que nunca he podido recuperarme del todo. Me obsesiona en mis momentos de asueto. Lo recuerdo cuando me río. Pero Balzac no es más realista de lo que pudiera serlo Holbein. Creaba vida, no la copiaba. Admito, no obstante, que concedía demasiada importancia a la modernidad de la forma y que, en consecuencia, no hay ningún libro suyo que, como obra maestra artística, pueda compararse a Salammbô o a Esmond, o a The Cloister and the Hearth o a El vizconde de Bragelonne.

CYRIL: Así que te opones a la modernidad de la forma, ¿no?

VIVIAN: Sí. Es un precio enorme por un resultado muy pobre. La mera modernidad de la forma tiene siempre algo de vulgar. Es inevitable. El público cree que, puesto que él se interesa por lo que tiene a su alrededor, el arte debería interesarse también, y tomarlo como asunto. Pero el hecho mismo de que el público se interese por esas cosas, hace que dejen de ser aptas para el arte. Lo único bello, como dijo no sé quién, es lo que no nos concierne. En cuanto algo nos resulta útil o necesario, o nos afecta de algún modo, sea para bien o para mal, o despierta nuestra simpatía, o forma parte vital del ambiente en que vivimos, queda fuera de la verdadera esfera del arte. Deberíamos ser más o menos indiferentes respecto a los sujetos de este. Al menos, no deberíamos tener preferencias, ni prejuicios, ni sentimientos partidistas. Los pesares de Hécuba constituyen un motivo admirable para una tragedia, porque Hécuba no significa nada para nosotros. No se me ocurre, en la historia de la literatura, nada más penoso que la carrera artística de Charles Reade. Escribió un libro magnífico, The Cloister and the Hearth, tan superior a Romola, como lo es Romola a Daniel Deronda, y desperdició el resto de su vida en un absurdo intento de ser moderno y atraer la atención del público sobre el estado de las prisiones y la gestión de los manicomios privados. Charles Dickens ya era bastante deprimente cuando se esforzaba en despertar nuestra compasión por las víctimas de las leyes de pobreza; pero Charles Reade, un artista, un erudito, un hombre con una auténtica intuición de la belleza, quejándose y protestando por los abusos de la vida moderna como un vulgar escritor de panfletos o un periodista sensacionalista, es un espectáculo para hacer llorar a los ángeles. Créeme, querido Cyril, la modernidad de la forma y la modernidad del asunto son una equivocación. Hemos confundido la librea de la época con la túnica de las musas, y nos pasamos el día en las sórdidas callejuelas y los horribles suburbios de nuestras ciudades, cuando deberíamos estar en la falda de la colina con Apolo. Desde luego somos una raza decadente y hemos vendido nuestra primogenitura por un plato de hechos.

CYRIL: Algo de razón tienes, y no hay duda de que por mucho que nos divierta leer una novela puramente moderna, rara vez obtenemos ningún placer artístico al releerla. Y tal vez sea esa la prueba mejor de lo que es literatura y lo que no. Si uno no puede disfrutar leyendo un libro una y otra vez, es que no vale la pena leerlo. Pero ¿qué me dices de la vuelta a la vida y la naturaleza? Es la panacea que recomienda todo el mundo.

VIVIAN: Te leeré lo que digo al respecto. El pasaje aparece después en el artículo, pero ya puestos te lo leeré ahora:

«El grito más popular de nuestro tiempo es: “Volvamos a la vida y a la naturaleza, ellos recrearán el arte para nosotros, harán que corra la sangre por sus venas, aligerarán sus pies y fortalecerán sus manos”. Pero ¡ay!, nos equivocamos en nuestros amables y bienintencionados esfuerzos. La naturaleza siempre va por detrás de su tiempo. Y, en cuanto a la vida, es el solvente que corroe el arte, el enemigo que devasta su casa».

CYRIL: ¿A qué te refieres con eso de que la naturaleza siempre va por detrás de su época?

VIVIAN: Bueno, tal vez suene un poco críptico. A lo que me refiero es a lo siguiente: si por naturaleza nos referimos a un instinto sencillo y natural en contraposición a la cultura y a la conciencia, las obras producidas bajo esa influencia siempre son caducas, anticuadas y pasadas de moda. Es posible que un toque de naturaleza nos emparente a todos, pero dos destruirán cualquier obra de arte. Si, por el contrario, consideramos la naturaleza como una colección de fenómenos externos al hombre, solo descubriremos en ella aquello que le aportemos. Ella no tiene nada que decir. Wordsworth fue a la región de los Lagos, pero nunca fue un poeta lacustre. Encontró en las piedras los sermones que él mismo había escondido. Se dedicó a moralizar sobre la región, pero su mejor obra la escribió cuando regresó, no a la naturaleza, sino a la poesía. La poesía le dio «Laodamia», sus sonetos más hermosos y la gran «Oda». La naturaleza le dio «Martha Ray» y «Peter Bell», y la dedicatoria a la pala del señor Wilkinson.

 

CYRIL: Creo que es una opinión discutible. Me inclino más a creer en el «impulso del bosque primaveral», aunque, por supuesto, el valor artístico de dicho impulso depende por completo del temperamento que lo reciba, de modo que el regreso a la naturaleza significaría solo el avance de una gran personalidad. Imagino que estarás de acuerdo. En cualquier caso, prosigue con tu artículo.

VIVIAN (leyendo): «El arte empieza con la decoración abstracta, con una obra puramente placentera e imaginativa que trata de lo que es irreal e inexistente. Esa es la primera fase. Luego la vida se fascina con esa nueva maravilla y pide ser admitida en el círculo encantado. El arte adopta la vida como parte de su materia prima, la recrea y modifica en formas nuevas, es totalmente indiferente a los hechos, inventa, imagina, sueña y conserva entre él y la realidad la impenetrable barrera del estilo bello, del tratamiento decorativo o ideal. En la tercera etapa, la vida se pone al mando y expulsa al arte al desierto. He ahí la verdadera decadencia, y eso es lo que estamos padeciendo ahora.

»Tomemos el ejemplo del teatro inglés. Al principio, mientras estuvo en manos de los monjes, el arte dramático fue abstracto, decorativo y mitológico. Luego puso a la vida a su servicio y, utilizando algunas de sus formas externas, creó una raza totalmente nueva de seres cuyas penas eran más terribles que ningún otro pesar que nadie hubiera conocido, cuyas alegrías eran más intensas que las de cualquier amante, que poseían la ira de los Titanes y la calma de los dioses, y que tenían pecados monstruosos y maravillosos y virtudes no menos monstruosas y maravillosas. A todos ellos les dio un lenguaje distinto al que se usa normalmente, un lenguaje de resonante musicalidad y ritmo dulce, con la elegancia de sus solemnes cadencias y la delicadeza de sus ritmos fantasiosos, adornado con palabras maravillosas y enriquecido con una dicción elevada. Revistió a sus hijos de extraños ropajes y les dio máscaras, y, a su llamada, el mundo antiguo se alzó de su tumba de mármol. Un nuevo César recorrió las calles de Roma, y otra Cleopatra remontó el río hasta Antioquía con velas purpúreas y remos movidos al son de las flautas. Los viejos mitos, sueños y leyendas volvieron a cobrar forma y sustancia. La historia se reescribió por completo y apenas hubo un dramaturgo que no reconociera que el objeto del arte no era la simple verdad sino la belleza compleja. No les faltaba razón. El arte es una forma de exageración; y la selección, que constituye el espíritu mismo del arte, no es sino una forma intensificada de énfasis.

»Pero la Vida no tardó en hacer añicos la perfección de la forma. Incluso en Shakespeare se vislumbra ya el principio del fin. Se intuye en la progresiva eliminación del verso blanco de las últimas obras, en la predominancia concedida a la prosa y en la importancia exagerada que se da a la caracterización. Los numerosos pasajes en Shakespeare en los que el lenguaje resulta extraño, vulgar, exagerado, afectado e incluso obsceno, se deben a que la vida exigía un eco de su propia voz y rechazaba la intervención de ese estilo bello que es el único medio a través del cual debería poder expresarse. Shakespeare no es, ni mucho menos, un artista intachable. Le gusta demasiado retratar directamente la vida y copiar su lenguaje natural. Olvida que cuando el arte renuncia al instrumento de la imaginación renuncia a todo. Goethe dice en alguna parte: “In der Beschränkung zeigt sich erst der Meister”, “El maestro se revela trabajando dentro de unos límites”, y la limitación y la verdadera condición del arte es el estilo. Pero no nos extendamos más sobre el realismo de Shakespeare. La tempestad es la más perfecta de las palinodias. Lo único que queríamos señalar era que las magníficas obras isabelinas y jacobinas llevaban en su seno el germen de su propia disolución y que si utilizar la vida como materia prima les dio parte de su fuerza, utilizarla como método artístico les contagió todas sus debilidades. El resultado inevitable de la sustitución de un método creativo por otro imitativo, y del abandono de la forma imaginativa, es el melodrama inglés. Los personajes de esas obras hablan en el escenario exactamente igual que hablarían fuera de él; no tienen ni espíritu ni aspiraciones; están tomados directamente de la vida real y reproducen su vulgaridad hasta el más minucioso detalle, adoptan el porte, los modales, la vestimenta y el acento de la gente real, pasarían desapercibidos en un vagón de tercera. Y, no obstante, ¡qué fatigosas resultan esas obras! Ni siquiera consiguen producir la sensación de realidad que pretenden y que constituye la única razón de su existencia. Como método, el realismo es un completo fracaso.

»Lo que es cierto en el caso del teatro y la novela no lo es menos en el de las artes decorativas. La historia de dichas artes en Europa es el relato de la lucha entre el orientalismo, con su franco rechazo de la imitación, su amor por la convención artística y su desagrado ante la representación real de cualquier objeto de la naturaleza, y nuestro propio espíritu imitativo. Allí donde ha dominado el primero, ya sea en Bizancio, Sicilia o España gracias a un verdadero contacto, o en el resto de Europa por la influencia de las Cruzadas, hemos tenido arte bello e imaginativo en el que las cosas visibles de la vida se transmutan en convenciones artísticas, y las cosas que la vida no tiene se inventan y modelan a su antojo. En cambio, allí donde hemos vuelto a la vida y la naturaleza, nuestras obras siempre han sido vulgares, comunes y carentes de interés. Los tapices modernos, con sus efectos aéreos, sus perspectivas complicadas, sus amplias extensiones de cielos vacíos y su realismo fiel y laborioso, carecen totalmente de belleza. Las vidrieras alemanas son absolutamente detestables. En Inglaterra estamos empezando a tejer alfombras aceptables, pero solo porque hemos vuelto al método y el espíritu orientales. Nuestras esteras y alfombras de hace veinte años, con sus verdades solemnes y deprimentes, su inane adoración a la naturaleza y sus sórdidas reproducciones de objetos visibles, se han convertido, incluso para los filisteos, en motivo de risa. Un musulmán cultivado nos dijo una vez: “Vosotros, los cristianos, estáis tan ocupados malinterpretando el cuarto mandamiento que nunca se os ha ocurrido aplicar artísticamente el segundo”. Tenía toda la razón, y la verdad del asunto se reduce a esto: la verdadera escuela del arte no es la vida, sino el arte».