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100 Clásicos de la Literatura

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Pero este inquieto espíritu intelectual moderno nuestro no es lo bastante receptivo con el elemento sensual del arte; y por eso la verdadera influencia de las artes se nos oculta a tantos; solo unos pocos, escapando a la tiranía del alma, han aprendido el secreto de esas horas en las que se ausenta el pensamiento.



Y esa es, sin duda, la razón de la influencia que el arte oriental está ejerciendo en Europa, y de la fascinación por todo lo japonés. Mientras el mundo occidental se ha dedicado a depositar sobre el arte la insoportable carga de sus propias dudas intelectuales y la tragedia espiritual de sus pesares, Oriente se ha mantenido fiel a las condiciones primarias y pictóricas del arte.



Al juzgar una estatua hermosa, la facultad estética se ve total y absolutamente complacida ante las espléndidas curvas de esos labios de mármol que callan ante nuestras quejas y ante el noble modelado de esos miembros incapaces de ayudarnos. En su aspecto primario una pintura no tiene más mensaje espiritual o significado que un exquisito fragmento de cristal veneciano o un azulejo azul de los muros de Damasco: es una superficie hermosamente coloreada, nada más. Los canales merced a los cuales toda obra pictórica imaginativa debería conmover, y de hecho conmueve el alma, no son los de las verdades de la vida, ni tampoco verdades metafísicas. Aunque ese encanto pictórico que por un lado no depende de ninguna reminiscencia literaria para conseguir sus efectos y por el otro no es el mero resultado de una habilidad técnica comunicable, procede de cierto manejo inventivo y creativo del color. Casi siempre en la pintura holandesa y a menudo en las obras de Giorgione o Tiziano es enteramente independiente de cualquier cosa decididamente poética en el sujeto, una especie de forma y elección técnica que es en sí misma enteramente satisfactoria, y es (como dirían los griegos) un fin en sí mismo.



Y lo mismo ocurre con la poesía, la verdadera cualidad poética, la alegría de la poesía, nunca procede del sujeto, sino de un manejo inventivo del lenguaje rítmico, de lo que Keats llamó la «sensual vida del verso». El elemento musical acompañado de la profunda alegría del movimiento es tan dulce que, mientras las vidas incompletas de la gente normal y corriente carecen de la capacidad de sanar, la corona de espinas del poeta florece en forma de rosas para nuestro deleite, su desesperación embellece las espinas, y su dolor, como el de Adonis, es hermoso en su agonía; y, cuando se rompe el corazón del poeta, suena la música.



¿Y qué es eso de la salud en el arte? Nada tiene que ver con una sana crítica de la vida. Hay más salud en Baudelaire que en Kingsley. La salud es el reconocimiento del artista de las limitaciones de la forma con que trabaja. Es el honor y el homenaje que ofrece al material que utiliza —ya sea el lenguaje con todas sus glorias, o el mármol y el pigmento con las suyas—, sabedor de que la verdadera hermandad de las artes consiste no en compartir los métodos, sino en producir, cada una de ellas, su propio medio individual, conservando sus límites objetivos y el mismo goce artístico. Dicho goce es similar al que nos ofrece la música, pues la música es el arte en el que la forma y la materia son siempre uno, el arte cuyo sujeto no puede separarse de su forma de expresión, el arte que de manera más completa cumple con el ideal artístico, y la condición a la que aspiran siempre las demás artes.



Y la crítica ¿qué lugar debe ocupar en nuestra cultura? Bueno, creo que el primer deber de un crítico de arte es contener la lengua en todo momento y a propósito de todo: «C’est un grand avantage de n’avoir rien fait, mais il ne faut pas en abuser».



Solo a través del misterio de la creación se puede llegar a conocer la cualidad de la cosa creada. Ustedes han visto Patience cien noches y a mí tan solo una. Sin duda dicha sátira será más mordaz si sabemos algo acerca del sujeto de la misma, pero no debemos juzgar el esteticismo por la sátira del señor Gilbert. Del mismo modo que no debemos juzgar el esplendor del sol o del mar por el polvo que danza en el rayo de luz o la burbuja que estalla en la ola, tampoco debemos aceptar al crítico como una prueba del arte. Pues los artistas, como dice Emerson en alguna parte, solo se revelan, igual que hacían los dioses griegos, unos a otros. Solo el tiempo puede mostrar su valor y lugar verdaderos. En este aspecto, también la omnipotencia está acorde con su época. El verdadero crítico nunca se dirige al artista sino tan solo al público. A él se refiere su valor. El arte no puede tener más pretensión que su propia perfección; la labor del crítico es hacer que el arte tenga también un objetivo social al enseñar a la gente con qué espíritu aproximarse a cualquier obra artística, cómo amarla y qué lecciones aprender de ella.



Todas esas llamadas al arte para que armonice mejor con el progreso y la civilización modernos, y para que se convierta en el portavoz de la humanidad, esas llamadas al arte a «tener una misión» deberían hacerse al público. El arte que ha cumplido las condiciones de belleza ya ha cumplido todas las condiciones: corresponde al crítico enseñar a la gente a encontrar en la placidez del arte la expresión más elevada de sus pasiones más tormentosas. «No tengo reverencia —dice Keats— por el público, ni por nada que no sea el Ser Eterno, el recuerdo de los grandes hombres y el principio de Belleza.»



Tal es, pues, el principio que según creo guía y subyace a nuestro renacimiento inglés, un renacimiento polifacético y maravilloso, creador de grandes ambiciones y elevadas personalidades, que, a pesar de sus espléndidos logros en la poesía, las artes decorativas y la pintura, a pesar de la mayor gracia y elegancia en el vestir, el mobiliario de las casas y otras cosas por el estilo, sigue sin estar del todo completo. Pues no puede haber gran escultura, sin una bella vida nacional, y eso lo ha matado el espíritu comercial de Inglaterra; como no puede haber grandes obras de teatro sin una noble vida nacional, y eso también lo ha matado el espíritu comercial de Inglaterra.



No es que la perfecta serenidad del mármol no pueda soportar la carga del espíritu intelectual moderno, o captar el fuego de la pasión romántica —la tumba del duque Lorenzo y la capilla de los Medici así lo demuestran—, sino que como acostumbraba a decir Théophile Gautier, el mundo visible ha muerto, «le monde visible a disparu».



Tampoco se trata de que la novela haya eliminado el teatro, como tratan de insinuar algunos críticos, y la mejor prueba es el movimiento romántico en Francia. Las obras de Balzac y Hugo crecieron juntas, es más, se complementaron, sin que ni uno ni otro se dieran cuenta. Mientras que las demás formas de la poesía pueden florecer en una era innoble, el espléndido individualismo del lírico, alimentado por su propia pasión e iluminado por su propio poder, puede pasar como una columna de fuego tanto por el desierto como por otros lugares más placenteros. No es menos glorioso porque nadie lo siga, sino que la sutileza de su propia soledad puede hacer que su formulación sea aún más elevada e intensificar y volver más claro su canto. De la triste pobreza de la vida sórdida que lo rodea, el soñador y el creador de idilios puede alzarse en las alas invisibles de la poesía, atravesar con piel parda y alancear las cumbres iluminadas por la luna del Citerón, aunque los faunos y las ménades ya no dancen en ellas. Como Keats, puede pasear por los bosques del mundo antiguo de Latmos, o plantarse como Morris en la cubierta de la galera junto al vikingo, cuando el rey y la galera hace mucho que han desaparecido. Sin embargo, el teatro es el punto de encuentro del arte y la vida; trata, como dijo Mazzini, no solo del hombre, sino del hombre social, del hombre en su relación con Dios y la Humanidad. Es el producto de una época de gran energía nacional; es imposible sin un público noble y corresponde a épocas como la era isabelina en Londres o la de Pericles en Atenas; forma parte del elevado ardor moral y espiritual que dominó a los griegos tras la derrota de la flota persa, y a los ingleses tras la destrucción de la Armada Invencible.



Shelley intuyó lo incompleto de nuestro movimiento en ese aspecto, y ha mostrado en una gran tragedia con qué terror y compasión habría purificado nuestra época; pero, a pesar de Los Cenci, el teatro es una de las formas en las que el genio de la Inglaterra de este siglo intenta en vano encontrar salida y expresión. No tiene imitadores dignos de mención.



Puede que más bien debiéramos acudir a ustedes para completar y perfeccionar este gran movimiento nuestro, pues hay algo helénico en su aire y en su mundo, algo que está más imbuido del aliento de alegría y poder de la Inglaterra isabelina que nuestras viejas civilizaciones. Pues ustedes, al menos, son jóvenes, «ninguna generación hambrienta les ha pisoteado»; el pasado no les fatiga con la intolerable carga de sus recuerdos ni se mofa de ustedes con los restos de una belleza de cuya creación han olvidado el secreto. Esa falta de tradición, que el señor Ruskin pensaba que privaría a sus ríos de la risa y a sus flores de la luz, puede ser más bien la fuente de su libertad y su fuerza.



Uno de sus poetas ha definido como un triunfo irreprochable del arte el hablar en literatura con la perfecta rectitud y descuido con que se mueven los animales y el irreprochable sentimiento de los árboles en los bosques y la hierba al borde de los caminos. Es un triunfo que ustedes entre todas las naciones pueden estar llamados a conseguir. Pues las voces que moran en el mar y la montaña no solo son la música escogida de la libertad; hay otros mensajes en el portento de los vientos agitados y en la majestuosidad del silencio que, solo con que se dignen escucharlos, ofrecerán el esplendor de una nueva imaginación y el prodigio de una nueva belleza.

 



«Preveo —dijo Goethe— el alborear de una nueva literatura que todos los pueblos podrán considerar suya, pues todos habrán contribuido a fundarla.» De ser así, y puesto que están rodeados de los materiales para crear una civilización tan grande como la europea, ¿qué provecho pueden sacar, me preguntarán ustedes, de todo este estudio de nuestros poetas y pintores? Podría responderles que el intelecto también puede ocuparse con un problema artístico o histórico sin un objeto didáctico directo, que lo único que exige el intelecto es sentirse vivo y que nada de lo que ha interesado alguna vez a hombres o a mujeres puede dejar de ser un sujeto apto para la cultura.



Podría recordarles todo lo que debe Europa a un único exiliado florentino en Verona, o al amor de Petrarca junto a un pequeño pozo en el sur de Francia; es más, podría recordarles cómo incluso en esta época aburrida y materialista la sencilla expresión de la vida de un anciano lejos del estrépito de las grandes ciudades, entre los lagos y las brumosas colinas de Cumberland, ha abierto para Inglaterra tesoros de nuevas alegrías comparadas con las cuales todas sus riquezas son tan estériles como el mar que ha convertido en su camino real y tan amargas como el fuego que ha hecho su esclavo.



Pero estoy convencido de que sacarán algo más y es el conocimiento de la verdadera fuerza del arte. No me refiero a que deban ustedes imitar las obras de estos hombres, pero sí su espíritu artístico, sus actitudes artísticas. Creo que eso es lo que deberían absorber.



Pues en las naciones, como en los individuos, si la pasión por la creación no va acompañada de la facultad crítica y estética, es seguro que sus fuerzas se desperdiciarán sin objetivo alguno, y fracasarán ya sea en el espíritu artístico de la elección, o por confundir la forma con el sentimiento, o por seguir falsos ideales.



Pues las diversas formas espirituales de la imaginación tienen una afinidad natural por ciertas formas sensuales del arte, y discernir las cualidades de cada arte, intensificar tanto sus limitaciones como sus capacidades de expresión es uno de los objetivos que nos plantea la cultura. Lo que necesita su literatura no es un mayor sentido moral, ni una mayor supervisión moral. De hecho, uno nunca debería hablar de poemas morales o inmorales, los poemas están bien o mal escritos y se acabó. De hecho, cualquier elemento de moralidad, o cualquier referencia implícita a un patrón del bien o el mal en el arte, es a menudo indicio de una visión incompleta y una nota de discordancia en la armonía de la creación imaginativa; pues a lo único que aspiran las obras buenas es a conseguir un efecto puramente artístico. «Debemos tener cuidado —dijo Goethe— de no buscar siempre la cultura en lo que es obviamente moral. Todo lo que es grande promueve la civilización en cuanto somos conscientes de ello.»



Pero con su literatura ocurre como con sus ciudades: lo que hace falta es un canon permanente, un patrón del gusto y una mayor sensibilidad por la belleza. Cualquier obra noble no es solo nacional, sino universal. La independencia política de una nación no debe confundirse con un aislamiento intelectual. La generosidad de sus vidas y su actitud liberal serán las que les procuren la libertad espiritual. De nosotros aprenderán la clásica contención de la forma.



Todo gran arte es un arte delicado, la rudeza no tiene nada que ver con la fuerza, y la brusquedad no tiene nada que ver con el poder. «El artista —como dice el señor Swinburne— debe expresarse a la perfección.»



Esta limitación supone para el artista una libertad suprema; es, al mismo tiempo, el origen y el indicio de su fuerza. De modo que todos los maestros supremos del estilo —Dante, Sófocles o Shakespeare— son también maestros supremos de la visión espiritual e intelectual.



Amen ustedes el arte por el arte y todo lo demás vendrá dado por añadidura.



Esta devoción a la belleza y la creación de cosas hermosas es la piedra de toque de todas las grandes naciones civilizadas. La filosofía puede enseñarnos a soportar con ecuanimidad las desgracias de nuestros vecinos, y la ciencia concluir que el sentido moral es una mera secreción de glucosa, pero el arte hace que la vida de cada ciudadano sea un sacramento y no una especulación, el arte es lo que hace que la vida de la raza entera sea inmortal.



Pues la belleza es lo único que el tiempo no puede dañar. Las filosofías se derrumban como castillos de arena y los credos se suceden unos a otros como las hojas secas en otoño; en cambio lo que es bello nos alegra en todo momento y es una posesión para la eternidad.



Siempre habrá guerras, ejércitos que se enfrentarán, hombres que combatirán en campos de batalla pisoteados o en ciudades sitiadas y naciones que se alzarán en rebeldía. Pero estoy convencido de que el arte, al crear un ambiente intelectual común a todos los países podría —si no proteger el mundo con las alas plateadas de la paz— al menos crear tal hermandad entre los hombres que no acudieran a matarse unos a otros por el capricho o la locura de algún rey o ministro como hacen en Europa. La fraternidad no vendrá de manos de Caín, ni la libertad se traicionará a sí misma al abrazar la anarquía, pues los odios nacionales son siempre más fuertes allí donde la cultura es más débil.



«¿Cómo habría de hacer tal cosa? —decía Goethe cuando le reprochaban que no escribiera contra los franceses, como hacía Korner—. ¿Cómo iba yo, para quien solo la barbarie y la cultura tienen importancia, a odiar a una nación que es una de las más cultas de la Tierra y a la que debo gran parte de mi propia cultura?»



También habrá siempre imperios poderosos mientras la ambición personal y el espíritu de la época sean una misma cosa, pero el arte, al menos, es el único imperio que los enemigos de una nación no pueden arrancarle mediante conquista, sino solo por la sumisión. El dominio de Grecia y Roma no ha concluido todavía, por más que los dioses de unos hayan muerto y las águilas de los otros estén fatigadas.



Y nosotros, en nuestro Renacimiento, estamos intentando crear un dominio que perdure en Inglaterra cuando sus leopardos amarillos se hayan cansado de la guerra y la rosa de su escudo ya no esté teñida de rojo con la sangre de la batalla; y también ustedes, al absorber con la generosidad de un gran pueblo este espíritu artístico, crearán riquezas que no han creado todavía, aunque su país sea una red de ferrocarriles y sus ciudades el puerto de los navíos del mundo entero.



Soy consciente, claro está, de que la presciencia divina y natural de la belleza, que constituye el legado inalienable de los griegos y los italianos, no es herencia nuestra. Para que ese espíritu de arte dominante y conformador nos proteja de rudas y ajenas influencias, las razas del norte debemos volvernos hacia esa tensa conciencia de nuestra época que, al ser la piedra de toque de nuestro arte romántico, debe convertirse en la fuente de toda o casi toda nuestra cultura. Me refiero a esa curiosidad intelectual del siglo XIX que busca siempre el secreto de la vida que perdura en las formas de la cultura más antiguas y caducas y toma de cada una de ellas lo que es útil para el espíritu moderno: de Atenas sus maravillas sin sus idolatrías, de Venecia su esplendor sin sus pecados. El mismo espíritu está siempre calculando su propia fuerza y debilidad, contando lo que debe a Oriente y a Occidente, a los olivos de Colonus y a las palmeras del Líbano, a Getsemaní y al jardín de Proserpina.



Y, sin embargo, las verdades del arte no pueden enseñarse, tan solo son reveladas a aquellas naturalezas que han llegado a ser receptivas a todas las impresiones bellas mediante el estudio y la adoración de la belleza. Y de ahí la enorme importancia que se da a las artes decorativas en nuestro renacimiento inglés, de ahí esa maravilla de diseño que nos llega de la mano de Edward Burne-Jones, todo ese entramado de los tapices, todo ese colorido de las vidrieras y ese precioso trabajo del barro y el metal que debemos a William Morris, el mayor artesano que ha conocido Inglaterra desde el siglo XIV.



Así, en unos años no habrá nada en nuestras casas que no haya producido deleite a su creador y no procure goce a su dueño. Los niños, como los de la ciudad perfecta de Platón, crecerán en un «ambiente sencillo de cosas bellas». Cito del pasaje de la República:



un ambiente sencillo de cosas bellas, donde la belleza, que es el espíritu del arte, llegará a los ojos y los oídos como un soplo de viento fresco que trae la salud desde una planicie despejada, e, insensible y gradualmente, atraerá el alma del niño a la armonía con todo conocimiento y sabiduría, de forma que amará lo que es bello y bueno y odiará lo que es malo y feo (pues ambas cosas van siempre unidas) antes de saber por qué; y luego, cuando llegue la razón, le besará en la mejilla como a un amigo.



He ahí lo que Platón pensaba que el arte decorativo podía hacer por una nación, intuyendo que el secreto no solo de la filosofía, sino de toda existencia armoniosa, puede estar eternamente oculto para cualquiera cuya infancia haya transcurrido en un ambiente feo y vulgar, y que la belleza de la forma y el color incluso, como él dice, de las más humildes vasijas de la casa, encontrarán su camino hasta los rincones más recónditos del alma e impulsarán al muchacho de manera natural a buscar esa divina armonía de la vida espiritual de la que el arte era el símbolo y la garantía material.



Sin duda, este amor por las cosas bellas será para nosotros el preludio a todo conocimiento y sabiduría; sin embargo, hay momentos en que la sabiduría se convierte en una carga y el conocimiento en un pesar; pues del mismo modo que todo cuerpo arroja una sombra, toda alma alberga su escepticismo. En esos momentos espantosos de desesperación y desacuerdo, ¿adónde dirigiremos nuestros pasos si no es a esa casa de la belleza donde encontramos siempre un poco de olvido y una gran alegría, esa città divina, como la llamaba la antigua herejía italiana, la ciudad divina donde podemos refugiarnos, aunque sea por un breve momento, de las divisiones y los terrores del mundo y de la propia elección del mundo?



Esa es la consolation des arts que constituye la clave de la poesía de Gautier, el secreto de la vida moderna entrevisto —como tantas otras cosas de nuestro siglo— por Goethe. Recordarán lo que les dijo a los alemanes: «Basta con que tengáis el valor —afirmó— de estar a la altura de vuestras impresiones, estad dispuestos a dejaros deleitar, conmover, elevar e incluso instruir e inspirar por algo grande». El valor de estar a la altura de nuestras impresiones, sí, he ahí el secreto de la vida artística, pues pese a que se ha definido el arte como una huida de la tiranía de los sentidos, en realidad es una huida de la tiranía del alma. Aunque solo revelará sus verdaderos secretos a quienes lo adoren por encima de cualquier otra cosa; de lo contrario será tan incapaz de ayudaros como la Venus mutilada del Louvre lo fue ante la naturaleza romántica pero escéptica de Heine.



Y, de hecho, creo que sería imposible exagerar los beneficios que podríamos obtener si adoptáramos la más sencilla de las normas sobre decoración y solo nos rodearan objetos que deleitaron a quien los creó y procuraran idéntico deleite a quien hubiera de utilizarlos. Conseguiríamos al menos una cosa: no hay prueba más segura para un gran país que lo cerca que está de sus propios poetas; pero entre los cantores de nuestros días y los obreros a quienes cantan parece extenderse un abismo cada vez más profundo, un abismo que las burlas y las mofas no pueden atravesar, pero que salvan las alas luminosas del amor.



Y creo que la presencia en nuestras casas de objetos nobles e imaginativos es la semilla y la preparación de dicho amor. Y no solo en lo que se refiere a esa expresión literaria directa del arte mediante la cual, a partir del frasco rojo y negro de vino o aceite, un niño griego podía conocer el leonino esplendor de Aquiles, la fuerza de Héctor, la belleza de Paris y el portento de Helena mucho antes de poner el pie en la concurrida plaza del mercado, o en el teatro de mármol; o mediante la cual un niño italiano del siglo XV podía conocer la castidad de Lucrecia y la muerte de Camila a partir de un umbral tallado o un cofre pintado. Pues el bien que obtenemos del arte no es lo que aprendemos de él, sino lo que llegamos a ser gracias a él. Su verdadera influencia estará en procurar al espíritu ese entusiasmo que constituye el secreto del helenismo, acostumbrarlo a exigir del arte todo lo que el arte puede hacer al reorganizar los hechos de la vida: ya sea proporcionando la interpretación más espiritual de nuestros momentos más apasionados o la expresión más sensual de aquellos pensamientos más apartados de los sentidos; acostumbrándolo a amar las cosas de la imaginación por sí mismas, y a desear la belleza y la elegancia en todo. Pues quien no ama el arte por encima de todas las cosas, no ama nada, y quien no necesita del arte en todo, es que no lo necesita en nada.

 



No me entretendré en lo que seguro que les habrá deleitado de nuestras grandes catedrales góticas. Me refiero a cómo el artista de esa época, artesano también de la piedra y el cristal, encontró los mejores motivos para su arte, siempre a mano y siempre hermosos, en la labor diaria de los artífices que veía a su alrededor —como en esas preciosas vidrieras de Chartres donde el tintorero está ante su tina, el alfarero se sienta en el torno y el tejedor trabaja en el telar—, auténticos artesanos y trabajadores manuales gratos de contemplar, y no como el engreído y soso tendero de nuestra época, que lo ignora todo de la tela o el vaso que vende, excepto que está cobrando el doble de su valor y que nos toma por idiotas por comprarlos. No puedo dejar de señalar, aunque sea de pasada, la inmensa influencia que las artes decorativas de Grecia e Italia ejercieron en sus artistas, la una enseñando al escultor esa contención en el diseño que es la gloria del Partenón, y la otra conservando siempre la fidelidad de la pintura en su condición pictórica primaria en esa nobleza del color que constituye el secreto de la escuela de Venecia, aunque prefiero, al menos en esta conferencia, detenerme en el efecto que las artes decorativas ejercen sobre la vida de la gente y en sus efectos sociales y no meramente artísticos.



Hay dos grandes tipos de gente en el mundo, dos grandes credos, dos diferentes naturalezas: aquellos para quienes el fin de la vida es la acción y aquellos para quienes la finalidad de la vida es el pensamiento. Para estos últimos, que buscan la experiencia y no los frutos de la misma, que arden con una de las pasiones de este mundo de vivos colores, que encuentran la vida interesante no por su secreto, sino por sus situaciones, por sus pulsaciones y no por su propósito, la pasión por la belleza que engendran las artes decorativas les resultará más grata que cualquier entusiasmo político o religioso, cualquier entusiasmo por la humanidad, cualquier éxtasis o pesar amoroso. Pues el arte se revela a quien se compromete en primer lugar a no conceder sino la mayor calidad a cada momento y en virtud solo de cada momento. Así sucede con quienes consideran que la finalidad de la vida es el pensamiento. En cuanto a los otros, los que sostienen que la vida es inseparable del trabajo, este movimiento debería serles especialmente caro, pues si nuestros días son estériles sin la industria, la industria sin arte es pura barbarie.



Entre nosotros siempre habrá carpinteros y aguadores. Después de todo, la maquinaria moderna no ha aligerado tanto la labor del hombre, pero dejemos al menos que el cubo que hay junto al pozo sea hermoso y sin duda eso aligerará la labor diaria, dejemos que la madera adopte una forma agraciada y un diseño elegante y dejará de ser una carga y se convertirá en un motivo de alegría para el carpintero. Pues ¿qué es la decoración sino una expresión de la alegría del trabajador en su trabajo? Y no solo alegría —lo cual es sin duda una gran cosa, pero no basta—, sino la oportunidad de expresar su propia individualidad, que, al ser la esencia de la vida, es también la fuente del arte. «He intentado —recuerdo que me dijo una vez William Morris— que todos mis trabajadores sean artistas, y cuando digo artistas me refiero a hombres.» Para el trabajador, sea manual o no, el arte ya no es una túnica purpúrea tejida por un esclavo y echada sobre el cuerpo pálido de un rey leproso para ocultar y adornar el pecado de su lujuria, sino más bien la expresión noble y hermosa de una vida que tiene parte de noble y de hermosa.



Así que hay que buscar al obrero y proporcionarle, dentro de lo posible, un ambiente adecuado, pues no debemos olvidar que la verdadera prueba y virtud de un trabajador no es su seriedad ni su industriosidad, sino su aptitud para el diseño; y que «el diseño no es el fruto de una fantasía ociosa: es el resultado estudiado de un cúmulo de observaciones y costumbres placenteras». De nada sirven todas las enseñanzas del mundo si no se rodea al trabajador de influencias felices y cosas hermosas. Es imposible que tenga ideas acertadas sobre el color si no ve sin adulterar los bellos colores de la naturaleza; es imposible que exprese actos e incidentes hermosos a menos que vea los que el mundo le aporta.