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100 Clásicos de la Literatura

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El Secreto de la Vida





Por





Oscar Wilde




EL RENACIMIENTO INGLÉS DEL ARTE





Entre las muchas deudas que hemos contraído con las supremas facultades estéticas de Goethe se cuenta la de haber sido el primero que nos enseñó a definir la belleza en términos de la mayor concreción posible, es decir, a reparar siempre en ella en sus manifestaciones específicas. Por eso, en la conferencia que tengo el honor de dictar hoy ante ustedes, no intentaré proporcionarles una definición abstracta de la belleza —ni una fórmula universal para definirla, al estilo de la que buscaban las filosofías dieciochescas— y menos aún comunicarles algo que es, en esencia, incomunicable, y en virtud de lo cual un cuadro o un poema concretos nos producen un goce único y particular; más bien me propongo llamar su atención sobre las grandes ideas que caracterizan el gran renacimiento inglés del arte que se ha producido en este siglo, descubrir sus fuentes, dentro de lo posible, y prever su futuro hasta donde sea posible.



Lo llamo nuestro Renacimiento inglés porque es, sin duda, una especie de nuevo nacimiento del espíritu del hombre, igual que lo fue el gran Renacimiento italiano del siglo XV, en su anhelo de un modo de vida más bello y refinado, en su pasión por la belleza física, en su atención exclusiva a la forma, en su búsqueda de nuevos elementos para la poesía, de nuevas formas artísticas y de nuevos goces imaginativos e intelectuales; y lo llamo nuestro movimiento romántico porque es nuestra expresión más reciente de la belleza.



Hay quien lo ha descrito como un mero resurgir del pensamiento griego y también como una mera recuperación del sentir medieval. Yo diría más bien que ha sumado a esas formas del espíritu humano todo el valor artístico que pueden ofrecer la sutileza, la complejidad y la experiencia de la vida moderna: tomando del uno su claridad de visión y su calma imperturbable, y del otro su variedad de expresión y el misterio de su punto de vista. Pues ¿qué es, como dijo Goethe, el estudio de los antiguos, sino un regreso al mundo real (pues eso es lo que hacían), y qué es, como afirmó Mazzini, el medievalismo sino la individualidad?



No cabe duda de que es de la unión del helenismo —con su amplitud, sus cuerdos propósitos y su calmosa posesión de la belleza— con el intenso individualismo adventicio y el apasionado colorido del espíritu romántico, de donde surge el arte del siglo XIX en Inglaterra, como si de la unión de Fausto y Helena de Troya surgiera el hermoso efebo Euforión.



Expresiones como «clásico» o «romántico» a menudo corren ciertamente el riesgo de convertirse en meras muletillas escolásticas. Debemos tener siempre presente que el arte solo tiene una cosa que decir: para él solo hay una ley suprema, la ley de la forma o la armonía. No obstante, podemos afirmar que entre el espíritu clásico y el romántico hay al menos la siguiente diferencia: que uno se centra en el tipo y el otro en la excepción. Las obras producidas bajo el espíritu romántico moderno ya no abordan las verdades permanentes y esenciales de la vida; lo que el arte se esfuerza en expresar es la situación momentánea de esto y el aspecto momentáneo de aquello. En la escultura, que es el arquetipo de uno de esos espíritus, el sujeto predomina sobre la situación; en la pintura, que lo es del otro, la situación predomina sobre el sujeto.



Hay, pues, dos espíritus —el helénico y el romántico— de los que puede decirse que conforman los elementos esenciales de nuestra tradición intelectual y de nuestro patrón permanente del gusto. Y, por lo que se refiere a su origen, en el arte, como en la política, todas las revoluciones comparten un mismo origen: el deseo por parte del hombre de una forma más noble de vida, de un método más libre y de una oportunidad de expresión. Sin embargo, creo que al valorar el espíritu sensual e intelectual que preside nuestro renacimiento inglés, cualquier intento de aislarlo del progreso, el movimiento y la vida social de la época que lo ha producido equivaldría a despojarlo de su verdadera vitalidad y, posiblemente, a confundir su verdadero significado. Y al desenmarañar de los fines y propósitos de este ajetreado mundo moderno los fines y los propósitos que tienen que ver con el arte y el amor al arte, debemos tener en cuenta muchos grandes acontecimientos históricos que parecen opuestos a cualquier sentimiento artístico.



De modo que, por ajeno que pueda parecer nuestro renacimiento inglés, con su apasionado culto a la belleza pura, su inmaculada devoción a la forma y su naturaleza exclusiva y sensible, a cualquier arrebatada pasión política o a la voz áspera de la gente ruda que se alza en rebeldía, es en la Revolución francesa donde debemos buscar el factor primordial de su origen y la primera condición para su nacimiento: esa gran Revolución de la que todos somos hijos aunque las voces de algunos se alcen a menudo en su contra; una Revolución hasta la que, en una época en la que incluso espíritus como los de Coleridge y Wordsworth se amilanaban en Inglaterra, llegaron nobles mensajes de amor de allende el océano procedentes de esta joven República.



Es cierto que nuestro sentido moderno de la continuidad histórica ha demostrado que ni en la política ni en la naturaleza hay revoluciones sino solo evoluciones, y que el preludio a esa feroz tormenta que barrió Francia en 1789 e hizo que todos los reyes de Europa temieran por sus tronos, sonó en la literatura años antes de que cayera la Bastilla y fuese tomado el Palacio. El camino a esas sangrientas escenas junto al Sena y el Loira lo empavesó el espíritu crítico de Alemania e Inglaterra, que acostumbró a los hombres a someter todo a la prueba de la razón o la utilidad, o a ambas cosas, mientras que el descontento de la gente en las calles de París fue el eco que siguió a la vida de Émile y Werther. Pues Rousseau, junto a un lago silencioso y rodeado de montañas, había llamado a la humanidad a regresar a la edad dorada que aún sigue extendiéndose ante nosotros y predicado el retorno a la naturaleza con una apasionada elocuencia cuya música todavía resuena en nuestro cortante aire norteño. Goethe y Scott habían sacado la aventura de la prisión en que había yacido tantos siglos… y ¿qué es la aventura sino la humanidad?



Sin embargo, en las entrañas de la propia Revolución, y en la tormenta y el terror de esa época tan violenta, había ocultas unas tendencias que, llegado el momento, el renacimiento artístico supo poner a su servicio; en primer lugar, una tendencia científica que ha dado a luz a una progenie de titanes más bien ruidosos, aunque en la esfera de la poesía no haya dejado de dar buenos frutos. Y no solo por haber añadido entusiasmo a esa base intelectual en la que radica su vigor, o por esa influencia aún más obvia en la que pensaba Wordsworth cuando dijo muy noblemente que la poesía era meramente la expresión apasionada frente a la ciencia, y que cuando la ciencia adoptara una forma de carne y hueso el poeta le prestaría su espíritu divino para colaborar en la transfiguración. Tampoco me quiero extender demasiado sobre la gran emoción cósmica y el profundo panteísmo de la ciencia a los que los versos de Shelley y Swinburne han procurado su primera y su última gloria, sino más bien sobre su influencia en el espíritu artístico al preservar esa observación cercana y el sentido del límite además de la claridad de la visión que son características del artista verdadero.



La gran regla dorada del arte y de la vida, escribió William Blake, es que cuanto más claro, nítido y definido sea el límite, más perfecta será la obra de arte, y que cuanto menos claro y preciso sea, más obvio será que se trata de una mala imitación y de un plagio falto de maña. «Los grandes inventores de todas las épocas lo sabían; Miguel Ángel y Alberto Durero son famosos por eso y solo por eso»; en otro momento escribe con la sencilla claridad de la prosa decimonónica: «Generalizar es ser un idiota».



Y ese amor por el concepto claro, esa claridad de la visión, ese sentido artístico del límite, es la característica de todas las grandes obras y de la poesía, de la visión de Homero, igual que de la de Dante, Keats y William Morris o de la de Chaucer o Teócrito. Radica en la base de cualquier obra noble realista y romántica en contraposición a las insulsas y vacías abstracciones de nuestros poetas dieciochescos y de los dramaturgos clásicos franceses, o las vagas espiritualidades de la escuela sentimental alemana: se opone asimismo a ese espíritu de trascendentalismo, que fue también la raíz y el fruto de la gran Revolución, y que subyace a la desapasionada contemplación de Wordsworth y da alas y energía al vuelo de águila de Shelley, y que en la esfera de la filosofía, aunque desplazado por el materialismo y el positivismo de nuestros días, legó dos grandes escuelas de pensamiento, la escuela de Newman a Oxford y la de Emerson a Norteamérica. No obstante, dicho espíritu de trascendentalismo es ajeno al espíritu del arte. Pues el artista no puede aceptar ninguna esfera de la vida a cambio de la propia vida. Para él no hay escapatoria a su vínculo terrenal, ni siquiera desea escapar.



Él es sin duda el único realista verdadero. El simbolismo, que es la esencia del espíritu trascendental, le es ajeno. La imaginación metafísica de Asia creará por sí misma el monstruoso ídolo de muchos pechos de Éfeso, pero para el griego, como artista puro, esa obra coincide mejor con la vida espiritual que concuerda más claramente con los hechos perfectos de la vida física.



«La tormenta de la revolución —como dijo André Chenier— apaga la antorcha de la poesía.» La verdadera influencia de tan terrible cataclismo no ha durado precisamente poco tiempo; al principio el deseo de igualdad parece haber producido personalidades de estatura más gigantesca y titánica de lo que jamás había conocido el mundo. La gente oyó la lira de Byron y las legiones de Napoleón; fue un periodo de pasiones y desesperanza desmesuradas; la ambición y el descontento eran la nota general de la vida y el arte; fue una época de revueltas: una fase por la que debe pasar el espíritu humano, pero en la que no puede demorarse, pues el objetivo de la cultura no es la rebelión sino la paz, los valles peligrosos donde ejércitos ignorantes chocan de noche no pueden ser el hogar de aquella a quien los dioses han destinado a las frescas altiplanicies, las cumbres soleadas y los aires tranquilos.

 



Y muy pronto ese deseo de perfección que está en la base de la revolución encontró en un joven poeta inglés su encarnación más completa y más perfecta.



Fidias y los logros del arte griego están anunciados en Homero; Dante prefigura para nosotros la pasión, el colorido y la intensidad de la pintura italiana; la moderna afición por el paisaje data de Rousseau y es en Keats donde se discierne el inicio del renacimiento artístico de Inglaterra.



Byron era un rebelde y Shelley un soñador; pero en la calma y la claridad de su visión, en su perfecto dominio de sí mismo, su infalible instinto por la belleza y en su reconocimiento de un reino distinto para la imaginación, Keats fue el artista puro y sereno, el precursor de la escuela prerrafaelita y del gran movimiento romántico del que voy a hablar.



Es cierto que Blake, antes que él, había reclamado una misión elevada y espiritual para el arte y se había esforzado por elevar el diseño al nivel ideal de la poesía y la música, pero el distanciamiento de su visión, tanto en la pintura como en la poesía, y la imperfección de su técnica le habían impedido ejercer una verdadera influencia. Es en Keats donde el espíritu artístico de este siglo encontró por primera vez su encarnación absoluta.



¿Y qué eran estos prerrafaelitas? Si preguntan a las nueve décimas partes del público británico qué significa la palabra «estética», responderán que así es como se dice «afectación» en francés o «zócalo» en alemán; y si preguntan por los prerrafaelitas, les hablarán de una pandilla de jóvenes excéntricos para quienes una especie de equivocación divina y una torpeza sagrada en el dibujo era una obra de arte. Ignorarlo todo de sus grandes hombres constituye uno de los elementos imprescindibles de la educación inglesa.



La de los prerrafaelitas es una historia muy sencilla. En 1847, en Londres, unos cuantos jóvenes poetas y pintores, todos ellos apasionados admiradores de Keats, adquirieron la costumbre de reunirse para hablar de arte, el resultado de tales conversaciones fue que el farisaico público inglés salió de pronto de su apatía habitual al oír que había en su seno un grupo de jóvenes decididos a revolucionar la pintura y la poesía inglesas. Se llamaron a sí mismos la Hermandad Prerrafaelita.



En Inglaterra, tanto entonces como ahora, basta con que uno trate de producir cualquier obra seria y hermosa para que pierda sus derechos como ciudadano; y, por si fuera poco, la Hermandad Prerrafaelita —entre quienes les sonarán los nombres de Dante Rossetti, Holman Hunt y Millais— tenía de su parte tres cosas que el público inglés no perdona jamás: juventud, fuerza y entusiasmo.



La sátira, siempre tan estéril como vergonzosa y tan inane como insolente, les rindió el habitual homenaje que la mediocridad ofrece al genio, causando, como siempre, un infinito daño al público, al cegarlo ante lo que es bello y enseñarle esa irreverencia que está en el origen de toda la vileza y estrechez de miras ante la vida, pero que no daña en absoluto al artista, sino que más bien le confirma lo acertado de su obra y de su propósito. Pues estar en desacuerdo en todo con tres cuartas partes del público británico es uno de los primeros elementos de cordura y uno de los mayores consuelos en cualquier momento de duda espiritual.



Por lo que se refiere a las ideas que esos jóvenes aportaron a la regeneración del arte inglés, puede verse en la base de sus creaciones artísticas un deseo de dar al arte un valor espiritual más profundo además de un valor más decorativo.



Se hacían llamar prerrafaelitas, no porque imitaran a los primeros maestros italianos, sino porque en la obra de estos, contrapuesta a las fáciles abstracciones de Rafael, encontraron un mayor realismo de la imaginación, un cuidadoso realismo de la técnica, una visión al mismo tiempo más ferviente y más vívida y una individualidad más íntima e intensa.



Y es que no basta con que una obra de arte se ajuste a las exigencias estéticas de su época: para causarnos un gozo permanente debe poseer también la impronta de una clara individualidad, una individualidad alejada de la del común de los mortales y que llegue hasta nosotros solo en virtud de cierta novedad y sorpresa en la obra y por canales cuya misma extrañeza nos disponga más a darle la bienvenida.



«La personnalité —dijo uno de los mayores críticos franceses— voile ce qui nous sauvera.»



Pero por encima de todo predominaba una vuelta a la naturaleza, esa fórmula que parece convenir a tantos y tan diversos movimientos: solo dibujarían y pintarían lo que tuvieran ante sus ojos, se esforzarían por imaginar las cosas tal como ocurrían en realidad. Luego llegaron a la vieja casa de Blackfriars Bridge, donde acostumbraba a trabajar y reunirse la joven hermandad, dos jóvenes de Oxford, Edward Burne-Jones y William Morris; este último, un maestro del diseño exquisito y de la visión espiritual, sustituyó el sencillo realismo del principio por un espíritu más exquisito, una devoción por la belleza aún más inmaculada y una búsqueda más intensa de la perfección. Está más vinculado a la escuela de Florencia que a la de Venecia, pues intuye que la imitación de la naturaleza es un elemento perturbador en el arte imaginativo. El aspecto visible de la vida moderna no le interesa, prefiere volver eterno todo lo que es hermoso en las leyendas griegas, italianas y celtas. A Morris le debemos una poesía cuya perfecta precisión y claridad verbal y de visión no ha sido superada en la literatura de nuestro país, y a través del resurgimiento de las artes decorativas ha procurado a nuestro individualista movimiento romántico la idea y el factor social.



Pero la revolución llevada a cabo por este grupo de jóvenes, ayudados por la impecable y ferviente elocuencia de Ruskin, no fue solo de ideas sino de ejecución, no solo de concepto sino de creación.



Las grandes eras en la historia del desarrollo de todas las artes han sido épocas no de mayor interés o entusiasmo por el arte, sino ante todo de avances técnicos. El descubrimiento de las canteras de mármol en las purpúreas quebradas del monte Pentélico y en las colinas de la isla de Paros ofreció a los griegos la oportunidad de expresar esa vitalidad intensificada de la acción, ese humanismo sensual y sencillo, que no podía lograr el escultor egipcio trabajando laboriosamente el duro pórfido y el granito rosado del desierto. El esplendor de la escuela veneciana empezó con la introducción de la nueva pintura al óleo. Los avances en la música moderna se han debido por entero a la invención de nuevos instrumentos, y no a un mayor interés social de los músicos. El crítico puede esforzarse en atribuir las resoluciones diferidas de Beethoven a su intuición de lo incompleto del espíritu intelectual moderno, pero el artista habría respondido, igual que hizo otro después: «Que busquen las quintas y nos dejen en paz».



Y lo mismo ocurre en poesía: todo ese amor por ciertos curiosos metros franceses como la ballade, el vilanelle y el rondel, todo ese interés por las aliteraciones elaboradas y las palabras y los estribillos curiosos que vemos en Dante Rossetti y Swinburne no son más que un intento de perfeccionar la flauta, la viola y la trompeta con las que el espíritu de la época y los labios del poeta pueden producir la música de sus muchos mensajes.



Y lo mismo con nuestro movimiento romántico: es una reacción contra la técnica vacía y convencional y contra la floja ejecución de la poesía y la pintura anteriores, que se muestra en la obra de pintores como Rossetti y Burne-Jones mediante un mayor esplendor del color y un diseño más intricado e imaginativo del que el arte imaginativo inglés había mostrado hasta entonces. En la poesía de Rossetti y en la poesía de Morris, Swinburne y Tennyson, a ese otro valor meramente intelectual se oponen una perfecta precisión y elección del lenguaje, un estilo intachable y osado, una búsqueda de melodías dulces y preciosas y una conciencia del valor musical de las palabras. En ese aspecto coinciden con el movimiento romántico francés, cuya nota más característica la dio Théophile Gautier cuando aconsejó al joven poeta que leyese a diario el diccionario, pues era el único libro útil para un poeta.



De modo que, mientras la técnica se complica de ese modo y resulta tener cualidades eternas e incomunicables, cualidades enteramente satisfactorias para el sentido poético y que no requieren, para conseguir su efecto estético, de grandilocuentes visiones intelectuales, de críticas profundas a la vida o siquiera de emociones humanas apasionadas, el espíritu y el método de trabajo del poeta —lo que la gente llama su inspiración— no ha escapado a la influencia controladora del espíritu artístico. No es que la imaginación haya perdido sus alas, sino que nos hemos acostumbrado a contar sus pulsaciones innumerables, a calcular su fuerza ilimitada y a gobernar su libertad ingobernable.



A los griegos, esa cuestión de las condiciones de la producción poética y del lugar ocupado por la espontaneidad o la artificialidad en cualquier obra de arte, les fascinaba de manera particular. La encontramos en el misticismo de Platón y en el racionalismo de Aristóteles. Aparece después en el Renacimiento italiano agitando la imaginación de hombres como Leonardo da Vinci. Schiller intentó ajustar el equilibrio entre forma y sentimiento, y Goethe se esforzó en calcular la posición de la artificialidad en el arte. La definición que dio Wordsworth de la poesía como la «emoción recordada con tranquilidad» puede tomarse como un análisis de una de las etapas por las que tiene que pasar toda obra imaginativa; y en el Keats «deseoso de componer sin esta fiebre» (cito de una de sus cartas) y en su deseo de sustituir el ardor poético por un «poder más tranquilo y pensativo» podemos reconocer el momento más importante en la evolución de esa vida artística. La cuestión apareció también pronto y de manera extraña en la literatura norteamericana; no necesito recordarles hasta qué punto impresionó y agitó a los jóvenes poetas del romanticismo francés el análisis de Edgar Allan Poe del funcionamiento de su propia imaginación al crear esa obra suprema imaginativa que conocemos con el título de El cuervo.



En el último siglo, cuando el elemento intelectual y didáctico se había infiltrado en el reino de la poesía, un artista como Goethe se vio obligado a quejarse de las pretensiones de inteligibilidad. «Cuanto más incomprensible para el entendimiento sea un poema, tanto mejor», dijo una vez, reafirmando la absoluta supremacía de la imaginación en la poesía y de la razón en la prosa. En cambio, en este siglo, el artista debe reaccionar contra las facultades emocionales, contra las pretensiones del mero sentimiento y la sensibilidad. La simple demostración de alegría no es poesía, como no lo es la simple demostración de dolor, y las verdaderas experiencias del artista son siempre las que no encuentran expresión directa sino que se reúnen y son absorbidas en una forma artística que parece, a juzgar por tales experiencias, totalmente ajena y alejada de ellas.



«El corazón contiene pasión, pero solo la imaginación contiene poesía», afirma Charles Baudelaire. Esa fue también la lección que Théophile Gautier, el más sutil de los críticos modernos y el más fascinante de los poetas modernos, no se cansó jamás de enseñar: «A todo el mundo le conmueve un amanecer o un atardecer». Lo que distingue al artista no es tanto la capacidad de sentir la naturaleza como la de representarla. La total subordinación de todas las facultades intelectuales y emocionales al principio poético vital e inspirador es el indicio más claro de la fuerza de nuestro renacimiento.



Hemos visto obrar el espíritu artístico, primero en la esfera técnica y gozosa del lenguaje, la esfera de la expresión contrapuesta al sujeto, y lo hemos visto controlar después la imaginación del poeta al tratar del sujeto. Y ahora quiero hacerles reparar en su forma de operar al elegir el sujeto. El reconocimiento de un reino separado para el artista, la conciencia de la absoluta diferencia entre el mundo del arte y el mundo de los hechos reales, entre la elegancia clásica y la realidad absoluta, constituye no solo el elemento esencial de cualquier atractivo estético, sino la característica de cualquier gran obra imaginativa y de todas las grandes épocas de la creación artística, tanto de la época de Fidias como de la de Miguel Ángel, la de Sófocles o la de Goethe.

 



El arte nunca sale perjudicado por mantenerse al margen de los problemas sociales de su tiempo, más bien es así como lleva a cabo lo que más deseamos. Para la mayoría de nosotros la vida real es la vida que no llevamos, y así, manteniéndose fiel a la esencia de su propia perfección, celoso de su propia e inabarcable belleza, es menos probable que olvide la forma y se deje arrastrar por el sentimiento o que acepte la pasión de la creación como sustituto de la belleza de la cosa creada.



El artista es sin duda un hijo de su tiempo, pero el presente le preocupa tan poco como el pasado; pues, como el filósofo de la visión platónica, el poeta es el espectador de todo tiempo y toda existencia. Para él ninguna forma es obsoleta, ni ningún sujeto caduco; más bien toda la vida y pasión que el mundo ha conocido, en los desiertos de Judea o en los valles de Arcadia, junto a los ríos de Troya o de Damasco, en las ajetreadas y feas calles de las ciudades modernas o en los adorables caminos de Camelot, se extienden ante él como un pergamino desplegado, todo sigue relacionado con la vida hermosa. Cogerá todo lo que sea salutífero para su espíritu y ni una cosa más; escogerá algunos hechos y rechazará otros con el pausado dominio artístico de quien está en posesión del secreto de la belleza.



Hay desde luego una actitud poética que debe adoptarse ante todas las cosas, pero no todas las cosas son sujetos válidos para la poesía. El verdadero artista no admitirá en la casa inviolable y sagrada de la Belleza nada que sea áspero o perturbador, nada que produzca dolor, nada que sea discutible ni motivo de discrepancias. Puede impregnarse, si lo desea, de los problemas sociales de su tiempo, de las leyes de pobreza y de los impuestos locales, del libre comercio, el bimetalismo y otras cosas por el estilo; pero cuando escriba sobre tales asuntos, será, como lo expresó noblemente Milton, con la mano izquierda, en prosa y no en verso, en un panfleto y no en un poema lírico. Byron carecía de este exquisito espíritu de elección artística, Wordsworth tampoco lo tenía. En la obra de ambos hay muchas cosas que debemos rechazar y que no nos proporcionan esa sensación de reposo calmado y perfecto que debería ser el efecto de toda obra imaginativa. En cambio parece haberse encarnado en Keats, y en su deliciosa «Oda a una urna griega» encontró su expresión más clara y perfecta; en el desfile del Paraíso terrenal y en los caballeros y damas de Burne-Jones está la nota dominante.



De nada sirve animar a la musa de la poesía, ni siquiera con una nota de clarín como la de Whitman, a emigrar de Grecia y Jonia para colocar un cartel de «Ausente» o «Se alquila» en las rocas del nevado Parnaso. La llamada de Calíope no ha concluido, como no han finalizado las épicas de Asia, ni ha callado la esfinge, ni se han secado las fuentes de Castalia. Pues el arte es la vida misma y no sabe nada de la muerte, es el arte absoluto y le traen sin cuidado los hechos, comprende (como recuerdo haber oído decir a Swinburne en una cena) que Aquiles es más genuino y real que Wellington, y no solo más noble e interesante como arquetipo, sino más auténtico y real.



La literatura debe basarse siempre en un principio y las consideraciones temporales no son tal cosa. Pues para el poeta todos los tiempos y lugares son uno; la materia con la que trata es eterna y eternamente igual: ningún tema es inadecuado y ningún pasado o presente son preferibles. El silbido del vapor no le asusta, y las flautas de Arcadia no le fatigan; para él solo hay una época, el momento artístico; solo hay una ley, la de la forma; solo un país, el de la belleza, un país ciertamente apartado del mundo real y sin embargo más sensual por ser más duradero; sereno, con esa serenidad de los rostros de las estatuas griegas, una serenidad que procede no del rechazo, sino de la aceptación de la pasión, una serenidad que la tristeza y la desesperación no pueden perturbar sino solo intensificar. Y así ocurre que quien más se aleja de su época es quien mejor la refleja, porque ha despojado a la vida de todo lo que es accidental y transitorio, y la ha desnudado de esa «bruma de fa