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100 Clásicos de la Literatura

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Volvimos a meternos bajo tierra para seguir descendiendo por un túnel aún más estrecho y más oscuro que el anterior. En el primero, el que estaba situado más arriba, dimos con una o dos zonas que quedaban al descubierto, sin techo, y en las que pudimos enderezar la espalda y respirar, pero ahora nos hallábamos en el interior de un pozo negro como la boca del lobo. Dado que no veíamos absolutamente nada, lo único que evitaba que nos cayéramos y nos partiéramos el cuello era el rayo de luz que emanaba de la pequeña linterna de bolsillo que llevaba el joven teniente que lideraba el grupo y que, de vez en cuando, iluminaba el suelo que pisábamos. El teniente nos explicó, mientras movía la linterna de un lado a otro para indicarnos el lugar en que había un escalón o alguna curva especialmente pronunciada, que, por la noche, incluso ese débil haz de luz estaba prohibido, por lo que no era muy buena idea pasar del último puesto de avanzada e intentar moverse por allí hasta haberse aprendido bien el camino y la disposición de cada uno de los ramales del túnel.

El último puesto de avanzada se hallaba en una granja que, como la anterior, había sido medio derruida por los bombardeos. Un teléfono la conectaba con el cuartel general, y también allí había una tropa de silenciosos dragones, inmóviles, sentados en sus elevados saledizos. La casa quedaba aislada del túnel mediante una puerta blindada, y las órdenes consistían en que, en caso de ataque, aquella puerta debía ser bloqueada desde el interior, y cada hombre del puesto de avanzada debía defender el acceso al túnel hasta la muerte. Estábamos en el extremo más alejado de la línea defensiva, junto a una pendiente que se extendía justo por encima del pueblo sobre el que, un par de horas antes, había rugido la artillería. Las líneas del enemigo cruzaban todo el terreno, y las trincheras más cercanas estaban a muy pocos metros de distancia de nosotros. Pero lo cierto es que nada de todo aquello me resultaba real. En lo que respecta a mi propia percepción de los acontecimientos, podríamos haber estado a cien kilómetros del valle, de aquel camino de carros por el que habíamos visto discurrir pacíficamente a los soldados franceses bañados por la luz de sol. Sólo sabía que habíamos salido de un laberinto de negrura y que ahora estábamos entre árboles frutales, en una casa destruida llena de soldados que holgazaneaban o fumaban, y en la que todo el mundo hablaba en susurros, como si estuviéramos junto a la cama de un moribundo. Por una grieta abierta en una pared pude divisar una nueva granja también destruida, cercana a otro huerto: era un puesto de avanzada del enemigo. Sus propios observadores silenciosos, emplazados en sus elevados salientes, se encargaban de vigilarnos a nosotros desde allí. Pero todo esto resultaba infinitamente menos real y terrible que la experiencia de ver volar por encima de nuestras cabezas una lluvia de proyectiles. La actividad de la artillería había cesado y el aire se veía inundado, una vez más, de los murmullos propios del verano. Muy cerca, en un lugar algo más resguardado, vi unas telarañas cubiertas de rocío en una vid… No podía entender dónde estábamos o qué estaba sucediendo o por qué no nos mandaban de una vez un proyectil desde el puesto de avanzada del enemigo y nos aniquilaban a todos en un segundo. Luego, poco a poco, fui comprendiendo la lógica que se ocultaba en aquella extraña vigilancia recíproca y muda de trinchera a trinchera: las miradas cruzadas de innumerables pares de ojos que recorrían, kilómetro a kilómetro, toda la línea insomne que se extendía desde Dunkerque hasta Belfort.

Lo último que vi antes de abandonar el frente, la imagen última que conservé de aquella larga franja que recorrimos de una punta a otra, fue la de una casa bombardeada a cuyos ocupantes, unos hombres que fumaban y que jugaban a las cartas sentados al sol, se les había ordenado resistir hasta la muerte antes que permitir que nadie traspasara su pequeña porción del frente.

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EN ESPIRITU DE FRANCIA

Ahora ya nadie me plantea la pregunta que, con tanta frecuencia al comienzo de la guerra, me solían hacer desde el otro lado del mundo: «¿Cómo es Francia en realidad?». Todos sabemos ya lo que Francia ha demostrado ser: empezó siendo un problema de difícil resolución, y ahora es un ejemplo de luminosidad.

No obstante, quizá todos aquellos que sólo han podido sentir desde lejos una luminosidad semejante tengan que aprender todavía muchas cosas acerca de los elementos que conforman esa capacidad tan francesa de iluminar al resto del mundo. Las cualidades de Francia se descomponen en múltiples y diversos rayos de luz, y la agotadora presión sufrida a lo largo del pasado año ha actuado como un auténtico espectroscopio para descomponer esos mismos rayos. Desde el primer día, cuando pude sentir sobre mí el resplandor de los sencillos y pálidos destellos que anteceden al amanecer, me embargó la irresistible tentación de describir tal cualidad: «Esos matices existen…».

El hormigueo estuvo ahí, real, desde los primeros días; desde las primeras horas.

—Pero ¿en qué consiste? ¿Cómo se advierte su presencia?

Al principio, cuando todo comenzó, era relativamente fácil responder a estas preguntas. Los matices que predominaban en Francia justo después de la declaración de guerra eran los del blanco brillo de la dedicación; el blanco del ímpetu colectivo de una gran nación (empleemos la palabra «ímpetu», ya que no existe equivalente en inglés para esa sublime palabra, élan). Una nación dispuesta a enfrentarse a cualquier tipo de destrucción. Pero, a esas alturas, nadie sabía aún cuál iba a ser el altísimo precio a pagar por oponer semejante resistencia, ni cuánto duraría el empeño, ni qué sacrificios, materiales y morales, iba a exigir. Además, hasta entonces, se habían silenciado los sentimientos más básicos y viles del hombre: la codicia, el puro interés personal, la pusilanimidad… Todo eso parecía haber quedado borrado, de repente, de la condición humana. La gran sesión del Parlamento, esa celebración casi religiosa de la unión en pro de la defensa de la patria, consiguió expresar magníficamente la opinión de todo un pueblo. Pero lo cierto es que resulta muy sencillo ascender hasta el empíreo cuando las alas de un impulso como aquel consiguen elevarnos del suelo sin saber, además, cuánto tiempo tendremos que mantenernos suspendidos en el estrecho límite en que la respiración se hace ya casi imposible.

Pero incluso para el más enaltecido y vertiginoso élan existe un plazo final, a partir del cual todo majestuoso vuelo dejará de serlo, y comenzará a advertir los primeros síntomas del declive. Había grandes posibilidades de que, después de un tiempo, todo aquel entusiasmo empezara a desfallecer y a verse obligado, con las alas destrozadas, a resignarse a sus propias limitaciones. Las consideraciones de carácter general no pueden prevalecer durante mucho tiempo por encima de los sentimientos de cada individuo. Y, por tanto, no resulta factible mantener un «espíritu» nacional si ese espíritu no es el de todo el país. Lo realmente interesante, por tanto, sería ver, conforme la guerra fuera avanzando y fuera convirtiéndose en un desastre de dimensiones nunca antes registradas en los anales de la Historia, cómo iba a asumir Francia semejante catástrofe, cómo iba a reaccionar su «espíritu», y qué lecciones iba a extraer de todo aquello.

La guerra ha supuesto un desastre como ningún otro acontecimiento conocido hasta el momento, pero lo cierto es que Francia nunca le ha tenido miedo a lo desconocido. Ningún pueblo ha roto con tanta audacia con su propia tradición, prescindiendo de cualquier tipo de precedente, y, del mismo modo, ningún otro ha reverenciado tanto sus propias reliquias. Requiere un gran valor ser capaz de seguir avanzando sin contar con el apoyo de las analogías, y Francia siempre ha demostrado tener ese valor en momentos de crisis. La cuestión más fascinante, a medida que seguía avanzando la guerra, consistía en descubrir hasta qué punto podía llegar a calar en el pueblo toda esta audacia intelectual, en averiguar si realmente ese modo de ser se había convertido en algo instintivo, y en ver cómo era capaz de soportar la gente la enorme presión de los larguísimos periodos de inactividad.

Nunca hubo dudas importantes en lo que se refiere al ejército. Cuando un invasor penetra en el territorio de un pueblo guerrero, los hombres encargados de contener a ese invasor no estarán inactivos jamás. Pero, más allá del ejército, estaban los millones de personas que esperaban el desenlace de la guerra y para quienes aquella línea inmóvil que constituían las trincheras podía llegar a convertirse, poco a poco, en un estado de ánimo, en un límite aceptado por todos, que simplemente dificultaría sus actividades y diversiones cotidianas. El gran peligro estaba en que esa guerra —una guerra estática, basada en la tenacidad de los oponentes, carente de acontecimientos reseñables— pudiera coartar gradualmente, en lugar de estimular, el ánimo de sus espectadores. El reclutamiento, por supuesto, vino a minimizar ese peligro. Todos y cada uno de los franceses estaban juntos en los momentos de aflicción y también en los de gloria. Pero la gloria de esta guerra no es de las que trascienden ni de las que deslumbran. Es mucho más fácil rendirse ante el halo del dinamismo que ante el de la tenacidad, máxime cuando los franceses todavía se aferran a la opinión de que ellos son, por así decirlo, los titulares y dueños del dinamismo. Por tanto, les resultaba mucho más duro tener que realizar en su propia casa labores tan penosas y aburridas como las que les imponía esta guerra. Había motivos más que suficientes, pues, para temer una desintegración gradual pero irreprimible a la larga, no ya de la opinión pública, sino más bien de algo mucho más sutil y fundamental: del sentimiento público. Era muy posible que la Francia civil sufriera un terrible desgaste a nivel individual, de cada uno de sus ciudadanos, cuya actitud hacia la guerra podría verse menoscabada. A pesar de que la colectividad, el grupo, diera la impresión de mantenerse a la altura.

 

No obstante, creo que el francés no sería humano, y, por tanto, no resultaría tan interesante, si no se percibieran en él síntomas ocasionales de estar al borde de correr semejante riesgo. No hay ningún francés, hombre o mujer —con la única salvedad, tal vez, de algún teórico un poco nervioso, aunque inocuo—, que haya vacilado un solo momento acerca de la validez de la política militar de su país. Aunque, desde luego, algunas voces sí que han clamado que todo esto resulta mucho menos sencillo de lo previsto, y que los sacrificios exigidos para mantenerse a la altura de las circunstancias están resultando excesivos. Por supuesto, hay personas así. Y, si no nos hubiéramos cruzado con ellas a lo largo de todo este tiempo, habríamos tenido que dar por hecho que existían. Para algunos, tener que renunciar a un determinado nivel de vida, o a un determinado panecillo para el desayuno, ha resultado muchísimo más arduo de lo que en un principio creían. No obstante, resulta curioso comprobar cómo los franceses, comedidos por naturaleza, pueden renunciar con más sencillez a las comodidades y a los lujos que ellos mismos han inventado que otros pueblos que han ido adoptando como propios esos mismos lujos.

Sin embargo, son muchos más los que han descubierto que el sacrificio de la felicidad personal —de todo aquello que hace que la vida sea más llevadera o de lo que hace que merezca la pena luchar por el propio país— resulta mucho más duro de lo que la más fértil y aprensiva imaginación hubiera podido idear jamás. Para algunas madres y para algunas viudas, la contemplación de una sola tumba o el que apareciera un nombre en una lista de desaparecidos, había hecho que todo el conflicto se convirtiera en el cuento narrado por un idiota.* Disponemos de montones de ejemplos así, pero lo cierto es que no han sido suficientes como para poder desviar ni un ápice la sutil corriente del sentimiento público. A no ser que resulte más veraz, a la par que más inspirador, suponer que, de entre todo este grupo de confusos y cegados ciudadanos, la mayoría ha tenido el valor de ocultar su desesperación y de exclamar ante este gran esfuerzo nacional que es la guerra: «Aunque me mate, en ella confiaré».** A pesar de que ya no tenga el más mínimo significado para ellos. Precisamente en esto consiste uno de los más rotundos éxitos del carácter francés; el de conseguir que siga fluyendo una miríada de abrasadoras corrientes procedente de millones de corazones insensibilizados por el sufrimiento; el de lograr que tantas manos muertas sigan alimentando su luz inmortal.

Esto no significa en absoluto que la resignación sea la nota preponderante en el espíritu de Francia. La actitud de los franceses, después de catorce meses de sufrimiento, no es de sumisión ante esa catástrofe sin precedentes, sino de exaltación, de energía, de una renovada determinación para poner coto al desastre. En todos los segmentos de la población descubrimos el mismo sentimiento: cada palabra, cada acción, se basan en la voluntaria negación de un final que no sea el de la completa victoria. El pueblo francés no se plantea aceptar ningún tipo de acuerdo mutuo del mismo modo que a nadie se le ocurriría pensar en enfrentarse a una inundación o a un terremoto con una bandera blanca.

A cualquier observador de la contienda que se aventure a hacer semejantes afirmaciones, se le podrían plantear dos preguntas. Cualquiera podría requerir una explicación para: ¿con qué pruebas contamos para apoyar la existencia de ese sentimiento francés? Y, por otro lado, ¿qué condiciones y cualidades le asisten?

Las pruebas, ahora que «ha muerto el tumulto y se ha acallado el vocerío», ahora que parece que la vida civil ha vuelto a caer en algo parecido a la rutina, resultan, naturalmente, menos definibles que al principio. Una de las más evidentes la hallamos en el ánimo con que se aceptan las privaciones. Nadie que haya estado en contacto con los trabajadores y con los pequeños propietarios de las tiendas parisinas a lo largo del último año podrá evitar sentirse conmovido por la increíble dignidad y gentileza con que esta gente ha logrado apañárselas sin apenas contar con nada. Las mujeres francesas, apoyadas en las puertas de sus boutiques vacías, todavía muestran la misma sonrisa en los labios que empleaban para calmar la impaciencia de los compradores que antaño abarrotaban su tienda. La costurera que ha de subsistir con la escasa paga de un taller de beneficencia, se entrega a su labor de todos los días con la misma resolución con que lo haría de estar trabajando por un salario completo en un atelier de moda, y no se plantea jamás la idea de obtener ayuda adicional, por no ofrecer el más mínimo indicio de estar en apuros. La alegría habitual de las trabajadoras parisinas se reviste, en los momentos más difíciles, de una extraordinaria fortaleza. Una tarde, en un taller en el que al principio de la guerra empezaron a trabajar muchas mujeres, una joven de dieciséis años escuchó que su único hermano había muerto en combate. Tras unos instantes de desesperación y angustia, se dio cuenta de que toda su familia dependía de lo poco que ella ganaba, así que a la mañana siguiente acudió puntual a su puesto de trabajo. En este mismo taller del que hablo, las mujeres sólo tienen medio día libre a la semana, sin reducción de paga; sin embargo, si hay que servir un encargo con urgencia a un hospital, ellas renunciarán a esa tarde de descanso con tan buena disposición como si lo estuvieran haciendo por placer. Si alguien que hubiera vivido este último año entre los trabajadores y pequeños comerciantes de París se propusiera hacer un listado con los ejemplos de entereza, de abnegación y de secreta caridad, el recuento resultaría interminable. Sin embargo, la esencia de todo ese sacrificio reside en el espíritu que lo inspira.

La segunda pregunta, que planteaba bajo qué condiciones y con qué cualidades se habían producido tales resultados, resulta bastante más difícil de responder. El argumento está tan abierto a las conjeturas, que cada una de las explicaciones que diéramos dependería en gran medida del punto de vista de quien las emitiera. Pero una cosa está clara. Francia no ha logrado alcanzar ese tono que la caracteriza sacrificando sus rasgos nacionales, sino, más bien, gracias a su extremada capacidad para mantenerse bien preparada anímicamente. Por tanto, la forma más segura de encontrar una pista que pueda identificar dónde reside ese característico espíritu de Francia, es la de intentar aislar aquellas características que, siendo distintivamente «francesas» —o, al menos, aquellas que así se lo parezcan a los siempre envidiosos extranjeros—, mantengan una relación directa con la actitud actual de Francia. ¿Cuál de los múltiples dones que adornan hoy día a los franceses, cabe preguntarse, es el que más colabora a que estos sean como son?

La respuesta surge de manera instantánea: intelligence! Muchos franceses no parecen darse cuenta de ello. Están sinceramente convencidos de que la disminución de su actividad crítica ha sido una de las consecuencias más importantes y más útiles de la guerra. Intentan convencernos de que, en aras del patriotismo, este pueblo tan aficionado a buscar todo tipo de defectos en las cosas ha aprendido a no buscar más. Pero nada más alejado de la realidad. Cuando un francés tiene un motivo de queja no lo publica en el Times: su foro es el café, y no el periódico. Y en ese café sigue hablando con la misma libertad de siempre; sigue distinguiendo unos asuntos de otros con el mismo entusiasmo, y juzgando con la misma pasión. La única diferencia reside en que, a la hora de aplicar esa misma inteligencia a un problema que reviste mucha más importancia y trascendencia que cualquier otro con el que haya tenido que lidiar hasta el momento, se ha liberado de la mayoría de los prejuicios, de las frases hechas y de los convencionalismos que, antes de que estallara la guerra, modelaban su criterio. Antes, su inteligencia discurría por cauces de lo más trillados; ahora, en cambio, se ha desbordado y ha rebasado sus estrechos límites.

Esta liberación de la inteligencia ha ocasionado un reajuste inmediato de los factores que dominan la marcha habitual de la vida del país. En momentos de grandes retos, la medida de un pueblo queda expresada en sus valores; y la guerra ha mostrado al mundo cuáles son los verdaderos valores de Francia. Ni por un instante habría imaginado esta gente, tan experta en el gran arte de vivir, que la vida consistiera justamente en eso: en mantenerse vivo. Enamorados de la belleza y de lo placentero, instalados libre y sinceramente en el presente, han sido capaces, no obstante, de conservar la noción de lo que son los grandes significados de la existencia; han entendido que la vida está hecha de cosas pasadas tanto como de las cosas que han de venir, de renuncias tanto como de satisfacciones, de tradiciones tanto como de nuevos experimentos, de muerte tanto como de vida… Jamás habían considerado que la vida fuera algo que mereciera gozar de consideración por sí misma, más allá de las relaciones y de las vicisitudes que pudiera aportarles.

Así que ha sido la inteligencia, en primer lugar, lo que ha ayudado a Francia a ser lo que es. Lo siguiente tal vez sea tan sólo uno de sus corolarios: expression. Los franceses son los primeros en reírse de sí mismos por recurrir constantemente a las palabras: parecen tomarse ese don que tienen de la expresividad como una debilidad, como un posible elemento disuasorio de la acción en sí. Lo acontecido a lo largo del último año, empero, no confirma esta teoría. Más bien ha venido a acreditar que la elocuencia es, para los franceses, un arma suplementaria. Por «elocuencia» no me refiero, naturalmente, a la capacidad de hablar en público, ni tampoco a una excepcional habilidad para escribir de modo retórico, como suele pensarse con demasiada frecuencia. La retórica sirve para disfrazar las opiniones convencionales, mientras que la elocuencia sirve para expresar sin miedos las emociones más reales. Y ese don consistente en expresar sin miedo las emociones —sin miedo a, por ejemplo, hacer el ridículo, o a producir en el oyente la mayor de las indiferencias— ha constituido una de las grandes fortalezas de Francia. Representa una prueba del alto nivel de la inteligencia de los franceses el que crean que las palabras que se utilizan adecuadamente para expresar cualesquiera sentimientos consiguen que estos vibren y se eleven. No les produce el más mínimo sonrojo el no considerar que las «palabras» son algo separado de la emoción, algo extrínseco a ella o, incluso, un mero vehículo hacia ella, sino que son algo que realmente anima y le da forma a la emoción. Esa facultad adicional para exteriorizar sus estados de ánimo, para dotarles de un rostro y de un lenguaje, constituye una ventaja tanto moral como artística. Goethe nunca fue tan sabio como cuando afirmó:

«Dios me dio la voz para que expresase mi dolor».

No es exagerado afirmar que en estos momentos los franceses extraen buena parte de su fuerza de su propio lenguaje. La devoción con que lo han mimado y lo han cultivado ha hecho que se convierta en un poderoso instrumento en sus manos. Se trata de una lengua capaz de expresar tan bellamente lo que piensan, que cada vez que la usan se han de sentir más fuertes, casi renovados. Las palabras que ya fueron pronunciadas pasan de unos ciudadanos a otros, de generación en generación, con lo que ese mismo poder se transmite a los demás. Cualquiera que haya vivido en Francia durante el último año puede enumerar incontables ejemplos de tan feliz capacidad de expresión. En los bolsillos de los jóvenes soldados muertos en combate se han encontrado cartas de despedida para sus padres que nada tienen que envidiar al heroico verso isabelino; y las madres que han visto cómo les arrebataban a sus hijos les han enviado por respuesta un grito de coraje.

«Gracias», me escribió el otro día alguien que se lamentaba de una pérdida semejante, «por haber entendido la crueldad de nuestro destino, y por haberse apiadado de nosotros como lo ha hecho. Gracias también por haber exaltado el orgullo que se mezcla con nuestro indecible dolor». Simplemente eso. Nada más. Pero esta mujer podría haber estado hablando por todas las madres de Francia.

Cuando la elocuente expresión de los sentimientos no se produce al amparo de la acción —o, al menos, en un estado mental semejante al de la acción— aquélla se hunde en el nivel de la retórica; pero en Francia, en estos momentos, la conducta y el modo de expresarla se reflejan mutuamente y se complementan. Y esto me lleva a otra de las grandes características que contribuyen a conformar el espíritu de Francia: la naturaleza de su valor. El que este rasgo aparezca en el último lugar de mi lista no es algo involuntario. El valor de los franceses es un valor racionalizado, un valor que surge de la meditación, y que se despliega para un fin determinado. Es, al igual que muchas otras cualidades del temperamento francés, producto de la inteligencia.

 

Ningún pueblo tan sensible a la belleza, ni tan apasionadamente interesado por la vida, ni tan dotado del poder de expresar e inmortalizar ese mismo interés, podría desear la destrucción por la destrucción. Los franceses odian «el militarismo». Es estúpido, nada artístico, falto de imaginación y esclavizante. No puede haber cuatro razones mejores que éstas, tan francesas, para detestarlo. Los franceses tampoco han disfrutado jamás con esos deportes salvajes que tanto entusiasmo despiertan en pueblos más apáticos o más brutales. Ni los combates de boxeo ni las corridas de toros provienen de Francia, y los franceses no suelen dirimir sus diferencias a puñetazos, en peleas espontáneas: lo hacen, de un modo lógico y tras largas deliberaciones, en el campo de duelos. Pero, cuando sobreviene una amenaza nacional, Francia se convierte en lo que los franceses llaman, con orgullo y con razón, «una nación guerrera», y, para salir airosos de la empresa en cuestión, se valen del ardor, de la imaginación y de la perseverancia que han hecho de su nación, durante siglos, la gran fuerza creativa de la civilización. Todos y cada uno de los soldados franceses saben por qué están luchando, y por qué, en estos cruciales momentos, el valor físico es la primera cualidad que se les exige; y todas y cada una de las mujeres francesas saben las razones que han llevado a su país a la guerra, y por qué su valor moral resulta esencial para complementar el desprecio de los soldados a la muerte.

Las mujeres de Francia transmiten ese valor moral con sus actos y también con sus palabras. Puede que las francesas, por lo general, sean menos valientes que sus hermanas anglosajonas, considerando el término «valiente» en su acepción más instintiva y elemental. Les asustan más cosas, pero también es cierto que les da menos vergüenza mostrar su temor. Las madres francesas miman a sus hijos, tanto a los niños como a las niñas: cuando éstos se caen y se lastiman las rodillas, lo que se espera de ellos es que lloren, y no que controlen sus sentimientos, como ocurre con los niños ingleses y americanos. He visto a muchachos franceses bien crecidos berrear literalmente por un arañazo o un moratón por el que una chica anglosajona de la misma edad no se habría atrevido a derramar siquiera una lágrima. Las francesas actúan con timidez en lo que se refiere a su propio comportamiento y también al de sus hijos. Les asusta lo inesperado, lo desconocido, lo nuevo. A ellas no se les educa para que finjan poseer una fortaleza física que en realidad no poseen. No cuentan con la ventaja que a nosotros nos da esa hipócrita disciplina de «las buenas maneras», así que cuando se les obliga a ser valientes, deben extraer esa valentía de su inteligencia. Deben estar convencidas de la necesidad de desarrollar un comportamiento heroico. Después de todo, se trata de mujeres preparadas para cabalgar, brida con brida, al lado de Juana de Arco.

Descubrimos otra manifestación de ese coraje «racional» tan propio de las mujeres francesas en lo fácilmente que se adaptan a todo tipo de trabajos desagradables. De hecho, casi todos los trabajos que les han sido encomendados desde el estallido de la guerra han sido desagradables. En una ocasión, un médico francés me dijo que las mujeres francesas solían ser muy malas enfermeras, excepto cuando tenían que cuidar de sus propios compatriotas. Son de un temperamento demasiado íntimo, demasiado emocional, y suelen estar demasiado interesadas por las cosas que merecen la mayor de las atenciones como para ocuparse de los detalles más puntillosos, propios de la labor de una buena enfermera. Salvo, claro está, cuando esos puntillosos detalles pueden servir para ayudar a quienes estén cuidando. Pero incluso entonces, por regla general, no se muestran demasiado ordenadas ni sistemáticas. Aunque compensan esas deficiencias con su inagotable buena voluntad y su simpatía. Les ha resultado fácil convertirse en buenas enfermeras, ya que cada mujer francesa que cuida de un soldado francés actúa como si estuviera cuidando de un pariente cercano. Puede que las enfermeras de guerra francesas tengan tendencia a perder el instrumental o que se les olvide esterilizar alguna gasa; pero casi siempre encontrarán la palabra perfecta y el tono exacto para consolar a los soldados heridos que tengan a su cargo. Esa profunda solidaridad, una de las consecuencias del reclutamiento, florece, en periodos de guerra, con una dedicación exquisita e imparcial.

Esta es, pues, la respuesta a la pregunta de «cómo es Francia en realidad». Toda la población civil del país parece haberse fusionado en una sola figura simbólica, que ofrece ayuda y esperanza a los soldados o que se inclina con toda la atención del mundo sobre los heridos para cuidar de ellos. La dedicación, la abnegación, pueden parecen instintivas, pero se basan en realidad en un conocimiento razonado de la situación y en una inquebrantable consideración de los valores que han de tenerse en cuenta en la vida. Toda Francia sabe hoy que «la vida» real se compone de aquellas cosas que hacen que merezca la pena vivir, y que esas cosas, para Francia, dependen de la libre expresión de su carácter nacional. Si Francia perece como faro intelectual del mundo y como fuerza moral, todos los franceses perecerán con ella. Y la muerte a la que de verdad temen los franceses no es la que pueda producirse en las trincheras, sino la que sobrevendría tras la extinción de su ideal de nación. Todo el país lucha en contra de esa muerte. Y la capacidad de reconocer semejante peligro es lo que, en estos momentos, ha hecho que el pueblo más inteligente del mundo haya pasado a ser también el más sublime.