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100 Clásicos de la Literatura

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Después de dejar las ruinas, las autoridades que tan amablemente nos habían guiado en nuestra visita por los lugares de interés de la ciudad, nos sugirieron la posibilidad de darnos un respiro y disfrutar con ellos de un pequeño entretenimiento. Estaban a punto de salir rumbo a unas competiciones militares que la ***ª compañía de dragones celebraba esa misma tarde en un valle próximo. Y nos invitaban a ir con ellos.

El lugar al que nos dirigíamos era una pradera cercada por una especie de anfiteatro de grandes rocas, del que sobresalían, como si de palcos de ópera se tratara, una serie de cornisas cubiertas de hierba. Quienes se habían acomodado en esos miradores eran, por un lado, los espectadores más interesados en el evento y, por otro, el habitual ganado rumiante. En la parte inferior de la ladera, tanto la categoría social de los vecinos como la moda imperante por los alrededores quedaban perfectamente expuestas en las distintas filas de sillas, dispuestas de modo semicircular. Y, mientras tanto, más abajo, en la pradera, se celebraba una carrera de obstáculos. Las competiciones a caballo resultaban absolutamente espectaculares, como siempre lo son las exhibiciones de los militares franceses cuando de la equitación se trata. Muy pocos caballos eran purasangre; de hecho, casi todos ellos eran animales de tiro de la zona, muy poco acostumbrados a llevar silla de montar. En cualquier caso, su gran agilidad y el brío que demostraron tener hicieron que sus jinetes se lucieran y que obtuvieran grandes logros. En concreto, los lanceros ejecutaron una muy lograda «cabalgata musical» en torno a una banderola central, que fue muy gratamente acogida por parte del flamante público situado en la primera fila y en la tribuna que formaban las rocas.

Observar al público resultaba más interesante aún que contemplar la propia actuación. El general de la división y su Estado Mayor charlaban con las damas sentadas en primera fila, junto a los oficiales de los cuarteles generales más próximos y casi todas las autoridades civiles y militares del restaurado Département du Haut-Rhin. Se habían suspendido todas las clases en honor al evento, y todo el mundo mostraba un estado de ánimo maravillosamente festivo. Los hombres que se habían puesto a nuestro lado eran, en su mayoría, propietarios alsacianos; muchos de ellos industriales de Thann. Algunos se habían quedado sin hogar; otros habían visto cómo sus fábricas habían quedado totalmente destrozadas; y, en general, todos ellos habían vivido durante un año en los peligrosos límites de la zona de guerra, bajo la constante amenaza de unas represalias demasiado horribles como para poder siquiera imaginarlas. No obstante, el ánimo preponderante entre todos ellos era el propio de un grupo de juerguistas que vivieran en una apacible plaza fuerte. En todos mis viajes por el frente, nunca había visto nada tan revelador de la buena educación de los franceses como el talante de aquellas damas y de aquellos caballeros que charlaban con los oficiales, tranquilamente sentados en aquella ladera alsaciana cubierta de hierba.

El despliegue de haute école se iba a ver prolongado mediante una muestra de «los medios de transporte a través de los tiempos», encabezada por un carro galo conducido por un soldado de caballería con un gran bigote falso hecho de crin de caballo y una corona de muérdago, y rematada con un vehículo al que le habían quitado el motor para reemplazarlo por un enorme y plácido caballo blanco. Desgraciadamente, en ese momento se desató un chaparrón, justo cuando iba a entrar en escena este último e instructivo «número», y tuvimos que abandonar el lugar antes de que Vercingetorix hubiera guiado a sus guerreros al interior del ruedo.

16 de agosto

Ascendimos por las montañas. Salimos muy temprano e iniciamos nuestro trayecto por un estrecho valle que se elevaba progresivamente hacia el este. La carretera estaba plagada de obstáculos, en su mayoría carromatos cubiertos con capotas, de los que tiraban parejas de mulas y que iban cargados de suministros. Estábamos en la ruta que llevaba hasta una de las principales posiciones del ejército francés en los Vosgos, así que la procesión de vehículos de transporte de provisiones era incesante. Finalmente, llegamos a un pueblo de montaña situado en una ladera cubierta de abetos. Un riachuelo de aguas heladas, que descendía veloz desde las cimas más elevadas, surcaba el pueblo, que contaba, a un lado de la carretera, con un hostal bastante rústico, y, al otro, entre los abetos, con un chalet de montaña ocupado por los mandos de la brigada. Por todas partes veíamos a los pequeños chasseurs alpins con sus boinas escocesas de color azul y sus polainas de piel. Habíamos leído durante todo un año acerca de las hazañas de estos héroes de las montañas, y ahora estábamos allí, entre ellos, contemplando sus delgados rostros golpeados por las inclemencias del tiempo, y captando el brillo amistoso que emitían sus ojos. Eran, todos ellos, hombres extremadamente afables, y, sin embargo, a los franceses les parecían ininteligibles y tímidos. No hay duda de que, en cualquier rincón del mundo, los silencios de la montaña provocan en los hombres ese tipo de temperamento reservado, este deseo de escapar de la labia propia de los valles. Sin embargo, a veces nos daba la impresión de que la verborrea de los franceses podría alzarse más y más hasta alcanzar la misma cima del Mont Blanc.

Nos trajeron unas mulas, y así iniciamos nuestro largo viaje de ascenso por la montaña. El camino nos llevó, en primer lugar, por grandes salientes que ofrecían impresionantes vistas sobre los valles que, en la distancia, adquirían un profundo color azul. A continuación, dejamos atrás kilómetros de bosques, al principio de hayas y abetos y, más tarde, sólo de abetos. Por encima de la carretera, las laderas arboladas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y, de vez en cuando, nos cruzábamos con recuas de mulas, en grupos de trescientos o cuatrocientos animales, que se mantenían, unidos, bajo los árboles, en compartimentos excavados a diferentes niveles por toda la ladera. Cerca hallamos distintos refugios para los hombres, y, quizá, en la siguiente curva, pudiéramos dar con un pueblo de «barracones para tramperos», como llaman los oficiales a las cabañas de troncos que se construyen en esta región. Este tipo de colonias siempre se hallan llenas de vida: los hombres se mantienen ocupados limpiando sus armas, recogiendo material para construir nuevas cabañas, lavando o zurciendo sus ropas, o llevando, montaña abajo, desde la cocina del campamento, los cubos de dos asas llenos a rebosar de una sopa humeante. La cocina siempre se halla en la zona más protegida del campamento y, por lo general, a cierta distancia de la retaguardia. Otros soldados, una vez finalizada su labor, se dedican a no hacer nada, a fumar, a contarse todo tipo de chismes o a escribir cartas a su familia, con el «bloc de cartas del soldado» apoyado sobre una rodilla remendada con un parche de color azul y deslizando sobre el papel, con mucho esfuerzo, un puño cubierto de cicatrices que sostiene la pluma estilográfica que han recibido en el hospital. Algunos se apoyan en el hombro de algún amigo que acaba de recibir un periódico de París; otros, en cambio, se ríen juntos al leer los chistes de sus propias publicaciones en francés, el Écho du Ravin, el Journal des Poilus, o el Diable Bleu: pequeños periódicos impresos en una tinta que tira a violeta, con pliegos de aproximadamente cuarenta y tres por treinta y cinco centímetros, y adornados con historietas y numerosas muestras de humor local.

Más arriba, bajo un cinturón de abetos, en los confines de una pradera, el oficial que avanzaba a caballo por delante de nosotros para abrirnos el camino nos indicó que debíamos desmontar y seguirle, pero, a partir de ese instante, debíamos hacerlo a pie. Nos introdujimos entonces en una zona completamente invadida por los árboles, en lo que parecía una extensión de matorral mucho más espeso, y descubrimos que estábamos, en realidad, frente a una especie de tejado hecho de ramas entrelazadas de manera que formaran una pantalla lo suficientemente espesa como para ocultar un conjunto de piezas de artillería dispuestas para hacer fuego. Los cañones nos rodeaban por todas partes, agazapados en el interior de aquellas guaridas silvestres, como bestias salvajes que esperasen la llegada de la primavera. Y, justo al lado de cada uno de aquellos cañones, se hallaba, orgulloso, posesivo, importante como un novio ante su novia, el artillero encargado de su custodia y de hacerlo funcionar.

Seguimos ascendiendo, sin cesar, hasta llegar, por fin, a un terreno quemado por el sol y azotado por el viento, que constituía la cima de una de las montañas más altas de toda la región y un lugar de pastoreo. Habíamos dejado atrás la zona boscosa, y ahora sólo había un pequeño grupo de abetos enanos que bordeaba los límites de aquella gran cumbre cubierta de hierba. Volvimos a desmontar. Las mulas se quedaron entre los árboles, atadas. A continuación seguimos a nuestro guía hasta lo que parecía una piedra insignificante perdida entre la hierba. En una cara de la piedra alguien había grabado la letra F, y, en la otra, la letra D. Estábamos, por tanto, en el lugar exacto que, hasta hacía un año, marcaba la línea fronteriza entre la República y el Imperio. Desde entonces, en ciertos lugares, esa línea se ha curvado, ha avanzado y ha retrocedido una distancia considerable; pero, allí donde nosotros nos encontrábamos, nos amenazaba aún el fuego de los cañones alemanes, así que tuvimos que arrastrarnos por el suelo, al abrigo de los achaparrados abetos, para llegar hasta el lugar desde el que divisaríamos el magnífico panorama que se extendía a nuestros pies. Desde allí, bajo un montón de nubes que huían, veloces, por el cielo, contemplamos la Tierra Prometida de Alsacia. En uno de los puntos del horizonte, muy distante en la llanura, brillaban los tejados y los chapiteles de Colmar; en otro, más allá del Rin, se elevaban unas cumbres purpúreas. Más cerca había un grupo de colinas desprovistas de vegetación: en las más cercanas pudimos descifrar las cicatrices de unos surcos trazados en la tierra, que parecían revelar el trabajo realizado por un grupo de topos gigantes que se hubieran movido en zig-zag bajo la superficie; y, justo debajo de nosotros, en un pequeño valle verde, dormían los tejados de un pacífico pueblo. Tanto los surcos trazados en la tierra como el pueblo seguían estando en manos de los alemanes. Pero las posiciones francesas iban avanzando en su descenso por la montaña, hasta casi llegar al borde del valle. Y un oscuro pico que se alzaba a la derecha era ya francés.

 

Nos detuvimos en un claro abierto entre los abetos, y caminamos hacia el borde de la meseta. Justo debajo de nosotros yacía un lago cercado por un buen número de grandes rocas. Por todos lados había nuevos terraplenes que recorrían la terreno en zig-zag, y, en la orilla más cercana descubrimos un nuevo tejado hecho de ramas entrelazadas que cubría un nuevo refugio bajo el que poder cobijar a los animales. En realidad, aquello que veíamos era el lugar exacto hasta el que, por las noches, descendían las caravanas de chasseurs alpins con el fin de distribuir los suministros por la primera línea de fuego.

—¿Quién va? ¡Atención! ¡Están ustedes desprotegidos! ¡Quedan a tiro desde las líneas enemigas! —nos gritó una voz procedente de los abetos.

Así que nuestro acompañante nos indicó que retrocediéramos de inmediato. Nos habíamos expuesto demasiado al fuego alemán situado en la vertiente opuesta. Nuestra presencia allí, tan evidente, podría haber hecho que dispararan sobre los puestos de observación de artillería, instalados muy cerca de donde nos hallábamos. Naturalmente, nos retiramos al instante, y, algo más tarde, comenzamos a sacar las cosas que llevábamos en una cesta para el almuerzo, ahora en un lugar más protegido. Al sentarnos sobre la agradable hierba, acariciada por una suave brisa de alta montaña que nos llegaba cargada de los aromas del tomillo y el mirto, pudimos escuchar el aleteo de las aves, el zumbido de los insectos, y observar cómo la vida tan tranquila y, a la vez, tan bulliciosa de aquella cima se desplegaba, impasible, en torno a nosotros, bajo la poderosa luz del sol. En semejante paraje, la presión de la circundante línea de la muerte se nos hizo cada vez más insoportable; más real. No es en medio del barro ni al escuchar los chistes de las trincheras ni al entrar de lleno en la vorágine de las actividades cotidianas, cuando se percibe con más claridad la deplorable locura de la guerra. Muy al contrario, esa aberración se hace absolutamente evidente cuando, como un monstruo legendario, merodea por escenarios como aquél; por esos lugares a los que la mente siempre ha recurrido para poder rendirse ante ellos, y descansar.

Aún no habíamos finalizado nuestro recorrido por la cima de la montaña, por lo que, una vez finalizado el almuerzo, volvimos junto a las mulas y comenzamos a avanzar hacia un paraje en el que un largo y estrecho yugo nos conectaría con un ramal que iba a dar directamente a un punto situado por encima de las líneas alemanas. Dejamos las mulas a cubierto, y caminamos por el yugo, que consistía en un brevísimo filo de roca rodeado de una vegetación enana. De repente, escuchamos una explosión detrás de nosotros: una de las baterías que habíamos dejado atrás en nuestra ruta de ascenso había empezado a hablar. Las líneas alemanas devolvieron los bramidos y durante veinte minutos continuó, con un estruendo imparable, el intercambio de invectivas. El fuego no cesó durante todo ese tiempo. Parecía como si un gran arco de acero se estuviera construyendo sobre nuestras cabezas, asentándose sobre el límpido aire que nos envolvía. Pudimos trazar cada viraje del sonido, desde su nacimiento hasta el mismo momento en que finalizaba al estallar en las trincheras. Había cuatro fases diferentes: la fuerte explosión del cañón, el largo y furioso aullido del proyectil durante el vuelo, la dispersión y la propagación del ruido en el momento de la explosión y, a continuación, el fragor de la reverberación que se transmitía de precipicio en precipicio. Escuchamos todo aquello mientras permanecíamos agachados al abrigo de los abetos; lo que vimos al elevar la mirada y curiosear por entre los troncos fue tan sólo alguna esporádica columna de humo blanco y llamas rojas en distintos punto de una de las colinas; en la opuesta, un minuto más tarde, un géiser de polvo marrón.

Casi al instante, comenzó a diluviar. Tuvimos que regresar al lugar en que se hallaban las mulas, y bajar por el sendero de montaña más próximo al lugar en que nos encontrábamos. Desde el principio, fuimos salvando verdaderos ríos de barro pero, dado que seguía lloviendo sin cesar, con una fuerza que creaba torrentes y rápidos de agua que anegaban el camino, llegó un momento en que parecía que las mismas rocas de la montaña empezaban a disolverse por efecto de la lluvia, creando nuevos lodazales. Mientras descendíamos, nos cruzamos, en su camino de ascenso, con distintas columnas de chasseurs alpins, salpicados hasta la cintura de una húmeda arcilla roja. Llevaban tras de sí numerosos grupos de mulas de carga, tan cubiertas a su vez de la misma arcilla húmeda, que parecían modelos en el estudio de un escultor que acabara de retirarles de encima una sábana empapada para mantener la maleabilidad de su material de trabajo. En nuestro descenso, dimos con más asentamientos de «tramperos», tan empapados y con un olor a humedad tan intenso que nos ofrecieron una idea bastante aproximada de lo que tenía que ser pasar los meses de invierno en el frente. Ya no había soldados sonrientes que se dedicaran a limpiar sus armas; no había nadie que se encargara de transportar leña ni que se entretuviera charlando con los demás soldados o fumando. Todo el mundo se había agazapado bajo el incierto refugio de las ramas y de las lonas impermeabilizadas. El ejército entero había regresado a sus madrigueras.

17 de agosto

Al regresar a Belfort, el sol nos sonríe de nuevo. La población, inquebrantable, yacía sin pretensiones al otro lado de sus verdes glacis y sus puertas blasonadas. Y no había nada llamativo que demostrara la extraordinaria condición de quienes allí vivían, a excepción del león guardián ubicado a los pies de la ciudadela. Aquel león, de manera tanto figurada como literal, se hallaba à la hauteur. Con la inflamada luz del atardecer cayendo a raudales sobre él, sentado sobre los cuartos traseros y con la cabeza alzada hacia el cielo en su guarida de color rojo situada bajo el fuerte, podría haber reclamado perfectamente su parentesco con el poderoso prototipo del friso de Asurbanipal. No podíamos evitar plantearnos ciertas preguntas al ser conscientes de quién había sido el artífice de semejante obra. En cualquier caso, llegamos a la conclusión de que, para un artista, debía de resultar bastante más sencillo crear el símbolo de una ciudad heroica que concebir el diseño de una divinidad abstracta y esquiva destinada a arrojar luz sobre el mundo desde el puerto de Nueva York.

La carretera que nos lleva desde Belfort hasta la Alsacia reconquistada discurre por un muy ameno paisaje de prados y huertos. Nos dirigíamos hacia Dannemarie, uno de los pueblos situados en la llanura, que constituye, además, la sede de la nueva administración. Era el típico gros bourg de Alsacia, con sus cómodas casas antiguas ubicadas entre jardines cargados de espalderas. Se trataba de un lugar plácido, orgulloso de sí mismo, lleno de gente adinerada… No respondía, en ningún caso, a los idílicos prototipos del patriotismo clásico, que reclamarían otro tipo de imágenes: en ellas, aparecerían pequeñas niñas tocadas con sus sombreros alsacianos, cantando La Marsellesa, y, a su lado, unos ancianos vestidos con sus chalecos operísticos, que avanzarían con paso inestable pero constante para poder besar la bandera. Lo que vimos en Dannemarie resultaba bastante menos llamativo a los ojos del viajero, pero, a la vez, mucho más nutritivo para la imaginación. Los militares y los administradores de la localidad tuvieron la amabilidad y la enorme paciencia de explicarnos en qué consistía su trabajo y, a continuación, de mostrarnos algunos de los resultados de su esfuerzo. Al finalizar la visita, nos dio la impresión de que allí se estaba llevando a cabo un lento y tranquilo proceso de adaptación, sabiamente planificado e implantado de modo fructífero. De hecho, al final acabamos escuchando realmente cómo las niñas de la escuela de Dannemarie cantaban La Marsellesa —y también los niños— y, lo que nos pareció mucho más interesante, reparamos en que los alumnos estudiaban con sus profesores de siempre, los que habían estado con ellos desde pequeños; comprendimos así que uno de los objetivos cardinales de los funcionarios franceses consistía en que la rutina del pueblo continuara sin sufrir cambio alguno. Las nuevas autoridades permitieron que los nombres de las tiendas pudieran seguir en alemán, excepto en los casos en que el propio comerciante hubiera decidido cambiarlos y pintar de nuevo su fachada, como sucedía cada vez con mayor frecuencia. Si había que reemplazar a algún funcionario, se elegía a su sustituto de entre los candidatos que vivieran en la misma ciudad o en la misma región, e incluso el personnel de las administraciones civil y militar estaba compuesto principalmente de oficiales y civiles de origen alsaciano. Los jefes de ambos departamentos nos acompañaron durante la visita, y pudimos comprobar que hablaban con los niños y con los ancianos tanto en alemán como en su propio dialecto local. De modo que, al menos en lo que se refiere a aquello que le es dado captar a un observador ocasional, parecía que realmente se había hecho todo lo humanamente posible para reducir al mínimo cualquier sensación de extrañeza o cualquier tipo de fricción; factores por lo general inevitables cuando se produce la transición de un gobierno a otro. Resultaba también especialmente interesante advertir que todo este proceder basado en el tacto y en la tolerancia no se derivaba de una estudiada planificación que buscara lo más conveniente para llevar el proceso a buen término, sino que, al parecer, emanaba de una auténtica comprensión, por parte de las nuevas autoridades, de la situación y del punto de vista de las gentes que vivían en la frontera. Jamás oí en Dannemarie una sola palabra cargada de patriotismo lírico o un solo rasgo de sentimentalismo de tarjeta postal, sino puras estimaciones imparciales de los hechos tal como eran.

18 de agosto

Hoy madrugamos para poner rumbo de nuevo a las montañas. Nuestro camino se dirigía hacia el oeste, a través del corazón de los Vosgos, y llegaba hasta un repliegue de las colinas situado muy cerca de las fronteras de Lorena. Nos detuvimos en un cuartel general, en el que se nos uniría un joven oficial de dragones. Fue él quien nos informó de que se nos iba a permitir recorrer algunas de las trincheras de primera línea que habíamos contemplado desde aquel privilegiado puesto de observación al que ascendimos durante nuestra anterior visita a los Vosgos. En la región se estaban llevando a cabo violentos combates. Después de un ascenso de una hora o dos, dejamos el coche en un abrigado recodo de la carretera, y seguimos el camino a pie. El sendero que debíamos seguir discurría por medio del bosque. De vez en cuando, divisábamos desde nuestra posición el curso de la carretera que avanzaba justo por debajo de nosotros, y que quedaba absolutamente expuesta al fuego alemán. Pronto llegamos a un punto en el que el camino parecía quedar bloqueado por una especie de muro compuesto de gruesos árboles; tras ellos, se había levantado un puesto de observación. Nos agazapamos y miramos a través de la abertura perforada en aquel muro arbóreo. Justo debajo de nosotros se abría un valle en cuyo centro se alzaba un pueblo. Tanto a la izquierda como a la derecha de aquel pueblo se elevaban sendas colinas: una de ellas atravesada por las trincheras francesas; la otra por las alemanas. El pueblo, a primera vista, parecía tan normal como aquellos otros que acabábamos de dejar atrás, pero, si lo observábamos con más detenimiento, podíamos ver que el campanario había sido destruido y que algunas de las casas carecían de tejado. Una parte de la población estaba en manos alemanas, y la otra en manos francesas. El cementerio contiguo a la iglesia y una cantera que se abría justo debajo pertenecían a los alemanes, pero una línea de trincheras francesas recorría la parte opuesta del pueblo, extendiéndose desde el lado más alejado de la iglesia hasta las baterías francesas emplazadas en la colina que quedaba más a la derecha. Paralela a esa misma línea, pero comenzando al otro lado, corría un sendero desierto que llevaba hasta un árbol solitario. Este sendero era, en realidad, una trinchera alemana custodiada por unos cañones ubicados en la colina de la izquierda. Entre ambas habría no más de cincuenta metros. Y todo eso estaba bastante cerca de nosotros. Más cerca aún se hallaba una pendiente de terreno abierto que conducía al pueblo en sí, y que estaba atravesada por un agreste camino de carros. A lo largo de ese camino, un montón de soldados franceses, pequeños como juguetes de hojalata, bregaban bajo el ardiente sol, con bolsas y haces de leña. Su frenética actividad, ordenada aunque despreocupada, recordaba a la de las hormigas, y hacía pensar que aquellos soldados no eran conscientes de que ambos ejércitos habían trazado sus trincheras, unas frente a las otras, a muy escasos metros de distancia. Aquélla era una de esas extrañas y contradictorias escenas propias de la guerra, que nos hacían recordar, a nosotros, los desconcertados espectadores, la absoluta imposibilidad de llegar siquiera a imaginar cómo se desarrollan realmente las cosas en el frente.

 

Mientras estábamos allí, contemplando el panorama, escuchamos el desgarrador bramido de una batería. Estábamos subiendo hacia la cima de una colina que hervía bajo la actividad de montones de «setenta y cincos», y su penetrante rugido parecía reventar justo detrás de nosotros. Aquél fue el chillido de guerra más terrible que había oído en mi vida: una especie de aullido feroz que hacía pensar en todos los perros de la guerra tirando al mismo tiempo de sus correas. Hay algo horriblemente majestuoso en el sonido que produce el lejano disparo de un cañón, pero aquellos gañidos y silbidos sólo lograban provocar en mí pensamientos de auténtico horror. Allí, sobre la ladera, pudimos divisar los géiseres de polvo marrón y negro que surgían de las trincheras alemanas, y, luego, desde las baterías emplazadas justo encima, las ráfagas lanzadas en represalia. Debajo de nosotros, por el camino de carros, los pequeños soldados franceses seguían con su pacífico ascenso hacia el pueblo en ruinas, y, poco después, unos cuantos oficiales de dragones emergieron del bosque y se acercaron a nosotros para darnos la bienvenida a su cuartel general.

Seguimos ascendiendo. El cañoneo continuaba sobre nuestras cabezas, hasta que nos topamos con la colonia de tramperos más elaborada que había visto en mi vida. Las cabañas, semienterradas en la ladera, tenían paredes hechas de troncos, y tejados perfectamente cubiertos de hierba y de tierra mezclada con helechos y musgo. Además, todas aquellas cabañas se distribuían de forma aleatoria bajo los árboles, y quedaban conectadas entre sí mediante unos caminos bordeados de piedras blancas. Justo delante de la cabaña del coronel, los soldados habían preparado unos arriates de flores dispuestos en hileras, llenos de plantas de temporada. Más allá, en una parte más elevada de la pendiente, había una capilla hecha de troncos, básicamente un sencillo hastial con un altar de madera, todo ello tapizado de hiedra y acebo. Cerca se encontraba la vivienda subterránea del capellán, en una hendidura recubierta de hiedra. Desde allí, el frente quedaba oculto gracias a la pantalla creada por la mezcla de la hiedra y las ramas de los abetos. Acababan de rematar los últimos detalles de aquel refugio silvestre, así que los oficiales, el capellán, y todos los soldados que merodeaban por allí estaban deseando que lo admiráramos, y, si era posible, que lo elogiáramos.

El oficial al cargo, después de haber hecho los honores del campamento, nos condujo ladera abajo, a unos quinientos metros del campamento, hasta una grieta abierta que marcaba el inicio de las trincheras. Desde la grieta accedimos a una larga y tortuosa madriguera, cuyo techo y paredes habían sido forrados de troncos cuidadosamente encajados. El suelo de tierra estaba alfombrado con una especie de entramado de madera. Todo se mantenía a oscuras. La única luz que entraba era un rayo ocasional filtrado por alguna rendija que, además, estaba protegida con ramas. Al lado de cada una de esas pequeñas mirillas, los soldados habían colgado un obturador de metal con forma de escudo, que tendría que ser empleado en caso de emergencia.

El pasaje zigzagueaba colina abajo, hasta llegar prácticamente a replegarse sobre sí mismo. Aquella disposición tenía un claro objetivo: el de poder contar en todo momento con una buena perspectiva de las líneas circundantes. Tras una de aquellas circunvalaciones, el techo se elevaba, y, a un lado, aproximadamente a metro y medio del suelo, se abría un nicho que había sido cubierto con una cortina. Uno de los oficiales la descorrió, y allí, sobre un estrecho estante, vimos a un dragón sentado con un arma sobre las rodillas. Su misión era la de no apartar ni un instante la mirada de un pequeño agujero practicado en la pared. Volvieron a echar la cortina a toda prisa, y allí se quedó aquella figura inmóvil: era importante que se mantuviera a oscuras, no fuera a ser que la luz que pudiera abrirse a su espalda, sin la salvaguarda de la cortina, le fuera a traicionar. Dejamos atrás a otros vigilantes igualmente resguardados. De vez en cuando tropezábamos con algún otro recoveco en el que se agazapaba una mitrailleuse, con su negra parte frontal abriéndose paso por entre un montón de ramas. En ocasiones, el techo del túnel era tan bajo que teníamos que agacharnos, casi doblarnos, para poder avanzar. Esporádicamente, nos topábamos con una puerta especialmente gruesa, hecha de troncos y cubierta con planchas de hierro, que separaba una sección de la siguiente. No resulta fácil determinar la distancia que se puede llegar a recorrer por el interior de uno de esos oscuros túneles llenos de revueltas a varios niveles, pero calculo que aquel día debimos de caminar, ladera abajo, alrededor de un kilómetro y medio. Al salir al exterior, nos encontramos en medio de una granja prácticamente derruida. El edificio, del que sólo quedaban en pie los muros exteriores y uno o dos tabiques entre las habitaciones, servía ahora de puesto de observación. En cada rincón había una escalera que conducía hacia un pequeño saliente ubicado al mismo nivel de lo que, un día, debió de ser el segundo piso, y, sobre cada uno de aquellos pequeños salientes, había un soldado de dragones, atento al agujero perforado en el muro, a través del cual vigilaba los movimientos del enemigo. Debajo de ellos, en las habitaciones en ruinas, se desarrollaba la vida habitual en un campamento. Algunos soldados jugaban a las cartas en una mesa de cocina, otros remendaban su ropa y otros escribían cartas o se reían juntos (entre dientes, no demasiado alto) mientras hojeaban una revista de historietas. Aquella escena se podría haber desarrollado en cualquier trinchera de segunda línea. Pero el bajo nivel de las voces de los soldados, la rapidez con que se me apartó de una abertura excavada en uno de los muros y a la que me asomé de una manera completamente imprudente, y la presencia de aquellos observadores situados en las alturas, indicaban claramente que no era el caso y que estábamos en un lugar mucho más expuesto.