Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¡El almirante Ronarc’h! —exclamó nuestro acompañante del cuartel general, y comprendimos al instante que habíamos tenido la buena fortuna de encontrarnos con el héroe de Dixmude mientras pasaba revista a los fusileros de la marina y a los soldados del ejército territorial, cuya magnífica defensa del pasado octubre había devuelto las esperanzas a una población tan sitiada.



Detuvimos el coche y subimos hasta la cima de una colina que se elevaba sobre la planicie. Soplaba un fuerte viento que traía consigo el retumbante sonido de los cañones en el frente. La luz del sol, velada a causa del polvo que flotaba en el aire, iluminaba las praderas, las arenosas llanuras, los grises molinos de viento. Todo estaba desierto, a excepción del puñado de tropas desplegadas ante los oficiales en los límites de la explanada. El almirante Ronarc’h, con guantes blancos y uniforme de gala, permanecía de pie, unos pasos por delante de la tropa, acompañado de un joven oficial de marina. Acababa de condecorar a sus fusileros y a los soldados del ejército territorial, que ahora desfilaban ante él, al ritmo de las cornetas mientras las banderas ondeaban al viento. Todos aquellos hombres tenían un completo historial de hechos heroicos, y todos ellos se habían enfrentado a horrores innombrables. Habían perdido Dixmude —al menos por un tiempo— pero habían ganado la gloria. Y su épica resistencia se había inspirado en la tranquila figura del oficial que permanecía allí ante nosotros, recto y serio, con sus guantes blancos y su uniforme de gala.



Es necesario haber estado en el norte para vislumbrar un pequeño fragmento de los gruesos lazos que, en esta región de amargas y continuas luchas, unen a oficiales y soldados. Lo que sienten los jefes por sus hombres raya casi en la veneración; y los soldados, por su parte, profesan una especie de ternura en cierto modo humorística hacia los oficiales que se han enfrentado a tantas vicisitudes con ellos. Este respeto mutuo se manifiesta de mil maneras distintas, todas ellas indefinibles, aunque quizá donde en mayor medida se aprecie sea en el tono que emplean los comandantes al pronunciar las dos palabras que más veces vemos dibujadas en sus labios: «Mis hombres».



Una vez finalizada la revista a los soldados, nos dirigimos al cuartel del almirante Ronarc’h, situado en las dunas, y, desde allí, tras una breve visita, nos conducen a otro de los cuarteles de la brigada. Nos hallamos en una región de montículos de arena aplanados por el tamarisco, entre los que se intercalan breves bosquecillos de álamos que se inclinan hacia el suelo como el trigo mecido por el viento. Entre estos exiguos matorrales, y por encima de las dunas, se elevan los techos de los bungalows propios de las zonas costeras. Nos detenemos ante uno de aquellos bungalows y entramos en un salón repleto de mapas y fotografías de aviones. Uno de los oficiales de la brigada llama por teléfono para preguntar si el camino a Nieuport está despejado, y la respuesta es que sí: podemos seguir.



Nuestro camino atravesaba el Bois Triangulaire, una porción de bosque expuesto a constantes bombardeos. La mitad de los árboles habían sido agujereados y derribados, y se podía apreciar el trayecto recorrido por los proyectiles en los tramos de ennegrecido sotobosque y en los hoyos de perfil irregular. Si los árboles de un bosque bombardeado son de fuerte crecimiento interior, sus troncos caídos presentan la majestuosidad de un templo en ruinas, pero había algo humanamente trágico en la fragilidad de los troncos del Bois Triangulaire, que yacían allí como en masacradas hileras de jóvenes soldados.



Tras recorrer unos cuantos kilómetros más llegamos a Nieuport, el más lamentable de los pueblos golpeados por la guerra. No está tan vacío como lo estaba Ypres: allí las tropas se acuartelaban en las bodegas, y, en cuanto se escuchaba el sonido de un motor acercándose, surgían del suelo montones de alegres zuavos, como hormigas salidas de su hormiguero. Pero Ypres se alzaba majestuoso en medio de la destrucción. El pobre Nieuport, en cambio, y de una manera truculenta, resultaba un lugar casi cómico. Una ciudad moderna había prosperado a partir de su magnífico núcleo de arquitectura medieval, y no había nada más extraño que ese contraste entre aquellas calles repletas de casas endebles, contrahechas y retorcidas como tirabuzones, y las ruinas de la catedral gótica y del mercado de telas. Era como pasar de los pedazos fragmentados de un juguete roto a los estragos causados por un cataclismo prehistórico.



El Nieuport moderno parecía haber muerto de un cólico. No encontramos una imagen menos fea para describir las contracciones y contorsiones que parecían sufrir aquellas casas al arquearse mientras trataban de adaptarse a la disposición de sus desesperadas chimeneas y agonizantes vigas. En ningún otro lugar del frente se podía encontrar una perspectiva como la que ofrecían las afueras de aquella ciudad. A la izquierda, una fila de casas mutiladas —como una procesión de mendigos obligados a avanzar sobre muletas— daba paso a las poderosas ruinas de la torre de los Templarios; a la derecha, las llanuras se extendían hacia los casi imperceptibles fragmentos de mampostería que una vez fueron Saint-Georges, Ramscappelle, Pervyse… Y, por encima de todo aquello, el incesante estruendo de las armas componía una caja de resonancia de acero.



Un proyectil había abierto, justo delante de la catedral, un cráter de unos diez metros de ancho. Troncos de árboles reducidos a astillas, arbustos quemados e indefinibles pilas de escombros se amontonaban de forma caótica por encima de la sima. Unos pasos más allá, en cambio, se hallaba el lugar más pacífico de todo Nieuport: el cementerio en el que los zuavos habían enterrado a sus compañeros. Los muertos yacían en hileras bajo uno de los laterales de la catedral, y sobre sus lápidas, cuidadosamente dispuestas, encontramos unas cuantas imágenes pías que los zuavos habían rescatado de entre las ruinas de las casas derribadas. Algunos, los más privilegiados, contaban con sus propios santos custodios y con sus propias Vírgenes de escayola que, en grupos, cubrían toda la losa. Y, para proteger a las Vírgenes más bellas y a los santos adornados con los colores más vivos, los soldados habían colocado sobre ellos las mismas campanas de vidrio que una vez sirvieron para preservar los relojes de mesa y las coronas de novia que se atesoraban en aquellas mismas casas arrasadas.



Dejamos atrás la triste población de Nieuport, y nos dirigimos hacia una pequeña colonia costera en la que, sorprendentemente, reina la alegría. Aquí los grandes hoteles y las villas adyacentes, que forman una hilera siguiendo la línea de la playa, están atestados de soldados que acaban de llegar de las trincheras para someterse a una de las «curas de reposo» del frente. Cuando llegamos, el regimiento au repos se encontraba reunido en una amplia zona de arena que se abría entre los principales hoteles. En el centro de aquel alegre grupo, tocaba la banda. El coronel y sus oficiales escuchaban la música de pie, y los soldados pronto irrumpieron con la desenfrenada chanson des zouaves. Resultaba de lo más extraño observar a todos aquellos hombres morenos y risueños, cada uno con su fez de color rojo, recortándose sobre el fondo de ese mar nórdico, en el que no brillaba el sol. Cuando cesó la música, alguien, con una Kodak en la mano, nos propuso una foto de grupo. Así que nos acomodamos en una de las terrazas del hotel, posamos, y, cuando la cámara ya nos había enfocado y estaba a punto de disparar, justo entonces, el coronel se giró e hizo que un soldado pequeño y sonriente, cuyo rostro estaba picado de viruela, se situara a nuestro lado, en primer plano.



—Acaba de ser condecorado. Tiene que estar en el grupo.



Se produjo entonces una aclamación generalizada por parte de los demás oficiales, seguida de una débil protesta por parte del héroe:



—¿Yo? ¡Imposible! ¡Con mi horrible careto se rompería la placa!



Naturalmente, eso no sucedió.



Con gran pesar, abandonamos aquel agradable paréntesis abierto en el triste recorrido del día, y pusimos rumbo a La Panne. Polvo, dunas, aldeas abandonadas… No recuerdo muchos más detalles de aquel viaje. Al atardecer llegamos a un enorme campamento que se extendía por la playa más larga que he visto en mi vida. Frente al mar se desplegaba un amplio paseo marítimo delimitado por la habitual hilera de viviendas insulsas, y, tras ellas, una única calle inundada de hoteles y tiendas. En La Panne parecía haberse refugiado toda la vida que había huido de la desértica región que acabábamos de atravesar. La extensa calle bullía con el movimiento de los soldados belgas que deambulaban con sus uniformes oscuros. Daba la impresión de que cada una de las tiendas estaba haciendo el negocio de su vida, y los hoteles eran como colmenas rebosantes de gente.



23 de junio



La Panne



La colmena en que nos alojábamos nosotros se hallaba en uno de los extremos del paseo marítimo, justo en el punto en que las barandillas de hierro y el asfalto se veían bruscamente interrumpidos por la arena y la hierba marina. Esa mañana, cuando miré por la ventana de mi habitación, sólo pude ver la interminable extensión de arena marrón que se anteponía al gris vaivén del Mar del Norte, y la figura solitaria de un centinela situado en la zona más elevada de las dunas. Pero pronto escuché el rumor de la música militar y vi cómo las tropas desfilaban por el paseo marítimo para encaminarse, más tarde, hacia la playa. La arena se extendía hacia el este y hacia el oeste, formando un gran «campo de Marte» en el que todo un ejército podría haber hecho maniobras. Era el lugar donde comenzaban los adiestramientos y los simulacros con que se ejercitaban los soldados de caballería e infantería por las mañanas. Los regimientos, con sus uniformes oscuros, parecían sombras recortadas sobre la arena marrón, y los jinetes, cabalgando en filas de a uno, traían a la memoria aquellos frisos negros de guerreros que adornaban el exterior de los terrosos jarrones etruscos. Los interminables ejercicios de las tropas continuaron durante horas, siguiendo las órdenes emitidas por los lamentos de las cornetas, y siempre bajo la solitaria mirada del centinela instalado en lo más alto de las dunas. A continuación, los soldados regresaron nuevamente al pueblo, y La Panne volvió a ser un bullicioso y típico bain-de-mer. No obstante, ese tipismo sólo era real en la superficie ya que, al recorrer el paseo marítimo, pudimos observar que el pueblo se había transformado en una ciudadela, y que todas aquellas viviendas que parecían casitas de muñecas, con sus ridículos hastiales y sus aún más ridículos nombres —«Alga Marina», «La Gaviota», «Mon Repos», y así sucesivamente—, constituían en realidad una continuada hilera de cuarteles abarrotados de soldados belgas. En la calle principal había cientos de soldados que paseaban en parejas, charlaban en grupo, corrían alegremente de un lado a otro y forcejeaban entre sí como niños de colegio, o bien regateaban en las tiendas en busca de objetos hechos de conchas y de colecciones de postales que poder llevarse como souvenirs. Y, entre los uniformes de color verde oscuro y carmesí aparecía, con bastante frecuencia, algún toque de caqui, o el esporádico color azul claro de la guerrera de algún oficial francés.

 



Antes del almuerzo nos dirigimos a Dunkerque. El camino se extendía a lo largo del canal, entre espaciosos campos de hierba y prósperas aldeas. Con la única salvedad de la propia carretera, atestada de furgonetas, tropas y ambulancias, no pudimos encontrar indicios de que la guerra hubiera golpeado aquella zona con mano especialmente dura. Los muros y las puertas de Dunkerque se alzaban ante nosotros con la misma calma y la misma imperturbabilidad con que nos recibieran dos días antes. Pero, una vez franqueadas las puertas, nos encontramos en un verdadero desierto. El bombardeo había cesado la noche anterior, pero un silencio mortal se había apoderado del lugar. No había una sola casa que no hubiera sido clausurada, y las calles estaban vacías. Fuimos a la place Jean Bart, donde solamente dos días antes nos habíamos sentado para tomar el té en el vestíbulo del hotel. Ahora, en las ventanas que daban a la plaza no quedaba un solo cristal. Las puertas del hotel estaban cerradas, y de vez en cuando aparecía alguien con un canasto entre los brazos, en el que transportaba el yeso de los techos derribados. Toda la plaza estaba literalmente pavimentada con los pedazos de los cristales procedentes de los cientos de ventanas destrozadas. A los pies de la estatua de Jean Bart, obra de David, justo en el mismo lugar donde habíamos aparcado el coche mientras tomábamos el té, el gran cañón de Dixmude había abierto un agujero tan grande como el cráter de Nieuport.



Aunque todas las casas de la plaza habían quedado intactas, la escena era una de una desolación absoluta. Era la primera vez que veíamos las heridas recién abiertas de un bombardeo, y el hecho de que los estragos fueran tan recientes parecía acentuar su crueldad. Bajamos por la calle que quedaba detrás del hotel hasta llegar a la exquisita iglesia gótica de Saint-Éloi, una de cuyas naves había quedado destrozada. A continuación, tras girar otra esquina, fuimos a dar a un pobre edificio bourgeois cuya fachada había quedado completamente arrancada. Resultaba mucho más sórdido y doloroso ver aquellos suelos hundidos, los armarios hechos pedazos, las camas colgando en el vacío, las mantas apiladas, y las sillas, las estufas y los lavabos patas arriba, que contemplar las heridas infligidas a la iglesia. Saint-Éloi quedaba envuelta en la dignidad del martirio, pero aquella pobre casa hacía pensar en la existencia de algún ser tímido y normal que, de repente, viera su vida expuesta bajo la deslumbradora luz de una gran desgracia.



Pequeños grupos de personas contemplaban las ruinas o se dedicaban a caminar, extraviadas, por las calles, sin rumbo fijo. No se oía una sola palabra. Nadie hablaba en voz alta. El aire parecía más denso, como si aguantara la respiración de una gran ciudad que ha paralizado sus actividades cotidianas. La desolada quietud de Dunkerque resultaba más opresiva aún que el silencio mortal de Ypres. Pero, cuando regresamos a la place Jean Bart, advertimos que el inquebrantable espíritu humano había comenzado a reafirmarse una vez más. Unos niños jugaban en el fondo del cráter, recolectando «muestras» de cristal y de ladrillo fragmentado, y, a un lado de la plaza, los comerciantes habían empezado a instalar de nuevo sus puestos de madera, en silencio y asumiendo que aquello era lo normal, lo que debían hacer. En pocos minutos, los estragos causados por los alemanes quedarían ocultos tras los objetos de loza y tras los utensilios para el hogar; y algunas de aquellas pálidas mujeres que momentos antes contemplaban, desconsoladas, las ruinas, comenzarían a regatear para ajustar los precios de una cacerola o de una tarrina de mantequilla con la misma firmeza de siempre. La actitud del francés medio que vivía cerca del frente y que no era militar, sino civil, me hacía recordar no una sola vez, sino cientos, el valiente grito de Calantha en The Broken Heart: «¡Dejadme morir sonriendo!». Me habría gustado parar allí y gastar todo mi dinero en el mercado de Dunkerque.



Vagamos toda la tarde por La Panne. Las maniobras de las tropas habían comenzado de nuevo, y el despliegue de aquellas interminables y oscuras formaciones por la playa era de una belleza francamente extraña. La luz del sol nos llegaba velada, y las enormes olas iban y venían azotadas por el fuerte viento del norte. Cuando comenzaba a caer la tarde, el mar adquirió los fríos tonos del jade, del gris perla y de la plata oxidada. A lo lejos, una misteriosa flota de embarcaciones de pesca, con sus negras velas hinchadas por el viento, parecía haber encallado en la arena; y los jinetes que galopaban a su alrededor, también de negro, como surgidos de alguna fabulosa leyenda nórdica, parecían haber descendido de ellas para cabalgar hacia el atardecer. Poco después, un montón de cornetas ocuparon sus puestos al borde del mar, mirando hacia el interior y dejando que la espuma del oleaje les mojara los pies, y comenzaron a tocar. Su llamada era como la del cuerno de Roldán, cuando finalmente se decidió a usarlo en el desfiladero contra los infieles. En lo más alto de la duna que quedaba debajo de mi ventana, el solitario centinela seguía vigilando.



24 de junio



Era como descender de las montañas para abandonar el frente. La sensación nunca había sido tan intensa como aquella tarde, cuando salimos de Bélgica. Y fue mucho más intensa aún cuando pasamos por delante de un montón de casas aisladas en medio de una región estéril, en la que únicamente había hierba marina y arena. En el interior de una de aquellas casas, dos corazones que situaríamos en el escalón más alto de lo que puede llegar a ser la constancia humana, mantuvieron durante casi un año una luz encendida para guiar al mundo. Resultaba imposible pasar por delante de aquella casa sin sentir una profunda emoción. Gracias a la luz que de allí emanaba, las esperanzas perdidas habían vuelto a recuperarse, las convicciones debilitadas habían ganado fuerza, los ánimos exaltados se habían convertido en constancia, y esa constancia había hecho que el ánimo siguiera exultante. En el puerto de Nueva York hay una solemne estatua que representa a una diosa que sostiene una antorcha. Se la ha bautizado como «La Libertad iluminando al mundo». Creo que la leyenda que aparece en su pedestal podría trasladarse perfectamente, por el momento, al dintel de esa casa situada entre las dunas.



Al salir de Saint-Omer, tomamos un atajo hacia el sur por un terreno ondulado y tremendamente irregular. Fue una suerte el que decidiéramos abandonar la carretera principal, ya que muy pronto vimos cómo se aproximaba hacia nosotros, desde la cima de una colina, un numeroso grupo de tropas indias y británicas. La plateada luz del sol caía a raudales sobre los campos de trigo, sobre los bosques y sobre el montañoso horizonte azul, y, en medio de aquel impresionante resplandor, observamos cómo se acercaba, solemne, la caballería. Ante nosotros pasaron, uno tras otro, los distintos regimientos, y pudimos distinguir así los rostros de aquellos esbeltos indios con turbante que, delicados y orgullosos, evocaban los rostros de los príncipes de las miniaturas persas. Luego le llegó el turno a la larga columna de la artillería: espléndidos caballos, cureñas que producían el traqueteo habitual, jóvenes ingleses de tez clara que galopaban ante nosotros, radiantes bajo el sol crepuscular… Aquel despliegue parecía no tener fin. Cierto es que, de vez en cuando, debían detener su marcha para cederle el paso a una caravana de ambulancias y de furgonetas cargadas de suministros, o bien porque se quedaban atascados e inmovilizados en cualquier punto de alguna calle sinuosa y estrecha al atravesar algún pueblo. En aquellos lugares, los niños y las niñas salían con ramos de flores en las manos, y los panaderos les vendían panes calientes a los encargados del aprovisionamiento de la tropa. En cualquier caso, cuando logramos escapar de aquel tumulto, y tras subir una nueva colina, dimos con otra cabalgata que avanzaba hacia nosotros a través de los trigales. La procesión duró más de una hora. Resultaba muy curioso comprobar que todo aquel movimiento nos parecía idéntico y, a la vez, tremendamente diferente del desplazamiento de la división francesa con que nos habíamos encontrado unos días antes, cuando nos dirigíamos hacia el norte. Tanto era así, que teníamos la impresión de haber pasado al frente septentrional y, casi al instante, habernos alejado de él de nuevo tras cruzar el umbral de una gran puerta que, intermitente, apareciera y desapareciera ante nuestros ojos, excavada en el inmenso muro que constituían todos aquellos ejércitos que protegían, desde el Mar del Norte hasta los Vosgos, el mundo civilizado.



****





EN ALSACIA





13 de agosto de 1915



Antes de continuar nuestro viaje hacia la zona oriental, nos desplazamos hacia el norte. Cerca de Reims hay un pequeño pueblo —en realidad no es mucho más que una aldea, pero en nuestro idioma no disponemos de términos intermedios como bourg y petit bourg para definir lugares como este— en el que pronto entraría «en acción» una de las nuevas unidades sanitarias motorizadas de la Cruz Roja. Finalizada la demostración, subimos hasta un viñedo que daba al pueblo y, desde allí, contemplamos el valle que se extendía a nuestros pies. Surcado por un río, dos filas de árboles lo cruzaban de lado a lado. La primera fila se alineaba junto al río, y estaba en manos de los franceses, quienes habían colocado lanchas cañoneras por toda la orilla. Detrás había una carretera, donde se hallaban las trincheras francesas de primera línea, y, justo por encima, pero en la vertiente opuesta, estaban las líneas alemanas. Dado que el suelo era calcáreo, las posiciones alemanas quedaban visiblemente delimitadas por dos marcas paralelas de color blanco que se dibujaban a lo largo de la superficie marrón de la colina. Mientras estábamos allí, observando todo aquello, escuchamos el sonido discontinuo de unos disparos que parecían proceder de varios puntos diferentes, y pudimos ver cómo la bocanada de humo provocada por la explosión de un proyectil comenzaba a ascender hacia el cielo desde la parte más alta de la colina. Resultaba increíblemente extraño estar allí, entre las vides que parecían chirriar con los zumbidos de los insectos del verano, y contemplar aquel pacífico paisaje que, a la espera de la ya cercana vendimia, se mostraba colmado de frutos, sabiendo que los árboles que se alineaban a nuestros pies ocultaban una hilera de lanchas cañoneras que arrojaban la muerte con gran estrépito sobre aquellas dos marcas blancas trazadas sobre la superficie de la colina.



La ciudad de Reims consigue, por sí misma, hacernos sentir mucho más cerca de la guerra, debido a que en su interior se respira una desolación mortal y absoluta. Una de las consecuencias más trágicas de la invasión consiste en que, en aquellos pueblos que han sido bombardeados, las actividades cotidianas suelen quedar paralizadas. Nos rebelamos una y otra vez contra este abandono sin sentido de innumerables actividades que resultarían francamente útiles. En comparación con los pueblos del norte, Reims había quedado relativamente ilesa, y, por ese mismo motivo, la detención de la vida allí parece aún más innecesaria y cruel. No había nadie en la plaza de la catedral, y todas las casas que se elevaban a su alrededor estaban cerradas. Y allí, ante nosotros, se alzaba la propia catedral. Aunque, en este caso, habría que hablar de «la Catedral» por excelencia: era muy difícil encontrar una catedral así en ningún otro lugar. De hecho, aquélla no se parecía a ninguna otra catedral del mundo. Cuando comenzó el bombardeo alemán, la fachada occidental estaba cubierta de andamios. Los proyectiles los incendiaron, y toda la iglesia quedó envuelta en llamas. Ahora ya no están aquí los andamios, y en esta plaza aburrida y provinciana se alza una estructura tan extraña y hermosa que habría que acudir al Inferno, o quizá a algún relato de magia oriental, para hallar las palabras capaces de describir esta luminosa visión sobrenatural. El fuego hizo que la parte inferior de la fachada se cubriera de intensos tonos de siena tostado y sombra. Este rico bruñido daba paso, algo más arriba, y tras haber dejado atrás un rosa amarillento y un rojo carmín, a un amarillo azufre que iba aclarándose hasta llegar al marfil. Por otro lado, los intersticios de los portales y los huecos que se abrían tras las estatuas quedaban perfilados por un negro más denso y más aterciopelado que el se pudiera obtener utilizando todo tipo de efectos de sombra en un relieve escultórico. Toda esa amalgama de color que se extendía por la categórica aunque herida superficie nos traía a la memoria los tonos metálicos, las iridiscencias del pavo real y la paloma, y la increíble mezcla de rojo, azul, amarillo y sombra de las rocas del golfo de Egina. Además, el maravillado asombro que producía semejante contemplación quedaba acrecentado por la consideración meditada de su fugacidad; por la idea de que ésta era la belleza de la enfermedad y la muerte, de que todas y cada una de esas estatuas transfiguradas seguirían desintegrándose bajo las lluvias de otoño, de que cada una de esas piedras rosadas o doradas estaban ya totalmente dañadas, de que la catedral de Reims resplandecía y, a la vez, moría ante nosotros, como una puesta de sol…

 



14 de agosto



Llegamos a un castillo de piedra y ladrillo situado en un terreno llano, por el que transcurre un riachuelo. Cortaderas, geranios, puentes rústicos, caminos sinuosos… ¡Qué bourgeois y somnoliento resultaría aquel lugar si no fuera por el centinela que nos impide el paso a la entrada!



Hay un collie durmiendo al sol justo delante de la puerta, y algunos oficiales del Estado Mayor esperan la llegada del almuerzo. En el interior encontramos una habitación con hermosos tapices, algunos muebles de buena calidad y una mesa sobre la que se extienden los consabidos mapas del ejército y las fotografías de aviones. Durante el almuerzo, nos reunimos con el general, los jefes del Estado Mayor —doce en total— y un oficial procedente del cuartel general central. Nos envuelve la atmósfera de habitual camaraderie, de confianza, buen humor, y una especie de alegre seriedad que he llegado a considerar como algo característico de los hombres inmersos en la realidad de la guerra. Supongo que este tipo de escena se repite por todo el frente durante muchos otros almuerzos similares al nuestro.



15 de agosto



Esta mañana hemos puesto rumbo a la reconquistada Alsacia. Por razones que a los civiles no se nos explican, ese rincón de Francia, que en ocasiones ha pasado a otras manos, ha resultado hasta el momento, incluso para los funcionarios franceses de alto nivel, inaccesible. Por tanto, sentimos una emoción muy especial cuando tomamos la carretera que nos conducirá hasta allí.



Fuimos dejando atrás uno o dos valles, atravesamos pueblos muy apacibles, cuyas casas presentaban hastiales cubiertos de enredaderas, y observamos que la mayoría de los nombres de las tiendas estaban en alemán. Habíamos cruzado la antigua frontera sin darnos cuenta, y pronto llegamos al encantador pueblo de Massevaux. Allí se celebraba la fiesta de la Asunción. Cuando llegamos a la plaza que se abría ante la iglesia, acababa de finalizar la misa. Las gentes que inundaban las calles estaban de fiesta, y todos iban bien vestidos y muy sonrientes, aparentemente ajenos a la realidad de la guerra. Unas niñas pequeñas, vestidas de blanco y guiadas por sus orgullosas mamás, bajaban los peldaños de la iglesia con guirnaldas de color también blanco en el pelo; en el interior de unas cestas que llevaban sobre los hombros, transportaban unos corderitos o unas vírgenes de color azul y blanco. Los oficiales de caballería, en grupos, conversaban de pie con civiles vestidos de domingo, y, a través de las ventanas del Águila Dorada, vimos cómo se llevaban a cabo los preparativos necesarios para dar de comer a una muy concurrida asistencia. Todo parecía desenvolverse de forma feliz y sencilla, como en un cuadro de «Hansi», y las preciosas y antiguas casas, con sus tejados a dos aguas, y las limpias calles empedradas constituían el escenario tradicional perfecto para un día de fiesta alsaciano.



En el Águila Dorada nos hicimos con un buen acopio de provisiones, y emprendimos camino hacia las montañas con el propósito de llegar a Thann. Los Vosgos, en esta época, se revisten de la espectacular belleza que les aporta un verano breve. Los riachuelos discurren produciendo un rumor incesante, en ocasiones unido al fragor de las lluvias, y nos rodea, además, la balsámica fragancia de abetos y helechos, y del tomillo azulado que crece sobre los cálidos montículos de tierra. Llegamos a lo más alto de un cerro, y, después de esconder el coche tras un grupo de árboles, nos dirigimos a un claro para almorzar en una soleada ladera. Desde allí, contemplamos la elevada colina, con forma cónica y recubierta de bosque, que se alza al otro lado de valle. Se trata del Hartmannswillerkopf, foco de una prolongada contienda en la que, finalmente, resultaron victoriosos los franceses. No obstante, a nuestro alrededor se erigen otras cimas y elevaciones, y somos conscientes de que en todas ellas siguen apostados los soldados alemanes, cuyas armas apuntan al valle de Thann.



La propia localidad de Thann está ubicada a los pies de ese valle. Es una ciudad hermosa y antigua, emplazada en una garganta que se abre entre dos colinas. En ella percibimos el mismo aire de próspera estabilidad que resulta tan característico de esta atormentada región. La habitual cortina de tristeza con que la guerra lo envuelve todo volvió a caer sobre nosotros al cruzar con el coche la calle principal, haciendo que la luz se oscureciera y que el cálido ambiente del verano se tornara de nuevo en algo frío y amenazador. Thann ha sido muy castigada por los alemanes, por lo que las ventanas de casi todas las casas están cerradas y las calles desiertas. Uno o dos edificios de la plaza de la catedral están destrozados, pero la catedral en sí, que, de alguna forma, se nos antoja excesivamente adornada con pináculos y esculturas, y que es el orgullo de Thann, se ha mantenido prácticamente intacta. Cuando accedemos a su interior, oímos los cánticos de vísperas, y vemos cómo unas pocas personas —casi todas ellas vestidas de negro— se han arrodillado en la nave.



No creo que pudiéramos imaginar nada más opuesto a la felicidad que habíamos dejado, a tan sólo unos kilómetros de distancia, entre los habitantes de Massevaux en la celebración de su día de fiesta. Pero Thann no ha quedado completamente desierta, a pesar de lo vacías que hallamos sus calles. Existe aún un resto de vida que sigue palpitando y que se muestra deseosa de manifestarse y de crecer en cuanto queden silenciados los cañones alemanes. La administración francesa, que mantiene relaciones muy cordiales con la población, se empeña en que continúen las actividades civiles del pueblo al igual que los canónigos de la catedral continúan con los ritos propios de la Iglesia. Muchos habitantes siguen agazapándose tras las persianas bajadas de sus ventanas, y encerrándose en sus bodegas cuando los proyectiles comienzan a caer; y las escuelas, trasladadas a una aldea vecina, suman más de dos mil alumnos… Caminamos por el pueblo, visitamos una gran catacumba que antes había sido una bodega y que ahora ha quedado transformada en hospital y en refugio para aquellos vecinos que carecen de bodegas en sus propias casas, y, además, observamos los restos de la zona industrial que se extendía a lo largo del río, y que había constituido el principal objetivo de los cañones alemanes. Thann se ha quedado sin industria, todas sus fábricas han sido destruidas, pero, a diferencia de las ciudades del norte, ha tenido la buena fortuna de conservar sus peculiaridades, su personalidad, aquellos rasgos que la diferencian y que harán que los niños puedan recon