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100 Clásicos de la Literatura

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De pie en el coche, al mirar hacia atrás, vimos cómo el río de la guerra serpenteaba hacia nosotros. La caballería, la artillería, los lanceros, la infantería, los zapadores y minadores, los hombres que cavan las trincheras, los que abren las carreteras, los camilleros… Todos ellos avanzaban calmosa, pausadamente, casi como si hubieran recibido un permiso de vacaciones. Filtrándose a través del polvo, el sol consiguió captar el centelleo de las lanzas y el resplandor de los flancos de los caballos; iluminó, fila tras fila, los voluntariosos rostros de los hombres, y descubrió en los ya tan raídos uniformes el último indicio de lo que en su momento fue dorado; consiguió envolver en plata el triste color gris de las mitrailleuses y de los vagones de armas y municiones. Los soldados marchaban tan juntos que arrojaban una imagen alegóricamente espléndida. Nos pareció percibir, bajo la cúpula del atardecer, cómo el ejército francés al completo avanzaba directamente hacia la gloria.

Cuando el último destacamento se quedó atrás, observamos que, por fin, disponíamos de toda la carretera para nosotros. La mano perversa de la guerra no había tocado los campos de Artois: los caseríos, con sus tejados recubiertos de paja, dormitaban entre jardines repletos de rosas y malvarrosas, y los setos que se elevaban por encima de los estanques de patos se curvaban bajo el peso de los mantos de flores más antiguas. Vimos por todos lados cómo los bosques se extendían más allá de los numerosos trigales, que se mecían bajo una luz alegre y vivaz; una luz que parecía traer consigo la fresca brisa del Atlántico. La carretera ascendía y descendía, y los movimientos de nuestro coche por ella semejaban los de un barco en su afán por superar el oleaje de un mar de aguas profundas. Percibíamos a nuestro alrededor tal cantidad de luz y de horizontes abiertos, nos pareció tan evidente que el velo de belleza que envolvía todo aquello debía envolver también el mundo entero, que la anterior imagen de los ejércitos se fue haciendo cada vez más fabulosa y más épica en nuestra memoria.

Ya se había puesto el sol y una penumbra oceánica empezaba a caer sobre nosotros cuando emprendimos el camino que llevaba desde el pueblo de Montreuil hasta el valle que quedaba más abajo, y en el que destacaban, por encima de los huertos cultivados en terrazas, las torres de una antigua abadía. Hallamos las puertas, situadas al final de la avenida, completamente abiertas, y entramos con el coche en el interior del patio del monasterio, repleto de arbustos de boj y de rosas. Todo era dulzura y aislamiento en aquel emplazamiento medieval… Desde los claustros a media luz y los corredores rematados con arcos, comenzaron a emerger distintos grupos de monjas, completamente vestidas de negro o bien completamente vestidas de blanco, que caminaban hacia nosotros mirándonos detenidamente, con ojos escrutadores. Era como si hubiéramos hecho un viaje en el tiempo y nos hubiéramos sumergido en un siglo en el que no se conocieran los vehículos a motor, por lo que nuestro coche tendría para ellas el aspecto de un terrible monstruo surgido de un barco naufragado, procedente de las costas de Berbería. No obstante, la actitud alerta de esas santas mujeres hacía honor a su pretendido sentido de lo pintoresco, ya que la Abadía de Neuville era ahora un gran hospital belga, y otros monstruos similares al nuestro debían de circular con mucha frecuencia por ese mismo patio, interrumpiendo su aislamiento.

El atardecer, la penumbra del verano y la luna… Bajo las ventanas del monasterio había un jardín vallado, que disponía de pabellones de piedra en los rincones y desde el que nos llegaba el sonido de una fuente. Debajo de él, distintos niveles de cultivos dispuestos en terrazas que se diluían en su descenso hacia una gran llanura, confusa bajo la luz de la luna, y que podría ser campo o que podría ser, tal vez, el mar…

20 de junio

Hoy nos hemos dirigido hacia el noreste y hemos atravesado un paisaje tan inglés que no nos ha parecido nada incongruente encontrar ciertos toques de caqui dispersos por la carretera. Incluso los pueblos mostraban un marcado aspecto inglés: el mismo ladrillo de color rojo ciruela para unas casas bien cuidadas, solemnes, pulcras, recatadas y recién pintadas, con sus jardines llenos de flores, y plagados de setos y de sauces bien regados gracias al agua que discurre, canalizada, por ellos. Por otro lado, la gente tiene un rostro cuadrado, rosado y sincero; y los carteles que se sitúan sobre las puertas de las tiendas están en un idioma a medio camino entre el inglés y el alemán. Sólo la arquitectura de esos pueblos sigue siendo manifiestamente francesa; cierto que con algunos detalles propios de un carácter norteño más recio y reservado, pero, en cualquier caso, perteneciente a la misma tradición.

La guerra parecía tan lejana que, mientras el coche seguía recorriendo kilómetros y kilómetros de ondulantes caminos, encontrábamos tiempo para digresiones como estas. Pero pronto llegamos a un campamento de aviación, cuyas naves se extendían a lo largo de una amplia meseta. Aquí pudimos ver más uniformes de color caqui, y nos dio la impresión de que el familiar ajetreo militar lograba animar el paisaje. A pocos kilómetros nos encontramos en lo que tenía todo el aspecto de ser un gran pueblo inglés que se hubiera ido constituyendo, de forma un tanto anecdótica, en torno a un núcleo central de iglesias francesas. Estábamos en Saint-Omer, un lugar gris, espacioso, impasiblemente limpio en su desolación de domingo. Había centinelas ingleses apostados en los cruces de carretera para dirigir, de un modo mecánico, un tráfico que no existía, y sus gestos recordaban a los que podríamos ver en el mismísimo Piccadilly. Además, los símbolos de la Cruz Roja británica y de la Saint John Ambulance colgaban de las fachadas de unos locales que presentaban todas las características propias de un club; tanto, que podrían haber exigido que se les hiciera un hueco en cualquier rinconcito de Pall Mall.

Al salir del pueblo nos dimos cuenta de que el aire inglés que lo impregnaba todo quedaba enfatizado, además, por el aspecto de los paseantes que recorrían los puentes del canal y los caminos cercanos. Cada nación tiene su propia manera de perder el tiempo, y si hay algo en lo que ingleses y franceses se diferencian es precisamente en eso. Aunque todos esos jóvenes tan altos no hubieran llevado un uniforme de color caqui, y aunque las chicas que caminaban a su lado no hubieran tenido un aspecto tan sonrosado y rural, habríamos reconocido en un solo vistazo esa manera tan pasiva y propia del norte de dejar que un día vacacional se escurra entre los dedos en lugar de apretarlo y exprimirlo con manos ansiosas para poder así extraer de él todo su jugo.

Cuando salimos de Saint-Omer y nos dirigimos hacia el oeste atravesando los mismos pastos y los mismos cursos de agua, vimos dos colinas que se alzaban en la llanura. En lo más alto de una de ellas se levantaban los muros y las torres de un pequeño y compacto pueblo medieval. A medida que fuimos ascendiendo por la sinuosa carretera que llevaba hasta la cima, sentí que la impresión de hallarme en un lugar muy próximo al Canal de la Mancha empezaba a ser sustituida por la más vívida impresión de estar en Italia. El pueblo al que nos acercábamos bien podría haber sido el resultado de una curiosa mezcolanza ideal entre Winchelsea y San Gimignano, aunque lo cierto es que, cuando cruzamos las puertas de Cassel, comprendimos que habíamos llegado a un lugar tan intensamente característico y único que sobraba cualquier analogía.

No nos extrañó leer en nuestra guía que, de toda Europa, Cassel era el pueblo que gozaba de mejores vistas. Advertimos de inmediato que aquel lugar difería de todos los demás en cuanto a lo muy acusado de su marcada idiosincrasia, y estábamos casi seguros de que la guía también nos diría que, en cualquier otro aspecto, Cassel reunía las mejores cualidades imaginables. Y ese horizonte tan ilimitado era justamente lo que la población necesitaba para contrarrestar su pequeño tamaño.

El hotel en que nos íbamos a alojar estaba situado en la más perfecta de las plazas. Ésta no era muy grande, pero contaba con un ayuntamiento de estilo renacentista y con un palacio español en miniatura que mostraba una fachada de ladrillo rosado con tallas de color gris. La plaza estaba llena de vehículos del ejército inglés y de ágiles caballos inquietos. El restaurante del hotel —que tenía unas vistas bastante afortunadas al palacio rosa y gris— rebosaba de bebedores de té vestidos de caqui que le daban la espalda con pasmosa indiferencia a las vistas más amplias de toda Europa. Una de las cosas más detestables de la guerra es que le aporta a todo lo que, de una manera u otra, se ve relacionado con ella —a excepción, claro está, de la muerte y de la destrucción— un engrandecimiento tan magistral que hace de cualquier motivo algo visualmente estimulante y absorbente. «Es alegre y terrible a la vez», dice la famosa frase de Guerra y paz. Y en Cassel la alegría de la guerra se notaba por doquier, haciendo que un pequeño pueblo anodino se transformara en un romántico escenario marcado por el fogonazo de las armas y por la viril animación de todos aquellos rostros jóvenes.

Desde un parque situado en lo alto de la colina, percibimos un paisaje bastante distinto. Todo a nuestro alrededor era llanura, y sus límites, muy distantes, se fundían en una bruma procedente del norte. A través de la bruma, bajo el brillo del sol de la tarde, pudimos ver cómo otros pueblos lejanos y algunas torres imprecisas se sumían en lo que parecía ser la tranquilidad del verano. Por un momento, mientras contemplábamos el horizonte, la visión de la guerra pareció arrugarse ante nuestros ojos, como si se tratara de un velo pintado y, entonces, captamos los nombres que pronunciaban unos soldados ingleses que, a nuestro lado, se habían inclinado sobre el parapeto.

 

—Eso es Dunkerque —señaló con su pipa uno de ellos—. Y allí está Poperinge, justo debajo de nosotros. Más allá están Furnes, Ypres, Dixmude y Nieuport…

Con la mención de aquellos nombres la escena se oscureció de nuevo, y sentimos cómo pasaba por encima de nosotros el ángel del abismo sin fondo.

Esa noche fuimos una vez más hasta el mirador de Cassel. Había luna llena y, dado que a los civiles no se les permitía salir solos por la noche, nos acompañó un oficial del Estado Mayor que nos mostró las vistas desde el tejado del abandonado casino, situado en lo más alto de la colina. Tuve la más extraña de las sensaciones al abrir una puerta de cristal y descubrir que nos encontrábamos en una sala pintada de un color elemental, llena de soldados que dormían bajo la luz de la luna y sobre unos suelos perfectamente pulidos, con los petates apilados sobre las mesas de juego. Pasamos por un gran vestíbulo, entre más soldados tendidos en la penumbra, y subimos por una larga escalera hasta llegar a la azotea, donde un vigilante nos impidió el paso en un primer momento, aunque luego nos dejó llegar hasta el borde del parapeto. Justamente debajo de nosotros yacía la población en sí, que parecía una masa sin iluminar. Hacia el noroeste había una única colina escarpada, el Mont des Cats, que se recortaba contra el cielo. Y el resto del horizonte se mantenía intacto, flotando sobre la neblinosa luz de la luna. El contorno de los pueblos devastados había desaparecido, y la paz parecía haberse adueñado del mundo entero. Pero, mientras estábamos allí, vimos cómo unos fogonazos de color rojo comenzaban a refulgir entre la niebla, en un punto lejano del horizonte, hacia el noroeste, y luego otros y otros más, que resplandecían en diferentes puntos de la extensísima superficie.

—Arrojan bombas luminosas por las líneas —nos explicó nuestro guía.

Y justo entonces, en otro punto, una luz blanca se abrió como una flor tropical. A continuación se expandió hasta llegar a la plena floración y, por último, volvió a replegarse sobre sí misma, en la oscuridad de la noche.

—Una bengala —nos dijeron.

Un poco más abajo, en la distancia, floreció una nueva flor blanca. A nuestros pies, los tejados de Cassel dormían su sueño provinciano; la luz de la luna se posaba sobre cada una de las hojas de los jardines. Y, mientras, a lo lejos, por encima de un horizonte de muerte, continuaban abriéndose y cerrándose aquellas flores infernales.

21 de junio

Estamos en la carretera que transcurre entre Cassel y Poperinge: calor, polvo, tropas, confusión… Se despliega ante nosotros lo más sombrío y sórdido de la retaguardia bélica. El camino que atraviesa la llanura discurre entre setos cubiertos de un polvo blancuzco, y apenas queda espacio libre para poder transitar entre las innumerables furgonetas, los vagones de suministros y las ambulancias de la Cruz Roja. En cualquier caso, entre todo ello consiguen abrirse paso los destacamentos de la artillería británica, con sus estrepitosos vagones llenos de armas, las rectas figuras de los jóvenes a lomos de sus lustrosos caballos, las hileras de más jóvenes que avanzan como estatuas de Fidias, tan cándidamente hermosos que cabe preguntarse cómo habrán podido enfrentarse al rostro de Medusa, que es la guerra, y, aún así, haber sobrevivido. Los hombres y las bestias, a pesar del polvo, parecen limpios y aseados, como si acabaran de darse un baño. Por todas partes a lo largo del camino hallamos campamentos improvisados, con tiendas de campaña hechas con las lonas que cubren los vehículos. En ellos, las incesantes labores de limpieza se llevan a cabo con minuciosa meticulosidad. Las camisas se secan en los arbustos de saúco, las teteras hierven sobre las hogueras, los hombres se afeitan, lustran sus botas, limpian sus armas de fuego, almohazan a sus caballos, engrasan sus monturas, pulen sus estribos y el resto de sus pertenencias… Por todos lados advertimos una lucha optimista y generalizada contra el polvo imperante y contra la incomodidad y el desorden. De vez en cuando vemos cómo un joven soldado se apoya en la empalizada de un jardín para hablar con una chica entre las malvarrosas, o cómo un soldado más maduro inicia a un grupo de niños en algunos de los misterios de las tareas de limpieza en el ejército. Y en todas partes apreciamos la misma expresión de un entendimiento amistoso aunque inarticulado con los propietarios de aquellos terrenos y jardines.

De la carretera atestada pasamos al vacío de la desierta Poperinge, y, desde allí, partimos de nuevo, rumbo a Ypres. Más allá de las llanuras y de los molinos de viento, a la izquierda, se encuentran las invisibles líneas alemanas, y el oficial del Estado Mayor que viaja con nosotros se inclina hacia nuestro chófer para advertirle:

—Desde este mismo instante y hasta que lleguemos a Ypres, no toque el claxon.

Aún había movimiento en la carretera, aunque mucho menos, con menos tropas, que en las proximidades de Poperinge. No obstante, al dejar atrás el último pueblo, y cuando nos acercábamos a un grupo de pequeñas casas que, alineadas, se alzaban ante nosotros, comenzamos a percibir cómo el silencio y el vacío se adueñaban nuevamente de todo. Ese grupo de casas era Ypres. Si alguna vez había existido un monumento que hubiera podido diferenciar aquel lugar del resto, que le hubiera aportado una silueta propia y característica, había desaparecido. Se trataba, por tanto, de un pueblo que no destacaba sobre el horizonte.

El coche se deslizó por una zona de pequeñas casas de ladrillo, y se detuvo al amparo de unos edificios más altos. Otro vehículo militar esperaba también allí. El chófer había salido en busca de reliquias por las casas demolidas.

Bajamos del coche y caminamos hacia el centro del mercado de telas. Hemos estado en otros pueblos que han sido evacuados —Verdún, Badonviller, Raon-l’Étape— pero nunca habíamos visto una desolación como la que imperaba en aquel lugar. No había un solo ser humano en la calle. Hileras enteras de casas se cernían sobre nosotros y parecían contemplarnos desde unas ventanas a las que no se asomaba nadie. El sonido de nuestros pasos retumbaba con el eco que podría producir toda una muchedumbre, y, aunque bajáramos el tono de voz, nos parecía que gritábamos. En una calle dimos con tres soldados que sacaban un piano de una casa para, a continuación, subirlo a una carretilla. Al vernos se detuvieron y se quedaron mirándonos. Nosotros no bajamos los ojos, y les devolvimos la mirada. ¡Parecía que hubieran transcurrido siglos desde la última vez que vimos a otro ser vivo! Uno de los soldados se acercó a la carretilla y comenzó a arrancarle una melodía al maltrecho teclado. Todos nos echamos a reír aliviados al escuchar el absurdo sonido que el soldado lograba extraer de aquellas teclas. Al rato empezamos a andar, y nos quedamos solos de nuevo.

Hemos visto otros pueblos en ruinas, pero ninguno como éste. Los pueblos de Lorena fueron arrasados, incendiados, borrados deliberadamente de la faz de la tierra. En el peor de los casos, parecían meros depósitos de piedra; en el mejor, eran como Pompeya. Pero Ypres había sido bombardeado de una manera atroz. Los muros exteriores de las casas aún se alzaban en pie, por lo que, en la distancia, el pueblo parecía seguir con vida. Pero, al acercarnos, descubrimos que se trataba en realidad de un cadáver al que le habían arrancado las tripas. Todos los cristales de todas las ventanas estaban rotos, casi todos los tejados habían desaparecido, y algunas fachadas presentaban una fractura limpia y abierta, con lo que quedaban a la vista las distintas historias que se habían ido tejiendo dentro, componiendo lo que parecía un escenario dispuesto para la representación de una farsa. En esos interiores expuestos, los pobres y pequeños dioses del hogar se estremecían y parpadeaban como búhos sorprendidos en un árbol hueco. Quedaban allí cientos de señales de lo que había sido la intimidad de una familia, de sus humildes gustos, de sus actividades rutinarias, de las reuniones que habían mantenido… Vestigios que se aferraban a unos muros que ahora habían sido desenmascarados. Las fotografías enmarcadas parecían quedar difuminadas entre los dondiegos de día de los papeles pintados; los santos de yeso penaban bajo sus campanas de cristal; los antimacasares colgaban de los sofás de felpa; amarillentos diplomas mostraban sus sellos sobre las paredes de los despachos… Todo resultaba tan familiar y todo parecía estar tan tranquilo, que daba la impresión de que la gente para quien todos aquellos objetos tenían algún significado podría regresar en cualquier momento y retomar su quehacer diario. Y entonces… ¡De nuevo el enorme estrépito! Comenzaba la actividad de los cañones. Una descarga tras otra a lo largo de las líneas inglesas, y toda aquella pobre y débil colección de objetos que había contribuido a cimentar la vida de todo un pueblo, ahora aniquilado, empezó a oscilar ante nosotros en medio de aquel estallido mortal.

Acabábamos de llegar a la plaza que se abría ante la catedral, cuando de repente comenzó el cañoneo. Su rugido pareció construir una techumbre de hierro que se extendería por encima de las gloriosas ruinas de Ypres. La singular peculiaridad del lugar consistía en que podía haber quedado completamente destruido, pero no humillado. Los muros de la catedral, la gran mole del mercado de telas, aún se elevaban sobre la plaza con una majestuosidad que parecía querer acallar cualquier tipo de compasión. Al contemplar las fachadas de esos edificios, alzándose tan orgullosas entre las ruinas, recordamos la frase que utilizó el ministro de asuntos exteriores belga poco después de la caída de Lieja: La Belgique ne regrette rien. Una frase que algún día, cuando la población finalmente se recupere, debería servirle de lema.

Íbamos a dar la vuelta para marcharnos, cuando percibimos un runrún por encima de nuestras cabezas y, a continuación, una descarga de la mitrailleuse. Muy arriba, en el cielo, un avión alemán sobrevolaba el centro de aquel paraje ya demolido, y, a su alrededor, una enorme confusión blanca de metralla estallaba en el cielo estival como si se tratara de la milagrosa nevada de la leyenda italiana. La metralla ascendía más y más, siguiendo la pista del Taube, que continuaba volando sobre nosotros cada vez más rápido. Hasta que tanto presa como partida de caza se desvanecieron en la neblina, y el rugido de la mitrailleuse se apagó hasta extinguirse. Así pues, salimos de Ypres rodeados de un silencio mortal tan denso como el que advertimos al llegar.

La tarde nos llevó de regreso a Poperinge, donde debíamos buscar unos almohadones con unos encajes especiales destinados a nuestros refugiados flamencos. Ese modelo en concreto resultaba imposible de conseguir en Francia, y me habían dicho —si bien con muy pocas e imprecisas pistas— que podríamos encontrar los almohadones en cierto convento de la ciudad. Pero ¿en cuál?

A pesar de que Poperinge no había sido demasiado golpeada por la guerra, estaba prácticamente vacía. Debido a la desolación tan pacífica y ordenada en que se encontraba, daba la impresión de hallarse bajo los efectos del hechizo de algún malvado mago. Fuimos de un barrio a otro en busca de alguien que pudiera indicarnos cómo llegar al convento que estábamos buscando, hasta que, finalmente, un transeúnte nos llevó a una puerta que parecía ser la correcta. Cuando llamamos se descorrieron los barrotes y vimos surgir un rostro que daba la impresión de llevar mucho tiempo enclaustrado. No… Allí no tenían ese tipo de almohadón. Y la monja no había oído hablar nunca de la orden a la que nos referíamos. Pero estaban los penitentes, los benedictinos… Podíamos seguir intentándolo. Nuestro guía se ofreció a mostrarnos el camino, y fuimos tras él. Así, vimos cómo emergían de una o dos ventanas los rostros llenos de asombro de las distintas monjas que se asomaban para luego desaparecer. Las calles seguían vacías. Por fin llegamos a un convento en el que no quedaba ninguna monja, pero en el que, según nos dijo el vigilante, sí había almohadones. Y muchos. Nos llevó por pasillos de color azul pálido, por frías escaleras, por habitaciones que olían a lino y a lavanda… Pasamos por una capilla con santos de yeso en hornacinas blancas que tenían debajo flores de papel. Todo era frío y vacío y uniforme: como un espíritu que hubiera perdido la memoria. Llegamos a un aula cuyos desocupados bancos se situaban frente a una Virgen con un manto azul, y más allá, en el suelo, hallamos montones de almohadones de encaje. Todos ellos presentaban una pequeña labor sin terminar; una labor que se había visto interrumpida cuando monjas y alumnos tuvieron que salir huyendo. En cualquier caso, no los habían dejado desordenados. Las monjas los habían dispuesto en filas uniformes, y habían dejado un pañuelo extendido sobre cada uno de ellos. Aquella paralización tan disciplinada de la vida cotidiana nos resultó más triste aún que cualquier otra escena de confusión y caos que hubiéramos podido presenciar. Simbolizaba el sinsentido de la interrupción de las actividades de toda una nación. Aquí había una casa llena de mujeres y de niños que ayer se dedicaban a realizar una tarea útil, y que ahora vagarían extraviados y sin rumbo. La mano que impulsaba el tiempo se había detenido, el corazón de la vida había dejado de latir, las fuentes de la esperanza, de la felicidad y la laboriosidad se habían secado en cientos de casas idénticas, en decenas, en cientos de pueblos. No se trataba ya de conseguir una gran victoria militar o de reducir la duración de aquella guerra, sino de que, allí donde se posara la sombra de Alemania, todo quedara podrido desde la misma raíz.

 

Aquella tarde vimos lo mismo por todas partes. La sombra del mal yacía sobre Furnes, sobre Bergues y sobre todas las pequeñas poblaciones intermedias. Alemania había querido que esos pueblos agonizaran, y había logrado que su maldición se derramara incluso sobre aquellos lugares en los que no habían caído las bombas. Sólo un lamento bíblico podría expresar con palabras la sensación que producía contemplar toda aquella región sin vida: «Vuestra tierra está desolada, vuestras ciudades incendiadas; ante vuestros propios ojos los extraños devoran vuestro suelo, que ha quedado desolado, como una tierra destruida por extranjeros».

Por la tarde, casi de noche, llegamos a la ciudad de Dunkerque, que se extiende pacíficamente entre el puerto y sus canales. El bombardeo del mes anterior había dejado el lugar deshabitado, y, aunque no hubiera signos visibles de los daños causados, sí percibimos de inmediato en el ambiente ese peculiar hechizo que parecía dominarlo todo. Nos sentamos, solos, a tomar el té en el vestíbulo del hotel situado en la place Jean Bart, y desde allí observamos el silencioso recinto con sus tiendas y sus cafés desiertos. Alguien nos sugirió que el hotel podría ser una cómoda base de operaciones para planificar las excursiones que teníamos previsto hacer, y decidimos regresar al día siguiente. A continuación subimos al coche y pusimos de nuevo rumbo a Cassel.

22 de junio

Mi primer pensamiento al despertar fue: «¡Cómo pasa el tiempo! ¡Ya debe de ser 14 de julio!». Naturalmente, sabía que no podía ser el día 4; estaba lo suficientemente despierta como para comprender que no estábamos en los Estados Unidos. Y también sabía que la celebración de la Fiesta Nacional francesa era el único acontecimiento capaz de provocar semejante algarabía en las calles. Me senté y escuché el sonido de los disparos, hasta que, por fin, empecé a ser consciente de cuál era la auténtica realidad, y comprendí que estaba en el Hostal del Hombre Salvaje, en Cassel, y que no era 14 de julio sino 22 de junio.

Entonces, ¿qué ocurría? ¡Por supuesto! ¡Un Taube! Y todos los cañones disparaban contra él con la intención de derribarlo. Cuando llegué a semejante conclusión ya me había puesto en pie, no sin cierta dificultad; ya había bajado las escaleras a toda prisa y, tras descorrer el cerrojo de la pesada puerta, ya había echado a correr hasta el centro de la plaza. Eran, más o menos, las cuatro de la mañana, el momento más beatífico y delicioso de un amanecer de verano, y, a pesar del tumulto, Cassel parecía seguir durmiendo. En la plaza apenas había unos cuantos soldados que miraban hacia el cielo para observar el lento desplazamiento de una nube blanca, detrás de la cual —según afirmaban— había desaparecido un Taube hacía unos segundos. Evidentemente, Cassel estaba acostumbrado a la presencia de los Taubes, y tuve la impresión de que mi reacción había sido excesiva. Comprendí que, en ese momento, mi presencia allí no terminaba de encajar. Así que, después de observar durante otro breve instante la nube blanca, regresé sigilosamente a mi hotel, un tanto avergonzada, atranqué la puerta, y subí a mi habitación. Me detuve en las escaleras para mirar al exterior por una de las ventanas, y desde allí contemplé los inclinados tejados del pueblo, los jardines, y, más allá, la llanura… De repente, se produjo otro estrépito y una nueva nube de humo blanco se elevó desde los árboles frutales que se hallaban justo debajo de la ventana. Se trataba de un último disparo contra el avión fugitivo, procedente de un cañón escondido en uno de aquellos tranquilos jardines que se alzaban entre las casas. El que allí hubiera un arma oculta me resultaba más alarmante que todo el bramido que pudieran producir las mitrailleuses desde la roca.

Cassel volvió a sumirse en la quietud y el sueño, aunque, una o dos horas más tarde, el silencio se quebró de nuevo con un estruendo semejante al que generaría la llamada de la última trompeta. Esta vez no se trataba de las mitrailleuses. El Hombre Salvaje se estremeció sobre sus propios cimientos y los cristales de mi habitación comenzaron a temblar. ¿Qué podía producir aquel sonido tan increíble? ¡Naturalmente! ¡No podía ser sino el clamor del gran cañón de asedio de Dixmude! Mientras terminaba de vestirme, el estruendo sacudió los cristales de mis ventanas cinco veces, y todo lo que se podía escuchar era un ruido comparable —si es que la imaginación humana puede soportar semejante estridencia— al que desencadenaría el cierre simultáneo de las persianas de hierro de todas las tiendas del mundo. Lo más chocante era que, en lo que respecta al Hombre Salvaje y a sus inquilinos, no parecía existir el más mínimo indicio de preocupación, y las actividades habituales como vestirse, hacer las maletas y tomar café siguieron su curso habitual, desarrollándose con normalidad durante los extraños paréntesis de calma que se abrían entre los terribles rugidos.

Salimos muy temprano hacia el cuartel general más cercano. Sería poco después de dejar atrás las puertas de Cassel cuando comenzamos a descubrir los primeros vestigios del bombardeo. Habían echado abajo una planta de gas, y un antiguo campo dedicado al cultivo de la col era ahora un inmenso cráter que, por algún tiempo, les ahorraría a los fotógrafos la molestia de escalar el Vesubio. Sentimos cierto alivio al comprobar que no había mucha relación entre aquel ruido tan horrible y los daños que éste había causado.

En el cuartel general nos dieron más datos acerca de los incidentes de la mañana. Dunkerque, al parecer, había recibido la visita del mismo Taube que, más tarde, se había dirigido hacia Cassel. Además, el gran cañón de Dixmude había descargado toda su ira sobre el puerto marítimo francés. El bombardeo de Dunkerque continuaba en todo su fragor, y se nos pidió, de hecho se nos ordenó, que renunciáramos a nuestro plan de pasar la noche allí.

Después del almuerzo nos dirigimos hacia el norte, hacia las dunas. Todas las aldeas que atravesamos habían sido evacuadas, y muchas de ellas estaban prácticamente vacías; otras, en cambio, habían sido ocupadas por las tropas. Pronto nos cruzamos con una serie de vehículos militares que habían estacionado en la carretera, y llegamos a una explanada que parecía haberse teñido de negro, invadida como estaba por las tropas motorizadas.