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100 Clásicos de la Literatura

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15 de mayo

Hemos conocido al ser más feliz del mundo: un hombre que ha encontrado una misión.

Esta tarde nos hemos dirigido hacia el suroeste de Nancy, hasta llegar a un pequeño lugar llamado Ménil-sur-Belvitte. El nombre de esta aldea aún no se encuentra estrechamente vinculado al acontecer histórico, pero debería estarlo, por diversas razones. Y hay un hombre para quien ya lo está. Ménil-sur-Belvitte es una localidad situada al abrigo de los Vosgos, muy deteriorada ya que, durante el primer mes de la guerra, en ella se produjeron enfrentamientos terribles. Las casas se asientan sobre una enorme hendidura y, un poco más atrás, el terreno vuelve a elevarse y a extenderse, formando una meseta sobre la que se mece el trigo y tras la que se alzan importantes laderas boscosas. El «campo de batalla» ideal para los libros de historia. Y lo cierto es que, precisamente aquí, tendría lugar una verdadera batalla sobre el terreno, a la vieja usanza: los franceses, victoriosos, lograban que los alemanes fueran retrocediendo, y, mientras, caían a miles sobre los pisoteados campos de trigo.

La iglesia de Ménil está en ruinas, pero sigue en pie la casa parroquial: una construcción pequeña y sencilla, situada al final de la calle. Y fue allí donde nos recibió el cura. Una vez dentro, nos condujo hasta una habitación que él había convertido en capilla. La capilla es también una especie de museo de la guerra, y todo lo que hay en ella tiene algo que ver con la batalla que tuvo lugar entre los trigales. El candelabro del altar está hecho con proyectiles de un «setenta y cinco»; la aureola de la Virgen se compone de bayonetas que emergen tras ella en forma radial; la paredes están intrincadamente adornadas con trofeos alemanes y reliquias francesas; y el cura ha hecho que pinten en el techo una especie de mapa zodiacal de toda la región, en el que el puñado de casas que componen Ménil-sur-Belvitte figuran como la estrella central del sistema, mientras que Verdún, Nancy, Metz y Belfort aparecen como sus humildes satélites. Sin embargo, la capilla-museo constituye tan sólo una nimia expresión de la apasionada dedicación del cura a los muertos. Es en el campo de batalla donde ha puesto en práctica aquello que considera su verdadero cometido. Es allí donde, en cuanto terminaron los enfrentamientos, asumió la tarea de vallar las zonas en que, en filas simétricamente dispuestas, iban a conservarse las tumbas; allí comenzaría a llevar un registro por escrito de todas ellas, y a plantar flores y pequeños abetos. Fue allí donde se encargó de marcar cada uno de los enterramientos, con el nombre de los caídos y la fecha en que murieron. Pudimos ver, mientras nos guiaba de uno a otro de estos recintos, cómo se le iluminaba el rostro con la llama de la vocación cumplida. Este hombre en concreto nació para llevar a cabo esta tarea en concreto. Nos hallamos ante un coleccionista por naturaleza. Un registrador de datos. Un hombre religioso que se ha convertido en un héroe. En la entrada a la presbytère hay una caja llena de mariposas cuidadosamente sistematizadas, resultado, sin duda, de una pasión ya temprana por el coleccionismo. Sus spécimens han cambiado, eso es todo: ha pasado de las mariposas a los hombres; de una psique actual a otra visionaria.

En nuestro viaje hacia Ménil, nos detenemos en la aldea de Crévic. Los alemanes estuvieron aquí en agosto, pero el lugar permanece intacto, con la única salvedad de una casa. Esa casa, bastante grande y situada en un parque, en uno de los extremos del pueblo, constituyó el lugar de nacimiento y residencia del general Lyautey, uno de los mejores soldados de Francia, y el peor enemigo de Alemania en África. No exageramos al afirmar que el pasado mes de agosto, el general Lyautey, gracias a su audacia y rapidez, logró que Marruecos continuara en manos francesas. Los alemanes lo saben, y le odian, y en cuanto los primeros soldados llegaron a Crévic —un lugar tan recóndito e imperceptible que incluso la omnisciencia alemana podría haberlo pasado por alto—, el oficial al mando preguntó por la casa del general Lyautey. A continuación fue directamente hasta ella, encendió una hoguera en el patio con todos los papeles, retratos, muebles y reliquias familiares, y poco después quemó toda la casa. Fue el jardinero quien nos contó esta historia, que recordaba a otras muchas que también hablaban de la meticulosidad alemana y de su caballeroso comportamiento. Nos habíamos sentado en el parque, que ahora se mostraba muy descuidado, y contemplábamos las lúgubres ruinas de la casa. La narración del jardinero quedaba corroborada por el hecho de que fuera aquél el único edificio destruido en todo Crévic.

16 de mayo

A unos tres kilómetros de la frontera alemana —y me refiero tanto a la frontera real como a los límites del propio frente— se eleva una colina solitaria, aislada de las praderas de Lorena. Al este de esa colina, un río se desliza entre los álamos; es el río que constituye la línea divisoria entre el Imperio y la República. En un día tan claro como este, la perspectiva desde lo alto de la colina resulta extraordinariamente interesante. Desde su cima cubierta de hierba, un pequeño cañón antiaéreo vigila el cielo, y apunta hacia el este en busca de cualquier mota sospechosa. Una profunda trinchera —más bien un «intestino»— atraviesa por completo todo el perímetro de la colina, y serpentea invisible desde un puesto de observación subterráneo hasta el siguiente. En cada una de estas madrigueras temporales (techadas, ingeniosamente revestidas con cañas y cubiertas de hierro) hay dos o tres oficiales de artillería que, con una expresión atenta y tranquila, dirigen por teléfono el fuego de las baterías escondidas en algún lugar del bosque, a siete u ocho kilómetros de distancia. A pesar de que el lugar resultaba francamente interesante, no obstante, la actividad de los hombres que vivían allí me lo parecía mucho más. Como es lógico, provenían de distintas clases sociales, y, por tanto, habían recibido una educación dispar. Pero su fraternidad mental y moral no aceptaba fisuras. Todos eran bastante jóvenes, y sus rostros tenían ese aspecto que la guerra ha dejado en los rostros de los franceses: la contienda parecía haber agudizado su inteligencia, fortalecido su voluntad, y parecía haberles obligado a mantener tan sólo opiniones sensatas, como si cada una de sus capacidades se hubiera multiplicado por tres. Además, era como si se hubieran radicalizado tanto que sus propios problemas personales hubieran quedado relegados a un mero punto de fuga en el marco de la gran perspectiva que componía la realidad.

Desde esta vigilante elevación —que permitía una observación directa y constante sobre la frontera—, descendimos un poco por la ladera hasta llegar a una aldea que se hallaba fuera del alcance de las armas. Allí, el oficial al mando nos ofreció un té en el interior de una encantadora casa antigua que disponía de un jardín lleno de flores y de cachorros. Debajo de la terraza, la perdida Lorena se prolongaba hacia sus cumbres azules, ofreciéndonos una conmovedora escena de paz estival. Y, justo por encima de nosotros, la insomne colina se mantenía alerta, con su red de cables zumbando día y noche. Era durante los intervalos como éste, en los que aprovechábamos para descansar, cuando todo lo horrible que estaba sucediendo a nuestro alrededor parecía hacérsenos francamente insoportable, hasta casi destrozarnos los nervios.

Pasada la aldea, la carretera se deslizaba zigzagueante hasta llegar a un bosque que había formado una masa oscura e imprecisa en la imagen global que previamente captamos de toda la llanura. Nos adentramos en el bosque y nos detuvimos a los pies de una extraña colonia de barracones. Parecían asomar por todas partes de entre las ramas, y estaban tan cubiertos de hojas, parecían tan frondosos y se confundían de tal modo con las ramas que los ocultaban, que más bien parecían un elemento de transición entre un árbol y una casa. Nos hallábamos en uno de los llamados villages nègres de las trincheras de segunda línea, esos pequeños y vivaces asentamientos a los que se retiran las tropas después de haber estado en primera línea de fuego. Esta colonia en particular había alcanzado unos niveles extraordinarios de comodidad y seguridad. Las casas eran en parte subterráneas. Se conectaban entre sí mediante profundos y serpenteantes «intestinos», sobre los que alguien había dispuesto unos puentes muy sencillos y livianos; los tejados eran de una tierra tan densa que cualquier parte del barracón que quedara al descubierto, por encima del suelo, era también a prueba de proyectiles. Y, no obstante, se trataba de casas de verdad, con puertas de verdad y ventanas bajo sus aleros de hierba. Con verdaderos muebles en el interior, y verdaderos parterres de margaritas y pensamientos en las puertas. Sobre la mesa del bungalow reservado al coronel florecía un gran manojo de flores de primavera, y pudimos apreciar que en todas partes brillaba la misma pulcritud y el mismo orden, el mismo orgullo satisfecho por mantener cada cosa en su sitio. Los hombres cenaban en largas mesas de caballetes situadas bajo los árboles; se les notaba cansados, sin afeitar, y vestían raídos uniformes de todos los cortes y de casi todos los colores imaginables. Estaban fuera de servicio, relajados, de buen humor, pero tenían la misma mirada que habíamos visto en los hombres instalados en la cima de la colina de vigilancia. Fuéramos donde fuéramos, la impresión al observar a los hombres que luchaban en el frente era siempre la misma: que el único y absorbente pensamiento de la Defensa de Francia anidaba en el corazón y en la mente de cada uno de los soldados rasos con la misma intensidad con que anidaba en el corazón y en la mente de sus jefes.

Unos diez metros más allá se abrían los confines del bosque, delimitados por una empalizada de cañas. A través de un pequeño agujero recortado en la empalizada, pudimos ver el campo que se extendía al otro lado, hasta llegar a los tejados de una tranquila aldea situada aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia. Me encaminé hacia allí y, de inmediato, alguien tiró de mí:

 

—¡Tenga cuidado! ¡Son las trincheras!

Lo que parecía una simple protuberancia trazada en la tierra por la acción del arado, era en realidad el lugar donde se escondía el enemigo. En la tranquila aldea que había más allá, mientras tanto, los cañones franceses estaban al acecho. Nos encontrábamos allí de pie, observando el panorama, cuando de repente escuchamos el inconfundible rugido de un avión sobre nuestras cabezas. A continuación vimos cómo, muy arriba, un Pájaro del Mal comenzaba a recortarse sobre el cielo azul. «Tá, tá, tá», bramó la mitrailleuse desde la colina. Los soldados salieron de sus refugios y aguzaron la mirada para poder distinguir lo que se movía más allá de los árboles. El Taube, al descubrir que era el centro de tanta atención, volvió hacia nosotros su cola gris y se agitó en el aire emitiendo un silbido. A continuación se alejó y se dirigió hacia las seguras nubes, que se encargarían de ocultarlo.

17 de mayo

Hoy hemos iniciado nuestro viaje con una sensación de aventura mucho más intensa de lo habitual. Hasta el momento, siempre se nos había informado de antemano de lo que íbamos a encontrar en el lugar al que nos dirigíamos, y de cuánto se nos permitiría ver; pero ahora íbamos rumbo a lo desconocido. Pasado cierto punto, todo se convertía en una pura conjetura. Sólo sabíamos que lo que pudiera suceder a partir de entonces dependería de la buena voluntad de un coronel de chasseurs-a-pied con quien nos dijeron que habíamos de encontrarnos tras recorrer un largo trecho entre los repliegues de las montañas que se alzaban sobre el horizonte, al sureste.

Recogimos en el cuartel general a un oficial del Estado Mayor, y nos dirigimos hacia un pueblo muy golpeado por los embates de la guerra, situado a los pies de las colinas. Desde allí nos deslizamos a través de un valle zigzagueante que se estrechaba cada vez más, bajo precipicios boscosos, hasta llegar a un pequeño asentamiento en el que nos encontraríamos con el coronel de la brigada. En aquel lugar se celebró un breve encuentro entre el coronel y el oficial del Estado Mayor que viajaba con nosotros. Luego se nos unió un capitán de chasseurs, y nos pusimos en marcha de nuevo. La carretera discurría por un pueblo tan desprotegido que nuestro acompañante del Estado Mayor sugirió que sería conveniente que lo evitáramos, pero nuestro guía no tuvo valor para decepcionar a sus nuevos conocidos:

—No detendremos el coche —dijo en tono indulgente—. Simplemente pasaremos por delante. Y tan rápido como podamos.

Aunque luego, en su exceso de indulgencia, nos permitió que ralentizáramos la marcha.

¡Aquel pueblo azotado por la desgracia! Lo cierto es que, cuando llegamos a él tras haber dejado atrás una carretera plagada de socavones recientes, producidos por el estallido de los obuses, yo no deseaba detener el coche. Lo que quería era que nos apresuráramos para poder borrar cuanto antes aquella imagen horrenda de mi memoria. Se trataba de un espectáculo doblemente triste, ya que el lugar no estaba aún «totalmente aniquilado». Quedaban débiles muestras de vida que surgían en cualquier rincón, por todo el pueblo. Algunos niños jugaban en las devastadas calles, y unas madres, muy pálidas, observaban sus juegos desde las puertas que conducían a sus bodegas.

—No deberían estar aquí —nos explicó nuestro guía—. Pero unos ciento cincuenta vecinos suplicaron de tal modo al general, que éste finalmente les permitió quedarse en sus casas. El oficial al mando se encarga de vigilar los alrededores, y en cuanto les da una señal, todos ellos corren a ocultarse en sus madrigueras. Dice que siempre le obedecen. Así que no hay ningún problema. Fue él de hecho quien solicitó que pudieran permanecer aquí…

Ascendimos hacia las colinas. La visión del dolor humano y de las ruinas parecieron disolverse entre toda aquella belleza. Estábamos rodeados de abetos, y el bálsamo que inundaba el aire resultaba embriagador. Los musgosos márgenes del camino emitían un delicioso aroma a lluvia, y las pequeñas cascadas que nacían en las alturas hacían que las ramas oscilaran por encima de recónditas charcas. Tras cada curva de la carretera descubríamos que el bosque se extendía más y más, ascendiendo con nosotros y, a la vez, alejándose hacia la profundidad de los estrechos valles que convergían en la distancia de color azul pizarra. Tras una de aquellas curvas, adelantamos a una compañía de soldados que caminaban con una pala al hombro y la bolsa de los pertrechos cruzada a la espalda. Eran «los trabajadores de las trincheras», que ascendían, oscilantes, en nuestra misma dirección. La vida diaria aquí, en este ambiente de aire cristalino, por fuerza ha de ser mucho más soportable que la que se puede llevar en los lodazales de Argonne o entre las cerradas nieblas del Norte. No en vano, gracias al viento y al clima, los rostros de estos hombres muestran un aspecto ciertamente saludable.

Seguimos ascendiendo, y pronto nos detuvimos en una especie de entrante. Allí dimos con otro «pueblo negro», que en esta ocasión casi parecía una ciudad. Cuando el coche se detuvo, los soldados —montones de chasseurs-a-pied con uniformes descoloridos y manchados del barro de las trincheras— se congregaron en torno a nosotros. Muy pocos visitantes llegan hasta este punto tan elevado, así que los soldados expresaron su inmensa alegría por ver tantos rostros nuevos garabateando un inmenso Vive l’Amérique! en la puerta del automóvil. L’Amérique, por su parte, estaba encantada y muy orgullosa de estar en aquel lugar, plenamente consciente de que el aire que respiraba estaba cargado de valor y de una obstinada voluntad por seguir resistiendo. Todos los hombres eran reservistas, es decir, casados en su mayoría y con más edad de la aconsejable para servir a su país en primera línea de combate. No ha habido mucho movimiento por este sector durante meses, así que no han tenido que enfrentarse a grandes aventuras que les hicieran hervir la sangre o que permitieran que su imaginación echase a volar. Estos hombres han visto cómo pasaba un mes tras otro en medio de una total inactividad y una monótona espera. Y aquella situación se traslucía en sus rostros. No vemos en ellos el brillo de una vitalidad embriagadora, sino la mirada de unos hombres que saben a la perfección cuál es su misión, que han reflexionado largamente acerca de sus circunstancias, y que están aquí para defender su trocito de Francia hasta el día de la victoria o del exterminio.

Mientras tanto, han intentado sacarle el mayor partido posible a la situación en que se hallan, y han hecho que sus cuarteles se conviertan en una especie de colonia en el bosque capaz de hacer las delicias de cualquier muchacho. La estructura de la improvisada aldea nos pareció mucho más elaborada que la de cualquier otro lugar en que hubiéramos estado antes. En el refugio subterráneo del coronel, encontramos una gran mesa cubierta de lilas y tulipanes, dispuesta para tomar el té. En el interior de otras catacumbas igualmente animadas, descubrimos pulcras filas de literas, mesas de comedor y chisporroteantes cacerolas puestas al fuego del hogar. Por todas partes tropezamos con objetos de lo más ingenioso, que remedaban el mobiliario propio de los campamentos o incluso los enseres que sirven para decorar las casas. Según se bajaba por la carretera, se abría un sendero entre las ramas de los abetos, que llevaba hasta un hospital oculto, una maravilla de la concentración subterránea. Mientras charlábamos con el cirujano, entró un soldado procedente de las trincheras. Se trataba de un hombre mayor, sin afeitar, con cara de ser un ciudadano normal y corriente; alguien con quien podríamos cruzarnos cien veces en cualquier ciudad francesa sin darnos cuenta. Estaba tremendamente pálido. Tenía una herida en la cabeza, y acababan de vendársela. El coronel se detuvo y comenzó a hacer una serie de preguntas. A continuación, se giró hacia el soldado y le dijo:

—¿Se siente mejor ahora?

—Sí, señor.

—Muy bien. En un día o dos volverá a pensar en regresar a las trincheras, ¿no es así?

—Vuelvo a las trincheras ahora mismo, señor —respondió el soldado con la mayor sencillez. Y el coronel le respondió de igual manera.

—De acuerdo —fue lo único que contestó. Pero, mientras salíamos, vi cómo ponía una mano sobre uno de los hombros del soldado.

En nuestra siguiente visita entramos en una choza rematada con un techo de tierra, «La casa de los artesanos ambulantes», donde dos o tres soldados modelaban y cincelaban todo tipo de baratijas con el aluminio extraído de los proyectiles del enemigo. Uno de los artesanos estaba terminando de rematar un anillo al que había añadido unas cabezas de fauno bellamente talladas. Otro me ofreció un Pickelhaube lo suficientemente pequeño como para ajustarse al tamaño de una semilla de mostaza, pero perfecto en cada detalle, y taraceado con el águila de bronce de un pfennig imperial. Hay muchos forjadores de anillos entre los soldados del frente, y el diseño de sus obras, tan austero y arcaico, representa un nuevo ejemplo de lo certero del gusto francés. No obstante, más tarde supe que los dos hombres a quienes estábamos visitando eran joyeros parisinos, así que, para ellos, el apelativo de «artesano» resultaba ciertamente limitado. Tanto los oficiales como los soldados se mostraban muy orgullosos de su trabajo y, mientras continuaban en el interior de su estrecha herrería, con el rostro iluminado por el rojo resplandor del fuego y dando golpes con los martillos, parecían marcar con esos mismos golpes el radiante ritmo de: «Yo también haré algo, y disfrutaré con la labor…».

Más arriba, en una parte algo más oculta de la ladera, dimos con otra pequeña construcción. En esta ocasión se trataba de un cobertizo de madera con un techo abierto que cubría un altar con velas y flores. En este lugar daba misa uno de los sacerdotes del regimiento. Su congregación se arrodillaba entre los troncos de los abetos, dando vida así a la vieja metáfora del bosque como templo. Cerca de allí estaba el cementerio, donde, día tras día, estos hombres pausados y ya casi ancianos enterraban a sus compañeros, esos pères de famille que no volverían ya a sus casas. El cuidado de este cementerio del bosque se deja enteramente en manos de los soldados, que depositan toda su compasión y humanidad sobre las inscripciones y los adornos de las tumbas. Llevan flores frescas recogidas en los valles para depositarlas allí, y, cuando se va algún compañero especialmente predilecto, dado que los hombres desprecian las ofrendas efímeras, compran entre todos una corona gigantesca e indestructible con cintas blasonadas.

Se acercaba el atardecer, y muchos soldados paseaban por los senderos abiertos entre las tumbas.

—A estas horas, es por donde más les gusta pasear —me dijo el coronel. Se detuvo un instante para observar una tumba cubierta de pequeños óbolos, redondeados y brillantes: estábamos ante la tumba del último de los caídos—. Mencionaron su nombre en el orden del día —me explicó el coronel. Los soldados que estaban más cerca de nosotros nos miraron con orgullo, como si compartieran el honor concedido a su compañero y como si, además, quisieran asegurarse de que nosotros entendíamos cuál era el motivo de ese orgullo.

—Y ahora que ya han visto las trincheras de segunda línea —dijo nuestro capitán de chasseurs—, ¿qué les parecería echar un vistazo al auténtico frente de batalla?

Le seguimos por la colina hasta llegar a un emplazamiento más elevado, donde nos sumergimos en una profunda zanja cubierta de tierra roja: el «intestino» que nos llevaría hasta la primera línea. Seguimos ascendiendo, bajo los húmedos abetos, y, a continuación, giramos, cruzamos la cima de la colina y, a partir de ahí, comenzamos a descender zigzagueando por curvas muy acusadas, en dirección al otro lado de la cumbre. Bajamos con dificultad, en fila india, con la barbilla al nivel de la parte más alta del pasadizo, observando cómo la verde y cercana espesura se cernía por encima de nosotros. El «intestino» siguió descendiendo de una manera cada vez más pronunciada hasta desembocar en un profundo barranco, y, de pronto, tras doblar una curva, nos encontramos ante un paisaje cubierto de abetos, sobre el que se recortaba la figura de un soldado que nos daba la espalda, y que tenía los ojos pegados a una abertura realizada en una valla de cañas. Seguimos girando y pronto dimos con una nueva perspectiva; pero, en esta ocasión, quien mantenía la vigilancia sobre la hondonada era el ojo de hierro de la mitrailleuse. En ese instante nos hallábamos a unos cien metros de las líneas alemanas, ocultas, como las nuestras, al otro lado de aquella grieta. A medida que íbamos bajando, cada vez más y más, notábamos cómo el sigilo y la reserva de la escena, así como el odio que nos acechaba a tan poca distancia, hacían que el silencio que nos rodeaba quedara ahogado por el sonido de profundas y misteriosas palpitaciones. De repente, un ruido estridente irrumpió en la escena, desbaratándola: el impacto de una bala de fusil contra el tronco de un árbol a escasos metros del lugar en que nos encontrábamos.

 

—¡Ahí está! ¡Es el tirador! —exclamó nuestro guía—. Dejemos de hablar, por favor. Se esconde por allí, en alguno de aquellos árboles. Y, si oye voces, dispara. Algún día descubriremos en qué árbol se oculta.

Continuamos, ahora en silencio, hasta dar con varios soldados que estaban sentados en el saliente de una roca, en uno de los lugares donde el «intestino» se ensanchaba. Parecían muy tranquilos, como si en vez de en una trinchera, estuvieran esperando unas jarras de cerveza en alguno de los cafés del bulevar.

—No sigan avanzando, por favor —dijo el oficial, impidiéndome el paso.

Y me detuve.

Así pues, parecía que, por fin, habíamos llegado. Allí estábamos: literalmente en primera línea. Cuando fuimos realmente conscientes de ello, el corazón se nos aceleró un poco, pero lo cierto era que, a excepción de algún que otro disparo efectuado por nuestro arbóreo oyente, y de la inmóvil concentración que seguía manifestando el soldado que nos daba la espalda y que permanecía atento a lo que pudiera ver al otro lado del agujero perforado en la valla de cañas, no sucedía nada que nos indicara que, en realidad, estábamos allí, y no a veinte kilómetros de distancia del frente de batalla.

Quizá nuestro capitán de chasseurs tuviera el mismo pensamiento que yo, dado que, cuando vio que nos disponíamos a dar la vuelta, dijo con su tono de voz más cordial:

—¿De verdad quiere usted continuar? ¿Quiere avanzar un poco más? Está bien… Entonces, vamos.

Dejamos atrás a los soldados sentados en la roca, y continuamos descendiendo, con el máximo sigilo, hacia la parte más profunda del barranco. El tirador había dejado de disparar y ahora no se oía nada que pudiera alterar el frondoso silencio, con la única salvedad del sonido de una intermitente llovizna. Habíamos llegado al final de la madriguera, y el capitán me indicó que podía echar un vistazo, con mucho cuidado, a lo que quedaba justo al otro lado, al doblar la esquina. Miré, y vi una pradera de un intenso color verde debajo de mí, y, más allá, riguroso, un precipicio arbolado. Eso era todo. «Ellos» estaban allí, en aquel precipicio; si hubiéramos dado unos pocos pasos, habríamos podido salvar el breve espacio que nos separaba del enemigo. Sin embargo, todo se mantenía en un absoluto silencio, en medio de la paz del bosque. Por unos instantes, una vez más, se apoderó de mí la impresión de que nos acechaba el mal, omnipresente e invisible. Sentía que todo el paisaje se hallaba inmerso en un furtivo vitriolo de odio. Pero, casi al instante, reaccioné con una total incredulidad, y pensé que en realidad me encontraba en una simple cañada, bastante inofensiva, tratando de sobrevivir, al igual que millones de otras personas en este planeta apacible. Nos dimos la vuelta y comenzamos a ascender de nuevo, curva tras curva, por el interior del «intestino». Dejamos atrás a los soldados, que seguían sin hacer nada, la silenciosa mitrailleuse, y volvimos a dar con el vigilante adherido al orificio, que nos oyó llegar, dejo pasar al oficial, y, de inmediato, volvió la cabeza hacia mí con un gesto de comprensión:

—¿Quiere mirar?

Dio un solo paso para apartarse ligeramente de su mirilla. Desde aquel lugar que se inclinaba hacia las profundidades, pude captar una amplia perspectiva del barranco. Y allí, con un ojo pegado a un agujero abierto en una empalizada de hojas atadas entre sí, de repente, pude ver algo por fin… Vi, en lo más hondo de la inofensiva cañada, a medio camino entre un precipicio y el siguiente, un uniforme gris que permanecía agazapado entre un montón de muertos.

—Lleva días ahí. No pueden bajar a buscarle —dijo el vigilante, que volvía a pegarse al orificio.

Y casi sentí alivio al descubrir que, después de todo, sí que había un enemigo tangible oculto allí abajo, al otro lado de la pradera.

Cuando regresamos al punto de partida, en la ciudad subterránea, ya se había puesto el sol. Los chasseurs-a-pied se dedicaban a vagar por los márgenes de la carretera, sin hacer nada, o a reunirse en distintos grupos en torno al coche para cuchichear. Hacía mucho tiempo que no veían rostros procedentes del otro lado: ese lado que habían abandonado hacía ya casi un año, y al que no se les había permitido regresar ni un solo día. Y, a pesar de todas sus bromas y del buen humor que demostraron en todo momento, la despedida que nos brindaron estuvo teñida por la nostalgia. A pesar de todo, la impresión que nos llevamos fue la de que esta fugaz remembranza del mundo que habían dejado atrás pasaría ante ellos como si se tratara de un sueño, y que, sin demasiado esfuerzo, sus pensamientos se dirigirían de nuevo, de inmediato, hacia la única realidad que tenían ante los ojos: la de que estaban allí para defender su pequeño pedazo de Francia.

No resulta sencillo explicar la razón por la que cualquiera que haya estado en el frente, aunque haya sido por poco tiempo, aprecia de inmediato la acusada determinación del soldado francés. Tal vez no se trate tanto de lo que dicen los soldados como de lo que se advierte en su mirada. Una mirada que no cambia jamás. Incluso en los momentos en que aceptan los cigarrillos de los demás o se dedican a intercambiar chistes sobre su vida en las trincheras… Aunque podamos pillarles desprevenidos, la mirada sigue ahí. Una mirada que nos persiguió en nuestro descenso por la montaña, entre la penumbra de los bosques. Charlamos, mientras bordeábamos el barranco abierto entre los dos ejércitos, acerca de la idea de que en el extremo más alejado de esa línea divisoria se hallaban los hombres que habían hecho la guerra mientras que, en el más cercano se hallaban los que se habían forjado en ella.

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EN EL NORTE

19 de junio de 1915

Nos encontrábamos en el camino que lleva de Doullens a Montreuil-sur-Mer. Era una magnífica tarde de verano. La carretera transcurría entre setos cubiertos de polvo, ahogados, literalmente asfixiados, por el paso masivo de las tropas de todos los ejércitos que avanzaban hacia el oeste. De vez en cuando se producía una pequeña interrupción en el torrente de tropas, y entonces nuestro coche podía zafarse y avanzar un poco. No obstante, lo habitual era que la marcha de nuestro vehículo se viera interrumpida cada pocos metros, y que debiéramos detenernos ante un nuevo ensanchamiento de la riada de soldados. En cuestión de segundos nos vimos expulsados a la cuneta, donde nos rodeó tal cantidad de polvo que nos pareció estar inmersos en una extraordinaria nube de irrealidad. El polvo era sofocante, pero lo que alcanzamos a ver a través de él resultó prodigioso.