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100 Clásicos de la Literatura

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En cualquier caso, aún no habíamos salido de ella mientras regresábamos a Châlons. Si en nuestra anterior visita la ciudad ya nos había parecido populosa, ahora se nos presentaba vibrante y bullendo a un ritmo enloquecido con la llegada de nuevas multitudes. El revuelo en torno a la fuente, en la plaza que se alzaba ante el Haute Mère-Dieu, resultaba más exagerado que nunca. Todo el mundo tenía prisa, todos pateaban el suelo y se salpicaban de barro al hacerlo, todos espoleaban a su caballo o manejaban las espadas o llevaban mensajes de un lado a otro o hallaban cualquier otra manera de colocarse la etiqueta que los identificara como miembros de la gran colmena militar. Dado que en la zona de guerra a los civiles se nos negaba el privilegio de llamar por teléfono e incluso de mandar un telegrama, resultaba bastante poco oportuno encontrarse al anochecer en semejante lugar repleto de gente, y no nos sorprendió en absoluto que nos informaran de que no quedaba ni una sola habitación disponible en el Haute Mère-Dieu, y de que incluso habían alquilado los sofás de la sala de lectura para pasar la noche. En todos los demás hoteles de la ciudad nos encontramos con la misma respuesta, así que finalmente decidimos pedir permiso para marcharnos a Epernay, a unos veinte kilómetros de distancia. En el cuartel general se nos informó de que nuestra petición no podía ser atendida. Los vehículos no estaban autorizados a circular tras la caída la noche por la zona de guerra, y el oficial encargado de la distribución de permisos para los automóviles nos indicó que, aunque hicieran una excepción con nosotros, lo más probable era que el primer centinela que nos encontráramos por el camino nos obligara a dar la vuelta, en cuyo caso no podríamos volver a entrar en Châlons… ¡a no ser que se nos concediera un nuevo permiso! Semejante perspectiva nos pareció tan alarmante que empezamos a considerarnos relativamente afortunados de hallarnos en el lado correcto de las puertas de la ciudad. Así que volvimos al Haute Mère-Dieu para apretarnos en un concurrido rincón del restaurante con la intención de cenar. La esperanza de que alguien hubiera abandonado de forma repentina el hotel en aquel intervalo no se materializó, pero después de la cena la dueña nos reveló que ciertas habitaciones estaban permanentemente reservadas para el uso del Estado Mayor, y que, dado que dichas habitaciones aún no había sido reclamadas, tal vez se nos podría permitir que las ocupáramos para pasar la noche.



En Châlons, el cuartel general estaba instalado en la prefectura, un edificio impasiblemente hermoso del siglo XVIII. Y allí, en un majestuoso vestíbulo de piedra, bajo la dorada rampa de una gran escalera rojo escarlata, esperamos, llenos de incertidumbre, entre ordenanzas y estafettes, a que se considerara nuestra inusitada petición. El resultado de la deliberación nos llegó acompañado de una expresión de pesar: no podían hacer nada por nosotros. Los oficiales podían llegar en cualquier momento procedentes del cuartel general central, y necesitarían las habitaciones. Eran ya las nueve de la noche, hacía un frío glacial, y nosotros comenzamos a deambular por la sala. Fue entonces cuando el amable oficial que tuvo que encargarse de comunicarnos que nuestra pretensión había sido desestimada, comenzó a compadecerse de la difícil situación en que nos hallábamos, y se ofreció a concedernos un laissez-passer para regresar a París. Pero París estaba a unos doscientos kilómetros de distancia, la noche era terriblemente oscura, el frío muy intenso, y, además, tendríamos que convencer a los centinelas apostados en cada cruce de carreteras y en cada paso a nivel de que teníamos autorización para pasar. Recordamos la advertencia que nos habían hecho esa misma noche, unas horas antes, y, tras declinar la oferta, salimos de nuevo al frío de la noche. Y, justo en ese instante, la fortuna se compadeció de nosotros. Horas antes, cuando estábamos en el hotel, nos habíamos topado con un amigo que estaba adscrito al Estado Mayor, y ahora, al encontrarnos con él de nuevo, y en muy serias dificultades, nos habló confidencialmente de ciertos alojamientos que podríamos encontrar a no demasiada distancia. Él no podía llevarnos hasta allí, debido a que a partir de una determinada hora no le estaba permitido caminar por las calles… Ni a él ni a nosotros, en realidad, ya que en Châlons el toque de queda comenzaba a las nueve. Pero nos dio instrucciones precisas para poder abrirnos paso a través del intrincado laberinto de pequeñas calles sin alumbrar que se entrecruzan por los alrededores de la catedral.



Allí de pie, junto al coche, en la helada oscuridad de la plaza desierta, nos susurró a toda prisa mientras se giraba para alejarse:



—No deberíais estar en la calle tan tarde… En cualquier caso, la palabra para esta noche es Jena. Cuando se la digáis al chófer, aseguraos de que no os oye ningún centinela.



Y dicho esto, subió los amplios escalones, dejó que las puertas de cristal se cerraran tras él, y allí nos quedamos nosotros, en medio de la oscura noche, negra como el azabache. Y, de repente, me sentí incapaz de creer que yo fuera realmente yo, o que Châlons fuera realmente Châlons, o que el mismo joven con el que quedaba en París para cenar y hablar de libros recién publicados o de obras de teatro recién estrenadas, acabara de susurrarme al oído una contraseña para que pudiéramos llegar hasta una casa situada a tan sólo unas calles de distancia, sin que nadie pudiera oponernos objeción alguna. Era tan abrumadora la sensación de irrealidad que me produjo esa única palabra que, durante un venturoso instante, todo lo que había experimentado, toda la enorme y opresiva e insalvable realidad de la guerra, se deshizo como lo haría una telaraña desgarrada, y me pareció ver de nuevo, detrás de todo aquello, el tranquilizador semblante que ofrecían las cosas antes de que todo cambiase.



La llegada de la mañana trajo consigo el desvanecimiento de esa imagen. Nos despertó un ruido de cañones que parecía incluso más próximo e incesante que el cañoneo de la primera noche en Verdún, y cuando salimos a la calle tuvimos la impresión de que, de la noche a la mañana, un nuevo ejército había brotado de la tierra. Teníamos que detenernos en cada esquina a causa de la prolongada marea de tropas que atravesaba la ciudad a raudales para dirigirse hacia las zonas periféricas del norte, y vimos, de esta manera, como en un friso que se desplegara ante nuestros ojos, cómo se producía el paso de las distintas divisiones: en primer lugar, la infantería y la artillería, los zapadores y minadores, y los interminables vagones de armas y municiones; a continuación, la larga hilera de furgonetas grises con los suministros; y, finalmente, los camilleros tras las ambulancias de la Cruz Roja. El relato completo de lo que era un día en la guerra estaba allí escrito: en aquella interminable y silenciosa procesión hacia el frente. Y nosotros volveríamos a leerlo, pocos días después, en el lacónico comunicado de que se «reanudaban las actividades» en Suippes, y que informaba de la sangrienta franja de terreno ganada entre Perthes y Beausejour.





EN LORENA Y LOS VOSGOS





Nancy, 13 de mayo de 1915



Junto a mí, en el escritorio, tengo un ramo de peonías; las alegres peonías rosáceas de aspecto redondeado que crecen en los jardines de las aldeas. Éstas han sido recogidas esta misma tarde en el jardín de una casa en ruinas de Gerbéviller: una casa tan calcinada y convulsa que, para hallar los epítetos más adecuados para describir su atroz estado, tendríamos que acudir a las palabras que emplearía un profeta hebreo al deleitarse con la caída de una ciudad de idólatras.



Desde que saliéramos ayer de París, hemos atravesado calles y más calles repletas de casas igualmente masacradas, y pueblos que aún se conmueven en sus últimos estertores. Y hemos visto cómo, en unos jardines recién rastrillados y regados, situados ante los negros agujeros que antes albergaban un hogar, o a lo largo del borde de esos abismos que una vez fueron calles, por todas partes, han brotado flores y manchas de vegetación. No he hablado de mis rosáceas peonías para hacer referencia a la trasnochada alegoría de la inocente naturaleza que viene a cubrir con un velo los estragos causados por el hombre. Las he puesto en esta página como un símbolo de la energía humana consciente, que vuelve a plantar y a construir sobre lo que ha quedado convertido en un desierto.



Los pueblos que fuimos dejando atrás en Argonne durante el pasado mes de marzo parecían estar prácticamente muertos; pero ayer descubrimos que la vida brotaba de nuevo por todas partes. Estábamos siguiendo una ruta diferente: la trazada por uno de los grandes zarpazos que la bestia había lanzado el pasado mes de septiembre sobre la zona, entre Vitry-le-François y Bar-le-Duc. Las víctimas de este nuevo grupo eran Etrepy, Pargny, Sermaize-les-Bains, Andernay… Sermaize era un bonito lugar que servía de remanso en las boscosas laderas; las otras aldeas, por su parte, contaban con pequeñas granjas repartidas por los alrededores… Ahora todo aquello no era más que un montón de manchas escrofulosas sobre el suave cuadro primaveral. Sin embargo, hemos escuchado en muchas de ellas el sonido de los martillos, y hemos visto cómo albañiles y mamposteros se ponían manos a la obra. Hemos descubierto indicios del regreso de la vida incluso a los lugares más castigados: niños jugando entre montones de piedras, y, de vez en cuando, algún rostro adulto y prudente que se asoma desde un cobertizo que milagrosamente ha quedado en pie entre las ruinas. En alguna parte vemos cómo un antiguo tranvía se ha convertido en un café, al que han bautizado con el nombre de Au Restaurant des Ruines, y, por todos lados, en aquellos jardines tan cuidadosamente organizados que prosperan entre los calcinados muros, despuntan las rectas hileras de rábanos y lechugas.

 



Desde Bar-Le-Duc nos dirigimos hacia el noreste y, a medida que vamos adentrándonos en el bosque de Commercy, empezamos a escuchar de nuevo la Voz del Frente. Aquél era el día más cálido y sosegado de mayo, y, en el claro en que nos detuvimos para almorzar, el familiar sonido de los cañones se apoderó del silencio del mediodía con un estruendo descomunal. En los intervalos entre explosión y explosión no se oía nada, con la única excepción del zumbido de los mosquitos que volaban bajo la húmeda luz del sol, y de la llamada del cuco, como de dríade, que nos llegaba desde profundidades más frondosas. Vimos, al final del sendero, cómo pasaban unos soldados de caballería con sus ropas de un ya muy raído azul, y los flancos de sus caballos brillantes como castañas maduras. Se detuvieron a charlar y aceptaron unos cigarrillos. Cuando volvieron a alejarse, el mosquito, el cuco y los cañones retomaron su trío.



El pueblo de Commercy parecía tan incólume que todo aquel estremecedor cañoneo bien podría haber sido un eco desatendido procedente de las colinas. Estos pueblos fronterizos, habituados a los embates de la guerra, siguen entregándose a sus actividades cotidianas con una actitud que podríamos tachar de imperturbable, si no supiéramos que existen palabras más adecuadas, y más fieles, para definir esa actitud. En Commercy, por cierto, ahora no hay muchas actividades cotidianas a las que entregarse, excepto aquellas relacionadas con la ocupación militar, pero el pacífico aspecto de las soleadas y somnolientas calles hace que nos preguntemos si los enfrentamientos se están produciendo realmente a menos de ocho kilómetros de distancia… Y todavía, en una especie de extraña distorsión de su orgullo nacional, los franceses insisten en decir de sí mismos que son un pueblo «nervioso e impresionable».



Esta tarde, en la carretera de Gerbéviller, volvemos al seguir el recorrido de la invasión de septiembre. Sobre todas esas laderas que ahora se nos presentan serenas y tranquilas bajo el follaje de la primavera, se desarrollaron los combates de una guerra que avanzó y retrocedió durante aquellos voraces días de otoño, y la lucha ha dejado su horrible rastro en cada metro. Los campos están llenos de cruces de madera, que quedan a salvo gracias a los límites que, en torno a ellas, traza la reja del arado; muchas de las aldeas han quedado parcialmente destruidas, y, en determinados puntos dispersos, la presencia de un lugar en ruinas señala el núcleo principal de un combate aún más feroz. Sin embargo, el paisaje, en su primera y dulce fecundidad, se muestra tan lleno de vida gracias a las labores de labranza, de siembra y de todas las otras tareas propias de la primavera, que las cicatrices de la guerra se presentan como las huellas de una tragedia acontecida muchos años atrás. Y no sería hasta después de haber doblado una nueva curva de la carretera, que nos ofreció de lleno la perspectiva de Gerbéviller, cuando empezáramos a respirar de nuevo el asfixiante aire del horror.



Gerbéviller, un lugar tranquilamente recostado sobre las laderas del Meurthe, debió de constituir en el pasado un enclave privilegiado para vivir. Las calles ascendían entre desperdigadas casas con jardín hacia el gran castillo de Luis XIV, que se elevaba sobre el pueblo, y hacia la iglesia que le servía de contrapeso. Aquello fue todo lo que logramos captar en nuestro primer atisbo del valle, pero cuando nos adentramos en el pueblo, todo el paisaje se fundió en el caos. Gerbéviller ha asumido para sí el título de «pueblo mártir», un honor que podrían disputarle otras muchas poblaciones igualmente masacradas. Pero lo cierto es que resulta difícil imaginar que ninguna de ellas pueda superar aquella terrible imagen de destrucción. Sus ruinas parecen haber sido vomitadas desde las profundidades y, a la vez, arrojadas desde el cielo, como si el pueblo entero se hubiera visto sometido a los monstruosos y simultáneos efectos de un terremoto y un tornado; y logra llenarnos de fría desesperación el saber que no fue un accidente de la naturaleza lo que produjo esta doble destrucción, sino la mano del hombre en una acción fervorosamente planificada y metódicamente ejecutada. Desde las colinas que se elevan justo al otro lado, el pobre pueblecito rodeado de jardines fue bombardeado como si se tratara de una fortaleza de acero y, a continuación, tras la entrada de los alemanes, una tras otra, fueron incendiadas todas las casas. Más tarde, en el momento preciso, uno de los biplanos cargados de explosivos que el impávido teutón llevaba consigo para repetir la hazaña del Lusitania, pero esta vez en tierra, soltó su carga sobre cada hogar. Estaba todo tan bien hecho que cabe preguntarse —casi pidiendo disculpas ante la meticulosidad alemana— si alguna de las ratas humanas lograría escapar de su agujero. Y, en efecto, algunos lo consiguieron, pero entonces las acechantes bayonetas se encargaron diligentemente de acabar con ellos.



Una anciana, al oír el grito mortal de su hijo, se asomó imprudentemente a la puerta de su casa. Una bala derribó su cuerpo en el acto, dejándolo tendido entre sus polemonios y sus lirios; y, allí, en su pequeño jardín, su cadáver fue deshonrado. Parecía particularmente apropiado, ante semejante escena, leer el cartel que, situado en la parte superior de una puerta ennegrecida, decía: «Monuments Funèbres», y observar que la casa a la que una vez perteneció aquella puerta constituía el límite de una angosta calle llamada La Ruelle des Orphelines.



En un extremo de la calle principal de Gerbéviller hubo una vez una casa encantadora, construida bajo los sobrios preceptos del estilo tradicional de la región de Lorena, con una puerta baja, un amplio tejado y un gran hastial. Fue en el jardín de esta casa donde el propietario, el señor Liegeay, un exalcalde de Gerbéviller que fue testigo de todos los horrores de la invasión, se encargó de recoger las rosáceas peonías para mí.



El señor Liegeay vive ahora en la bodega de un vecino, ya que la suya quedó totalmente cubierta por los escombros de su encantadora casa. Nos habló de los tres días de ocupación alemana; de cómo él, su esposa, su sobrina y los hijos de su sobrina se escondieron en la bodega mientras los alemanes incendiaban su vivienda, y de cómo descubrieron, a través de una puerta que daba al patio de los establos, que los soldados empezaban a sospechar que estaban allí dentro, e intentaban llegar hasta ellos. Afortunadamente, los incendiarios habían cubierto de madera y paja todo el exterior de la casa, y las llamas ascendían con tanta fuerza que impedían que los soldados pudieran acercarse siquiera. Entre el arco de la puerta y la propia entrada había una abertura con forma de media luna, y el señor Liegeay y su familia, a lo largo de tres días y tres noches, se dedicaron a destruir los barriles de la bodega y a lanzar los pedazos de madera por esa misma abertura para mantener vivo el fuego del patio.



Por último, al tercer día, cuando empezaron a temer que las ruinas de la casa pudieran derrumbarse sobre ellos, decidieron salir corriendo para ponerse a salvo. La casa estaba situada a las afueras del pueblo, y las mujeres y los niños corrieron lo suficiente como para adentrarse en el campo, pero un soldado alemán sorprendió al señor Liegeay en su jardín. Él echó a correr hacia el alto muro que separaba su propiedad del cementerio contiguo, y, tras escalarlo con mucha dificultad, resbaló y cayó en un hueco que se abría entre la pared y una gran cruz de granito. La cruz estaba cubierta con las horrorosas coronas de alambre y cristal que tanto gustan a los dolientes franceses, y, con la colocación de tan oportunos recuerdos encima, el señor Liegeay logró esconderse y permanecer tumbado en su estrecho refugio desde las tres de la tarde hasta la noche, mientras escuchaba las voces de los soldados que intentaban encontrarle entre las lápidas. Por suerte, aquél era el último día de los alemanes en Gerbéviller, y esa retirada le salvaría la vida.



Incluso estando en el mismo centro de Gerbéviller, lo cierto es que no hallamos tanta destrucción en ninguna otra parte como la que vimos en el preciso lugar en que se había ubicado el exalcalde para relatarnos su historia. El hombre miró a su alrededor y clavó los ojos en un montón de ladrillos ennegrecidos y hierros retorcidos:



—Este era mi comedor —dijo—. Las paredes estaban decoradas con bonitos y antiguos revestimientos de madera, y teníamos también algunos grabados que mi abuelo recibió como regalo de boda. —A continuación nos llevó hasta otro lugar en que se abría un nuevo socavón—. Aquí estaba nuestra sala de estar. Pueden apreciar las vistas que teníamos desde aquí. —Suspiró, y añadió filosóficamente—: Supongo que teníamos demasiadas cosas. Disponíamos hasta de luz eléctrica ahí fuera, en la terraza, para poder leer el periódico durante las noches de verano. Sí, teníamos demasiadas cosas…



Eso era todo.



Mientras tanto, el pueblo entero se había teñido del rojo del horror: llamas y disparos y torturas innombrables. Y, en el otro extremo de la amplia calle, una mujer, una Hermana de la Caridad, había sabido defenderse, como ya lo hiciera Sœur Gabrielle en Clermont-en-Argonne, y había conseguido que su rebaño de ancianos y niños se mantuviera unido en torno a ella tras interponer su pequeña y robusta figura entre sus protegidos y la furia de los alemanes. La encontramos en su hospicio, y vemos que se trata de una mujer rubicunda e indómita que nos enumera con sosegada indignación, con más emoción que invectivas, los horribles detalles de aquellos tres días sangrientos. Pero todo eso pertenece ya al pasado, y ahora le preocupa mucho más la necesidad de abastecer de ropa y alimentos a los habitantes de Gerbéviller, dado que dos tercios de la población ha «regresado a casa». ¡Esa es la expresión que utilizan cuando se refieren a los que han regresado a este desierto!



—Como ve —nos explicó la hermana Julie—, hay tierras que cultivar, jardines que atender… Así que tenían que regresar. El gobierno está construyendo albergues de madera para todos ellos, y la gente nos mandará, con toda seguridad, colchones y ropa de cama. (Por su tono de voz, parecería impensable que no lo hicieran). Y también botas fuertes. Botas para los trabajadores del campo. Las queremos para los hombres y también para las mujeres. Así, como éstas. —Sœur Julie, sonriente, nos mostró una suela con tachuelas—. Yo misma he dirigido las labores en la granja de nuestro hospicio, y ahora todas las mujeres están trabajando en el campo. Tenemos que llenar el hueco dejado por los hombres.



Y me pareció ver cómo mis peonías rosáceas florecían justo en las huellas de sus resistentes botas.



14 de mayo



Nancy, el pueblo más bonito de Francia, no ha sido nunca tan hermoso como ahora. Cuando regresamos la pasada noche, después de recorrer tantos lugares en ruinas, se nos ocurrió pensar que hasta la más humilde de las Hermanas que hubieran tenido que sacrificarse para evitar que la desolación se asentara también aquí, suplicaría (con nosotros) que nadie que pudiera admirar toda esa perfección se olvidara de ellas… Una perfección que tanto había costado conservar.



La última vez que contemplé el gran conjunto arquitectónico de la place Stanislas fue en el transcurso de una calurosa noche de julio: la noche de la Fiesta Nacional. La plaza y las principales avenidas que iban a dar a ella estaban atestadas de gente, y, con la llegada de las primeras sombras de la noche, los proporcionados perfiles de arcos y palacios emergieron bajo la iluminación de muy diversas tonalidades. Montones de lámparas dispuestas en guirnaldas colgaban de los soportales que conducían a la place de la Carrière, enormes llamaradas de vistosos colores brillaban desde el Arco de Triunfo, prolongadas curvas llenas de resplandor se sacudían como en un batir de alas por encima de los matorrales del parque, de las esculturas de las fuentes, del follaje marrón y oro de las grandes puertas de Jean Lamour, y, bajo todo este techado de luz, crecía el rumor de una multitud feliz que celebraba de manera despreocupada, siguiendo la tradición, unas victorias ya medio olvidadas.



Ahora, con la puesta del sol, en Nancy cesa cualquier forma de vida y van cayendo, uno tras otro, los velos del silencio sobre la desierta plaza y sobre todas las calles, igualmente vacías, que allí desembocan. La pasada noche, a eso de las nueve ya habían apagado las pocas luces que pudieran quedar encendidas; todas las ventanas habían sido cubiertas y la noche sin luna se tendió sobre la ciudad como un dosel de terciopelo. Más tarde, desde algún punto remoto, el arco de un reflector barrió el cielo; depositó sobre la oscurecida fachada del palacio una efímera palidez y sobre las invisibles puertas un destello dorado; palpitó sobre la negra bóveda, y, luego, desapareció haciendo que esta pareciera aún más negra. Cuando salimos del sombrío restaurante situado en una de las esquinas de la plaza, y cayó tras nosotros, a toda prisa, la cortina de hierro de la entrada, nos pareció estar inmersos en una oscuridad tan absoluta que precisamos de la amable ayuda de un camarero para llegar hasta el bordillo de la acera. Luego, a medida que nos fuimos acostumbrando a la oscuridad, vimos que ésta resultaba más densa bajo la columnata de la place de la Carrière y los recortados árboles que crecían más allá. Los ordenados bloques arquitectónicos se convirtieron en algo augusto, los espacios existentes entre ellos pasaron a ser inmensos, y el cielo negro, débilmente sembrado de estrellas, pareció recubrir una ciudad encantada. No se oía un solo paso. No se movía una sola hoja. No corría ni un soplo de viento bajo los arcos. Y, de repente, a través de la muda noche, nos llegó el sonido de los cañones.

 



14 de mayo



Almuerzo con el Estado Mayor en una antigua casa burguesa situada en un pequeño pueblo que parece tan somnoliento como Cranford. En el interior de los cálidos jardines vallados todo parecía florecer a la vez: los laburnos, las lilas, los espinos, los rosales de Banksia y todas esas agradables plantas que crecen con el boj y el espliego en los arriates. ¡Las flores nunca habían respondido con tanta diligencia a la llamada de la primavera! Arriba, en el dormitorio estilo Imperio que el general había convertido en su estudio, resultaba divertido e incongruente contemplar cómo el sólido y provinciano mobiliario se hallaba atestado de mapas del frente, de planos de las trincheras, de fotografías de aviones y de toda la documentación propia de la guerra moderna. Al otro lado de las ventanas zumbaban las abejas, las hojas del jardín susurraban agitadas por el viento, y sabíamos que, muy cerca, justo detrás de los muros de los otros jardines, seguía desarrollándose en calma la plácida y ordenada vida burguesa.



Salimos temprano hacia Mousson, cerca del Mosela. Se trata de una fortaleza en ruinas que se alza sobre una colina, y que da nombre al pueblo —mucho más conocido— que se asienta a sus pies. La carretera se deslizaba bajo la prolongada sierra de la Grande Couronne, esa sucesión de alturas que gira hacia el sureste, desde Pont-à-Mousson hasta Saint Nicolas du Port. Todo este horizonte tan agradable y accidentado tembló y se agitó el pasado otoño bajo los avances de la batalla. Pero quedan pocas huellas de aquellos días, con la salvedad de las cruces de madera que salpican los campos. Ya no hay tropas a la vista, y un pacífico paisaje agreste ha venido a ocupar el lugar de aquel otro paisaje de guerra que el pasado mes de marzo hiciera de Argonne un lugar tan trágico. Descubrimos, por la carretera que nos lleva hacia Mousson, una aldea de aspecto italiano que destaca sobre la cumbre de una colina. Marca el punto exacto en el que se contuvo, el pasado mes de agosto, la invasión alemana, y a partir del cual, finalmente, comenzó su repliegue. Y la Musa de la Historia señala que durante mucho tiempo, en esta misma colina, se alzó una estela conmemorativa en la que podía leerse: «Aquí, en el año 362, Jovino venció a las hordas teutónicas».



En nuestro ascenso hacia Mousson, dejamos el coche un poco más arriba, tras una pequeña elevación del terreno. Las líneas alemanas atravesaban el camino, y cabía pensar que unos caminantes (a no ser que fueran en grupo) estarían menos expuestos que un coche a recibir la descarga de la artillería. Avanzamos bajo un torrencial cielo gris que descargaba sobre nosotros toda la lluvia almacenada en sus entrañas. Nos detuvimos al abrigo del castillo para contemplar el valle del Mosela, los tejados de pizarra de Pont-à-Mousson y el puente destruido que una vez sirvió para unir las dos partes del pueblo. De no ser por la escena del puente destrozado, no habría nada a nuestro alrededor que indicara que nos encontrábamos a las mismas puertas de la guerra. El viento era demasiado fuerte como para que se pudiera disparar. Y no había razón alguna para creer que el bosque que se alzaba justo detrás del tejado del hospicio que se hallaba a nuestros pies estuviera cosido de trincheras alemanas y cargado de armas de fuego; o que en cada una de las laderas del valle el ojo de un cañón estuviera vigilándonos, insomne. No obstante, lo cierto es que los alemanes estaban allí, delimitando con un cerco de hierro tres de las caras de la torre de vigilancia. Al asomarnos por una tronera de las antiguas murallas, empezamos a adivinar lo que sentirían los habitantes del pequeño burgo medieval al contemplar cercos similares trazados por sus propios invasores. Cuanto más pensábamos en ello, más opresiva y amenazante se nos hacía la invisibilidad del enemigo. «Están allí… Y allí. Y allí…». Forzamos la vista tanto como pudimos, pero sólo fuimos capaces de apreciar el espectáculo de las tranquilas laderas con sus adormiladas granjas. Era como si la misma tierra fuera el enemigo, como si las hordas del mal residieran entre los terrones y las briznas de hierba. Sólo un cerro cónico próximo a nosotros mostraba un extraño dibujo artificial, como si montones de hormigas gigantes se hubieran dedicado a marcarlo con unas protuberancias que se entrecruzaban. Nos dijeron que eran las trincheras francesas, pero aquello tenía un aspecto mucho más inofensivo: parecía tratarse de los restos de un asentamiento prehistórico.



De repente, un oficial nos dijo, mientras apuntaba con un dedo hacia el oeste de aquella colina recorrida por las trincheras:



—¿Ven esa granja? —Se trataba de una casa que se alzaba justo debajo, cerca del río, y tan próxima a nosotros que cualquiera con buena vista habría podido distinguir con facilidad la presencia en el corral de hombres o animales; si es que había hombres o animales cuya presencia poder distinguir. Pero todo el lugar parecía dormir el sueño de una paz bucólica—. Allí están —dijo el oficial.



La inocente estampa que me ofrecían los gemelos, enmarcada, me devolvió de pronto una mirada que parecía provenir de una máscara humana cargada de odio. Ni el más ruidoso de los cañoneos había logrado que «ellos» se me mostraran tan reales.



En esta zona, las líneas militares y la antigua frontera política se solapan constantemente y, en una de las hendiduras de las boscosas colinas que ocultan las baterías alemanas, vimos una masa de color oscuro que destacaba sobre el gris horizonte. Se trataba de Metz, la ciudad prometida, con sus hermosos campanarios y sus torres, que surgía como el estandarte místico que viera el emperador Constantino en el cielo…



Bajamos la colina a trompicones hasta el río, atravesando huertos y húmedos viñedos, y entramos en Pont-à-Mousson. Pudimos llegar hasta allí gracias a una cuestión de simple buena suerte meteorológica, ya que si hubieran dormido los vientos, habrían despertado las armas, y, cuando estas despiertan, el pobre Pont-à-Mousson no se muestra muy hospitalario con los visitantes. Una actitud que los mismos visitantes comprenden a la perfección en cuanto ponen un pie en el jardín —situado a orillas del río— del gran monasterio premonstratense, que ahora hace las funciones de hospital y asilo para todo el pueblo. Entre los recortados tilos y los simétricos arriates, los proyectiles alemanes han excavado tres o cuatro «horribles hoyos», en uno de los cuales, la semana pasada, murió una niña. La fachada del edificio se nos muestra cubierta de las marcas dejadas por los disparos —como si se tratara de las huellas de la viruela—, y desfigurada por los enormes agujeros. Sin embargo, en el interior de este precario refugio, la hermana Theresia, de la misma raza indomable que las hermanas de Clermont y Gerbéviller, ha formado un heterogéneo grupo compuesto por una serie de soldados heridos en las trincheras, civiles destrozados por los bombardeos, éclopés, ancianas y niños: las ruinas humanas de este sector del frente que se ve tan golpeado por la tormenta. La hermana Theresia no muestra desconcierto alguno por el hecho de que las bombas sigan pasando continuamente por encima de su cabeza. El edificio es inmenso y consta de varias alas, de modo que, cuando una parte resulta afectada, ella recoge a sus protegidos, con su cama y equipaje, y se los lleva a otra. Je promène mes malades, nos explica con calma, como si alardeara de las muchas habitaciones con que cuenta, a la manera de un hospital ultramoderno. Mientras, nos guía