Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

A medida que avanzábamos hacia Sainte-Ménehould, los nombres que íbamos viendo en el mapa nos indicaban que, justo al otro lado de la sierra que corría paralela a la carretera, a unos diez o doce kilómetros hacia el norte, se alzaba el lugar en que se habían encontrado los dos ejércitos. Aún no se oía el sonido de los cañones, y sólo hallamos la primera prueba de la proximidad del combate al doblar una de las curvas de la carretera, cuando dimos con una larga hilera de figuras cubiertas de gris que marchaban pesadamente hacia nosotros entre las bayonetas de sus captores. Esta «pieza» recién capturada en las colinas estaba compuesta por un grupo de hombres muy robustos. Sus integrantes parecían tener la edad idónea para la batalla, y por su aspecto se diría que no habían sufrido demasiada escasez y que la guerra no les había castigado tanto como cabría esperar. Sus rostros, anchos y sonrosados, se mostraban inexpresivos, reservados; en ningún caso desafiantes ni desdichados. No parecían estar muy preocupados por lo que les pudiera deparar el destino.



El salvoconducto que nos habían entregado en las oficinas centrales del cuartel general nos permitió llegar hasta Sainte-Ménehould, en la frontera de Argonne. Pero, una vez allí, tendríamos que solicitar una ampliación de dicho permiso en el cuartel general de la división. El Estado Mayor se había establecido en una casa considerablemente incómoda para la ocupación alemana. Habían improvisado una serie de despachos con unos paneles de madera, y allí, sentados en un sofá de damasco muy raído sobre el que colgaban unos carteles de obras de teatro, en medio de un pasillo vacío y con una cama cubierta con una colcha de color ciruela situada justo delante de nosotros, escuchamos durante un buen rato el bullicio de los teléfonos, el golpeteo de las máquinas de escribir, el continuo zumbido del dictado y el apresurado ir y venir de los mensajeros y ordenanzas. Se nos entregó la ampliación de la autorización de inmediato, y se nos solicitó de manera muy cortés que continuáramos nuestro viaje hacia Verdún tan rápido como nos fuera posible, ya que esa tarde no querían tener vehículos civiles circulando por la carretera. Semejante petición, unida a la incesante actividad que pudimos percibir en el interior del cuartel general, nos puso sobre aviso de que debían de estar pasando muchas cosas al otro lado de la pequeña cadena montañosa que se alzaba más al norte. Pronto íbamos a averiguar de qué se trataba.



Salimos de Sainte-Ménehould a eso de las once de la mañana, y antes de las doce ya estábamos llegando a las puertas de una aldea bastante extensa situada en una loma, desde la que pudimos contemplar las grandes extensiones de tierra que se desplegaban a derecha e izquierda. Las primeras casas no nos llamaron especialmente la atención, ya que no mostraban ninguna característica inusual, pero en cuanto llegamos a la calle principal, tras una curva que descendía en picado, tuvimos ante nosotros un larguísimo tramo cubierto de ruinas: los restos calcinados de Clermont-en-Argonne, destruido por los alemanes el 4 de septiembre. El pueblo —ya que se trataba de una población lo suficientemente amplia como para que no se la considerase meramente una aldea— disfruta de un emplazamiento tan independiente y majestuoso que su pobre estado actual resulta aún más lamentable. Puede verse desde tan lejos, y a través de las destrozadas tracerías de su iglesia en ruinas pueden contemplarse tan amplios y hermosos paisajes… No cabe duda de que su propia belleza intensificó la satisfacción de aquellos que se encargaron de reducirla a cenizas.



En el punto más lejano de lo que una vez fuera la calle principal, había sobrevivido otro pequeño puñado de casas. Entre ellas destacaba el asilo de ancianos. Cuando las autoridades de Clermont salieron huyendo, allí se quedó la hermana Gabrielle Rosnet para defender a aquellos que se hallaban a su cargo, y allí, desde entonces, ha estado cuidando de los heridos que llegan sin cesar desde el frente oriental. Encontramos a Sœur Rosnet con sus hermanas preparando la comida del mediodía para sus pacientes en la pequeña cocina del hospicio; una cocina que hace las veces de comedor y de despacho privado. Insistió en que teníamos que sacar tiempo de donde fuera para compartir con ellos el filet y las patatas fritas que estaban a punto de retirar de la lumbre, y, mientras comíamos, nos fue contando su particular historia de la invasión; de cómo derribaron las puertas del hospicio à coups de crosse y de cómo los oficiales de gris irrumpieron en su interior con sus revólveres para encontrársela a ella allí, haciéndoles frente, en el gran vestíbulo abovedado, «con la única compañía de mis ancianos y de mis hermanas». Sœur Gabrielle Rosnet es una mujer pequeña y oronda, muy activa, con un rostro rojizo y despierto similar a los que parecen observarnos con calma desde el oscuro fondo de algunos cuadros flamencos. Sus ojos azules se muestran llenos de calidez y de buen humor, y su relato está salpicado de risas e indignación a partes iguales. No escatima en epítetos a la hora de referirse a ces satanés allemands —estas hermanas y enfermeras del frente han visto cosas capaces de secar hasta la última gota de compasión que pudiera quedarles—, pero, por encima de todo el horror de aquellos atroces días de septiembre, con Clermont en llamas y viendo, a su alrededor, los rostros desvalidos de aquellos que no habían logrado huir y que temían la constante amenaza de una nueva masacre, ella ha logrado conservar la habilidad de saber reconocer los pequeños e inevitables absurdos de la vida, como cuando no supo cómo dirigirse al oficial al mando:



—Era tan alto que no podía ver sus galones —y añadió, con una especie de admiración renuente en los ojos—: Et ils étaient tous comme ça.



Mientras otra hermana quitaba la mesa y empezaba a servirnos el café, entró una mujer para decirnos, con toda la naturalidad del mundo, que en el valle habían comenzado los enfrentamientos. Y añadió con calma, mientras metía nuestros platos en una cuba, que acababa de caer un obús a tan sólo dos o tres kilómetros de distancia, y que, si queríamos, podíamos ver el desarrollo de las ofensivas desde un jardín que quedaba enfrente del hospicio. No tardamos mucho en llegar a ese jardín. Seguimos los pasos de Sœur Gabrielle, que nos mostró el camino dando tumbos por las escaleras de una casa situada al otro lado de la calle, y pronto salimos a una terraza cubierta de hierba y llena de soldados.



Los cañones tronaban sin descanso y parecían estar tan cerca que resultaba desconcertante divisar desde allí tan sólo zonas vacías en una colina que no se diferenciaba en nada de las demás. Por suerte, alguien tenía unos gemelos y con ellos, de repente, pudimos ver muy de cerca un pequeño fragmento de la batalla de Vauquois: la carga de la infantería francesa que ascendía por la ladera; la ligereza con que, más abajo, se dispersaba el humo procedente de las armas francesas; y, en lo más alto, en la boscosa cima recortada sobre el cielo, los rojos relámpagos y las blancas bocanadas de humo de la artillería alemana. «Rap, rap, rap», respondían las armas, mientras las tropas seguían avanzando hasta desaparecer en el interior de un bosque lamido por lenguas de fuego. Y allí seguíamos nosotros, atónitos por el hecho de haber tropezado de modo casual con este episodio de la gran contienda subterránea.



A pesar de que Sœur Rosnet había visto ya demasiadas escenas similares como para llegar a conmoverse, lo cierto es que se vio embargada por una viva curiosidad, y se situó a nuestro lado, bien plantada en el barro, con los gemelos pegados a los ojos o riéndose mientras se los pasaba a los soldados. No obstante, cuando nos giramos para irnos, nos dijo:



—Debemos estar preparadas. Se nos ha comunicado que esta noche llegarán otros cuatrocientos.



Y el brillo de sus bondadosos ojos languideció.



Sus cálculos se verían dramáticamente superados; como averiguaríamos quince días más tarde gracias a un communiqué de tres columnas, la escena a la que asistimos constituyó nada menos que el primer acto del exitoso asalto al elevado pueblo de Vauquois, un asentamiento de primera importancia para los alemanes, ya que enmascaraba sus operaciones al norte de Varennes y, además, disponía de una vía férrea que se había estado utilizando desde septiembre para avituallar y enviar refuerzos a los ejércitos de Argonne. Habían tomado Vauquois a finales de septiembre, y el lugar se había convertido en algo parecido a una fortaleza inexpugnable debido a su sólido emplazamiento en un escarpado promontorio. Pero el ataque que avistamos desde el jardín de Clermont, el domingo 28 de febrero, condujo a las victoriosas tropas francesas hacia la cima, donde lograrían hacerse con el control de una parte de la aldea. Esa misma noche los franceses fueron expulsados de la zona, pero la recuperarían tras cinco días de heroicos combates de excepcional violencia, y ahora están allí, bien asentados en una posición descrita como «de vital importancia para el desarrollo de las operaciones».



—Pero ¿a qué precio? —nos preguntaba la hermana Gabrielle cuando volvimos a vernos unos días más tarde.





II





Había llegado el momento de recordar nuestra promesa: debíamos abandonar Clermont lo antes posible. Pero, a pocos kilómetros de distancia, nos llamó poderosamente la atención el que sobre una de las casas de otra aldea apareciera el símbolo de la Cruz Roja. La casa no era más que una especie de cabaña, y el lugar —llamado Blercourt— un simple villorrio de pequeñas casas y establos dispersos. Un punto que pasaba tan desapercibido que resultaba factible el que fuera precisamente allí donde más necesarios resultaran los suministros.



Un camillero fue a buscar al médecin-chef, y avanzamos tras él por los embarrados caminos recorriendo, una tras otra, las casas en las que, con admirable ingenio y prácticamente partiendo de cero, había logrado organizar un hospital de segunda línea que contaba con lo más indispensable: aparatos de esterilización y desinfección, una sala de curas, una farmacia, una leñera bien equipada, y una cocina limpia con un fuego vivo en la que poder preparar tisanes. Un destacamento de caballería se había acuartelado en la aldea, convertida ahora en una gran ciénaga debido al constante pisoteo de los cascos de los caballos, y, mientras seguíamos sus pasos con mucho cuidado de casa en casa, el médico nos contó que debía salvaguardar los expedientes a su cargo en las mismas y escasas casuchas en que se hacinaban sus pacientes. Aquélla era una queja que íbamos a escuchar en otras muchas ocasiones a lo largo de esta línea del frente, ya que las tropas y los heridos se amontonan a miles en pueblos que, como mucho, pueden dar cobijo a cuatrocientas o quinientas personas. La destreza y la dedicación con que el médico se enfrentó a las dificultades y logró acomodar a sus pacientes nos parecieron dignas de admiración.

 



Cuando regresamos a la carretera, el doctor nos preguntó si nos gustaría ver la iglesia. Eran casi las tres, y el cura estaba tocando la campana de vísperas en el pórtico inferior. Empujamos las puertas interiores, y entramos. La iglesia no tenía división alguna, y en la nave había cuatro filas de camastros de madera cubiertos con mantas marrones. En casi todos ellos yacía un soldado: eran los «casos más graves». Muy pocos estaban heridos; casi todos tenían fiebre, sufrían congelación o estaban aquejados de bronquitis, pleuresía o alguna otra enfermedad de las trincheras, en un estado demasiado grave como para permitir su traslado a algún otro emplazamiento más alejado del frente. Cuando entramos, una o dos cabezas se agitaron sobre sus almohadas, pero lo cierto es que casi ningún hombre se movió.



El cura, mientras tanto, tras salir de la sacristía, se situó ante el altar con sus vestiduras, seguido de un pequeño monaguillo muy pálido. Un grupo de mujeres, probablemente la única población «civil» que quedaba en la aldea, y algunos soldados que ya habíamos visto antes, habían entrado en la iglesia y ahora estaban de pie, juntos, entre las filas de camastros. Comenzó el servicio. Era una tarde sin sol, y toda la escena se desarrolló bajo las monásticas tonalidades del blanco, el negro y el gris ceniza: los enfermos cubiertos con sus mantas de color tierra, sus lívidos rostros sobre las almohadas, los negros vestidos de las mujeres (todas ellas parecían estar de luto) y la bruma plateada que brotaba del incensario del pequeño monaguillo. La única luz que alumbraba el cuadro —la de la vela que brillaba en el altar, y que emitía sus reflejos sobre los bordados de la casulla del cura— era como un tenue haz de luz que procediera del sol poniente de un atardecer de invierno.



Las prolongadas cadencias del latín sonaron por un instante en el interior de la iglesia, pero el cura comenzó en seguida el Cántico del Sagrado Corazón en francés, compuesto durante la guerra de 1870, y la pequeña congregación unió sus temblorosas voces en el estribillo:



Sauvez, Sauvez la France,



Ne l’abandonnez pas!



La reiterada súplica se elevó en un sollozo por encima de los cuerpos dispuestos en filas en la nave: Sauvez, sauvez la France, gemían las mujeres cerca del altar. Los soldados repetían las mismas palabras desde la puerta con voces más fuertes, pero los cuerpos tendidos en los camastros no se movían y, según iba declinando el día, la iglesia parecía ir adquiriendo el cariz de un sosegado cementerio situado en medio del campo de batalla.



Cuando salimos de Sainte-Ménehould, tuvimos la vívida impresión de que la guerra se hallaba aún más próxima, apoderándose de todo. Cada uno de los caminos que se abrían hacia la izquierda era como un dedo que se extendiera hacia una herida abierta: Varennes, Le Four de Paris, le Bois de la Grurie no quedaban a más de catorce o quince kilómetros al norte. A lo largo de nuestra propia carretera, el flujo de furgonetas y de vagones cargados de municiones era cada vez mayor y más frecuente. En una ocasión vimos cómo una larga serie de «setenta y cincos» subían en fila india la ladera de una colina, y más adelante divisamos un gran destacamento de artillería que cruzaba al galope un tramo de campo abierto. El traslado de suministros era constante, y todos los pueblos que dejábamos atrás formaban un hormiguero de atareados soldados que cargaban o descargaban el contenido de grandes furgonetas, o que se agrupaban en torno a los vehículos de vituallas, mientras se repartían los pedazos de jamón y los cuartos de carne de vacuno. A medida que nos acercábamos a Verdún, el cañoneo se hacía más y más intenso, y cuando llegamos a las murallas de la ciudad y pasamos bajo los dientes de hierro del rastrillo, sentimos que habíamos entrado en uno de los últimos puestos de avanzada de una poderosa línea de defensa. La desolación de Verdún resulta tan impresionante como la febril actividad de Châlons. La población civil fue evacuada en septiembre, y sólo una pequeña parte ha regresado. El noventa por ciento de las tiendas permanecen cerradas, y dado que casi todas las tropas están en las trincheras no hay prácticamente ningún movimiento en las calles.



El primer deber del viajero que ha logrado superar con éxito el alto de la guardia a la entrada es el de subir la empinada colina hacia la ciudadela situada en la parte más alta de la ciudad. Aquí las autoridades militares inspeccionan nuestros documentos, y nos entregan un permis de séjour que la policía ha de comprobar antes de que podamos alojarnos en cualquier tipo de establecimiento. Comprobamos que el hotel principal está mucho menos concurrido que el Haute Mère-Dieu de Châlons, a pesar de que muchos de los oficiales de la guarnición deambulan por aquí. En general, la atmósfera es muy diferente: silenciosa, concentrada, pasiva. Para un observador ocasional, podría parecer que en Verdún la vida se desarrolla exclusivamente en sus hospitales; y sólo en el interior de las murallas ya hay catorce. Al anochecer, las calles se quedaron completamente vacías, y fue entonces cuando el cañoneo pareció hacerse más cercano y más constante. El silencio de aquella primera noche era tan intenso, que cada reverberación procedente de las oscuras colinas que quedaban más allá de las murallas hacía que sólo pudiéramos pensar en su inmenso poder destructivo. No obstante, poco más tarde, justo en el momento en que la idea de seguir dándole vueltas a semejante imagen resultaba insoportable, el estruendo cesó, y al instante pude oír el arrullo de una paloma posada en uno de los patios situados bajo mi ventana. Los dos sonidos fueron alternándose durante toda la noche, produciendo un efecto verdaderamente extraño.



Al franquear las puertas, lo primero que nos llamó la atención fue un asentamiento de bungalows toscamente construidos, que se hallaban diseminados por las enfangadas laderas de un pequeño parque contiguo a la estación de ferrocarril, coronado por un letrero en el que se podía leer: «Hospital de Evacuación N.º 6». A la mañana siguiente fuimos a visitarlo. Algunos edificios de la estación habían sido acondicionados para hacer las veces de hospital, y entre ellos se desplegaba un gran pasillo que inicialmente carecía de techo pero que, por órdenes del cirujano jefe, había sido cubierto con una lona y dividido en dos hileras de tiendas de campaña. Cada tienda albergaba dos camastros de madera, escrupulosamente limpios y elevados muy por encima del suelo; además, la inmensa estructura se mantenía caliente gracias a una sucesión de estufas situadas a lo largo del pasillo central. En los bungalows que quedaban al otro lado de la carretera estaban las camas para los pacientes que aún permanecerían un tiempo allí, antes de ser trasladados a los hospitales de la ciudad. En uno de aquellos bungalows se había organizado un quirófano; en otro estaban los baños para los recién llegados de las trincheras. Tanto el cirujano jefe como la infirmière major, que le apoyaba infatigable, habían pensado con detenimiento en lo que se podía hacer para aliviar el dolor de los heridos, y lo habían llevado a la práctica contando con todo lo que tuvieran a su alcance. El Hospital de Evacuación N.º 6 se estableció apenas en una hora aquel terrible día de agosto en que cuatro mil heridos yacían en sus camillas entre la estación de ferrocarril y la puerta del pequeño parque, al otro lado de la calle; y, desde entonces, ha ido creciendo hasta convertirse en ejemplo de lo que un hospital semejante puede llegar a ser de estar dirigido por personas hábiles y entregadas.



Verdún cuenta con otros hospitales excelentes para atender a los heridos graves que no pueden ser trasladados a zonas más alejadas del frente. Entre ellos, San Nicolás, en un edificio espacioso y aireado en el Mosa, constituye un magnífico exponente de lo que puede llegar a ser un gran hospital militar francés; pero hemos visitado otros, ya que el objetivo principal de este viaje era el de llegar a algunos de los hospitales de segunda línea situados en las afueras de la ciudad. El primero al que llegamos estaba en una pequeña aldea al norte de Verdún, no muy lejos de las líneas enemigas de Cosenvoye, y era bastante representativo de todos los demás. La sombría y embarrada aldea había sido tomada por las tropas, que habían instalado el hospital de manera un tanto caprichosa al emplear para ello todas aquellas casas de las que podían prescindir las autoridades militares. El equipo parecía rudimentario, pero estaba limpio, y hasta el dentista pudo instalarse con sus utensilios en una de las habitaciones. Los hombres yacían en colchones o en camastros de madera, y las habitaciones estaban caldeadas gracias a las estufas. Lo más necesario, aquí como en todas partes, eran las mantas y la ropa interior limpia, ya que los heridos llegaban del frente recubiertos de una costra de barro congelado, y por lo general llevaban semanas sin lavarse o cambiarse de ropa. No hay mujeres enfermeras en estos hospitales de segunda línea, pero todos los médicos del ejército con que nos cruzamos parecen verdaderamente inteligentes y deseosos de dar lo mejor de sí mismos para ayudar a sus hombres, en unas condiciones de inusitada escasez. El principal obstáculo al que se enfrentan es el terrible hacinamiento que se produce en las aldeas. Miles de soldados acampan en todas ellas en unas condiciones higiénicas que serían perjudiciales hasta para un hombre sano; y también resulta indispensable la llegada de alimentos más ligeros, dado que el cuerpo destinado al abastecimiento de los hospitales parece no suministrar comida para enfermos, y hombres que arden de fiebre se ven obligados a comer carne y verduras.



Por la tarde seguimos nuestro camino en medio de una tormenta de nieve, y atravesamos un paisaje ondulante y desolado que se extendía hacia el sur de Verdún. El viento soplaba furioso por las laderas cubiertas de blanco. No se divisaba a nadie alrededor, con la única excepción de los centinelas que marchaban arriba y abajo por las líneas de ferrocarril, y algún esporádico soldado de caballería, de patrulla por la solitaria carretera. No hay nada que pueda compararse a la profunda tristeza de esta tierra despoblada: podríamos haber estado vagando perfectamente por las agrestes tierras de Polonia. Recorrimos las aguas gris acero del Mosa durante unos treinta kilómetros río abajo, hasta llegar a una aldea situada aproximadamente a siete kilómetros al oeste de Les Eparges, el término donde, desde hacía semanas, se estaba desarrollando una lucha desesperada. Debía de haber una tregua ese día, ya que había cesado el sonido de los cañones, pero lo que vimos en el mismo lugar en que dejamos el coche nos hizo pensar que estábamos verdaderamente cerca del conflicto. El pueblo se asentaba desordenadamente a lo largo de la orilla del río, y el pisoteo de los cascos de los caballos, unido al constante arrastre de las armas, había hecho que la tierra circundante se convirtiera en una especie de marisma. Delante de la rudimentaria casa en que se había instalado la consulta del médico estaban los vehículos del cirujano y del inspector médico que nos habían acompañado. Pudimos ver muy de cerca el tradicional enjambre de furgonetas grises, y, por todos lados, las idas y venidas de la caballería, los oficiales subiéndose a sus caballos, la descarga de los suministros, y la incesante actividad de sargentos y hombres salpicados de barro.



La parte principal del hospital se encontraba en una granja, cuyas dos plantas habían sido divididas en salas. Los hombres yacían en hileras bajo las vigas del techo, llenas de telarañas, sobre unos camastros limpios, y las habitaciones se mantenían secas y abrigadas gracias al funcionamiento de las grandes estufas. Pero el punto a favor de este hospital consistía en su proximidad a una barcaza equipada con duchas calientes. El barco estaba inmaculadamente limpio, y cada cabina era independiente de las demás gracias a una cortina de chintz con alegres motivos florales de color rojo. Seguramente, esas cortinas eran casi tan importantes para la morale de los hombres como la mismísima agua caliente, ya que constituían para ellos la imagen más reconfortante del día.

 



Más al norte, y en la otra orilla del Mosa, se encuentra otra extensa población que se ha ido transformando poco a poco en una colonia de éclopés. Se alojan allí cerca de mil quinientos hombres enfermos o agotados, que no tienen duchas de agua caliente ni cortinas de chintz que puedan subirles el ánimo. En primer lugar nos llevaron a la iglesia, un edificio enorme sin ninguna característica especial situado al principio de la calle. Nos dificultó el acceso al interior una montaña de paja húmeda que un grupo de soldados palafreneros acumulaba en la puerta de entrada a base de extraerla con una horca de las naves laterales. La iglesia estaba poco iluminada y el ambiente era asfixiante. Entre los pilares colgaban mamparas de paja trenzada que formaban pequeños recintos, en cada uno de los cuales yacían unos doce enfermos sobre más montones de paja. No había colchones ni mantas. No había camas ni mesas ni sillas ni lugares apropiados para lavarse. Con las ropas empapadas de barro, tal y como llegaban del frente, los hombres eran acomodados en el suelo de piedra, como ganado, hasta que volvían a encontrarse lo suficientemente bien como para regresar al trabajo. Aquel lugar ofrecía un aspecto lamentable en comparación con la pequeña iglesia de Blercourt, con sus titilantes luces que brillaban desde el altar para iluminar una fila de camas limpias. Y nos preguntamos si, a pesar de estar tan cerca del frente, aquello era correcto. «Llamamos a este sitio la aldea africana», nos dijo uno de nuestros acompañantes con una sonrisa. Pero las aldeas africanas gozan de cielos azules, y límpidos arroyos corren entre sus chozas de adobe.



Nos habían dicho en Sainte-Ménehould que, por razones militares, debíamos tomar un camino situado más al sur cuando emprendiéramos nuestro regreso a Châlons, por lo que, al salir de Verdún, optamos por la carretera a Bar-le-Duc. Ésta se dirige hacia el suroeste atravesando un precioso paisaje cambiante que no ha sufrido los estragos de la guerra, con la única excepción de sus aldeas que, como todas las demás en esta región, o bien se han quedado vacías o bien han sido ocupadas por las tropas. A medida que nos alejábamos de Verdún, el sonido de los cañones se iba debilitando cada vez más hasta desaparecer, con lo que tuvimos la sensación de que dejábamos atrás la línea de fuego para adentrarnos en un mundo más normal. Pero, de repente, en un cruce, un poste indicador nos llevaba de nuevo al corazón de la guerra: St. Mihiel, 18 Kilomètres. Saint Mihiel era el lugar de peligro; el punto débil de la zona. Y allí estaba, al final de aquella carretera secundaria de aspecto inofensivo, a no mucho más de quince kilómetros de distancia. Un trayecto de unos diez minutos nos habría metido de lleno en la base de las chaquetas grises y de los cascos acabados en punta. La sombra de aquel poste nos persiguió kilómetros y kilómetros, oscureciendo el paisaje que crecía a nuestro alrededor como lo haría la sombra de una vertiginosa nube de tormenta.



Bar-le-Duc parecía ignorar la presencia de esa nube. El encantador casco antiguo de la población se dejaba llevar por la habitual apatía propia de las ciudades de provincia: había pocos soldados, y aquí, por fin, volvía a predominar la vida civil. Después de haber pasado unos días a las puertas mismas de la guerra, en esa región intermedia que más bien parecía sumida en una especie de oscuro hechizo, aquel nuevo escenario que mostraba la vida normal de una atareada e inconsciente comunidad nos causó una impresión extrañamente desalentadora. De manera instintiva, buscábamos en la mirada de los transeúntes algún reflejo de ese otro escenario, y nos sentíamos en cierto modo empequeñecidos al entrar en contacto con esas otras personas que, con tanta indiferencia, se dedicaban a pensar tan sólo en sus cosas.



Un poco más allá de Bar-Le-Duc se abría una nueva fase en nuestra labor de observación de la guerra, puesto que la ruta que habíamos escogido seguía exactamente la misma trayectoria que la invasión de agosto. De hecho, la carretera entre Bar-le-Duc y Vitry-le-