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100 Clásicos de la Literatura

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III

FEBRERO

Febrero atardece sobre el Sena. Los barcos navegan de nuevo, pero se detienen al caer la noche, y el río vuelve a mostrarse suavemente impenetrable, con los mismos prolongados reflejos que lucía sobre sus aguas en el mes de agosto, semejantes a plantas acuáticas. Sólo que los reflejos son ahora más escasos y más pálidos; en todos lados se amortigua el brillo de las luces. El contorno de los muelles es apenas perceptible, y las elevaciones del Trocadero se difuminan en la penumbra de la noche, que en este momento diluye incluso las sólidas torres de Notre-Dame. Sólo unos pocos faroles lanzan su llorosa y zigzagueante luz sobre las húmedas aceras. Las tiendas están cerradas, y las ventanas que asoman por encima de ellas se muestran cubiertas por densas cortinas. Los rostros de todas las casas se han quedado ciegos.

En las estrechas calles de la Rive Gauche la oscuridad es más profunda aún, y las pocas luces que aparecen dispersas en patios o cités producen un extraño efecto, propio de los enigmas de Piranesi. El fulgor del brasero del vendedor de castañas asadas en la esquina de una calle hace que parezca más vívida la impresión de estar en la vieja y azarosa Italia, y la oscuridad que vuelve a surgir más allá parece plagada de intrigas y conspiraciones. De regreso a casa, voy a dar a una calle vacía que se abre entre altos muros y que dispone de una única luz que se muestra muy allá, justo en el otro extremo. No se ve un alma, y mis pasos retumban sin cesar en medio del silencio que me rodea. De repente aparece una tenue figura que dobla la esquina delante de mí. ¿Hombre o mujer? Imposible saberlo hasta que me sitúe a su altura. La niebla de febrero hace que la oscuridad resulte aún más profunda, y los rostros que pasan a nuestro lado resultan indistinguibles. En cuanto a los números de las casas, a nadie se le ocurre intentar siquiera buscarlos. Si se conoce el barrio en que se está, lo más común es empezar a contar las puertas desde la esquina o tratar de dar con un balcón o un frontón que nos resulte familiar. Si, por el contrario, se está en una calle desconocida, se debe preguntar en la tienda de artículos para fumador más cercana, ya que, en lo que se refiere a encontrar un agente de policía, sería prácticamente imposible adivinar a un metro de distancia si se está ante uno o ante la propia abuela.

Así son las noches de París después de seis meses de guerra. Los días resultan menos destacables y menos románticos.

Han desaparecido casi todo el entusiasmo inicial de la aventura y las primeras emociones. O, al menos, así se lo parece a aquellos que han experimentado el gradual restablecimiento de la vida cotidiana. Los observadores procedentes de otros países podrían llevarse una impresión distinta, incluso aquellos que vienen de zonas también implicadas en la guerra: después de Londres, con todos sus teatros abiertos y su maquinaria de entretenimiento casi intacta, París también se muestra como una ciudad en la que se tiene muy en cuenta lo que importa de verdad. Para los que vivieron el silencio de aquel primer mes iluminado por el sol, las calles muestran en la actualidad una actividad casi normal. La desaparición de los autobuses y de las enormes furgonetas para el comercio de la madera ha hecho que ahora se puedan apreciar horizontes antes olvidados, y ha dejado al descubierto gran parte de la elegancia perdida de algunos edificios. Pero los taxis y los vehículos particulares siguen siendo casi tan frecuentes como en tiempos de paz, y el peligro de ir a pie se mantiene en su nivel habitual debido a las incesantes idas y venidas de esas máquinas de destrucción sin igual: los vehículos adscritos al hospital y al Ministerio de la Guerra. Muchas tiendas han vuelto a abrir, algunos teatros —pocos— llevan a escena obras de teatro de corte patriótico o programas mixtos que mezclan el sentimentalismo y la felicidad, muy adecuados para la época, y el cine vuelve a desenrollar sus kilómetros de película cargada de acontecimientos.

Durante una época, en septiembre y octubre, las calles se animaron gracias al incesante paso de los soldados ingleses y a la ruidosa procesión de los vehículos militares británicos. Luego desaparecieron las caras nuevas y desaparecieron los uniformes elegantes, y ahora lo más parecido al «militarismo» que París puede ofrecerle al turista ocasional consiste en la esporádica aparición de un puñado de piou-pious haciendo prácticas en la embarrada explanada de los Inválidos. Pero hay otro ejército en París. Sus primeros destacamentos llegaron durante los oscuros días de septiembre, hace meses. Se trata de la triste retaguardia que avanza sobre París tras la retirada de los Aliados. Su número ha venido creciendo desde entonces, y su sombría afluencia ha pasado a formar parte del flujo rutinario de la vida en la ciudad. Así, se mire donde se mire, en todos los barrios y a todas horas, uno puede ver cómo, mezcladas entre los parisinos —siempre tan ocupados, tan confiados y de paso tan firme—, esas otras personas, tanto hombres como mujeres, deambulan aturdidas, muy despacio, soportando a sus espaldas fardos llenos de miseria, arrastrando los pies cubiertos con unos zapatos destrozados, tirando de la mano de los niños que se revuelven a su lado, y apretando contra su pecho a sus agotados bebés. Es el gran ejército de los refugiados. Sus rostros son inconfundibles e inolvidables. Nadie que haya cruzado en alguna ocasión su mirada con la del desconcierto mudo o con la que emana del horror intenso y continuado, una mirada cargada de imágenes de llamas y ruinas, podrá quitarse jamás de encima la obsesión por los refugiados. Una imagen completa de París ha de incluir también a este grupo, que constituye la mancha que oscurece el brillo del rostro que la ciudad vuelve hacia el enemigo. Esta pobre gente no puede pensar en un triunfo final más allá de sus propias fronteras. Casi todos ellos pertenecen a una clase de personas cuya experiencia de lo que sucede en el mundo se mide por la longitud de la sombra que proyecta el campanario de su pueblo. No les interesan las leyes de la causalidad más que a los miles de muertos de Avezzano. Se encontraban arando y sembrando sus tierras, hilando y tejiendo y dedicándose a lo suyo, cuando de repente una gran oscuridad cubierta de fuego y de sangre cayó sobre ellos. Y ahora están aquí, en un país extraño, rodeados de rostros desconocidos y de una nueva manera de hacer las cosas, sin nada en el mundo excepto el recuerdo de sus hogares incendiados, de los niños masacrados, de los jóvenes arrastrados a la esclavitud, de los bebés arrancados de los brazos de sus madres, de los ancianos pisoteados por unas suelas bañadas en alcohol, y de los sacerdotes asesinados mientras oraban junto a los moribundos. Eso es lo que han vivido los cientos de personas que todos los días se agolpan frente a las puertas de los refugios improvisados para acogerlos. Las gentes que reciben una cuna en un dormitorio, un cupón para cambiarlo por comida y, tal vez, si ese día tienen suerte, un par de zapatos, como pago después de haber perdido todo lo que puede hacer que la vida parezca agradable o inteligible o, al menos, soportable.

¿Qué hacen, mientras, los parisinos? Por un lado, y se trata de una buena señal, vuelven a entrar en las tiendas y, en especial, por supuesto, en los «grandes almacenes». Durante los primeros días de la guerra no había nada más extraño que contemplar el vacío del interior de esos enormes palacios, por donde uno podía deambular entre los productos disponibles en busca de unos vendedores que habían desaparecido. Quedaban, desde luego, unos cuantos empleados; los suficientes, en realidad, para los pocos compradores que entraban con la intención de interrumpir sus cavilaciones. Aunque lo cierto es que esos pocos empleados no se mostraban muy dispuestos a dejarse interrumpir: acechaban desde detrás de sus paneles de tela, desde detrás de sus bastiones de franela, como con vergüenza a ser descubiertos. Y, cuando se lograba por fin que salieran, entonces desplegaban de manera automática la habitual serie de gestos, como si se preguntaran con amargura cómo era posible que alguien quisiera comprar algo. Recuerdo cómo una vez, en el Museo del Louvre, todos los empleados de una misma «sección», incluido el vendedor al que yo intentaba engatusar para que me mostrara unas gasas estériles, abandonaron a la vez su puesto de trabajo para congregarse en torno a un motorista que llevaba un uniforme cubierto de barro, y que se había dejado caer por allí para visitar a sus amigos y, de paso, contarles todo tipo de anécdotas del frente. En cualquier caso, transcurridos seis meses, el apetito por satisfacer ciertas inclinaciones cotidianas se ha instalado de nuevo entre los ciudadanos; y en lo que se refiere a las mujeres, una de las más importantes inclinaciones cotidianas es ir de tiendas. Digo «ir de tiendas», y no comprar, para diferenciar lo que es la aburrida compra de lo imprescindible de esa voluptuosidad de adquirir cosas sin las que se podría pasar perfectamente. Es evidente que muchas de las miles de mujeres que en la actualidad se abren paso hacia las tiendas deben de estar permitiéndose este último deleite. De otro modo, ¿cómo explicar las aglomeraciones en los grandes almacenes en un momento en que las necesidades reales han quedado reducidas al mínimo? Incluso contando con la inmensa e inacabable compra de suministros para hospitales y talleres, incluso teniendo en cuenta el incesante aprovisionamiento de los innumerables centros de beneficencia, no hay nada que explique ese hervidero en otras secciones, salvo el hecho de que, finalmente, la mujer, por muy valiente que sea, por muy abnegada, por mucho que haya intentado resistirse y por mucho que haya sufrido, suponga lo que suponga para su bolsillo y para sus ideales, ha comenzado a ir de tiendas de nuevo. Ha renunciado al teatro, se resiste a entrar en las confiterías, asiste de manera furtiva y como pidiendo disculpas a algunos conciertos (a precios módicos)… Pero el vaivén de las puertas de los grandes almacenes la arrastra de forma irresistible hacia sus arenas movedizas de restos de temporada y de rebajas.

 

En este sentido, nadie desearía que París cambiara. Es una buena señal ver cómo las multitudes vuelven a entrar en las tiendas, a pesar de que el espectáculo resulte mucho menos interesante que el de esas otras multitudes que acuden en tropel a diario (los asistentes se multiplican los domingos) al puente de Alejandro III para, desde allí, llegar a la gran explanada de los Inválidos, donde aparecen expuestos los trofeos arrancados a los alemanes. Aquí el corazón de Francia bombea una sangre más vigorosa y, al contemplar cómo la multitud constantemente renovada se instala, cara a cara, frente a la triple hilera de armas alemanas, una parte de esa fuerza se transfunde también a las venas de los extranjeros. Aquellos artefactos funestos habían golpeado a la práctica totalidad de los integrantes de la multitud, tocada por algún tipo de desgracia: ante la sola visión de esas máquinas del mal renacen las pérdidas personales, los recuerdos lacerantes. Pero el dolor individual es el sentimiento menos perceptible en la ciudad de París. No resulta descabellado afirmar que el rostro del parisino, tras seis meses de sufrimiento, ha adquirido rasgos nuevos. Y la transformación parece haber afectado a la propia materia con que fue modelado, como si la humilde arcilla humana se hubiera visto endurecida a causa del largo calvario, hasta quedar convertida en una densa sustancia perdurable. A menudo me cruzo por la calle con mujeres cuyos rostros parecen haberse transmutado en medallas conmemorativas. Imágenes idealizadas de lo que una vez fue su verdadera carne. Y las máscaras de algunos hombres (esas extrañas máscaras galas de aspecto atormentado, arrugadas y rechonchas, un poco como de sátiro) semejan los bronces del Museo de Nápoles, abrasados y retorcidos tras su bautismo de fuego. Pero ninguno de estos rostros revela una aflicción personal: lo que les preocupa, a todos y cada uno de ellos, es ver cómo Francia recupera sus fronteras. Incluso en la mirada de las mujeres que comparan los diferentes anchos de unos encajes de Valenciennes en el mostrador de la tienda se aprecia un vestigio de ese mismo anhelo. O tal vez se trate de que una ya no es capaz de fijarse en aquellas personas que no lo muestran.

De París todavía puede decirse que no ha asumido el aspecto de una ciudad en guerra. Se ven tan pocas tropas como de costumbre, y de no ser por las idas y venidas de los ordenanzas adscritos al Ministerio de la Guerra y al Gobierno Militar, y por unos cuantos uniformes que se elevan, dispersos, junto a las puertas de los cuarteles, resultaría difícil encontrar en las calles cualquier otro indicio de que estamos en guerra. Ningún indicio salvo, claro está, el de la presencia de los heridos. Han comenzado a aparecer hace no muchos días ya que durante los primeros meses de la guerra no llegaban hasta París, y los hospitales de la capital —tan magníficamente preparados— estaban casi vacíos mientras que otros centros, por todo el país, se veían desbordados. Mucho se ha especulado, y muchas explicaciones se han dado, acerca de las razones de semejante postergación a la hora de traer a los heridos a París, y entre las causas que se barajan está la que afirma que se ha preferido mantener la extraordinaria fortaleza moral de la ciudad. Una fortaleza que ha marcado la pauta para todo el país y que ahora goza de la suficiente fuerza y de la suficiente buena salud como para enfrentarse a la contemplación de cualquier tipo de sufrimiento.

Y hay mucho sufrimiento al que enfrentarse. Por las aceras, el número de figuras renqueantes aumenta día a día, como también aumenta la frecuencia con que pasan los vehículos que dejan adivinar las pálidas cabezas vendadas de sus ocupantes. Vemos muchos uniformes en el patio de butacas de teatros y auditorios, y aquellos que los llevan suelen tener que esperar a que se vacíe la sala antes de salir cojeando, apoyados en el brazo de algún amigo. Son casi todos muy jóvenes, y es precisamente la expresión de su rostro lo que me gustaría describir como la misma esencia de lo que he denominado «la imagen de París». Se muestran muy serias, esas caras tan jóvenes. Mucho oímos hablar acerca de la alegría en las trincheras, pero los heridos no están alegres. Aunque tampoco tristes. Están tranquilos, meditabundos, extrañamente purificados y maduros. Como si su gran experiencia les hubiera exonerado de la mezquindad, de la vileza y la frivolidad, y les hubiera dejado tan sólo con lo más básico del carácter, con la sustancia fundamental del alma, para transformar después esa misma sustancia en algo fuerte y exquisitamente templado. De modo que, durante años, París se avergonzaría de mostrar de sí misma cualquier imagen que resultara indigna de la imagen que ofrecían aquellos rostros.

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EN ARGONE

I

A finales de febrero, un permiso para visitar unas cuantas ambulancias y hospitales de campaña tras las líneas nos proporcionaría la primera imagen real de la guerra.

París ya no forma parte de la zona militar, y desde que perdiera dicha condición también su aspecto ha cambiado. Aunque todavía resulte obvio que continúa bajo la gran nube de la guerra, parece que el nuevo ambiente creado por la reactivación de la actividad cotidiana consigue dar la impresión de que la amenaza que esa misma nube arroja sobre la ciudad queda ya muy lejos, y no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Hace unos meses, París era plenamente consciente de la proximidad del enemigo, y ahora, en cambio, parece haber olvidado por completo esa cercanía. Resulta asombroso cómo se puede pasar, en un trayecto de no más de treinta kilómetros desde los accesos a la ciudad, de una atmósfera de seguridad a tener la sensación de haber entrado en el mismo corazón de la batalla.

Viajando hacia el este, apenas se deja atrás Meaux, se comienza a apreciar el cambio. Entre esa tranquila ciudad episcopal y la ciudad de montaña de Montmirail, a unos sesenta kilómetros al este, no hallamos muchos vestigios del terrible combate de septiembre. Quizá encontremos, en ciertos puntos dispersos, en terrenos sin cultivar o entre los negruzcos surcos de una tierra recién cavada, pequeños montículos con una cruz de madera encima y una corona de flores. Sin embargo, vemos ciertas señales nada favorables que sí empiezan a darnos a entender que acabamos de penetrar en otro mundo. En el curso del frío día de febrero en que salimos de Meaux para encaminarnos hacia la región de Argonne, pudimos comprobar en las aldeas que fuimos atravesando que dicho cambio se apreciaba principalmente en la curiosa ausencia de seres vivos. De vez en cuando dábamos con algún labrador que, con sus útiles de labranza, se recortaba solitario sobre el horizonte, o con un niño y una anciana que observaban la calle desde la puerta de su casa. Pero lo cierto es que casi todos los campos estaban en barbecho y casi todas las puertas vacías. Nos cruzamos con unos pocos campesinos en sus carros, con un desconcertado leñador por un bosquecillo, con un peón caminero que daba martillazos en la piedra… Pero el «vehículo privado» había desaparecido, y todos los polvorientos coches que nos adelantaban a toda prisa venían identificados con el símbolo de la Cruz Roja o con el número de alguna división del ejército. En cada puente y en cada paso a nivel, algún centinela instalado en medio de la carretera nos detenía con el fusil alzado y nos pedía los documentos. No había muchas más muestras tangibles del gobierno militar en lo que se refiere a este tipo de inconvenientes. Pero tras dejar atrás la primera elevación que encontramos una vez pasada la ciudad de Montmirail tuvimos la sensación de que por fin estábamos ante la verdadera guerra.

A lo largo de la sinuosa carretera que nos llevaba hacia el este por unos campos plagados de zanjas, se amontonaban los vehículos del ejército en hileras interminables, sólo quebradas de vez en cuando por la aparición de la oscura masa de algún regimiento de a pie o por el traqueteo del desplazamiento de la artillería. En los intervalos en que cesaba el tráfico militar, la carretera quedaba a nuestra entera disposición, con la sola excepción del paso vertiginoso de los mensajeros en sus motocicletas y del horrible sonido del claxon de los pequeños vehículos que transportaban a los oficiales, siempre con los ojos increíblemente abiertos bajo sus cascos de lana y piel de oveja.

A ambos lados de la carretera, las desperdigadas aldeas parecían desiertas. Y no de manera figurada, sino literalmente desiertas. Ninguna de ellas había sufrido las consecuencias de la invasión alemana, y sólo se veía alguna casa arrasada a causa de algún acto vandálico cometido al azar. Pero, desde que se produjera la huida generalizada de septiembre, nadie ha regresado a ellas. Las tropas pueden asentarse de manera provisional en alguno de estos lugares, pero, en cualquier caso, la fértil zona comprendida entre Montmirail y Châlons es ahora un erial.

La primera perspectiva de Châlons resulta extraordinariamente estimulante. La vieja ciudad, emplazada en un lugar muy agradable —entre el canal y el río—, es ahora el cuartel general de un ejército entero. Y cuando hablo de un ejército me refiero a uno auténtico, no a un simple cuerpo o a una división. La red de calles, grises y provincianas, distribuidas en torno a las torres románicas de Notre-Dame parecen estremecerse bajo los efectos de la alteración propia de una guerra. La plaza que se abre ante el hotel principal, magníficamente bautizado con el incomparable nombre de «Haute Mère-Dieu», ofrece una imagen tan vívida como la que podría brindarnos cualquier escena de una guerra moderna. Las columnas de grises furgones y vehículos de carga no constituyen un cuadro tan radiante como el que presentaría un destacamento de caballería; ni las motocicletas, que aceleran al pasar, restallantes, ni los veloces «Torpedo» podrían competir con el brillo de los yelmos o las cabriolas de los corceles de batalla. Pero cuando los ojos se habitúan a la fealdad de las líneas y a los neutros matices de la nueva guerra, la escena que se desarrolla ante nosotros en aquella bulliciosa y atestada plaza llega a transformarse en algo verdaderamente impresionante. Nos hallamos ante lo que constituye el quehacer básico de una gran guerra, con toda su energía acumulada y, además, sin el triste acompañamiento que ofrece cualquier indicio de que, en algún lugar distante, esa misma energía está causando, día tras día y hora tras hora, una serie de efectos. No obstante, incluso en este lugar, esos efectos no parecen tan distantes, ya que no se puede pasar por Châlons sin dar con el prolongado desfile de éclopés que avanzan desde la estación como los derrotados restos de un naufragio: seres que no han sido heridos pero que sí han quedado maltrechos, destrozados, medio paralizados, con sordera y congelados tras la terrible lucha. Estos pobres desdichados llegan a miles todos los días desde el frente para descansar y recuperarse. Y resulta penoso contemplar su paso renqueante y cruzar la mirada con aquellos ojos que han visto cosas que los demás no podemos siquiera llegar a imaginar.

Si se llegaba a eludir la visión de los éclopés avanzando por las calles y la de los heridos tendidos en los hospitales, Châlons podía constituir incluso un espectáculo vigorizante. Cuando llegamos al hotel, nos parece que incluso los vehículos grises y los sobrios uniformes brillan bajo el frío cielo. El continuo ir y venir de los dispuestos y atareados mensajeros, los oficiales a caballo (ya que algunos de ellos van todavía a caballo), la llegada en sus lujosos vehículos de ciertas personalidades militares muy condecoradas, las carreras de un lado a otro de los ordenanzas, la constante disminución e inmediata renovación en la plaza de la larga hilera de furgonetas grises, los movimientos de las ambulancias de la Cruz Roja, el paso de los destacamentos en dirección al frente… Un pacífico extranjero podría quedarse boquiabierto durante una eternidad contemplando semejante panorama. Y, por otro lado, en el hotel, todo ese rumor de espadas, ese amontonamiento de abrigos de piel y de mochilas, esa cantidad de rostros bronceados y llenos de energía en torno a las atestadas mesas del restaurante del hotel… No resulta fácil para la población civil llegar a Châlons y, por tanto, casi todas las mesas están ocupadas tanto por oficiales como por soldados dado que, una vez fuera de servicio, no parece haber distinción de rango entre unos y otros en este alegre y democrático ejército: cualquier soldado raso que haya decidido darse el lujo de probar la excelente comida del Haute Mère-Dieu, tendrá tanto derecho a hacerlo como su propio coronel.

 

La escena del restaurante resulta realmente interesante. El mero intento de descifrar el rompecabezas que componen los distintos uniformes se me antoja absorbente. La experiencia de haber pasado una semana cerca del frente me ha llevado a la conclusión de que en el ejército francés no hay dos uniformes iguales, hablemos del color o del corte. En los últimos dos años, la cuestión del color ha preocupado enormemente a las autoridades militares francesas, que han estado buscando un azul invisible. La importancia de sus experimentos se aprecia en la extraordinaria gama de tonos de azul obtenidos, que van desde una especie de azul huevo de petirrojo un tanto grisáceo hasta el azul marino más oscuro, que es el que lleva el ejército. La conclusión a la que se ha llegado es la de que, en realidad, ningún azul puede pasar desapercibido, y la de que algunos de los nuevos y subidos tonos pizarra resultan incluso más llamativos que los colores a los que han venido a reemplazar, por muy intensos que estos sean. No obstante, a esta escala de azules experimentales debemos añadir más colores: el rojo amapola de la guerrera del espahí, y otros menos conocidos —el gris, y un caqui francamente verdoso— que se utilizan porque las telas han empezado a escasear y, por tanto, ahora se echa mano de cualquier material disponible. En cuanto a las diferencias en el corte de los uniformes, éstos van desde el de la clásica guerrera ceñida hasta el de la chaqueta con cinturón mucho más holgada y copiada de la de los ingleses. Por otro lado, los emblemas de los distintos rangos y cuerpos del ejército, bordados en tan diferentes vestiduras, aportan un nuevo elemento que añadir a la ya considerable perplejidad. Las alas del aviador, las ruedas del conductor y otros nuevos símbolos resultan fácilmente reconocibles. Pero debemos tener en cuenta, además, la existencia de otros muchos cuerpos, de médicos y camilleros, de zapadores y minadores, y Dios sabe de cuántas otras ramificaciones en esta gran hueste de la que, en realidad, forma parte toda la nación.

No obstante, el principal interés de la escena reside en que muestra casi tanta diversidad de actitudes como de uniformes, y en que casi todas esas actitudes resultan igualmente apropiadas. Es ahora cuando podemos empezar a entender (si es que no hemos logrado hacerlo antes) por qué los franceses afirman para referirse a sí mismos que la France est une nation guerrière. La guerra constituye la mayor de las paradojas: se trata del más irracional y desalentador de los retrocesos del espíritu humano y, sin embargo, supone a la vez un acicate para la exaltación de las cualidades del alma que, generación tras generación, parece no encontrar ningún otro medio para renovarse. Todo depende, por tanto, de qué clase de impulso despierte la guerra en un pueblo. Si nos paramos a analizar los rostros con que nos cruzamos en Châlons, comprenderemos de inmediato lo que quiere decir aquello de que los franceses son une nation guerrière. No exageramos al afirmar que la guerra ha otorgado cierta belleza a unos rostros que previamente podían resultar interesantes, graciosos, serios, maliciosos, o poseer cualquier otro rasgo dotado de vitalidad y de expresividad, pero, en ningún caso, de belleza. Casi todos los rostros reunidos en torno a estas mesas atiborradas de gente —jóvenes o maduros, poco agraciados o bien parecidos, capaces de destacar o mediocres— transmiten una misma sensación de tranquila autoridad: es como si todo el nerviosismo, toda la inquietud, todas las pequeñas rarezas individuales, la mezquindad y la vulgaridad, se hubieran disipado en una enorme nube de entrega personal. Se trata de un maravilloso ejemplo de la rapidez con que la determinación es capaz de modelar el rostro humano. Probablemente, casi todos estos hombres desempeñaban trabajos aburridos o inútiles, o vivían entregados a proyectos sin importancia, hasta que de repente llegó el pasado agosto. Ahora todos ellos, por insignificante que sea su cometido, participan en la consumación de una gran tarea. Y lo saben. Y ese saber ha logrado que se transformen.

Nuestro camino al salir de Châlons continúa hacia el noreste, en dirección a las colinas de Argonne.

Dejamos atrás más aldeas abandonadas, y vemos cómo los soldados holgazanean en las mismas puertas donde debían estar sentadas las mujeres más ancianas con sus ruecas; cómo otros soldados dan de beber a los caballos en la fuente del pueblo, o cómo preparan la comida sobre hogueras improvisadas en los corrales de las casas. En las zonas boscosas que se extienden a lo largo de la carretera nos cruzamos con más soldados que se dedican a talar pinos no muy altos, a cortar los troncos en leños más o menos iguales, y a transportarlos en carretillas, con las verdes ramas amontonadas en la parte superior. Pronto adivinamos el uso que se le daba a aquello: en cada cruce de carreteras, o en los puentes de ferrocarril, es fácil toparse con un abrigado puesto de guardia construido de adobe, paja y ramas de pino trenzadas, que se ha instalado allí aprovechando la sinuosidad de algún terraplén o la protección de algún recoveco, como si se tratara del nido de una golondrina. Un poco más adelante, empezamos a cruzarnos cada vez con más frecuencia con grandes asentamientos de «setenta y cincos». Alineados frente a frente a cierta distancia de la carretera, recortados, por lo general, sobre un manto boscoso, y siempre bajo la atenta vigilancia de un inmenso rebaño de furgones, semejaban gacelas gigantes alimentándose entre elefantes. Y los cercanos cobertizos construidos con ramas de pino entrelazadas podrían haber sido las enormes cabañas donde se refugiaban sus pastores.

La zona que se extiende entre el Marne y el Mosa es una de las regiones que en mayor grado tuvo que soportar, a lo largo de aquellos terribles días de septiembre, el azote de la ira alemana. A medio camino entre Châlons y Sainte-Ménehould encontramos los primeros vestigios de la invasión: las ruinas del pueblo de Auve. Estas encantadoras aldeas del Aisne, con su única calle central, sus casas con entramados de madera y sus graneros de techos altos con hastiales cubiertos de espalderas, obedecen en gran medida a un mismo patrón y no resulta difícil imaginar el cuadro que debía de componer Auve, en la apagada atmósfera de septiembre, al imponerse sobre la perspectiva de las peras ya maduras de sus jardines y abrirse hacia las tierras cultivadas del valle y hacia la profundidad del paisaje que se prolongaba a lo lejos. Ahora ha quedado reducida a escombros y cenizas, y resulta imposible diferenciar un umbral de otro. Vimos muchas otras aldeas en ruinas después de Auve, pero ésta fue la primera, y tal vez se deba a esa razón el que fuera precisamente allí donde tuvimos la pavorosa impresión de estar contemplando las muy diversas formas que el terror, la angustia, el desarraigo y la ruptura pueden asumir tras la destrucción de la más recóndita de las comunidades humanas. Las fotografías en las paredes, las marchitas ramitas de boj por encima de los crucifijos, los viejos vestidos de novia en sus baúles con cerramientos de latón, los paquetes de cartas tan laboriosamente escritas como dolorosamente descifradas, aquellos mil y un pedazos del pasado que le otorgan sentido y continuidad al presente… De todo aquel cariño acumulado no queda nada. Sólo un montón de ladrillos y el tubo retorcido de alguna estufa.