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100 Clásicos de la Literatura

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Francia Combatiente





Por





Edith Wharton




LA IMAGEN DE PARÍS



AGOSTO DE 1914 – FEBRERO DE 1915





I





AGOSTO



El día 30 de julio de 1914, tras salir de Poitiers con dirección norte, almorzamos bajo los manzanos en un lugar próximo a la carretera, a los pies de una pradera. Ante nuestros ojos, a derecha e izquierda, se extendían nuevos terrenos agrestes que conducían hacia un bosque y hacia la torre del campanario de un pequeño pueblo. Todo a nuestro alrededor desplegaba la tranquilidad del mediodía, y nos mostraba esa sobria disciplina que con tanta facilidad la memoria del viajero está dispuesta a evocar como propia del paisaje francés. A veces, estos campos divididos por simples muros de piedra y esas aldeas grises y compactas pueden parecerle, incluso a alguien acostumbrado al lugar, espacios monótonos e insulsos; en cambio, en otros momentos, una imaginación sensible es capaz de captar en cada pedazo de tierra, e incluso en cada surco, la vigilante e incesante fidelidad que generaciones y generaciones vinculadas a la tierra han mantenido hacia ella. El propio pedazo de paisaje que se mostraba ante nosotros nos hablaba, línea a línea, de ese mismo vínculo. El aire parecía llegarnos cargado de los prolongados murmullos del esfuerzo humano, del ritmo de las labores que han de repetirse una y otra vez, y la serenidad de la escena parecía alejar de nosotros con una sonrisa los rumores de guerra que nos venían persiguiendo desde el inicio de la jornada.



El cielo estuvo todo el día cubierto de nubes que amenazaban tormenta, pero cuando llegamos a Chartres, a eso de las cuatro, las nubes se habían desplazado hacia el horizonte y la ciudad se mostraba tan bañada de la luz del sol que entrar en la catedral fue como adentrarse en la densa oscuridad de una iglesia española. En un primer momento los detalles resultaron imperceptibles. Nos hallábamos en medio de una noche oscura. Pero luego, a medida que las sombras fueron diluyéndose de manera gradual, agazapándose entre los pilares, la bóveda y las nervaduras, se abrieron paso, rotundas, las vidrieras y sus grandiosas cascadas de color. Enmarcadas por una profunda oscuridad, pero sumidas en el resplandor de un radiante sol de mediados de verano, aquellas familiares ventanas parecían singularmente remotas y, al tiempo, inmensamente vívidas. Tan pronto ampliaban sus límites semejando estanques de contornos oscuros aunque salpicados de los brillos del atardecer, como centelleaban mostrándose amenazantes cual escudo de un ángel guerrero. Unas eran cataratas de zafiros, otras rosas que se derramaban de la túnica de un santo; unas eran fabulosas bandejas talladas sobre las que se esparcían las vestiduras celestiales, otras velas de galeones con destino a las islas de la Púrpura. Y, en el muro occidental, las dispersas llamas procedentes del rosetón que pendía como una constelación en la noche africana. Cuando el espectador retiraba los ojos de tan armoniosas y etéreas formas, las oscuras masas de mampostería que se ubicaban bajo ellas —veladas y envueltas todas ellas en una neblina azuzada por las humildes luces del altar— parecían simbolizar la vida sobre la tierra, con sus sombras, sus incómodas distancias y sus pequeñas islas de ilusión. Todo lo que una gran catedral puede representar, todos los significados que es capaz de expresar, todo el poder tranquilizante que puede llegar a infundir sobre el alma, toda la riqueza de detalles que puede fusionar en una gran manifestación de fuerza y belleza… Todo eso nos lo ofreció la catedral de Chartres en aquella hora perfecta.



Anochecía cuando llegamos a las puertas de París. Desde Saint-Cloud y Suresnes se podía percibir cómo palpitaba el Sena con el brillo azul-rosado del primer Monet. El Bois se extendía junto a nosotros en la quietud propia de una noche de verano, y el césped de Bagatelle se mostraba tan agradable como en el mes de junio. Bajo el Arco de Triunfo, los Campos Elíseos se deslizaban pendiente abajo arropados por el velo de la polvorienta luz del sol, hacia la bruma de las fuentes y del etéreo obelisco; y el curso de la vida estival fluía y refluía bajo los árboles de las avenidas adyacentes, marcado por el ritmo de lo cotidiano. La gran ciudad, erigida para la paz y el arte y para todas las cualidades inherentes a la condición humana, parecía yacer junto al río como una princesa custodiada por el cuidadoso gigante de la Torre Eiffel.



Al día siguiente, el aire amaneció cargado de rumores. Nadie los creía, pero todo el mundo se hacía eco de ellos. ¿Guerra? ¡Desde luego que no habría ninguna guerra! Los gabinetes ministeriales estaban de nuevo, como niños traviesos, caminando por el borde del precipicio, pero la férrea tendencia a que las cosas siguieran como estaban y la necesidad de continuar con los asuntos de la vida cotidiana lograron mantenerse de manera calmada y convincente para afirmarse contra el incesante intercambio de consignas diplomáticas. París siguió de forma ininterrumpida con las tareas propias de un verano ya avanzado: alimentar, vestir y divertir al gran ejército de turistas, el único invasor, de hecho, que la ciudad había visto desde hacía casi medio siglo.



No obstante, cada uno de nosotros sabía que también se estaban preparando otras operaciones. Ese tapiz de rutina aparentemente intacto que se extendía por el país se dejaba atravesar por silenciosos e invisibles hilos de preparativos, que se podían sentir en el calmado ambiente, igual que se percibe un inminente cambio de temperatura en la fragancia de una tarde perfecta. París contaba los minutos que quedaban para la salida de los periódicos vespertinos.



Periódicos que no contaban nada o, al menos, muy poco más de lo que ya sabían todos los ciudadanos a lo largo y ancho del país.



—No queremos una guerra, mais il faut que cela finisse!



«Es necesario que esto acabe»: ésa era la frase que estaba en boca de todos. Si la diplomacia podía evitar la guerra, tanto mejor: nadie en Francia la quería. Cualquiera que hubiera pasado los primeros días de agosto en París podría dar fe de que éste era el espíritu generalizado. Pero si tenía que haber una guerra, entonces el país y cada una de sus almas estarían preparados para afrontarla.



En el taller de la modista, a la mañana siguiente, los cansados trabajadores se preparaban para las vacaciones. Estaban pálidos y ansiosos. Decididamente, el aire se había cargado de una desconfianza que resultaba novedosa. En la rue Royale, en la esquina de la place de la Concorde, había unas cuantas personas detenidas leyendo una pequeña tira de papel blanco adherida a una pared del Ministerio de la Marina. «Movilización general», rezaba el papel. Y una nación armada sabe lo que eso significa. No obstante, el grupo formado en torno a aquel papel no era muy numeroso, y se mantenía tranquilo. Los transeúntes leían el anuncio y seguían su camino. No hubo ovaciones ni gestos grandilocuentes: el aviso era ya lo suficientemente dramático como para fuera necesario dramatizarlo aún más. Como un monstruoso desprendimiento de tierra, el anuncio había ido a caer sobre el camino de una laboriosa y disciplinada nación, alterando su rutina, aniquilando sus industrias, desgarrando a sus familias, y enterrando bajo un montón de ruinas sin sentido la paciente y dolorosamente forjada maquinaria de la civilización.



Esa misma noche entramos en un restaurante de la rue Royale, y nos sentamos junto a una de las ventanas abiertas, a la altura de la calle. Desde allí vimos desfilar ante nuestros ojos nuevos y extraños grupos de gente. Pudimos comprobar cómo, en un abrir y cerrar de ojos, se ponía en marcha una movilización. Era como una tremenda interrupción en el flujo normal del tráfico; como la repentina ruptura de un dique. La calle se vio invadida por un torrente de personas que se deslizaban a nuestro lado en dirección a las distintas estaciones de ferrocarril. Todos iban a pie, cargados con su equipaje; no había vuelto a verse un coche, un taxi o un autobús desde el amanecer. El Ministerio de la Guerra había arrojado su red de arrastre, y había atrapado a todo el mundo en ella. La multitud que pasaba junto a nuestra ventana se componía principalmente de reclutas, los mobilisables de primera hora, que se encaminaban a la estación acompañados de sus familiares y amigos. Pero entre ellos había también pequeños grupos de turistas desconcertados que avanzaban cargados de bolsas y fardos, y que observaban cómo alguien transportaba, ante ellos, su equipaje en carretillas. Parecían niños abandonados y perplejos, inarticulados, atrapados en un remolino de mareas rumbo a la vorágine.



En el restaurante, una banda compuesta por músicos vestidos de rojo, muy conscientes de su condición de franceses, sembraba el lugar de música patriótica, y los intervalos entre los primeros y los segundos platos (cada vez con menos camareros para llevarse unos y traer los otros) se veían interrumpidos por la siempre recurrente obligación de ponerse en pie para oír La Marsellesa, de volver a hacerlo para oír el God Save the King, de nuevo para el Himno Nacional de Rusia, y vuelta a empezar para La Marselles a una vez más.



—Et dire que ce sont des Hongrois qui jouent tout cela! —observó una voz burlona desde la acera.



A medida que transcurría la noche, y los grupos que avanzaban por delante de nuestra ventana se hacían más numerosos, todos empezaron a unir sus voces en las canciones de guerra. Allons, debout! Y la ronda de obligaciones patrióticas comenzaba de nuevo. Solicitaban con frecuencia La chanson du départ, que el coro de espectadores entonaba con determinación. La nota preponderante en la calle era una especie de disposición silenciosa. Mientras bajaban por la rue Royale hacia la Madeleine, las bandas de los demás restaurantes atraían a otros grupos, y los estribillos castrenses se iban encadenando a lo largo del bulevar, como se encadenaban sus guirnaldas de lámparas de arco. Fue una noche de aclamaciones y cánticos, no bulliciosos, ciertamente, pero sí valientes y decididos. Era un magnífico exponente de lo mejor de la badauderie parisina.

 



Mientras tanto, más allá de la hilera de ociosos, seguía vertiéndose el flujo constante de reclutas. Sus esposas y familiares los escoltaban penosamente, cargando con todo tipo de extraños e improvisados paquetes y bolsas. Entre toda esta confusión externa, afloraba no obstante una alegre firmeza de espíritu. Los rostros que pasaban sin cesar ante nosotros se mostraban graves, pero no tristes; tampoco había en ellos el menor rastro de desconcierto. En sus ojos se adivinaba la mirada fija del ganado conducido por el hombre. Todos esos jóvenes, muchos de ellos casi unos chiquillos, parecían saber perfectamente lo que estaban a punto de hacer y por qué. Incluso el más joven de entre todos ellos parecía de repente más maduro y responsable. Todos comprendían qué era lo que se esperaba de ellos, y lo aceptaban.



Al día siguiente se ordenó que las tropas de viajeros estivales quedaran inmovilizadas para permitir que las otras tropas, las verdaderas, pudieran desplazarse. No habría más carreras alocadas hacia la estación ni más sobornos a los conserjes. No más vanas misiones en busca de taxis invisibles ni más horas de demacrada espera en la cola de Cook’s. No salía ningún tren si no era para transportar a las ingentes masas de soldados; a los civiles que no hubieran conseguido sobornar a alguien, y meterse apretujados en un recoveco de alguno de los atestados vagones que partieron la primera noche, sólo les quedaba la opción de arrastrarse de vuelta a su hotel, a través de las abrasadoras calles, y, una vez, allí sentarse a esperar. Y eso hacían: regresar, decepcionados aunque también algo aliviados, al rotundo vacío de vestíbulos sin porteros, de restaurantes sin camareros, de ascensores paralizados. Volvían a la extraña y desarticulada vida de los hoteles de moda que, de pronto, habían empezado a actuar con la familiaridad y la provisionalidad propias de una pension del Barrio Latino. Mientras tanto, resultaba extraño contemplar la gradual paralización de la ciudad. Al igual que habían desaparecido de las calles los motores, los taxis, los coches y los furgones, del mismo modo abandonaron el Sena sus pequeños y vivaces barcos. Las barcazas también se evaporaron, o bien simplemente se quedaron varadas en sus muelles: había cesado cualquier actividad de carga y descarga. Las entradas a los grandes edificios se enmarcaban en un extraño vacío; las interminables avenidas se extendían en su longitud hacia espacios desiertos. Nadie se dedicaba a barrer las calles o a recortar los parterres de los parques y jardines. Las fuentes dormían en sus estanques. Nadie alimentaba a los gorriones, que aleteaban inquietos, y algunos perros, desprovistos de repente de sus hábitos cotidianos, deambulaban por las calles, intranquilos, en busca de un rostro conocido. París, tan sumamente consciente aunque, a la vez, tan extrañamente extasiada, parecía haber recibido una inyección de curare que se hubiera extendido por sus venas.



Al día siguiente, el 2 de agosto, asomados a la terraza del Hotel Crillon, pudimos observar un primer y débil intento de regresar al bullicio de la vida cotidiana. De vez en cuando, algún taxi o algún vehículo particular cruzaba la place de la Concorde para llevar a los soldados a las estaciones. Otros reclutas, en destacamentos, les seguían a pie con bolsas y estandartes. Un destacamento se detuvo ante la estatua de Estrasburgo, cubierta con un velo negro, y dejó una corona a sus pies. En cualquier otro momento, un gesto semejante habría servido para congregar a una gran multitud, pero en ese instante, cuando se podría haber esperado toda una explosión de patriotismo, no despertó más interés del que habría causado un soldado volviéndose para darle un centavo a un mendigo. Los que cruzaban la plaza en esos momentos ni siquiera se detuvieron para echar un vistazo. El significado de esta aparente indiferencia resulta obvio. Cuando una nación se moviliza, todo el mundo está ocupado: ocupado de una manera clara y apremiante. No se movilizan tan sólo los combatientes; los que se quedan deben hacer lo mismo. Para cada uno de los hogares franceses, para cada hombre y para cada mujer, la guerra implica una completa reorganización de su vida. El destacamento de reclutas, inadvertido, rindió su homenaje a la causa y continuó su camino.



Al mirar atrás, hacia aquellos primeros días en París, desde la distancia que da el haber superado las penurias de estos meses cargados de dureza, contemplo aquel escenario de solemne arquitectura y de cielos de verano bajo la luz de lo ideal y de lo abstracto. El repentino refulgir de la llama del patriotismo, la interrupción de todas las pequeñas o medianas preocupaciones, lograron despejar el aspecto moral de la situación al igual que se habían despejado las calles, con lo que el espectador tenía la impresión de estar leyendo un poema sobre la guerra en vez de estar enfrentándose a la realidad de la misma.



Algo de este sentimiento de exaltación parecía haber penetrado en el espíritu de las multitudes que recorrían arriba y abajo los bulevares hasta bien entrada la noche. El tráfico rodado había cesado, a excepción de los escasos taxis destinados a llevar a los reclutas a las estaciones; la parte central de los bulevares estaba tan atestada de viandantes como lo estaría un mercado italiano en una mañana de domingo. La inmensa marea oscilaba de un lado a otro a un ritmo lento, quebrándose de vez en cuando para hacer espacio a alguna de las «legiones» de voluntarios que se formaban espontáneamente en cada esquina: italianos, rumanos, sudamericanos, norteamericanos… Cada grupo presidido por su bandera nacional y, a su paso, jaleado con vítores. Pero también los aplausos eran sobrios: París no se despojaría de la serenidad que se había impuesto a sí misma. Se podía advertir un afán de nobleza consciente y voluntaria en el estado de ánimo de esa tranquila multitud. Una multitud que, por otro lado, era completamente heterogénea, compuesta por individuos que abarcaban todas las clases sociales: desde la escoria procedente de los bulevares exteriores hasta la más selecta crema de los restaurantes de moda. Tan sólo dos días antes, todas aquellas personas habían llevado vidas totalmente dispares, y habían mostrado las unas por las otras la más absoluta indiferencia, o puede que hasta un marcado antagonismo. Como extranjeros o como enemigos a ambos lados de una misma frontera. Pero ahora los obreros y los ociosos, los ladrones y los mendigos, los santos y los poetas, los que estaban hastiados de su existencia y los estafadores, el pueblo verdadero y los auténticos fanfarrones, todos ellos, se agrupaban, codo con codo, en una colectividad aunada por un mismo y espontáneo sentimiento. Afortunadamente, eran las gentes del «pueblo» quienes predominaban. Los rostros de los obreros se aprecian mejor en medio de una multitud semejante, y había miles de ellos, cada uno iluminado e individualizado gracias al flash de magnesio que se desprendía de su propia exaltación.



Recuerdo especialmente los firmes rostros de las mujeres, y también el hecho, quizá menor pero muy significativo, de que todas ellas se hubieran acordado de llevar con ellas a su perro. De entre esos afables compañeros, tan sólo los más grandes podían ver algo a través del bosque de piernas humanas. Los otros, si su tamaño resultaba adecuado y si, por tanto, sus dueñas podían sostenerlos en brazos, descansaban cómodamente en el refugio que les proporcionaba el pliegue de un codo y, desde esa posición protegida y privilegiada, cientos de pequeños y graves hocicos, romos o afilados, lampiños o peludos, marrones o grises o blancos o negros o pintos, contemplaban la escena con la tranquila conciencia del perro parisino. Era, sin duda, una buena señal el que aquella noche nadie se hubiera olvidado de ellos.





II





Ya se nos había mostrado, en términos por lo demás impresionantes, lo que significaba vivir una movilización. A continuación íbamos a aprender que la movilización es tan sólo uno de los efectos asociados a la imposición de la ley marcial, y que no resulta cómodo vivir bajo los dictámenes de esa ley; al menos, hasta que uno llega a acostumbrarse a ella.



En un primer momento, y a los ojos de un civil neutral, su objetivo principal parecía centrarse en el mero placer caprichoso de complicarnos la existencia. Y, en ese sentido, lo lograba con una inventiva que alcanzaba los más altos y rebuscados niveles de refinamiento. Las instrucciones comenzaron a llover sobre nosotros tras la aparente calma de los primeros días: instrucciones en cuanto a qué hacer y qué no hacer, a fin de que nuestra presencia resultara tolerable y nuestra integridad se mantuviera a salvo. En primer lugar, los extranjeros no podían permanecer en Francia sin haber informado previamente a las autoridades de su nacionalidad y antecedentes, y para ello resultaba necesario realizar repetidas e infructuosas visitas a cancillerías, comisarías y consulados, ya de por sí suficientemente atiborrados de alterados solicitantes como para permitir de buen grado la presencia de nadie más. Entre estas vanas peregrinaciones, el viajero impaciente por salir del país tenía que recorrer penosamente a pie la distancia que le separaba de las estaciones de ferrocarril, de las que regresaba desconcertado por las vagas respuestas que allí recibía, y desalentado al saber que, de haber billetes disponibles, éstos también debían ser visés por la policía. Hubo un momento en que parecía que hasta los pensamientos más íntimos debían obtener ese inalcanzable visado (para conseguirlo era forzoso pasar más horas inútiles en cochambrosas escaleras, formando parte de los sudorosos grupos de extranjeros). Mientras tanto, lo más probable era que el dinero que uno había llevado consigo fuera agotándose, y entonces debía enviarse un cable o un telegrama a alguien pidiendo que enviara más. ¡Ah! Pero también los cables y los telegramas debían ser visés e, incluso siéndolo, no existía garantía alguna de que fueran a enviarse realmente. Entonces no se utilizaban códigos, y el ridículo número de palabras contenidas en una dirección de Nueva York parecía multiplicarse mientras los francos disminuían en nuestros bolsillos. Cuando, finalmente, se lograba enviar el cable, siempre existía la posibilidad de que se perdiese por el camino o bien de que llegase a su destino sólo para dar lugar, al cabo de días y más días de ansiosa espera, a una desalentadora respuesta: «Imposible por el momento. Hacemos todo lo que podemos». Resulta justo añadir que, a pesar de lo tedioso e irritante de muchos de estos procedimientos, en gran medida resultaron más llevaderos gracias al inesperado y constante buen talante del funcionariado francés, que, probablemente por primera vez en la extensa historia de su profesión, decidió dejar a un lado su forma habitual de comportarse, y se mostró afable.



Afortunadamente, estas incesantes idas y venidas por la ciudad hacían que con frecuencia nos viéramos obligados a caminar por sus bellas y ociosas calles, más y más bellas y ociosas cada día, en medio del verano. Nunca antes se había extendido sobre París una tersura vespertina de semejante color gris azulado; ninguna otra puesta de sol había hecho que el Trocadero se convirtiera en la Cartago de Dido. Y, por encima de todo, nunca una luna se había mostrado tan señorial en su recorrido por unas noches tan perfectas. El Sena participaba asimismo con no menos intensidad en este misterioso incremento de la belleza urbana. Liberado de cualquier clase de tráfico, sus arrebatadas crestas quedaban apaciguadas y convertidas en largos y suaves tramos en los que, por fin, muelles y monumentos podían hallar su reflejo intacto. Ya no se veían por las noches las luces como de luciérnaga de los barcos, y los reflejos de los faroles se alargaban convertidos ahora en cintas de color rojo y oro y púrpura, que dormían en la pacífica corriente cual sinuosas plantas acuáticas. A continuación emergía la luna y tomaba posesión de la ciudad, liberándola de todo contratiempo, calmándola y ampliándola, devolviéndole de nuevo su ideal de fuerza y reposo. Había algo extrañamente emotivo en esta nueva ciudad de las noches de agosto, tan expuesta y a la vez tan serena, como si su propia belleza se bastara por sí sola para protegerla.



De ese modo, gradualmente, fuimos habituándonos a vivir bajo los rígidos preceptos de la ley marcial. Después de unos días de confusa adaptación, los inconvenientes a nivel personal resultaron ser tan escasos que casi sentíamos vergüenza de no estar peor de lo que estábamos; de que no se nos exigiera que, de alguna manera, contribuyéramos a la causa con sacrificios de mayor índole. A lo largo de la primera semana, más de dos tercios de los comercios habían echado el cierre. La mayor parte de ellos mostraban en sus escaparates clausurados un cartel que rezaba: «Pour cause de mobilisation». Ello ponía de manifiesto que tanto el patron como el personal se encontraban luchando en el frente. Pero también permanecían abiertos los suficientes comercios como para poder satisfacer las necesidades cotidianas, y el cierre de los otros servía para demostrar lo mucho que se puede llegar a prescindir de ciertas cosas. Los suministros eran tan baratos y abundantes como siempre; sin embargo, durante un cierto periodo de tiempo resultó más sencillo comprar comida que conseguir que alguien la cocinara. Los restaurantes cerraban con rapidez, y a menudo había que recorrer largas distancias en busca de uno que sirviera comidas, y, además, esperar un buen rato hasta ser atendido. Algunos hoteles, pocos, aún se las ingeniaban para mantener una titubeante actividad, impulsados por la ocasional afluencia de viajeros procedentes de Bélgica y Alemania. Pero la mayoría de ellos habían cerrado ya o bien se estaban transformando a toda prisa en hospitales.

 



Los letreros que colgaban de las puertas de estos hoteles comenzaron a perturbar la soñadora armonía de París. Toda la ciudad se cargó, al parecer en una sola noche, de cruces rojas. Dos de cada tres edificios mostraban ahora la banda roja y blanca que cruzaba sus fachadas con las palabras «Ouvroir» u «Hospital» escritas debajo. Había algo siniestro en estos preparativos para unos horrores aún difíciles de concebir; en la fabricación de vendas para miembros que en aquellos momentos estaban sanos e intactos; en el reparto de almohadas para el reposo de unas cabezas que todavía se mantenían erguidas. Pero, a pesar de subrayar la gran aflicción que aún estaba por llegar, lo cierto es que todas estas señales de advertencia no lograron despertar del todo a la ciudad del profundo trance en que se hallaba. Los primeros días de la guerra estuvieron marcados por una especie de inadvertida confianza, ni jactanciosa ni necia, pero sí completamente distinta de la lúcida y firme determinación que surgiría a raíz de las experiencias que se vivirían a lo largo de los meses siguientes. Resulta difícil evocar, sin que parezca una exageración, el clima que reinaba a principios de agosto: esa convicción, ese equilibrio, esa especie de sonriente fatalismo con que París se entregó a su cometido. Es probable que tanto la propia belleza de la estación como el silencio en que se había sumido la ciudad contribuyeran a producir semejante estado de ánimo. La guerra, esa furia arrolladora, se había anunciado a sí misma mediante una enorme ola de tranquilidad. Nunca fue el silencio tan perfecto: el silencio de una calle es siempre mucho más profundo que el de los bosques o el de los campos.



Lo sofocante del aire de agosto intensificaba esta impresión de que la vida estaba en suspenso. Los días transcurrían en medio de un silencio demoledor, pero por las noches ese mismo silencio se agudizaba. En el barrio en que vivíamos, ya de por sí desierto en verano, todas las casas tenían las contraventanas cerradas y el mutismo se extendía por las calles como si estuviéramos en una catacumba; el menor ruidito sonaba como un desgarrón en medio de un negro manto de quietud. Podían escucharse las pisadas exhaustas de un animal cojo que estuviera a un kilómetro de distancia, y cómo golpeaban contra el pavimento, como en una sucesión de detonaciones, los pasos de los policías que custodiaban la embajada al otro lado de la calle. Incluso los múltiples rumores que anunciaban el despertar de la ciudad habían cesado. Si aún quedaban barrenderos, basureros o traperos, todos ellos debían de ejercer su oficio con un sigilo propio de fantasmas. Recuerdo que una mañana me desperté de un sueño profundo a causa de un ruido terrible. Me senté sobresaltada y descubrí que aquello que me había despertado tan súbitamente en mi habitación había sido el intercambio en voz baja de un bonjour procedente de la calle.



Otro hecho que demostraba que la realidad de la guerra se mantenía alejada de París era la curiosa ausencia de tropas en las calles. Después de los primeros y apresurados movimientos de reclutas corriendo hacia sus destinos, podría parecer que un reino de paz se había instaurado entre nosotros. Si bien las ciudades más pequeñas se veían inundadas de soldados, las vacías avenidas de la capital, en cambio, no reflejaban el brillo de ningún arma ni acogían los ecos de ninguna canción militar. París se negó a evidenciar en su seno cualquier representación de la guerra, y alimentó el patriotismo de sus hijos mediante el simple despliegue de su belleza. Con eso era suficiente.



Incluso cuando comenzaron a llegar las noticias de los primeros y efímeros éxitos en la zona de Alsacia, los parisinos continuaron con su pausado proceder. Los únicos clamores fueron los de los repartidores de periódicos, y hasta ésos quedaron silenciados en seguida por decreto. Era como si se hubiera decidido por unanimidad, de manera instintiva, que el París de 1914 no debía asemejarse en ningún sentido al París de 1870; y como si dicha resolución se hubiera filtrado, en el mismo momento del parto, a la sangre de los millones de personas que hubieran nacido desde aquella fatídica fecha, ajenos a su amargo significado. Esa unanimidad en cuanto a la necesidad de moderación fue la más destacada peculiaridad de este pueblo sumido en una guerra inesperada e indeseable. En un primer momento, su firmeza de espíritu podría haber pasado por el desconcierto propio de una generación nacida y criada en un ambiente de paz, que todavía no llegaba a comprender las verdaderas implicaciones de una guerra. Pero sería precisamente en medio de un estado de ánimo semejante cuando un triunfo fácil podría haber producido ciertos efectos alarmantes. Las voces que gritaban A Berlin! en 1870 eran proferidas por las multitudes que se echaron a las calles. Ahora, en cambio, las multitudes se mantenían centradas en sus asuntos, a pesar del aluvión de ediciones extras de los periódicos, quizá demasiado optimistas dadas las circunstancias.



Recuerdo la mañana en que el chico de la carnicería vino con la noticia de que se había colgado la primera bandera alemana en el balcón del Ministerio de la Guerra. Ahora, pensé, será cuando se desborde el espíritu latino. Y yo quería estar allí para verlo. Descendí a toda prisa por la tranquila rue de Martignac, doblé la esquina de la place Sainte Clotilde, y fui a darme de bruces con una disciplinada multitud que ocupaba la calle frente al Ministerio de la Guerra. La multitud se mostraba tan en orden que unos pocos gestos pacíficos por parte de la policía lograron abrir sin dificultad una vía para que siguieran circulando tanto los taxis como los vehículos militares que, de continuo, pasaban como una exhalación. Había allí representantes de todas las clases sociales, y muchas familias con niños pequeños sobre los hombros de sus madres o bien, si resultaban demasiado pesados, en los brazos de los policías. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que casi todos los hombres y mujeres que formaban parte de aquel gentío tenían a algún soldado en el frente. Y allí, ante ellos, habían colgado por primera vez, como un trofeo, una bandera del enemigo: una espléndida bandera de seda, blanca y negra y carmesí, bordada en oro. Era la bandera de un regimiento alsaciano; un regimiento de la Alsacia prusianizada. Aquella enseña simbolizaba lo más infame de entre todo el montón de infamias que se desplegaban ante ellos; simbolizaba el porqué de su rencor y de su odio más ancestral, y la razón por la cual, a falta de cualquier otro motivo, Francia no podía deponer las armas. No hasta que cayera la última de aquellas banderas. Y allí estaban, de pie, observándola. Su postura no era la de una multitud pusilánime que no comprende lo que tiene ante sí, sino la de una colectividad consciente, que sabe lo que ocurre, y que prefiere mantenerse en silencio. Como si ya previera lo mucho que iba a costar conservar esa bandera allí donde estaba, junto a muchas otras que vendrían después; como si previera ese coste y lo aceptara. Parecía que la audacia se hubiera instalado hasta en el pecho de los niños que formaban parte de aquella muchedumbre, y en el de las madres que los sostenían en sus débiles brazos. Así que todos ellos contemplaban la bandera y se marchaba