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100 Clásicos de la Literatura

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»Fi-u meditó durante un intervalo, consulto con Tsi-puff, y después empezó a murmurar su jerga inglesa, primero algo nerviosamente, lo que hizo que no le entendiera muy bien por lo pronto.



»—Mm… el Gran Lunar… desea decir… desea decir… comprende usted es… mnrn… hombre… que usted es hombre del planeta Tierra. Desea decir que le da la bienvenida… y desea conocer… conocer, si puedo emplear esta palabra… el estado del mundo de usted y la razón por qué ha venido usted a éste.



»Hizo una pausa. Yo iba a contestarle, cuando continuó. Procedió a hilvanar frases cuyo curso no era muy claro, aunque me inclino a pensar que todas significaban cumplimientos. Me dijo que la tierra era a la luna lo que el sol era a la tierra, y que los selenitas deseaban mucho saber lo concerniente a la tierra y a los hombres. En seguida me explicó, sin duda como una cortesía también, la magnitud y el diámetro relativos de la tierra y de la luna, y el perpetuo interés y conjeturas con que los selenitas habían mirado a nuestro planeta.



»Yo reflexioné con los ojos bajos, y opté por contestarle que también los hombres habían pensado siempre con interés en lo que podría existir en la luna y la habían juzgado muerta, idea muy lejana de magnificencias tales como las que me había sido dado ver aquel día.



»El Gran Lunar, en prenda de reconocimiento, hizo que su proyector azul girara de una manera muy confusa, y por todo el gran hall corrió en cuchicheos y murmullos la repetición de lo que yo había dicho.



»A continuación procedió a hacer a Fi-u una cantidad de preguntas que eran ya más fáciles de contestar.



»Había comprendido —explicó—, que nosotros vivíamos en la superficie de la tierra, que nuestro aire y nuestro mar estaban fuera del globo. Más aún: esta última parte la sabía por las observaciones de sus especialistas astronómicos. Estaba muy ansioso de tener informaciones más detalladas de lo que él llamaba extraordinario estado de cosas, pues la solidez de la tierra le había hecho inclinarse siempre a considerarla inhabitable. Trató primero de cerciorarse de los extremos de temperatura a que los seres de la tierra estaban expuestos, y le interesó vivamente mi descripción de las nubes y de las lluvias. Sus suposiciones hallaban apoyo en el hecho de que la atmósfera lunar, en las galerías exteriores del lado de la noche, está a menudo muy nublada. Parecía maravillarse de que no encontráramos la luz del sol demasiado intensa para nuestros ojos, y le interesó mi tentativa de explicarle que la luz del firmamento estaba atenuada hasta adquirir un color azulado por efecto de la refracción del aire, lo que dudo entendiera con claridad. Le expliqué cómo el iris del ojo humano puede contraer la pupila y salvar su delicada estructura interna del exceso de luz del sol, y se me permitió acercarme hasta pocos pies de distancia de la Presencia, para que pudiera ver esa estructura. Esto nos condujo a la comparación del ojo lunar y del terrestre: el primero es no sólo excesivamente sensible a luces como las que los hombres pueden ver, sino que también puede “ver” el calor, y cada diferencia de temperatura dentro de la luna es visible para los selenitas.



»El iris era para el Gran Lunar un órgano completamente nuevo. Durante un rato se divirtió en lanzarme sus rayos a la cara y en observar cómo se contraían mis pupilas. La consecuencia de esto fue que me quedé deslumbrado y ciego durante un rato.



»Pero a pesar de aquella incomodidad, encontré algo tranquilizador, gradual e insensiblemente, en la racionalidad de nuestro cambio de preguntas y respuestas. Yo podía cerrar los ojos, pensar en lo que iba a contestar, y casi olvidarme de que el Gran Lunar no tenía cara…



»Cuando hube descendido a ocupar nuevamente mi sitio, el Gran Lunar me preguntó cómo nos abrigábamos del calor y de las tempestades, y yo lo expuse las artes de construcción y amueblamiento. En este punto nos perdimos en quid pro quos y en un desordenado cambio de observaciones, debido en gran parte, debo confesarlo, a la falta de precisión de mis palabras. Durante largo rato me fue muy difícil hacerle entender la naturaleza de una casa. A él y a sus servidores les parecía lo más ridículo del mundo que los hombres construyeran casas cuando podían descender a excavaciones; y sobrevino una nueva complicación con mi tentativa de explicarle que los hombres habían tenido al principio sus moradas en cuevas, y ahora ponían sus ferrocarriles y muchos establecimientos bajo la superficie. Creo que aquí me traicionó el deseo de exhibir mi suficiencia intelectual. También se formó un considerable enredo, por mi no menos imprudente tentativa de explicar lo que son nuestras minas. Abandonando por fin este asunto, sin que lo hubiéramos apurado, el Gran Lunar me preguntó qué hacíamos con el interior de nuestro globo.



»Una especie de cuchicheos y susurros se propagó hasta los más remotos rincones de aquella gran asamblea cuando se llegó, por último, a saber que nosotros, los hombres, nada sabíamos, absolutamente, del contenido del planeta sobre el cual se habían sucedido desde tiempo inmemorial las generaciones de nuestros antepasados. Tres veces tuve que repetir que de todas las cuatro mil millas de substancia que hay entre la superficie y el centro de la tierra, los hombres conocen sólo hasta la profundidad de una milla, y eso muy vagamente. El Gran Lunar hizo una pregunta que comprendí bien: ¿por qué había ido yo a la luna, si apenas habíamos tocado aún la corteza de nuestro planeta? Pero no quiso darme en aquel momento la molestia de una explicación, pues por su parte estaba demasiado ansioso de perseguir los detalles de esa loca inversión de todas sus ideas.



»Volvió a la cuestión de la temperatura, y yo traté de describir los perpetuos cambios del cielo, la nieve, las heladas y los huracanes.



»—Pero cuando llega la noche —preguntó—, ¿no hace frío?



»Le dije que hacía más frío que de día.



»—¿Y no se hiela la atmósfera?



»Le contesté que no; que nunca hacia tanto frío como para eso, porque nuestras noches eran muy cortas.



»—¿Ni tampoco se liquida?



»Iba ya a decir “No”, pero se me ocurrió que una parte por lo menos de nuestra atmósfera, el vapor de agua, se liquida a veces y forma roció, y a veces se hiela y forma escarcha y nieve, proceso perfectamente análogo a la congelación de toda la atmósfera externa de la luna durante su noche, que es más larga. Me expliqué con claridad sobre este punto, y de allí pasó el Gran Lunar a hablarme del sueño. La necesidad de dormir que nos viene con tanta regularidad, cada veinticuatro horas, resulta ser simplemente parte de nuestra modalidad terrestre: en la luna, los selenitas descansan sólo de vez en cuando y al cabo de esfuerzos extraordinarios.



»Después traté de describirle los suaves esplendores de una noche de verano, y de esto pasé a una descripción de los animales que rondan de noche y duermen de día; le hablé de leones y de tigres, y en este punto me pareció que toda explicación era insuficiente, pues en la luna, salvo los animales que están dentro del agua, no hay uno que no esté completamente domesticado y sujeto a la voluntad del selenita, y así ha sido desde épocas inmemoriales. Hay monstruos acuáticos, pero no bestias feroces, y la idea de algún animal fuerte y grande que exista “fuera” durante la noche, es de difícil comprensión para los selenitas.



Aquí, en un espacio de veinte palabras o tal vez más, el mensaje está demasiado incoherente para que sea posible transcribirlo.



«El Gran Lunar habló con sus servidores, supongo que acerca de la extraña superficialidad e irracionalismo de los que viven en la superficie de un mundo, sujetos al capricho de las olas y los vientos y de todas las variaciones de la intemperie, que no pueden ni unirse para dominar a las fieras que hacen presa de su especie, y que, sin embargo, se atreven a invadir otro planeta. Durante este intervalo, yo seguí sentado, pensando, y después, a pedido suyo, le hablé de las diferentes clases de hombres».



»Me escudriñó en todas direcciones con sus preguntas.



»—Y para todas las clases de trabajo tienen ustedes la misma calidad de hombres… Pero ¿quién piensa? ¿Quién gobierna?



»Le hice un esbozo del método democrático.



»Cuando hube terminado esta explicación, ordenó que le vertieran sobre la cabeza el chorro refrescante, y luego me pidió que volviera a explicarle lo mismo, pues temía haber entendido mal.



»—Hombres no hacen diferentes cosas, ¿entonces? —me preguntó Fi-u.



»Yo convine en que algunos pensaban y otros eran funcionarios, algunos cazaban y otros eran mecánicos, artistas, o trabajadores en otros ramos especiales.



»—Pero todos gobiernan —añadí.



»—¿Y no tienen diferentes formas que los adapten a sus diferentes deberes?



»—Ninguna diferencia visible hay —dije—, salvo quizá en las ropas. En los cerebros la hay tal vez, aunque pequeña —recapacité.



»—Considerable debe ser la diversidad de cerebros —replicó el Gran Lunar.



»Con el objeto de ponerme en armonía más estrecha con sus preconcepciones, le dije que su conjetura era fundada.



»—Todo está escondido en el cerebro —expliqué—, y en él residen las diferencias. Quizás si se pudieran ver las mentes y las almas de los hombres, se notaría en ellos tanta variedad como entre los selenitas. Hay hombres altos y hombres pequeños; hombres que pueden alcanzar a gran distancia y hombres que pueden avanzar rápidamente; hombres ruidosos, con mente de trompeta, y hombres que pueden acordarse de las cosas sin pensar…



Aquí hay tres palabras ininteligibles.



«Me interrumpió para recordarme mis anteriores explicaciones».



»—¿Pero no decía usted que todos los hombres gobiernan? —insistió.



»—Hasta cierto límite —dije—; y temo que con la explicación que hice en seguida aumentara la confusión.

 



»Entonces él puso la cuestión en su punto saliente.



»—¿Quiere usted decir —preguntó—, que no hay Gran Terrestre?



»Yo pensé en varias personas, pero concluí por asegurarle que no lo había. Le expliqué que los autócratas y emperadores que habíamos ensayado en la tierra habían terminado, por lo general, en la embriaguez, en el vicio, en la violencia, y que la vasta o influyente porción de pobladores a que yo pertenecía, los anglosajones, no pensaban en repetir tales ensayos, al oír lo cual, el Gran Lunar manifestó mayor asombro aún.



»—Pero ¿cómo conservan ustedes, siquiera, la sabiduría que tienen? —preguntó.



»Yo le expliqué cómo ayudábamos a nuestros limitados… (aquí falta una palabra, que es probablemente “cerebros”) …con bibliotecas; le expliqué cómo aumentaba nuestra ciencia por la labor unida de innumerables hombres, y a eso no opuso otro comentario que el de que evidentemente habíamos llegado a dominar muchas cosas, pues de otro modo no me habría sido posible llegar a la luna. Con todo, el contraste era muy marcado. Con los conocimientos, los selenitas se engrandecían y cambiaban: la especie humana almacenaba sus conocimientos y continuaba en el estado de brutos… bien equipados. Dijo esto…



(Aquí llegamos a una parte del mensaje totalmente ininteligible).



«Después me hizo explicar cómo circulábamos por la tierra, y me puse a describirle nuestros ferrocarriles y buques. Durante un rato no pudo entender que sólo hacia cien años que empleábamos el vapor, pero cuando lo comprendió, se vio claramente que esto le causaba infinito asombro. (Debo citar, como un hecho singular, el de que los selenitas miden el tiempo por años, como nosotros en la tierra, pero nada he podido saber de su sistema numeral. Esto, sin embargo, no importa, porque Fi-u comprende el nuestro). De allí pasé a decirle que el género humano vive en ciudades desde hace sólo nueve o diez mil años, y que todavía no estamos unidos en una hermandad, sino bajo diferentes formas de gobierno. Esto asombró mucho al Gran Lunar, una vez que se lo hubimos explicado con claridad. Al principio había creído que nos referíamos únicamente a áreas administrativas».



»Nuestros Estados e Imperios son aún los más imperfectos esbozos de lo que el orden será un día —dije; y esto mismo me hizo explicarle…



(En este punto, hay unas treinta o cuarenta palabras totalmente ilegibles).



»Mucha impresión causó en el Gran Lunar la tontería con que los hombres se aferran al mantenimiento de diversos idiomas: “Quieren comunicarse, y sin embargo no comunicarse” —dijo: y a continuación empezó a hacerme preguntas acerca de la guerra, y en esto nos pasamos largo rato.



»Al principio se manifestó perplejo e incrédulo.



»—¿Quiere esto decir —preguntó, para obtener una confirmación—, que ustedes corren por la superficie de su mundo, de un mundo cuyas riquezas apenas han comenzado ustedes a raspar, matándose uno a otro para tener animales con que alimentarse?



»Le contesté que ésa era la verdad desnuda.



»Entonces me pidió datos que le ayudaran a comprender.



»Pero ¿no sufren daños en eso los bosques y las pobres ciudades? —preguntó, y yo comprendí que la destrucción de propiedades y objetos útiles le impresionaba tanto como las matanzas—. Dígame usted más —añadió—: hágame usted ver dibujos. Yo no puedo concebir esas cosas.



»Y entonces, durante un rato, aunque algo avergonzado, le referí la historia de la guerra terrestre.



»Le describí las primeras órdenes y ceremonias de la guerra, las notificaciones y el ultimátum, el adiestramiento y conducción de tropas. Le di una idea de las maniobras, de las posiciones y de las batallas. Le expliqué los sitios y asaltos, el hambre y las penalidades que se sufrían en las trincheras, y los casos de centinelas muertos de frío bajo la nieve. Le hablé de las derrotas y las sorpresas, de las desesperadas resistencias mantenidas por débiles esperanzas, de la implacable persecución de los fugitivos, de los muertos sembrados en el campo de batalla. Le hablé también del pasado, de las invasiones y carnicerías, de los Hunos y de los Tártaros, y de las guerras de Mahoma y los Califas y de las Cruzadas. Y a medida que yo narraba y Fi-u traducía, los selenitas cuchicheaban y murmuraban con una emoción que iba gradualmente ganando en intensidad.



»Conté que un acorazado podía arrojar un proyectil de una tonelada a una distancia de doce millas, y penetrar a través de una capa de hierro de 20 pulgadas de espesor, y que podíamos lanzar torpedos por debajo del agua. Describí un cañón Maxim en acción, y lo que ha sido, tal como yo la comprendo, la batalla de Colenso. El Gran Lunar no daba crédito a sus oídos, e interrumpió la traducción de mi relato para que yo mismo ratificara lo que había dicho. Lo que más dudas le inspiraba era mi descripción del gozo y las aclamaciones con que los hombres entraban en… ¿combate?



»—¡Pero seguramente no hacen eso porque les agrade! —tradujo Fi-u.



»Le aseguré que los hombres de mi raza consideraban una batalla como el acto más glorioso de la vida, al oír lo cual la asamblea entera dio muestras de sin igual asombro.



»—Pero ¿cuál es la utilidad de la guerra? —preguntó el Gran Lunar, persistiendo en su tema.



»—¡Oh! En cuanto a su utilidad —dije yo—, ¡sirve para disminuir la población!



»—Pero ¿por qué habría de ser necesario…?



»Hubo una pausa, el chorro refrescante inundó su frente, y otra vez se hizo oír su voz.



En este punto predominan repentinamente en el mensaje unas ondulaciones sucesivas que ya habían aparecido, como una complicación embarazosa en nuestro trabajo de descifrarlo, desde la parte en que Cavor describía el silencio que hubo antes del que el Gran Lunar hablara por primera vez. Esas ondulaciones son evidentemente resultado de radiaciones procedentes de una fuente lunar y su persistente aproximación a las señales alternadas de Cavor, sugiere la idea de algún operador que trata de introducirlas en el mensaje para hacerlo ininteligible. Al principio son pequeñas y regulares, lo que nos ha permitido, con algún cuidado, y perdiendo unas pocas palabras, desenredar el mensaje de Cavor; después son más anchas y más largas, y de improviso se vuelven irregulares, con una irregularidad que produce el efecto de un garabateo sobre una línea correctamente escrita. Por un largo espacio nada se puede sacar de esos locos ziszás; luego bruscamente, la interrupción cesa, deja algunas palabras en claro, y después vuelve a comenzar y continúa en todo el resto del mensaje, borrando completamente todo cuanto Cavor intentaba transmitir. El por qué —si en realidad se trata de una intervención deliberada—, los selenitas prefirieron dejar a Cavor que transmitiera su mensaje en completa y feliz ignorancia de que se lo borraban en el camino, cuando estaba en su poder y era mucho más fácil y conveniente para ellos poner fin a su operación, es un problema que soy incapaz de resolver. Así parece que ha sucedido, y esto es todo lo que puedo decir. El último fragmento de su relato sobre su entrevista con el Gran Lunar empieza en mitad de una frase:



«… me interrogó muy minuciosamente acerca del secreto. En pocos momentos nos entendimos, y por fin llegué a poner en claro lo que ha sido para mí un motivo de sorpresa desde que comprendí la amplitud de la ciencia de los selenitas, es decir, cómo no han descubierto también ellos la “Cavorita”. Veo que la conocen como una substancia teórica, pero que siempre la han considerado como una imposibilidad en la práctica, porque, por una razón u otra, en la luna no hay hélium, y el hélium…».



A través de las últimas letras de la palabra «hélium» se cruza nuevamente el ziszás obliterador. Tomen ustedes nota de la palabra «secreto», pues en ella, y en ella sola, baso mi interpretación del último mensaje que Cavor ha enviado hasta ahora, mensaje que según creemos el señor Wendigee y yo, será también el último de su vida.





(XXVI)



El último mensaje que Cavor envió a la tierra





De esa manera tan poco satisfactoria, se extingue el penúltimo mensaje de Cavor. Me parece verle allá lejos, entre sus aparatos iluminados por la luz azul, telegrafiándonos con ahínco hasta el fin, completamente ignorante de la cortina de confusión que se extendía entre él y nosotros, por completo ignorante, también, de los peligros finales que desde entonces se cernían ya sobre su cabeza. Su desastrosa carencia del vulgar sentido común le había traicionado, literalmente. Había hablado de guerra, había hablado de toda la fuerza y de toda la irracional violencia de los hombres, de sus insaciables agresiones, de su incansable deseo de conflictos. Había llenado el mundo lunar con la impresión de lo que es nuestra raza, y después —me parece—, muy claro les dio a comprender que él era el único entre todos los hombres —por lo menos hasta dentro de algún tiempo—, capaz de llegar a la luna. La línea de conducta que su fría razón, tan distinta de la humana, dictaría a los selenitas, me parece bastante clara, y una sospe