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100 Clásicos de la Literatura

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«En la luna —dice Cavor—, cada ciudadano conoce su posición: ha nacido para ella y la acabada disciplina de ejercicio, educación y cirugía a que se le sujeta, lo hace al fin tan completamente adecuado para ella que ya no tiene ni ideas ni órganos para ningún objeto distinto».

»¿Por qué habría de tenerlos? —preguntaría Fi-u.

»Si, por ejemplo, un selenita está destinado a ser matemático, sus maestros intelectuales y físicos se consagran inmediatamente a formarlo para tal objeto. Ahogan toda incipiente disposición para otros fines, alientan sus tendencias matemáticas con perfecta habilidad psicológica. Su cerebro crece, o por lo menos crecen las facultades matemáticas de su cerebro, y el resto de su persona crece solamente en cuanto es necesario para sostener la parte esencial de su ser.

»Así llega día en que, excepción hecha del sueño y la alimentación, su único deleite consiste en el ejercicio y despliegue de su facultad, lo único que le interesa es la aplicación de ésta, su única sociedad es la de otros especialistas de su mismo empleo. Su cerebro sigue creciendo sin cesar, se hace cada vez más grande, por lo menos en sus partes concernientes a las matemáticas, que se abultan continuamente, y parecen absorber toda la vida y el vigor del resto de su cuerpo. Sus miembros se encogen, el corazón y los órganos digestivos disminuyen, la cara de insecto queda oculta bajo sus abultados contornos. Su voz llega a ser un simple chillido para la emisión de fórmulas. Parece sordo a todo cuanto no sea problemas debidamente enunciados. La facultad de reír, salvo por el repentino descubrimiento de alguna paradoja, está perdida para él: su más honda emoción es la resolución de un cómputo nuevo. Y de esa manera realiza el objeto a que se le ha destinado.

»Otro ejemplo: al selenita destinado a cuidar reses se le induce desde sus primeros años a pensar en reses y a vivir con ellas, a complacerse en conocer las tendencias de las reses, a ejercitarse en seguirlas, domarlas y atenderlas. Se le enseña a ser activo y ágil, sus miembros se habitúan a las apretadas envolturas, sus ojos a los angulares contornos que constituyen la elegancia de los pastores lunares. Concluye por no tener interés en lo que pasa en la parte más honda de la luna; mira a todos los selenitas que no están tan versados como él en lo que se refiere a las reses, con indiferencia, con burla o con hostilidad. Sus pensamientos se concentran en los pastos para las reses, su dialecto es un acabado tecnicismo ganadero. Así también, tiene cariño a su trabajo, y cumple, felicísimo con ellas, las obligaciones que constituyen su razón de ser. Y lo mismo pasa con todas las clases y condiciones de selenitas: cada uno es una perfecta unidad en una máquina mundial…

»Los seres de grandes cabezas a quienes tocan las labores intelectuales, forman algo como la aristocracia de esta extraña sociedad, y a la cabeza de ellos, quinta esencia de la luna, está el maravilloso ganglio gigantesco, el Gran Lunar, ante cuya presencia debo comparecer en breve. El ilimitado desarrollo de los entendimientos en la clase mental se ha hecho posible por la ausencia de todo cráneo huesoso en la anatomía lunar, que no tiene la extraña caja de hueso que se cierra en torno del cerebro del hombre, insistiendo imperiosamente, cuando el cerebro se desarrolla, en decir a éste: “hasta aquí y no más lejos”, y empleando para ello todo su poder. Estos seres se resumen en tres clases principales, que difieren grandemente en influencia y en respeto: los administradores, uno de los cuales es Fi-u, selenitas de considerable iniciativa y movilidad, responsable cada uno de una determinada porción cúbica de la capacidad lunar; los expertos, como el pensador de cabeza en forma de foot-ball, a quienes se educa para ejecutar ciertas operaciones especiales; y los eruditos, que son los depositarios de todos los conocimientos. A esta última clase pertenece Tsi-puff, el primer profesor lunar de lenguas terrestres. Con respecto a estos últimos, cosa es digna de notar que el ilimitado crecimiento del cerebro lunar ha hecho innecesaria la invención de todas las ayudas mecánicas para el trabajo cerebral que han señalado la carrera del hombre: no hay libros, ni archivos de ninguna clase, ni bibliotecas o inscripciones. Todo el conocimiento está almacenado en cerebros susceptibles de ensancharse, como se ensancha el abdomen de las hormigas melíferas de Tejas, a medida que lo van llenando de miel. El Archivo Histórico, la Biblioteca Nacional lunar, son colecciones de cerebros vivientes…

»He notado que los administradores, menos especializados, se interesan vivamente por mí cada vez que me encuentran: se apartan de mi camino, me miran, y me dirigen preguntas a las cuales contesta Fi-u. Van y vienen, de un lado a otro, con una comitiva de porta-literas, lacayos, voceros porta-paracaídas y demás servidores, grupos de aspecto curioso. Los expertos, o la mayor parte de ellos, no me hacen caso, como tampoco se hacen caso entre sí, o si notan mi presencia es sólo para engolfarse en una verbosa exhibición de su peculiar habilidad. Los eruditos, casi siempre, están arrobados en una impenetrable y apoplética complacencia, de la cual sólo puede despertarles una negación de su saber. Generalmente van guiados por pequeños cuidadores y lacayos, y a menudo se ve con ellos a unas diminutas criaturas, de apariencia vivaz, generalmente regordetas, que me inclino a creer son algo así como sus esposas; pero algunos de los más profundos sabios, son ya demasiado voluminosos para poder moverse, y se les lleva de un lugar a otro en una especie de bateas hondas, cual movedizas gelatinas de conocimientos, que se captan mi más respetuoso asombro. Acabo ahora mismo de pasar junto a uno de ellos, al venir al lugar en que se me permite divertirme con estos juguetes eléctricos; era una cabeza vasta, pelada, temblorosa, calva y de piel delgada, que iba en su grotesca litera; los porta-literas llevaban la carga distribuidos adelante y atrás, y unos diseminadores de noticias, de aspecto muy curioso, con caras que casi parecían trompetas, proclamaban la fama del sabio.

»Ya he descripto las comitivas que acompañan a la mayor parte de los intelectuales: ujieres, portadores, lacayos, con sus extraños tentáculos y músculos o lo que sean, que reemplazan la abortiva potencia física de aquellos hipertrofiados cerebros. Casi siempre los acompañan también peones de carga; unos mensajeros extremadamente veloces, con piernas parecidas a las de las arañas y “manos” para sostener los paracaídas, y voceros con órganos vocales que bastarían para despertar a los muertos. Fuera de lo que forma la especialidad da sus inteligencias, esos subalternos son tan inertes e inservibles como las sombrillas en una vidriera; existen sólo en relación a las órdenes que tienen que obedecer, a los deberes que tienen que cumplir.

»Sin embargo, he podido darme cuenta de que la mayoría de los insectos que van y vienen por los caminos espirales, que ocupan los globos ascendentes y bajan por el aire, cerca de mí, aferrados a los ligeros paracaídas, pertenecen a la clase obrera. “Piezas de máquinas”, en el hecho, algunos se hallan en completo estado natural; no poseen forma alguna de lenguaje; el tentáculo único del pastor de reses es reemplazado por uno o dos manojos de tres, cinco, o siete dedos para agarrar, levantar, guiar, y el resto de sus cuerpos no es más que el necesario apéndice subordinado a estas importantes partes. Algunos, que supongo manejan mecanismos para hacer sonar campanas, tienen enormes orejas, parecidas a las del conejo, exactamente detrás de los oídos; a otros que trabajan en delicadas operaciones químicas, les sobresale un vasto órgano olfativo; otros tienen pies con las coyunturas anquilosadas; y otros que se me han dicho son sopladores en la fabricación del vidrio, parecen simples fuelles. Pero cada uno de estos selenitas comunes que he visto en su labor, está exquisitamente adaptado a las necesidades sociales para las que se le ha destinado. Las obras finas son hechas por artesanos afinados también, sorprendentemente enanos y delicados: los hay que podrían caber en la palma de la mano. Hay también una especie de selenita-motor, muy común, cuyo deber y único deleite consiste en servir de fuerza motriz para varias pequeñas aplicaciones. Y para mantener a todo el mundo selenita en orden y contener cualquier tendencia al error que pudiera mostrar alguna naturaleza extraviada, hay allí los más vigorosos seres musculares que he visto en la luna, especie de agentes de policía lunar, que desde sus primeros años deben haber sido enseñados a mantener en perfecta obediencia a las cabezas hinchadas.

»La fabricación de estas varias clases de operarios debe necesitar de un procedimiento muy curioso o interesante. Todavía estoy a obscuras a ese respecto; pero no hace mucho pasé al lado de un número de jóvenes selenitas encerrados en vasijas, de las que sólo sobresalían los miembros anteriores, se les comprimía allí para que fueran motores de una clase especial de máquinas. Al “brazo”, preparado así con aquel sistema desarrollado de educación técnica, se le estimula con irritantes y se le alimenta mediante inyecciones, mientras al resto del cuerpo se le priva de toda alimentación. Si no he entendido mal la explicación que me dio Fi-u, esas curiosas criaturas dan, en los primeros tiempos, señales de sufrimientos causados por sus diversas posiciones encogidas, pero se habitúan fácilmente a su suerte. Para hacerme ver mejor las cosas, Fi-u me llevó a un lugar en que estaban en preparación unos mensajeros: la operación consistía en dar a sus piernas gran flexibilidad y hacer que fueran largas. Sé que lo que voy a decir no es lógico; pero estas ojeadas a los métodos educadores de los selenitas me han producido un efecto desagradable. Espero, sin embargo, que esto pase, y que me sea dado ver alguna faz más simpática de un orden social tan maravilloso. Aquella mano de aspecto lamentable que apuntaba afuera de la vasija, parecía dirigir algo como un desesperado llamamiento a probabilidades perdidas, y todavía me persigue su visión, aunque no se me oculta que, al fin y al cabo, ese procedimiento es todavía más humanitario que nuestros métodos terrestres de aguardar a que los niños lleguen al estado de seres humanos propiamente dicho, para entonces, y sólo entonces, convertirlos en máquinas…

 

»También muy recientemente —creo que fue en la undécima o duodécima visita que hice a este aparato—, obtuve un curioso dato sobre la vida de dichos operarios. Iba con Fi-u y mis demás acompañantes, por un camino corto y poco frecuentado, en vez de bajar por la espiral y seguir por los malecones del Mar Central. De los tortuosos senderos de una galería larga y obscura, salimos a una vasta caverna, de techo bajo, saturada de un olor de tierra y alumbrada con bastante luz. Esta salía de un tumultuoso brote de lívidas plantas “fungóideas”, algunas de ellas singularmente parecidas a nuestros hongos terrestres, pero tanto o más altas que un hombre.

»—¿Lunestres comen esto? —pregunté a Fi-u.

»—Sí, alimento.

»—¡Por vida mía! —exclamé—. ¿Qué es esto?

»Mi vista había tropezado con la forma de un selenita excepcionalmente grande y flaco, que yacía inmóvil entre los tallos, con la cara contra el suelo. Nos detuvimos.

»—¿Muerto? —pregunté—, pues todavía no he visto ni un muerto en la luna, y tengo curiosidad de verlo.

»—¡No! —exclamó Fi-u—. Ese… trabajador; no trabajo hacer. Bebe, poquito bebida; entonces… duerme… hasta que necesitámoslo. ¿De qué serviría despertarle, eh? No necesitámoslo andando ocioso.

»—¡Allí hay otro! —grité.

»Y luego vi que toda aquella extensa plantación de hongos estaba sembrada de postrados cuerpos adormecidos por un narcótico hasta que la luna tuviera necesidad de ellos. Los había por docenas, de todas clases. Dimos vuelta a algunos, y pude examinarlos con mayor minuciosidad que antes. Al acercarme a ellos oía que respiraban fuertemente; pero no se despertaban. De uno me acuerdo con claridad completa: creo que me causó mayor impresión por algún fuego favorable de luz y por su actitud que era la de un cuerpo humano encogido. Sus miembros anteriores eran unos tentáculos largos, delicados —el sujeto pertenecía a alguna clase de manipuladores finos—, y la postura en que dormía indicaba un sufrimiento sumiso. No cabe duda de que yo cometía un error al interpretar su expresión de esa manera; pero así la interpreté. Y cuando Fi-u lo hizo rodar hasta la obscuridad, entre los lívidos tallos, experimenté otra vez una sensación claramente desagradable, por más que para mí, sólo se tratara de un insecto haciendo rodar a otro insecto.

»Esto es, sencillamente, una aclaración del modo de adquirir hábitos de pensamiento y de sentimiento. Adormecer al trabajador que no se necesita y ponerlo a un lado es, seguramente, mejor que expulsarlo de la fábrica para que vaya a vagar por las calles. En toda comunidad social complicada, hay necesariamente una intermitencia en la ocupación de toda labor especial, y con el método empleado aquí, queda resuelto el problema de los brazos sin empleo. Sin embargo, tan poco racionales somos, aun cuando poseamos un cerebro científicamente educado, que todavía me dé sagrada el recuerdo de aquellos cuerpos inertes entre aquellas quietas, luminosas arcadas de vegetación camosa, y cuando tengo que andar en la misma dirección, evito ese camino a pesar de los inconvenientes del otro, más largo, más ruidoso y más frecuentado.

»Este otro camino me hace pasar por una caverna vastísima, sombría, muy transitada y llena de ruidos, y allí es donde veo —mirando hacia afuera por las aberturas hexagonales de una especie de muralla acribillada de agujeros como una colmena, o alineada atrás en un amplio espacio, o escogiendo los juguetes y amuletos hechos para darles gusto por acéfalos joyeros de delicados dedos que trabajan abajo, en unas casillas—, a las madres del mundo lunar, a las abejas reinas, podría decirse, de la colmena. Son seres de aspecto noble, adornados fantásticamente y a veces de una manera bastante linda, apostura altiva y cabezas microscópicas, en las que casi todo es boca.

»De la condición de los sexos en la luna, del noviazgo y del matrimonio, de los nacimientos y demás particularidades de esta especie, poco he podido saber hasta ahora; pero dados los continuos progresos de Fi-u en la lengua inglesa, mi ignorancia desaparecerá sin duda rápidamente. Opino que, como en las hormigas y abejas, una gran mayoría de los individuos de esta comunidad pertenecen al sexo neutro. En la tierra, en nuestras ciudades, hay ahora muchos que no llevan la vida de familia, que es la vida natural del hombre; pero aquí, como entre las hormigas, esto ha llegado a ser una condición normal de la raza, y la misión de repoblamiento, en la medida necesaria, recae sobre esta especial y en modo alguno numerosa clase de matronas, las madres del mundo lunar, anchos, corpulentos seres, bellamente adaptadas para llevar en su seno la larva selenita. Si no he comprendido mal una explicación de Fi-u, estas madres son completamente incapaces de querer siempre a los seres que dan a luz: períodos de locos mimos se alternan con raptos de agresiva violencia, y tan pronto como es posible, los párvulos, que son muy blandos y endebles y de color pálido, pasan a cargo de una variedad de hembras célibes, “trabajadoras” de nacimiento, pero que en algunos casos poseen cerebros de dimensiones casi masculinas.

Precisamente en este punto, y por desgracia, se cortó el mensaje. Por más fragmentario y misterioso que en todas sus faces sea el asunto que constituye este capítulo, da, sin embargo, una impresión vaga, pero amplia, de un mundo completamente extraño y maravilloso, de un mundo con el cual debe prepararse el nuestro, sin pérdida de tiempo, a entrar en competencia. Este intermitente chorro de mensajes, este susurrar de una aguja receptora en la falda de una montaña, constituyen la primera advertencia de un cambio en las condiciones humanas, tal como la humanidad hubiera podido difícilmente imaginarlo hasta ahora. En aquel planeta hay nuevos elementos, nuevas aplicaciones, nuevas tradiciones, un abrumador alud de ideas nuevas, una extraña raza con la cual tendremos inevitablemente que luchar por el dominio… del oro, que es allí tan común como aquí el hierro o la madera…

(XXV)

El gran lunar

El penúltimo mensaje describe, a trechos, con detalles aún más minuciosos, la entrevista de Cavor con el Gran Lunar, que es el gobernante y señor de la luna. Parece que Cavor envió la mayor parte de esto mensaje casi sin que lo molestaran, pero que en la parte final le interrumpieron. El último vino después de un intervalo de una semana.

El primero de los dos mensajes comienza así: «Por fin puedo reanudar este…», se hace ilegible durante un rato, y luego continúa en medias frases.

Las palabras que faltan a la siguiente frase son, probablemente, «la multitud». Poniéndolas al principio, se lee con bastante claridad lo que sigue:

«… era más y más densa a medida que nos acercábamos al palacio del Gran Lunar, sí puedo llamar palacio a una serie de excavaciones. Por todas partes, caras que me miraban: bocas abiertas y cuerudas, máscaras sin expresión, grandes ojos asomados por sobre tremendos tentáculos-narices, y ojos pequeños bajo monstruosas frentes aplastadas; más abajo, un segundo brote de animales menores se agitaba y chillaba, y grotescas cabezas en el extremo de cuellos sinuosos, como de ganso, de largas coyunturas, se asomaban por sobre los hombros y debajo de los brazos de los que formaban las primeras filas. Abriéndome calle avanzaba un cordón de guardias impasibles, de cabezas-yelmos, que se nos habían unido al salir del barco en que llegamos por los canales del Mar Central. El artista-pulga de diminuto cerebro, se nos unió también, y en apretado grupo un gran número de ágiles hormigas cargadoras trotaban agobiadas bajo la multitud de objetos que se habían creído necesarios para mi viaje. En la etapa final se me llevó una litera, hecha de un dúctil metal de color aparentemente obscuro, incrustado y entrelazado con barras de otro metal más claro. Y conmigo avanzaba una larga y complicada procesión».

»Por delante, a manera de heraldos, iban cuatro seres con caras-trompetas haciendo un devastador estruendo; después unos ujieres encorvados, casi en forma de escarabajos, y a cada lado una colección de sabias cabezas, una especie de enciclopedia animada, que debía, según me explicó Fi-u, colocarse cerca del Gran Lunar para servirle de consulta. (No hay cosa en la ciencia lunar, no hay punto de vista ni método de pensamiento, que no lleven en la cabeza aquellos seres maravillosos). Seguían guardias y portadores, y a continuación el gelatinoso cerebro de Fi-u, llevado también en una litera. Detrás de Fi-u, Tsi-puff, en una litera un poco menos importante, y en seguida yo, en litera más elegante que ninguna otra y rodeado por los servidores encargados de mis alimentos y bebidas. Más hombres-trompetas marchaban detrás, destrozando los oídos con un agudísimo griterío, seres a quienes podríamos dar el título de corresponsales especiales o historiógrafos, y a los cuales incumbía la tarea de observar y recordar todos los detalles de la trascendental entrevista. Gran número de servidores que llevaban y agitaban banderas y manojos de hongos olorosos extraños símbolos, completaban la procesión. A ambos lados del camino se alineaban ujieres y otros funcionarios con caparazones que relucían como acero, y detrás de una y otra hilera surgían las cabezas y tentáculos de la enorme muchedumbre.

»Debo advertir que todavía no me he acostumbrado, en manera alguna, al peculiar efecto de la apariencia de los selenitas, y que hallarme como un náufrago en aquel anchuroso mar de agitada entomología, nada tenía de agradable para mí. Por un instante sentí lo que me imagino que siente la gente cuando habla de “horrores”. Ya me había sucedido lo mismo antes, en aquellas cavernas lunares, en las ocasiones en que me encontró sin armas y rodeado por una multitud de selenitas; pero la impresión nunca fue tan vivida. Tal sentimiento es, por supuesto, de lo más irracional que un hombre pueda abrigar, y espero dominarlo poco a poco; pero durante un momento, al avanzar por entre aquel inmenso hormiguero, tuve que agarrarme con todas mis fuerzas a la litera y llamar en mi ayuda toda mi voluntad, para no lanzar un grito o hacer alguna otra manifestación de esa especie. Aquello duró quizá tres minutos: después volví a ser dueño de mí mismo.

»Subimos la espiral de una vía vertical durante un rato, y en seguida pasamos a través de una serie de vastos halls, con cúpulas y soberbiamente decorados. Las cercanías del Gran Lunar estaban evidentemente preparadas para dar viva impresión de su grandeza. Los halls —todos, por fortuna, suficientemente luminosos para mis terrestres ojos—, constituían un bien dispuesto “crescendo” de espacio y decoración. El efecto de su progresivo tamaño estaba realzado por la continua disminución de la luz y por una tenue nube de incienso que se iba haciendo más espesa a medida que avanzábamos. En las primeras, la luz vivida, clara, hacía que todo apareciera finito y concreto ante mis ojos; pero pronto me pareció que avanzaba continuamente hacia algo más extenso, más opaco y menos material.

»Debo confesar que todo aquel esplendor me hizo considerarme miserable e indigno de él. No estaba afeitado ni lavado; no había llevado mis navajas de barba, y un enmarañado bigote me cubría la boca. En la tierra, siempre me he sentido inclinado a desdeñar todo cuidado personal que no fuera el debido aseo; pero en las excepcionales circunstancias en que me encontraba allí, representando, como representaba, a mi planeta y mi especie, y dependiendo, en gran parte, la importancia de la recepción que se me hiciera, de lo atractivo de mi apariencia, habría dado mucho por poder presentarme con algo un poco más artístico y majestuoso que aquellas marañas. Mi seguridad de que la luna no tenía habitantes había sido tan grande que ni por un momento se me había ocurrido tomar semejantes precauciones, y allí me encontraba vestido con un saco de franela, calzón corto, medias de jugar golf, manchadas con todas las clases de suciedad que la luna puede ofrecer, y zapatillas (a la del pie izquierdo se le había caído el tacón) por cuyos agujeros pasaba mi cabeza. (Claro está que aún sigo vistiendo las mismas ropas). Las agudas cerdas que me habían brotado libremente en la cara serán todo menos un aditamento ventajoso para mis facciones; en una rodilla del calzón había un desgarrón no remendado, que se mostraba ostentosamente cada vez que me movía en la litera; mi media derecha, también persistía en abrirse junto al tobillo. Me hago completo cargo de la injusticia que mi aspecto hizo inferir a la humanidad, y si de alguna manera hubiese podido improvisar cualquier cosa nueva e imponente, lo habría hecho; pero nada tenía a mi alcance, y me limité a hacer lo que podía: dispuse los pliegues de mi frazada a manera de toga, y me mantuve tan erguido en mi asiento cuanto el balanceo de la litera me lo permitía.

 

»Imagínense ustedes el hall más grande en que hayan estado, cuidadosamente decorado con porcelana azul y blanco-azulada, iluminado con luz azul, sin que se supiera cómo, y llenándose de seres metálicos o de un blanco opaco, de una diversidad tan inconcebible como la que ya he descrito someramente; imagínense que ese hall termina en una arquería abierta, que es todavía un hall mayor que el primero, y más allá otro más, y así sucesivamente. Al final del panorama, una escalinata, como la de la Ara Coeli de Roma, que subía hasta perderse de vista: a medida que uno se acercaba a su base, aquellas gradas parecen ir más alto todavía. Por fin, me hallé bajo una amplísima arquería y vi la cumbre de la escalinata, y en ella al Gran Lunar sobre su trono.

»Estaba sentado en un resplandor de incandescente azul. Una nebulosa atmósfera llenaba el recinto de tal modo, que los muros parecían invisiblemente remotos. Esto le hacía aparecer como flotante en un vacío azul-negro. Al principio parecía una nube pequeña, de cuyo seno brotara luz, llenando el glauco tronco: su caja cerebral debía tener varias yardas de diámetro. Por alguna razón que no puedo sondar, una cantidad de azules focos luminosos irradiaban atrás del trono, e inmediatamente detrás de él se esparcía una aureola, que le daba el aspecto de una estrella colosal y rara. En torno suyo, y pequeños y confusos en aquel resplandor, numerosos servidores lo sostenían y mantenían; después, en una relativa sombra y parados en ancho semicírculo, debajo, estaban sus auxiliares intelectuales, sus recordadores, computadores o investigadores, sus aduladores y criados, y todos los insectos distinguidos de la corte de la luna. Más abajo, de pie, los ujieres y mensajeros; después, en toda la extensión de los innumerables escalones del trono, guardias; y en la base, enorme, variada, confusa, una vasta multitud compuesta por los dignatarios menores de la luna. Sus pies, al moverse, producían un murmullo como si rascaran el rocoso suelo, y el roce de unos cuerpos con otros hacía oír igualmente un sordo susurro.

»Al entrar yo en el penúltimo hall, sonó la música y se expandió en una imperial magnificencia de sonidos, y los gritos de los anunciadores se extinguieron…

»Entré en el último y mayor de los halls…

»Mi procesión se abrió como un abanico. Mis ujieres y guardias se apartaron a derecha e izquierda, y las tres literas que nos llevaban a mí, a Fi-u y a Tsi-puff, avanzaron por el lustroso suelo hasta el pie de la gigantesca escalera. Entonces se dejó oír un vasto zumbido entrecortado, que se mezcló con la música. Los dos selenitas descendieron de sus literas, pero a mí se me advirtió que debía permanecer sentado, me imagino que como un honor especial. La música cesó, pero no el zumbido, y el simultáneo movimiento de diez mil ojos respetuosos, hizo que mi atención se dirigiera a la aureolada, suprema inteligencia que se cernía sobre nosotros.

»Al principio, cuando dirigí la vista hacia el radiante fulgor, aquel quintesencial cerebro me pareció algo como una vejiga opaca, sin facciones, a través de cuya superficie aparecían visibles aunque tenues, las ondulantes líneas de las circunvoluciones. Luego, debajo de aquella enormidad, exactamente en el borde del trono, vi con sobresalto un par de minúsculos ojos de duende que miraban fijamente. Nada de cara, sólo ojos, que parecían mirar por un par de agujeros. Primero no pude ver más que los dos ojitos fijos; después ya vi, debajo, el cuerpecito encogido y los miembros de insecto, enjutos y blancos. Los ojos me contemplaban con extraña intensidad, y la parte más baja del hinchado globo hallábase arrugada. Unas manecitas-tentáculos, de aspecto frágil, casi inexistentes, mantenían aquella forma sobre el trono…

»Aquello era grande; aquello, era, lastimoso. Uno se olvidaba del hall y de la muchedumbre.

»Los porta-litera me subieron a saltos por la escalinata. Me parecía que la radiante y purpúrea caja cerebral que me miraba de allá arriba se extendía sobre mi e iba adquiriendo un efecto más imponente cuanto más me le acercaba yo. Las hileras de ayudantes y servidores agrupadas en torno de su amo parecían retroceder y borrarse dentro del resplandor. De repente, vi que unos servidores que apenas se destacaban sobre el brumoso fondo, estaban muy atareados en regar aquel gran cerebro con un refrescante chorro, y lo sobaban y lo sostenían. Yo, por mi parte, me aferraba, a mi tambaleante litera, con los ojos fijos en el Gran Lunar, incapaz de dirigir siquiera una ojeada a los lados. Y por fin, cuando llegué a un pequeño rellano separado del supremo asiento por unos diez escalones apenas, el creciente esplendor de la música llegó a un tono altísimo y cesó, y a mí se me dejó aislado, desnudo, por decirlo así, en aquella inmensidad, bajo el fijo escrutinio de los ojos del Gran Lunar.

»Examinaba el primer hombre que veía en su vida…

»Mis ojos descendieron por fin de su grandeza a las tenues figuras que se movían en la azul neblina en torno suyo, y después, recorriendo las gradas, a los miles de selenitas que se apiñaban expectantes abajo. Otra vez me sobrecogió un irracional horror… Y pasó.

»Después de la pausa vino la gran salutación. Me ayudaron a bajar de la litera, y allí, parado, indeciso, vi que dos funcionarios muy delgados me hacían con gravedad varios ademanes extraños y sin duda profundamente simbólicos. El grupo enciclopédico de los sabios que me había acompañado a la entrada del último hall, apareció dos escalones más arriba del sitio en que yo estaba, a mi izquierda y a mi derecha, prontos para atender a las necesidades del Gran Lunar, y el blanco cráneo de Fi-u se colocó más o menos entre el trono y yo, en posición que le permitiera comunicarse fácilmente con los dos, sin volver la espalda al Gran Lunar ni a mí. Tsi-puff se puso detrás de él. Unos ágiles ujieres se alinearon, volviéndose de soslayo hacia mí, pero dando plenamente la cara a la Presencia. Yo me senté a la turca, y Fi-u y Tsi-puff también se arrodillaron más arriba.

»Hubo otra pausa. Los ojos de los cortesanos más próximos iban de mi al Gran Lunar y volvían a mí, y un cuchicheo y silbido de expectación pasó por la escondida multitud, y por último cesó…

»El zumbido cesó también.

»Por primera y última vez, hasta ahora, la luna estuvo silenciosa.

»Casi en seguida, oí un débil rumor: el Gran Lunar me dirigía la palabra. Aquello era como el roce de un dedo sobre un cristal.

»Yo lo miré fijamente durante un rato y luego volví los ojos hacia el atento Fi-u. Me sentía, entre aquellos blandos seres, ridículamente espeso, carnoso y sólido, con mi cara toda huesos y pelos negros. Volví a mirar al Gran Lunar. Había cesado de hablar: sus servidores estaban ocupados en algo: por la lustrosa superficie del cráneo corría y brillaba un refrescante chorro.